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EL POBRE «JACK»
Para alguien poco habituado a la vida en el mar, su súbito cambio de humor tras el peligroso paso a través del arrecife de las Cien Millas era imposible de creer. El temporal se había marchado y no había vuelto, y la inmensidad de aquel gran océano se extendía por todos lados, ininterrumpido, y bajo el sol del mediodía, como un cristal cegador.
Bolitho se fue a proa, donde se había aparejado un pequeño toldo de lona para proporcionar un mínimo de intimidad a las dos mujeres. Catherine le estaba esperando allí, con la camisa prestada mojada de sudor y la frente quemada por el sol, observándole por encima de los hombros caídos de los remeros que descansaban.
Ella le cogió la mano e hizo que se sentara en el palmejar y apoyara la espalda en la amurada curvada.
—Déjame ver. —Le sostuvo la cabeza entre las manos y le abrió con delicadeza el párpado izquierdo. Entonces dijo—: Voy a ponerte un vendaje encima del ojo, Richard. —Hablaba muy bajo para que nadie pudiera oírla—. Tiene que descansar. —Miró a popa, donde Allday estaba sentado en la caña como si nunca se hubiera movido de allí. Tuvo que darse algo de tiempo a sí misma para no dejar traslucir su desesperación delante de Bolitho. Habían pasado tres días desde que el Golden Plover se había hundido entre el arrecife. Horas de trabajo en los remos, de aparejo del solitario palo y su vela para alejarse de la temible resaca del arrecife y poner más o menos rumbo hacia la costa continental. Por lo que habían visto y hecho, bien podían haber estado inmóviles. Trató de imaginarse cómo se vería aquella pequeña embarcación de cinco metros y medio mientras se movía muy lentamente con un ancla de capa y los hombres descansando. Probablemente como una hoja flotando en un lago inmenso e inmóvil. Pero allá, dentro del atestado bote, era algo muy diferente. Aparte del marinero Owen, que era el vigía en el momento del motín, había otros dos marineros del funesto Golden Plover. Elias Tucker, un joven asustado de Portsmouth, y Bill Cuppage, un hombre duro en todos los sentidos, con un fuerte acento del norte. Incluyendo a Bezant, que pasaba del delirio a los gemidos de angustia, eran trece almas en total.
Cogió una tira de vendaje hecha con sus enaguas y se la ató cuidadosamente por la frente para cubrirle el ojo enrojecido por la sal.
Bolitho se tocó el vendaje y exclamó:
—¡Agua! ¡Has usado agua potable, Kate!
Ella le apartó la mano del ojo.
—Descansa un poco. No puedes hacerlo todo.
Bolitho se recostó hacia atrás mientras ella le pasaba el brazo por debajo de la cabeza. Sus palabras le habían recordado al almirante Godschale. ¿Qué debía estar haciendo ahora, tras recibir la información de la desaparición del Golden Plover? Suspiró cuando ella levantó un trozo de lona para taparle el sol implacable. Tres días, sin un final a la vista. Y si llegaban a tierra, ¿entonces qué? Podía ser terreno hostil, puesto que aquel era territorio de esclavos, donde cualquier marino blanco sería visto como un enemigo.
Abrió su ojo bueno y miró a lo largo del bote. Se habían dividido en dos guardias, remando tras el anochecer y esperando volver a poner la vela cuando soplara la más mínima brisa. Vio que Allday le miraba, quizás dándole vueltas todavía al hecho de que le hubiera ordenado que cogiera la caña en todo momento a causa de su vieja herida. Miró también a Ozzard, que estaba encorvado sobre un macuto comprobando las provisiones que quedaban: un hombre pequeño que parecía haber reunido fuerzas insospechadas en su nuevo papel de contador. Su secretario de hombros caídos, Yovell, estaba descansando sobre el guión de un remo con las manos vendadas, como las de Jenour, por el duro y agotador trabajo en algo para lo que nunca había sido entrenado. Tenía la casaca descosida por las costuras como muestra del alcance de su esfuerzo.
Cerca suyo estaba Tojohns, sin cuya fuerza en la boga era muy probable que no hubieran hecho más que unas pocas millas; y Keen, que estaba acuclillado al lado de Owen, recorriendo el bote con la mirada como si estuviera calculando sus posibilidades de sobrevivir. Bolitho alzó la cabeza muy ligeramente y notó como ella se ponía tensa. Catherine sabía qué estaba buscando.
Bolitho la vio: la sombra, su compañera constante desde el naufragio. Normalmente, no era más que eso, pero de vez en cuando mostraba su apuntada aleta dorsal nadando justo bajo la superficie y disipando cualquier esperanza de que se hubiera cansado de acecharles.
Oyó como ella le preguntaba:
—¿Qué crees que le pasó al otro bote?
Hasta pensar resultaba difícil.
—Puede que el contramaestre decidiera no seguirnos cruzando el arrecife. Su bote era más grande y llevaba mucha más gente. Es posible que decidiera quedarse al otro lado y luego ir hacia tierra. —En su fuero interno sabía que el gran cúter podría haber corrido la misma suerte que los amotinados y haber naufragado en las rompientes o en el mismo arrecife. Los tiburones no habrían dejado nadie para contarlo—. Habríamos tenido bien poco qué comer si no hubiese sido por tus preparativos. Queso y galletas, ron y brandy… Muchos han sobrevivido con mucho menos. —Trató de enfocar la vista en los dos pequeños barriles que estaban amarrados en el palmejar entre las bancadas. Agua potable, pero compartida entre trece, ¿cuánto iba a durar?
Catherine le apartó el pelo que le caía por la cara y dijo:
—Conseguiremos ayuda. Lo sé. —Levantó el guardapelo de su camisa abierta y lo miró—. Yo era más joven entonces…
Bolitho se giró.
—¡No hay nadie más hermosa que tú, ahora, Kate!
Había tal angustia en su tono de voz que por unos instantes ella vio al joven que había sido en su día. Inseguro, vulnerable, pero también bondadoso.
Bezant soltó un gran gemido y gritó:
—¡Por todos los santos, ayudadme! —Y entonces, acto seguido añadió—: ¡Otra vuelta en la braza de barlovento del trinquete, señor Lincoln… rápido, eh!
El marinero Cuppage maldijo salvajemente y le espetó:
—¿Por qué no te mueres, cabrón?
Bolitho miró fijamente al mar. Infinito. Despiadado. Cuppage sólo estaba diciendo en voz alta lo que la mayoría de los otros pensaban.
Catherine dijo:
—¡Eh, Val! ¿Por qué no vienes a hacernos una visita?
Bolitho se mordió el labio. Ni siquiera vio como Keen se acercaba a tientas por encima de los bancos, entre los cuerpos agotados y desplomados. «No soy mejor que Cuppage».
Keen trató de sonreír.
—Allday dice que puede oler un viento. —Se protegió los ojos del resplandor del reflejo del sol—. Pero yo no veo ni rastro de viento. —Lanzó una mirada a los demás—. Me temo que la herida de Bezant ha ido a peor, señor. Ozzard me ha dicho que lo ha notado cuando le ha dado un poco de agua.
—¿La herida se ha gangrenado, Val? —No hacía falta preguntar. Tanto él como Keen sabían que pasaba a menudo. Cirugía rudimentaria, habilidades médicas mediocres… Se decía que morían más hombres por su tratamiento que por el hierro enemigo.
Catherine les miró, sorprendida por poder sentir aún tanto orgullo de estar allí con él. La ropa prestada que llevaba estaba sucia y pegada a la piel por la humedad y el sudor, y dejaba poco a la imaginación. Hasta el trozo de lona que habían aparejado para preservar su intimidad a la hora de hacer sus necesidades era una vana ilusión.
Pero podía evadirse incluso de aquello cuando observaba y escuchaba a los dos que mejor conocía en este mundo. El hombre al que amaba más que a la vida misma, y su amigo, que al parecer había obtenido más fuerza de aquello que creía haber perdido y dejado para siempre en Inglaterra.
Sabía de qué hablaban pero nadie más se lo imaginaría siquiera. Y ella lo veía por sí misma, aunque no viviera para contarlo. El otro hombre, el héroe sobre el que cantaban y chismorreaban en las tabernas, el hombre que inspiraba coraje y afecto por sus cualidades de liderazgo, unas cualidades que él mismo sería el primero de poner en duda. Él creía que muchos hombres le envidiaban por ella. Nunca se le ocurriría pensar que podía ser justo al revés.
Ella le oyó preguntar:
—¿Tendrá que hacerse pronto, entonces?
Keen asintió lentamente, como si el movimiento fuera doloroso.
—Necesitaremos luz. Y si Allday está en lo cierto respecto de ese viento… —Miró a popa, hacia Bezant, ahora afortunadamente inconsciente—. Creo que lo sabe, señor.
—Yo ayudaré —dijo Catherine.
Bolitho la cogió y negó con la cabeza.
—No, Kate, hablaré con Allday. —Miró con repentina emoción a su capitán de bandera—. Una vez él le sacó una astilla a Val del tamaño de la pierna de un niño de medio año cuando el cirujano del barco estaba demasiado recostado en los brazos de Baco para hacerlo.
Ella miró al uno y al otro. Ya no era su mundo particular. Ahora ella era parte de este mismo mundo.
Bolitho la soltó y susurró:
—Piensa en la casa, Kate. En la pequeña playa donde nos amamos hasta que la marea nos echó. —Vio como los ojos de Catherine se iluminaban—. Está todo allí, tal como lo dejamos. ¿Podemos permitirnos abandonarnos? —Entonces se fue hacia popa, tocando un hombro aquí y murmurando alguna palabra tranquilizadora allá.
Catherine se enjugó la cara con la manga de la camisa y le miró. Estaba sucio y despeinado; pero hasta un perfecto desconocido reconocería lo que era.
Bolitho llegó a la cámara del bote y preguntó a su patrón:
—¿Está usted seguro acerca de ese viento, amigo mío?
Allday entrecerró los ojos para mirarle, pero tenía la boca demasiado reseca para responderle de inmediato.
—Sí, Sir Richard. También ha rolado un poco. Más del oeste, diría yo.
Bolitho se agachó a su lado y se quedó mirando fijamente el mar, refrenando sus sentimientos hacia aquel hombre corpulento e invencible. Si tuvieran una aguja o un sextante… Pero no tenían nada, sólo el sol de día y las estrellas de noche. Incluso su avance no era más que una suposición.
—Hagámoslo —murmuró. Miró un poco más allá y vio a Jenour mirándoles—. Coja la caña, Stephen. Manténgala como ahora. —Entonces esperó a que los demás se levantaran. Era doloroso de ver. Los que estaban dormidos, salieron lentamente del refugio de sus sueños sólo para ver cómo se desvanecía toda esperanza mientras aceptaban la realidad. Otros miraron a su alrededor como si todavía esperaran oír el sonido del pito del contramaestre y los ruidos de pisadas sobre la cubierta del Golden Plover.
Bolitho pensó de repente en Inglaterra, pero no en la que acababa de describirle a Catherine. Se preguntó qué estarían pensando y diciendo allá. Los maliciosos disimularían su cruel regocijo igual que habían hecho con el valiente Nelson, y habrían ya otros compitiendo para sustituirle.
Pero en los muelles de los puertos y en los campos del West Country habrían muchos más que le estarían recordando. Como el pobre Adam, que pronto aprendería a tenderles la mano a esos y a reconocer a los que no eran dignos de ello.
Dijo elevando la voz:
—El señor Bezant está sufriendo mucho. —Vio que Yovell tragaba saliva y supuso que se había percatado de que aquel penetrante y asqueroso olor era gangrena—. Necesito un voluntario. El comandante Keen y mi patrón saben qué hacer. —Miró a su lado cuando Ozzard apareció allí como por arte de magia—. ¿Está seguro?
Ozzard le miró a los ojos con calma.
—No puedo halar de un remo, ni puedo tomar rizos ni llevar la caña. —Se encogió ligeramente de hombros—. De esto entiendo.
Bolitho lanzó una mirada por encima del hombro del pequeño hombre al semblante adusto de Allday y supuso que él más que nadie debía saber algo sobre Ozzard que no iba a compartir con nadie.
Keen dijo en voz baja a Owen y a Tojohns:
—Saquen los remos y boguen o cíen para mantenerlo lo más estable que puedan. —Echó un vistazo al pequeño botiquín que Catherine había encontrado en la cámara del buque y trató de no estremecerse; nunca había olvidado la fuerza y el cuidado de Allday aquel día a bordo de la fragata Undine. Keen era entonces un guardiamarina de diecisiete años y la gran astilla se le había clavado en la ingle. Haciendo caso omiso del cirujano borracho, Allday le había arrancado la ropa y le había extraído la astilla con su propia navaja. Afortunadamente, se había desmayado. La tremenda cicatriz estaba todavía allí. Y también él, gracias al coraje y los cuidados de Allday.
Sintió una súbita punzada de desesperación. Zenoria no le había visto ni acariciado nunca la fea cicatriz. Ahora, nunca lo haría.
Bolitho captó su expresión.
—Juntos, Val. Recuerda siempre esto. —Vio a Sophie acurrucada en proa, con la cara hundida en el pecho de Catherine.
—¿Preparados, Sir Richard? —preguntó Ozzard.
Abrieron a la fuerza la boca del capitán y Ozzard vertió en ella una buena cantidad de brandy antes de ponerle una mordaza de cuero entre los dientes.
Allday cogió la navaja y miró a lo largo de su filo reluciente como comprobaría el de un machete de abordaje antes de un combate. Tenía que hacerse rápido: la navaja y luego la sierra. Probablemente se moriría de todas maneras, al menos antes que el resto de ellos. ¿Qué pasaría cuando sólo quedara uno vivo? Un bote lleno de espantapájaros… Se secó el sudor de los ojos y pensó en el ayudante de piloto llamado Jonas Polin, y en su esbelta y pequeña viuda con la posada de Fallowfield. Cuando le llegara la noticia, ¿qué pensaría? ¿Se acordaría de él?
Dijo con tono severo:
—¡Agarradle! —Acercó la navaja a la pierna, y se le revolvió el estómago ante el hedor repugnante.
Cuando la navaja bajó, Bezant abrió los ojos y miró fijamente la hoja. Su chillido ahogado pareció elevarse por encima del bote como una maldición.
Una vez más, el marinero Owen rompió el encantamiento.
—¡Ahí llega el viento, muchachos! —Su voz casi se quebró—. ¡Oh, gracias a Dios, el viento!
Allday había acertado después de todo, igual que con Bezant. El capitán murió con una obscenidad en sus labios cuando se acercaba el anochecer, mientras los remos hendían las briosas cabrillas y la vela húmeda resonaba al viento.
Mientras achicaba y consolaba a la consternada Sophie, Catherine lo vio y lo oyó todo. La voz de su hombre se elevó por encima del ruido del viento y de la vela cuando pronunció unas breves palabras de una oración que debía haber utilizado muchas veces. Le tapó los oídos a la chica cuando el cuerpo fue lanzado por la borda, puesto que ni en las profundidades pudo encontrar su descanso el capitán del Golden Plover. El tiburón le negó incluso eso.
* * *
El comandante Valentine Keen levantó la vista hacia la vela flameante y dio un golpe de timón. Ver la lona momentáneamente fuera de control le sobresaltó, puesto que sabía que debía haber echado una cabezada. Y peor aún. Nadie en aquel abarrotado bote parecía haberse dado cuenta.
El océano se movía con grandes olas de mar de fondo, aunque el viento no era lo bastante fuerte como para hacer que rompieran sus crestas. El sol estaba casi en el horizonte; pronto se estaría más fresco y daría comienzo el asunto nocturno de usar los remos y la vela combinados para llevarles hacia el este.
Miró a los demás, algunos acurrucados en el palmejar y otros apoyados en los remos, que estaban puestos en sus escálamos y atravesados en el bote.
Lady Catherine estaba sentada en la cámara del cúter con los hombros cubiertos con una lona mientras Bolitho se apoyaba en ella como si estuviera dormido.
Ozzard estaba de rodillas, examinando sus raciones y comprobando el agua del barril restante. No iba a durar mucho más. Un día más y entonces la desesperación minaría cualquier resistencia que quedara, como una fiebre sigilosa.
Había pasado ya más de una semana desde que el bergantín-goleta encallara en el arrecife. Parecía haber pasado diez veces más tiempo. Las escasas raciones se habían acabado finalmente exceptuando una bolsa de galletas. Brandy para los mareados, ron para cuando se acabara el agua. ¿Mañana? ¿Pasado mañana?
Catherine se movió y dejó escapar un sollozo ahogado. Bolitho se despertó al instante y la abrazó para que su cuerpo no sufriera los balances y cabeceos del casco recalentado por el sol.
Keen intentó no pensar en el pasado, exactamente veinte años atrás, cuando servían juntos en los mares del Sur. Bolitho era entonces su joven comandante en la fragata Tempest y él un teniente de navío aún más joven. Habían escapado también en un bote abierto. Bolitho estaría ahora recordándolo, recordando como la mujer que amaba había muerto en sus brazos.
Era una lancha más grande, pero había la misma desesperanza y el mismo peligro. Allday había estado allí también y había pedido a los demás que contuvieran a Bolitho mientras él envolvía el cuerpo de ella con un tramo de cadena y lo dejaba con delicadeza en el agua para que se hundiera.
¿Cómo podría olvidarlo nunca Bolitho, especialmente ahora que había encontrado el amor que siempre le había sido negado?
Allday estaba sentado en el palmejar, apoyado contra la amurada con su pelo enmarañado y canoso ondeando al viento.
Keen notó como los ojos le escocían de emoción ante el recuerdo de dos noches atrás. Estaban todos a punto de desmoronarse cuando un insólito chubasco se había cernido sobre el bote como un telón, despedazando el mar en una masa de espuma y burbujas. Habían revivido, colocando baldes y pedazos de lona, incluso tazones, para recoger un poco de agua dulce de lluvia.
Luego, la lluvia se había desvanecido a una distancia de medio cable del bote.
El joven marinero Tucker había roto a llorar, sollozando a lágrima viva hasta que la fatiga le había dejado de nuevo en silencio.
Había sido entonces cuando Catherine había dicho: «¡Vamos, John Allday! Le he oído cantar por el jardín de Falmouth… ¡y tiene buena voz!». Había mirado a Yovell, de repente suplicante, desesperada en busca de apoyo. «Usted da fe de ello, ¿no, señor Yovell?».
Y así había sido. Cuando las primeras estrellas hubieron aparecido y tras tratar de calcular el rumbo al que gobernar, Allday se había sentado junto a la caña y había cantado una canción entrañable para muchos hombres de mar con letra de Charles Dibdin, el amigo de los navegantes, de quien se decía que había compuesto la canción Cómo despejó el camino el Hyperion para conmemorar su último y valiente combate.
Hasta el hombre más duro que servía en la mar y afrontaba todos sus peligros y crueldades aseguraba que sin importar lo que pudiera pasar, siempre había un ángel en el tope del palo cuidándoles.
«Abandona el naufragio, estiba las perchas y amárralo todo bien,
Y arrizado el trinquete iremos allá:
¡Alto! No creas que soy un gallina
Que una nimiedad me echará atrás,
Pues dicen que la Providencia se sienta allá en lo alto,
Para velar por la vida del pobre “Jack”».[8]
Exhaustos, llenos de ampollas y torturados por la sed, le habían escuchado y había parecido que, durante unos instantes, los peligros habían quedado a un lado. Habían corrido algunas lágrimas también, y Keen había visto a Jenour con la cabeza entre sus manos y a la joven Sophie mirando fijamente a Allday como si fuera alguna clase de mago.
Bolitho carraspeó.
—¿Cómo va eso, Val?
Keen echó un vistazo a las estrellas.
—Derecho al este, aunque no tengo ni idea de cuánto hemos derivado.
—No importa. —Bolitho puso la mano sobre el hombro de Catherine y notó la suavidad de su piel a través de la camisa manchada. Estaba caliente, quemando. Le apartó parte del pelo de los ojos y vio que le estaba mirando; preocupándose y temiendo por él y empezando a mostrar como la moral le iba abandonando también a ella.
—¿Cuánto falta, querido mío?
Bolitho puso su mejilla contra el pelo de ella.
—Un día. Puede que dos. —Habló en voz baja, aunque los otros seguramente lo sabrían también.
El marinero Tucker soltó una risotada desaforada que se cortó por la total sequedad de su garganta.
Bolitho hizo un gesto hacia los remos.
—Es hora de empezar, una guardia tras otra.
—¿Qué le ocurre a Tucker? —preguntó Keen.
—Ha bebido agua, señor —dijo Owen con voz ronca. Señaló hacia el mar que se levantaba casi hasta la regala antes de bajar de nuevo.
Allday musitó:
—Esto acabará con él. —Lo dijo sin emoción alguna en ningún sentido—. Maldito estúpido.
Tucker apartó su remo e intentó llegar al costado antes de que Jenour y Cuppage le cogieran y le arrastraran hasta el pie del pequeño mástil. Cuppage sacó hilo grueso de pescar, ató las muñecas del hombre a su espalda con el palo en medio mientras este seguía farfullando y le dijo:
—¡Cierra el pico, cabrón imbécil!
Bolitho ocupó el puesto de Tucker y sacó la pala del remo del agua. Parecía pesar el doble que antes. Hizo oídos sordos a las divagaciones con voz cascada de Tucker. El principio del fin.
Catherine estaba sentada con Keen mientras Ozzard servía un poco de agua en una taza.
Keen se la acercó a la boca de Catherine.
—Reténgala tanto como pueda. De sorbo en sorbo.
Ella se estremeció y casi se le cayó la taza cuando Tucker gritó:
—¡Agua! ¡Dame agua, puta de mierda!
En la oscuridad de la noche se oyó el ruido de un puño contra hueso y Tucker se quedó en silencio.
Catherine susurró:
—No era necesario. He oído cosas mucho peores.
Keen trató de sonreír. No había sido solamente por consideración hacia sus sentimientos que Allday lo había tumbado de un golpe. Otro estallido más por parte de Tucker y el bote podía sumirse en una pelea sin control.
Keen se tocó la pistola de su cinturón e intentó acordarse de quién más estaba armado.
Ella vio la mano sobre la pistola y dijo en voz baja:
—Tú has hecho esto antes, Val… —Se giró cuando algo cayó ruidosamente en el agua por popa. El tiburón o su víctima, estaba demasiado oscuro para saberlo—. No debe verme sufrir. —Intentó controlar la voz, pero su cuerpo temblaba de mala manera—. Ha dado suficiente por mi causa.
—Avante ¡a una!
Los remos se elevaron y bajaron una vez más mientras el agua iba pasando cuidadosamente de mano en mano.
Entonces volvieron a cambiarse y Bolitho se dejó caer a su lado en la cámara del bote.
—¿Cómo está tu ojo?
Bolitho forzó una sonrisa.
—Mejor de lo que creía posible. —Bolitho había percibido más que oído su desesperación cuando ella hablaba con Keen.
—Mientes. —Se inclinó sobre él y notó que se ponía tenso—. Deja de preocuparte por mí, Richard… Yo soy la causa de todo esto. Deberías haberme dejado en aquella prisión. Puede que nunca hubieras sabido…
Unas grandes manchas blancas aletearon en la penumbra y volaron en círculo alrededor del chinchorro antes de proseguir su camino.
—Esta noche, estos pájaros anidarán en África —dijo Bolitho.
Ella se apartó el cabello mojado, y un roción entró por encima de la borda.
—Me gustaría estar en algún lugar secreto, Richard. En nuestra playa, quizás… Para correr desnuda hacia el mar, para amarte en la arena. —Empezó a llorar en voz muy baja, apagando el sonido en el hombro de Bolitho—. Sólo para vivir contigo.
Catherine se había quedado profundamente dormida cuando el joven marinero Tucker se murió. Los remeros descansaron sobre sus guiones como almas más allá de toda preocupación o pesar. Sólo Yovell se santiguó en la oscuridad cuando el cuerpo fue tirado por la borda y se alejó flotando.
Bolitho la cogió por el hombro para protegerla del frenesí del ataque de un tiburón. Pero no hubo nada. El tiburón tenía paciencia suficiente para esperarles a todos.
Cuando las primeras señales del amanecer empezaron a dejar a la vista el mar que se abría a su alrededor, Catherine vio que faltaba Tucker. Era demasiado agotador incluso pensar cómo debía haber sido para él en aquellos momentos de locura agonizante. Ahora se había acabado. Era una liberación.
Vio a Ozzard moviendo su pequeño barril y negando con la cabeza con un movimiento rápido y breve en dirección a Bolitho, que estaba a su lado.
—¿Media taza, pues? —Bolitho estaba casi suplicando.
Ozzard se encogió de hombros.
—Menos.
Sophie se levantó y pasó cuidadosamente entre las piernas extendidas y los cuerpos despatarrados de los que no estaban de guardia.
Catherine extendió los brazos.
—¿Qué pasa, Sophie? Ven aquí conmigo.
La chica le apretó la mano y vaciló.
—¿Es tierra eso? ¿Por allá? —Parecía preocupada por poder volverse loca como Tucker.
Keen se levantó de su bancada y se tapó la luz del sol de los ojos.
—¡Oh, Dios del cielo! ¡Sí que es tierra!
Allday miró hacia el tope del palo y trató de sonreír.
—¿Lo veis? ¡Él vela por la vida del pobre «Jack»!
Cuando clareó, se hizo más y más evidente que la tierra que Sophie había avistado era poco más que una isla. Pero la mera proximidad de la misma pareció insuflar nueva vida en el chinchorro, y cuando los hombres se pusieron a los remos y la vela fue orientada, Bolitho no vio decepción en sus caras quemadas por el sol.
Keen preguntó entre palada y palada de su remo:
—¿La conoce, señor?
Bolitho se volvió y vio que Catherine le miraba.
—Sí, la conozco. —Debería estar satisfecho, orgulloso incluso por haberles llevado hasta allí. Al menos no estaban simplemente avanzando hacia un horizonte vacío y volviéndose locos en el proceso.
—¿Tiene nombre, Sir Richard? —preguntó Jenour entre jadeos.
Ella seguía mirándole. Leyéndole como un libro abierto. Consciente de la súbita desesperación que aquel lugar había hecho renacer a partir de algún recuerdo. Como el otro guardiamarina, su amigo, de quien él raramente hablaba, ni siquiera a ella: aquellos recuerdos eran igualmente dolorosos.
Era un lugar árido, una isla a evitar con una costa rocosa y traicionera. Aquel era territorio de esclavos, y en otros tiempos, guarida de piratas. Pero estos se habían ido ahora más al sur, a por las suculentas ganancias de las rutas marítimas que pasaban por el cabo de Buena Esperanza.
—He olvidado cómo se llama. —Hasta eso sabría ella que era una mentira. Aquella isla pequeña y hostil era conocida por los comerciantes de la zona como la isla de los Muertos Vivientes. Allí no crecía nada, no sobrevivía nada. Dijo de pronto—: Veinte millas más allá hay una isla fértil, llena de vegetación. Con arroyos de agua dulce y también peces.
—¿Este lugar no va a servirnos de ayuda? —preguntó educadamente Yovell.
Parecía tan desanimado que Bolitho le respondió:
—Puede que hayan charcos de agua de lluvia en las rocas. Y marisco. —Vio como la fuerza se desvanecía en ellos como la arena de una ampolleta. E insistió—: ¿Qué dicen? ¿Lo intentamos? Podemos coger marisco y mezclarlo con las últimas galletas.
Yovell parecía satisfecho.
—No tenemos otra opción, ¿no, señor? En cualquier caso, no por ahora.
Owen sonrió y se enjugó los labios resecos.
—¡Bien dicho, señor! ¿Veinte millas después de lo que hemos pasado? Podría ir nadando hasta allí, ¡si no fuera por los tiburones, claro!
Catherine observó como revivían y dejaban de parecer los espectros en que casi se habían convertido. Pero, ¿cuánto tiempo podría seguir persuadiéndoles?
Para el mediodía, el bote había entrado en una pequeña cala, donde las rocas pasaban bajo la quilla en un agua tan profunda que casi no se veían.
Bolitho se puso en pie y se tapó el sol de los ojos mientras se deslizaban sobre su propia sombra.
—¡Preparado con el rezón! ¡Stephen, Owen, por la borda, ya! ¡Ciad el resto!
Con el ayudante del vicealmirante y el vigía de vista aguda nadando y resbalando en el fondo mientras conducían la proa apartándola de cualquier roca afilada, el chinchorro se detuvo finalmente.
Bolitho les observó tambalearse y caerse en la playa en pendiente cuando saltaron del bote e intentaron subir por la cuesta. Una cosa era un barco, pero el haber estado encerrado en un pequeño bote abierto les hacía dar tumbos como si estuviesen borrachos.
Catherine vio con sorpresa como Allday le daba un par de sandalias de cuero que había cortado y fabricado con el macuto de Ozzard.
—Es usted un cielo de hombre, John —dijo con voz ronca.
El elogio le resultó algo embarazoso a Allday, que por un momento olvidó los peligros que podía depararles aquel lugar.
—Bueno, m’lady, como el señor Yovell dijo muy bien, no tenía nada más que hacer.
Bolitho caminó con ella por los bajos y esperó a que se pusiera las sandalias. La arena de la playa estaba tan caliente como un horno y no se podía caminar descalzo por ella.
—Asegúrate, Val. Coge a tu patrón y subid a esa colina. Incluso puede que veáis la otra isla con esta luz… Les daría moral.
—Creo que usted lo ha hecho, señor, a todos nosotros —dijo Keen con semblante serio.
Allday estaba punto de salir del bote varado cuando Ozzard le tiró de la manga.
—¡Mira, John!
Era una bolsa pequeña, escondida cuidadosamente detrás del barril vacío. Estaba bien cerrada y pesaba mucho.
Allday la tocó.
—Es oro, amigo mío.
—Pero, ¿de quién?
—Quien quiera que lo pusiera aquí es uno de los amotinados, y sé lo que me digo. —Dejaron la bolsa otra vez en su escondrijo y Allday añadió—: Deja que me ocupe yo.
—Yo vigilaré las últimas provisiones —dijo Ozzard. Y añadió expresivamente—: Y especialmente el ron.
Keen empezó a subir por la ladera de la colina, que era el punto más elevado de aquel lugar estéril, en realidad poco más que un promontorio abrasado por el sol.
Al pasar junto a unas rocas desperdigadas, Tojohns gruñó:
—¡Por Dios, mire eso!
Era el esqueleto de un hombre, de alguien que había naufragado, había sido abandonado o matado. Nunca lo sabrían.
Estaban casi en la cima y Keen trató de no pensar en el agua. Era mejor alejar aquel pensamiento el máximo posible.
Alcanzaron la cumbre y Keen se dejó caer de rodillas y dijo:
—¡A tierra!
La otra isla quedaba visible tal como había vaticinado Bolitho, como una bruma verde clara bajo el horizonte.
Pero lo único que veía Keen era el buque fondeado justo debajo suyo, el bergantín que había avistado desde el tope del palo del Golden Plover. El buque negrero que había venido a recoger el oro que ahora estaba desperdigado por el arrecife de las Cien Millas.
—Voy a avisar a los nuestros. Quédese aquí, Tojohns. Si ve un bote que se dirige a tierra, venga enseguida.
Bajó deprisa por la colina seca con la mente aturdida por su descubrimiento. Hasta aquel lugar sin vida se había convertido en un símbolo de éxito para todos. Ahora sólo era una trampa.
Bolitho le escuchó sin decir nada, con la mirada puesta en Sophie y Ozzard, que recogían algunos de los mariscos que la partida de Jenour había encontrado en el charco de una roca.
Todos miraron atentamente a Ozzard, esperando su veredicto, tras llenar este su taza con el agua del balde que Owen había conseguido en un pequeño cauce de la ladera de la colina. Entonces dijo con solemnidad:
—Agua de lluvia. La pondré en el barril.
Yovell cogió los brazos de la joven doncella y sonrió.
—¡Como el mejor de los vinos, eh, hija mía!
Bolitho les dijo alzando la voz:
—Escúchenme todos. El negrero que iba tras nosotros está fondeado allá detrás. —Vio cómo iban aceptando la noticia—. Y no podemos sobrevivir aquí. —Pensó en el esqueleto que Keen le había descrito. Probablemente había más—. Así que al anochecer nos iremos. —Dejó que las palabras se fueran apagando—. Tenemos que alcanzar esa isla. Hay un buen viento… puede que ni siquiera necesitemos los remos.
Allday observó sus reacciones, especialmente las de los otros dos marineros que quedaban del Golden Plover. Owen no, desde luego. Había demostrado su lealtad más de una vez. ¿Y si fuera el duro Cuppage, de la ribera del Tyne? Pero su expresión no había cambiado ante la mención del negrero. Podía haber sido Tucker, el enloquecido por la sal, que se habría llevado el secreto con él. O incluso el viejo capitán, Bezant: una triste compensación por perder su barco ante hombres en los que había confiado.
Allday toqueteó la vieja daga de su cinturón. «Quien quiera que sea, ¡se las verá conmigo!».
Donde una vez hubo unos árboles que ahora descansaban en la arena como huesos, Catherine abrazó a Bolitho, libre por un momento de las miradas curiosas.
Se miraron el uno al otro en completo silencio. Entonces, ella dijo en voz baja:
—En cierto momento tuve dudas. Ahora sé que nos salvaremos. En la ladera, el esqueleto lleno de arena podía haberles estado escuchando, compartiendo la esperanza a la que también él, en su día, se había aferrado.