XII

BIENVENIDA…

Lewis Roxby, el Rey de Cornualles, escogió el momento con mucho cuidado y entonces se puso en pie. Había sido una comida magnífica incluso para lo que acostumbraba a verse en las grandes ocasiones en casa de Roxby; se decía que su cocina preparaba la mejor comida de todo el condado y de aquella se iba a hablar durante meses. No era de ninguna manera una reunión numerosa, veinte personas en total, pero era un acontecimiento del que estar orgulloso, pensó. Habían sacado su mejor cubertería de plata y habían cambiado todas las velas a lo largo de la comida: nada de humo ni de velas consumidas y desaliñadas.

Era una celebración que nadie había imaginado ni remotamente posible cuando estaban todos reunidos en la iglesia de Falmouth. Ahora, eso era el pasado, como un regreso de entre los muertos.

Roxby miró a lo largo de la mesa y vio a Bolitho sentado al lado de Nancy, y se preguntó cómo habría sido todo realmente. Adam estaba en mitad de la mesa, con la cara impasible, casi encerrado en sí mismo mientras jugueteaba con una copa de madeira. Parecía distinto, quizás por la segunda y reluciente charretera de su hombro que delataba el codiciado rango de capitán de navío al que había sido ascendido mientras Bolitho y Lady Catherine estaban de camino hacia su tumultuoso recibimiento. La plaza, la carretera, incluso la calle que subía a la casa Bolitho habían estado abarrotadas de gente vitoreándoles.

Roxby vio al teniente de navío Stephen Jenour hablando tranquilamente con sus padres. Los Jenour estaban algo sobrecogidos por la categoría de los demás invitados, pero la excelente comida y la interminable procesión de vinos habían contribuido en gran manera a que se sintieran más cómodos.

También estaba allí la otra hermana de Bolitho, Felicity, como su hijo Miles, el cual se había manchado la camisa con vino tinto, como la víctima de un duelo.

Un colega magistrado y terrateniente de la zona cuya fortuna sólo era menor que la de Roxby, Sir James Hallyburton y su esposa, el almirante del puerto de Plymouth y algunos más que eran más conocidos de provecho que amigos, completaban la concurrencia.

Roxby carraspeó ligeramente.

—Damas y caballeros, amigos todos… Estamos aquí para dar la bienvenida a casa a un hombre que es muy especial para nosotros por muy diferentes razones. —Vio a Bolitho mirando fijamente desde el otro extremo de la mesa a la mujer que estaba sentada a su derecha en vez de a él. Cuando Bolitho había entrado con ella en el salón en el que Roxby había empezado la recepción, con sus altas puertas de cristal del jardín aún abiertas a pesar de la proximidad del otoño, habían habido muchos gritos ahogados de sorpresa. Con un vestido verde oscuro y el cabello recogido por encima de sus orejas para enseñar los pendientes que le había regalado Bolitho, no era lo que esperaban ver tras aquella experiencia tan dura. Llevaba el cuello y los hombros desnudos, tan oscuros por el sol abrasador que parecía una nativa sudamericana, y su belleza se mostraba de una forma más exótica, más desafiante y alejada de toda convención. Roxby la miró y vio la única quemadura reveladora en su hombro, como si hubiera sido marcada. Ella le miró a su vez y él dijo con voz pausada:

—Y bienvenida sea también, Lady Catherine, damos gracias a Dios porque están todos a salvo. Pensé que esta reunión privada de amigos sería mucho más apropiada que algo más solemne después de todo el viaje que os habéis visto obligados a hacer desde que llegasteis a Portsmouth y luego hasta aquí.

Ella inclinó levemente la cabeza correspondiendo a su alusión, de manera que sus pómulos altos captaron la luz de las velas cuando respondió con voz serena:

—Su amabilidad representa mucho para nosotros.

Entonces dejó que su mente divagara mientras Roxby continuaba con su bien preparado discurso.

Era todavía casi imposible creer que se había acabado, que quedaba atrás. Algunos incidentes aislados destacaban más que otros. En unos no podía soportar siquiera pensar. Quizás lo que más recordaba era su total incredulidad cuando el bergantín Larne había sido avistado virando alrededor de un collar de arrecifes.

Y el pobre Tyacke intentando darle la bienvenida, con sus marineros vitoreando mientras les sacaban del chinchorro; el bote que había sido su salvación y su prisión, en el que habían muerto hombres y otros se habían aferrado a su simple esperanza de que Bolitho les iba a poner de alguna manera a salvo, incluso cuando todo apuntaba a lo contrario.

Entonces, a punto de ser vencida por el agotamiento, había visto como su resistencia se venía abajo a causa del inesperado regalo de Tyacke: un vestido muy arrugado por estar durante meses, quizás años, metido en un cofre y que ahora sabía que lo llevaba allí desde que la chica que él amaba le había rechazado.

Había mascullado algo azorado:

—Usted es un poco más alta de lo que era ella, m’lady, pero… —Ella le había cogido por los brazos y le había susurrado—: Me quedará muy bien, James Tyacke. Lo llevaré con orgullo.

Y así había sido; el vestido portugués que había comprado para otra mujer había cubierto su magullado y quemado cuerpo todo el camino hasta Freetown, donde habían encontrado una fragata que iba a Inglaterra a punto de levar anclas.

Más recuerdos. Bolitho. Su hombre estrechando las manos a los oficiales del Larne y luego hablando a solas con su comandante, «el demonio de media cara». Y después más vítores de la dotación de la fragata, y algunas semanas más tarde, la llegada a Portsmouth con un tempestuoso viento del sudoeste. La fortificación de la batería del viejo puerto brillaba como la plata bajo el súbito chubasco mientras se dirigían a su fondeadero. Más tarde, las diligencias, pasando ante más multitudes que les ovacionaban en su camino a Londres, donde Bolitho había visto al almirante Godschale, habiéndoles precedido la noticia a través de la línea telegráfica que iba de Portsmouth a la capital.

Habían hecho una parada en la pequeña casa del río de Chelsea, donde al fin ella se había quitado el vestido de Tyacke y se había puesto su propia ropa. Al recoger el vestido usado, Sophie le había preguntado:

—¿Qué hago con esto, milady?

A lo que ella había respondido:

—Lávalo con mucho cuidado. Un día se lo devolveré y le recordaré su amabilidad. —Sophie la había mirado sin comprender—. Aparte de Richard, él es el único hombre que me ha hecho llorar.

Miró a través de la mesa y vio que él la miraba. Se tocó el anillo del dedo. Los rubíes y brillantes lucían bajo la luz relumbrante de los candelabros: era un mensaje para él. Como respuesta, vio que él se metía la mano por la camisa donde todavía estaba su guardapelo, como lo había estado a lo largo de aquellos interminables días y noches en el bote abierto.

Ella le había acompañado al Almirantazgo, pero sólo después de que él le insistiera: «Somos uno, Kate. ¡Estoy hasta la coronilla de fingir!».

Godschale había parecido realmente complacido al verla y se había fijado también en el anillo. Al entregárselo Richard en la pequeña iglesia de Zennor, ella se había considerado casada con él. Entonces, mientras Bolitho se había ido a hablar de otros asuntos, ella había recorrido los pasillos del Almirantazgo hasta la entrada, donde le esperaba el carruaje frente a la escalera.

Se dio cuenta de que la otra hermana de Richard, Felicity, estaba observándola con mirada hostil. Era una enemiga, y siempre lo sería.

Catherine pensó en Richard hablando a los hombres del chinchorro, disimulando su decepción cuando habían avistado tierra sólo para descubrir que era aquella isla desierta y cruel. Se acordó de su cara, rasgo por rasgo, cuando había recuperado las esperanzas de todos con la promesa de otra isla, agua y supervivencia. No, nunca lo olvidaría.

Miró el perfil pensativo de Adam y se preguntó si habría visto a Zenoria, que se había marchado con las hermanas de Keen para reunirse con su marido en Hampshire.

Era extraño ver como todos parecían haber cambiado… Incluso la casa, donde habían sido recibidos con una excitación desbordada por Ferguson y los demás, y con no pocas lágrimas además. Richard, a diferencia de ella, era capaz de aceptarlo; estaba acostumbrado a estar en el mar durante periodos mucho más largos. Pero su encuentro con Adam había sido muy conmovedor, y sólo cuando ella misma había abrazado a Adam había visto la contenida desesperación de su mirada. Vulnerable. Como Tyacke, que había perdido algo que nunca recuperaría. Desvió la mirada cuando Adam miró hacia ella. Sería mejor no tocar aquel tema.

Roxby acabó involuntariamente con aquello.

Sonrió hacia los presentes con la frente brillante por la excitación y el buen oporto.

—Lo único que lamento es que el comandante Valentine Keen y su encantadora y joven esposa no estén con nosotros esta noche. Apostaría a que ha habido algunas lágrimas cuando se han visto cara a cara, puesto que parecían tenerlo todo en contra. —Catherine vio como la mano de Adam se cerraba con fuerza mientras Roxby continuaba diciendo—: Pero un marino tiene que tener a alguien esperándole cuando vuelve de servir a su rey. —Lanzó una mirada cariñosa a sus dos hijos, James y Helen. Esta se había casado recientemente con un próspero y joven abogado; no había riesgo de separación ahí, pensó—. Así que espero que nuestro valiente comandante Keen conozca pronto la dicha… —Guiñó un ojo a su esposa—. ¡Y el reto de crear una familia!

Aquello provocó risas y golpes sobre la mesa. Catherine sabía que Adam estaba todavía mirándola. Probablemente estuviera equivocada y se lo imaginaba; y Richard nunca debía saberlo.

Roxby se puso solemne.

—¡Os pido que os levantéis y alcéis vuestras copas por el hijo más grande de Falmouth, y por Lady Catherine, cuya belleza sólo es igualada por su coraje!

Hicieron el brindis y se volvieron a sentar mientras los criados empezaban a servir los platos de compota de fruta.

Bolitho suspiró. Nunca había sido de comer mucho, ya desde guardiamarina. Sonrió ante el recuerdo. Incluso a veces habían tenido que comerse las ratas del barco alimentadas con las migas de las galletas… Miró a Catherine, deseando estar más cerca suyo, tocarla: aquella separación y la alegría reinante le recordó la noche en que se habían vuelo a encontrar en English Harbour, cuando su traicionero marido le había ofrecido una cena como aquella en su honor. Había sido una tortura; y había visto todos los peligros y los había ignorado.

Tiró de su chaleco. Había vuelto a casa mucho más delgado después de su dura prueba en el chinchorro, pero el enorme festín de Lewis Roxby a base de pescado, ave, venado y una procesión de aún más platos estaba encargándose de poner remedio a aquello.

Pensó en las cosas extraordinarias que Godschale le había contado. Él le había preguntado por el comandante Hector Gossage, el capitán de bandera de Herrick en aquel desventurado convoy.

Godschale estaba sirviendo un poco de vino en unas copas y se había detenido para menear un dedo hacia él.

—Contralmirante Gossage, si no le importa. Tendrá también una pensión especial cuando deje la Marina. Actualmente está al cargo de una misión para conseguir madera para la construcción de barcos. Sabe Dios que quedan muy pocos bosques en Inglaterra aptos para este propósito. —Había negado con la cabeza—. Hay que reconocer que no tiene mucho sentido.

Bolitho se acordó de la charla privada de la que había sido testigo entre el auditor de Marina y Sir Paul Sillitoe durante el consejo de guerra de Herrick. «¿Soy tan inocente que no puedo reconocer un soborno?». Habían persuadido a Gossage de que en su testimonio dejara limpio el nombre de Herrick, por no hablar de eximir al Almirantazgo de las deudas que de otra manera habría tenido que afrontar.

Y otras noticias. Cuando se había informado de la desaparición del Golden Plover, Godschale había enviado rápidamente un sustituto al cabo de Buena Esperanza. Otro rostro conocido: el contralmirante y muy honorable vizconde de Ingestre, que había sido uno de los tres oficiales generales del consejo de guerra.

Godschale se había mostrado jovial. «Diantre, Sir Richard, me alegro de verle y también a esa encantadora criatura que ha venido con usted. Piense que si hubiese usted llegado más o menos un mes más tarde ¡podría haber asistido a un espléndido funeral en su propio honor aquí en Londres!».

Así, la desaparición del Golden Plover lo había cambiado todo. Keen no sería ahora comodoro y cualquier participación en la campaña portuguesa era totalmente imposible. Le había contado a Catherine la mayor parte de lo tratado en la reunión mientras el carruaje rodaba a lo largo de la ribera del río hacia la paz de Chelsea. Cuando placiera a sus señorías, volvería a izar su insignia en el Black Prince, que estaba todavía en Portsmouth. El último capricho de su buque insignia parecía escasamente creíble… ¿Podía un barco tan nuevo, sin recuerdos, poseer voluntad propia como en su día el viejo Hyperion? Había soltado amarras al término de sus reparaciones con un nuevo comandante al mando y un almirante todavía por determinar, y había colisionado de inmediato con un viejo dos cubiertas desarbolado usado como almacén de pertrechos. El dos cubiertas había escorado y se había hundido quedando uno de sus costados fuera del agua, y el Black Prince había vuelto a su muelle para ser sometido a nuevas reparaciones. Su nuevo comandante se enfrentaba ahora a un consejo de guerra. El destino. Tenía que ser.

Godschale le había escudriñado frunciendo ligeramente el ceño.

—Será de nuevo el Caribe si acepta usted, Sir Richard. No le culparía si lo rechazara después de todo lo que ha tenido que pasar.

Bolitho conocía lo bastante bien al almirante para comprender que quería decir justo lo contrario.

Catherine le había escuchado en silencio, mientras sus ojos se movían ante la escena cambiante del paisaje, el río y los comerciantes, los perros callejeros y los soldados con sus mujeres junto a la taberna.

—No voy a quejarme, amor mío. Sé lo que eres. He visto y compartido esa otra vida como pocos podrían hacerlo nunca. —Le había mirado a la cara con súbito orgullo—. Te quiero tanto…

Bolitho levantó la vista tras escuchar un comentario que le había susurrado su hermana Nancy y oyó decir a su hermana Felicity:

—Estar sola en un bote con todos aquellos hombres, Lady Catherine… Seguramente debieron haber ciertas… dificultades, ¿no?

Catherine la miró con los ojos centelleantes.

—No servíamos el té todos los días, señora Vincent, y la intimidad que aquí damos por hecha era escasa. Pero teníamos otras cosas con las que distraernos.

—Algunos opinan que posee usted una gran belleza, Lady Catherine. Habría pensado…

Roxby hizo ademán de intervenir cuando todos los demás se quedaron en silencio, pero Catherine alzó la mano y le tocó el brazo. Dijo:

—Creo que todos los presentes saben lo que usted habría pensado, señora Vincent. —Vio como Miles disimulaba una risita—. Pero por respeto a nuestros anfitriones y por el amor que profeso al hombre más valiente y bueno que nunca he conocido, voy a refrenar mi lengua. Pero debo decirle que si vuelve a ocurrir no pienso ser tan agradable.

Felicity se levantó y un lacayo corrió a apartarle la silla.

—Tengo dolor de cabeza. Miles, dame la mano…

Nancy dijo acalorada:

—¡Me llena de vergüenza y de indignación!

Pero Bolitho estaba mirando a la mujer que acababa de declararle su amor, abiertamente, sin ninguna duda y sin vergüenza.

Roxby dijo en voz alta en aquel silencio:

—Creo que nos irá bien un poco más de oporto, ¿eh? —Movió la cabeza de lado a lado mirando a su esposa y suspiró ruidosamente con alivio—. Ha estado muy bien, Lady Catherine. No quería que Felicity estropeara esta pequeña reunión siendo impertinente con usted.

Ella puso su mano enguantada sobre la de él.

—¿Estropearla? —Tiró hacia atrás la cabeza y se rió con su risa sonora de siempre—. Cuando has compartido un océano con tiburones enloquecidos por la sangre, ¡ni siquiera esa mujer amargada parece mala del todo!

Mucho más tarde, mientras Matthew el Joven conducía el carruaje por los estrechos caminos y los campos resplandecían bajo la luna radiante, Catherine abrió las dos ventanillas de modo que sus hombros desnudos brillaron como la plata.

—Nunca había soñado con volver a ver esto, ni oler la fertilidad de la tierra.

—Lo siento por mi hermana…

Ella se volvió de golpe y le puso los dedos sobre la boca.

—Piensa solamente en lo que hemos hecho juntos. Incluso cuando estemos separados, puesto que así ha de pasar, estaré contigo como nunca antes. Tu barco y tus hombres son también parte de mí. —Entonces le preguntó con ternura—: ¿Cómo está ahora tu ojo?

Bolitho miró afuera, hacia la luna. El halo borroso estaba todavía a su alrededor.

—Está mucho mejor.

Ella se apoyó en él de modo que Bolitho pudo oler su perfume, su cuerpo.

—No estoy muy convencida. Escribiré a ese médico otra vez. —Le abrazó y dio un grito ahogado cuando él se inclinó y le besó su hombro desnudo—. Pero primero, ámame. Hace tanto, tanto tiempo…

Matthew, medio adormilado en su pescante porque los caballos conocían aquel camino como su propio establo, se despejó de golpe al oír sus voces, sus risas y luego el silencio íntimo. Qué bien que estuvieran de vuelta, pensó. Todos juntos de nuevo.

Allday le había contado como ella había estado al lado de Sir Richard y se había enfrentado sin miedo a los amotinados hasta dar la vuelta a la situación.

Matthew sonrió, y supo que si hubiera habido más luz se podría haber visto como se sonrojaba.

Con una mujer como esa, Sir Richard podía conquistar el mundo entero.

* * *

Bodmin, la capital del condado de Cornualles, estaba llena de posadas y casas de postas, así como de pensiones baratas para los pasajeros de las muchas diligencias que abarcaban las rutas hacia el este hasta Exeter y lugares tan distantes como Londres, hacia el norte hasta Barnstaple y hasta los grandes puertos del West Country como Falmouth y Penzance. Era una vieja y sencilla ciudad que se encontraba en los límites de los imponentes páramos cenagosos que habían sido durante mucho tiempo la guarida de bandoleros y salteadores de caminos, algunos de los cuales podían verse pudriéndose en la horca al borde del camino como advertencia para los demás.

El salón de la posada Royal George tenía el techo bajo y era agradable, y se diferenciaba poco de la mayor parte de las otras posadas de postas donde un viajero podía beberse una jarra de cerveza o algo más fuerte para ayudar a bajar los excelentes quesos y fiambres mientras se cambiaban los caballos para el siguiente tramo del viaje hacia Plymouth.

El capitán de navío Adam Bolitho declinó darle su sombrero y su capote a un criado de la posada y encontró una silla de respaldo alto lejos del fuego, en la que se sentó sin quitarse su atuendo exterior como protección ante la curiosidad local. En cualquier caso, no estaba particularmente caliente a pesar del calor corporal de los otros pasajeros, y ahora, del fuego de la chimenea. Había salido pronto de Falmouth, en la primera diligencia posible, con el cuello vuelto hacia arriba y el broche de su capote cerrado para ocultar su rango. Sus compañeros de viaje eran civiles, comerciantes en su mayor parte, y los que habían logrado mantenerse despiertos durante el trayecto habían hablado de las nuevas oportunidades que veían en el comercio con Portugal y más adelante con España a medida que la guerra se iba extendiendo. Uno de ellos se había fijado en el sombrero de Adam, que él había guardado más o menos discretamente bajo su capote.

—Capitán de corbeta, ¿eh, señor? ¡Y qué joven, además!

—Capitán de navío, —había contestado él de manera cortante. No pretendía ser maleducado, ni ofenderle, pero aquella clase de gente le ponía enfermo. Para ellos, la guerra era beneficios y pérdidas en su negocio, no huesos rotos y el rugido de los cañonazos. El hombre había insistido—: ¿Cuándo se acabará? ¿Nadie puede acabar con ese Bonaparte?

Adam le había respondido:

—Lo hacemos lo mejor que podemos, señor. Yo opino que si se pusiera más oro en una sólida labor de construcción de barcos y menos en las panzas de los comerciantes de la City, se acabaría mucho antes.

El hombre no le había vuelto a molestar.

Aquel pasajero en particular no estaba allí en el acogedor salón, y Adam supuso, agradecido, que Bodmin era el destino final de su viaje.

Una de las criadas le hizo una reverencia rápida.

—¿Desea algo el comandante? —Era joven y descarada, y seguro que no pasaba desapercibida para los pasajeros lascivos, pensó.

—¿Tiene brandy, jovencita?

Ella dejó escapar una risita tonta.

—No, señor… pero para usted, sí. —Se marchó y volvió enseguida con una gran copa y un poco de queso fresco—. De la granja, señor. —Le miró con curiosidad—. ¿Está usted al mando de un buque del rey, señor?

Él la miró mientras notaba el calor del brandy en la lengua.

—Sí. La Anemone, una fragata. —El brandy era excelente, sin duda traído a tierra por miembros del «gremio».

—Es un honor servirle, señor —dijo ella con una sonrisa.

Adam asintió. ¿Y por qué no? No tenía que estar en Plymouth tan pronto como tenía pensado. Su segundo estaría disfrutando de su mando temporal en su ausencia. Podía ir en la próxima diligencia. Ella percibió sus dudas en su semblante serio y dijo:

—Bueno, si vuelve a venir por aquí… —Ella cogió su copa para rellenarla—. Me llamo Sarah.

Dejó la copa a su lado y se marchó deprisa cuando el posadero de cara enrojecida vociferó lo que pedían los pasajeros que esperaban. No llevaba mucho tiempo cambiar los caballos ni que el guardia y el cochero se bebieran unas cuantas pintas de sidra o cerveza. El tiempo era oro.

Adam se recostó en su silla alta y dejó que el barullo de las voces le envolviera. La cena; el crudo intercambio de palabras entre Lady Catherine y tía Felicity, quien nunca iba a reconocerle como sobrino suyo. Su tío… Sus pensamientos se detuvieron allí. Había sido como encontrar un hermano después de temer que estuviera muerto.

Se alegraba de estar de vuelta hacia Plymouth para recibir órdenes: despachos para la Flota del Canal, patrullas en el golfo de Vizcaya o merodear cerca de Brest para calcular las fuerzas del enemigo o adivinar sus intenciones. Cualquier cosa que le tuviera ocupado, con la mente demasiado llena como para pensar en Zenoria. Al instante, supo que no podría olvidarla y que tampoco podría dejar de recordar la pasión que habían compartido, con su cuerpo ágil desnudo entre sus brazos y su boca como el fuego fundiéndose con la suya. Había conocido a varias mujeres, pero ninguna como Zenoria. Ella había olvidado sus miedos y le había devuelto su pasión como si nunca hubiera pasado por el calvario que había sufrido.

Lanzó una mirada a la copa. Estaba vacía, aunque casi no era consciente de habérsela bebido. Cuando volvió a mirarla estaba llena. Quizás podría dormir el resto del viaje y rogar al cielo que el tormento no volviera.

Ahora, ella estaba con su marido, ofreciéndosele por obligación, por sentirse culpable, pero no por amor. Se puso enfermo de celos sólo al pensar en ellos dos juntos. Keen tocándola, ahuyentando sus temores y poseyéndola como era su derecho.

No podía odiar a Valentine Keen. De hecho, siempre le había gustado, y sabía que Keen sentía tanto aprecio hacia su tío como él mismo. Era valiente, justo, un hombre decente de quien cualquier mujer se enorgullecería de amar. «Pero no Zenoria». Adam sorbió el brandy más despacio. Tenía que ser el doble de cauteloso en todo lo que hiciera o dijera. Si no, Valentine Keen se convertiría en un rival, un enemigo.

«No tengo derecho. No es simplemente una cuestión de honor, es también el nombre de mi familia».

Se oyeron ruidos de cascos de caballo en el patio y unas voces anunciaron la llegada de otra diligencia; sería la que había salido de Falmouth también aquella mañana, pero que había pasado por Truro y otros pueblos apartados. En la cara del amo de la posada se dibujó una gran sonrisa.

—¡Buenos días, caballeros! ¿Qué va a ser? —La chica llamada Sarah estaba también allí repasando con la mirada los rostros de los que entraban.

Adam hizo caso omiso de ellos. ¿Qué pasaría si él y Zenoria volvían a encontrarse? Y si él insistía en evitarla, ¿no lo haría eso aún más evidente? ¿Cómo se comportaría ella? ¿Bajaría la cabeza o contaría a su marido lo que había ocurrido? Esto era poco probable. Mejor que así fuera, por el bien de todos.

Saldría afuera y dejaría que el aire le aclarara la mente hasta que la diligencia estuviera a punto para seguir con el viaje. Extendió el brazo para coger el sombrero y entonces se quedó quieto al oír mencionar a alguien el apellido Bolitho.

Había dos hombres de pie junto al fuego. Uno debía ser granjero, a juzgar por el aspecto de su ropa, con botas resistentes y guantes gruesos. El otro era regordete e iba bien vestido, seguramente un comerciante de camino hacia Exeter.

Este último estaba diciendo:

—Qué alboroto hubo cuando estuve en Falmouth; me alegro de no habérmelo perdido. Todo el pueblo salió cuando volvió Sir Richard Bolitho. No sabía que un hombre pudiera inspirar tanto afecto.

—Yo estuve allí también. Voy a menudo por el mercado. Es mejor que algunos y tan bueno como la mayoría. —Inclinó su jarra y entonces dijo—: La familia Bolitho es famosa por allí… O más bien debería decir conocida por su reputación un tanto…

—¿Ah sí? He leído algo sobre sus hazañas en la Gazette, pero nada…

Su compañero se rió.

—Reglas para algunos, pero no para los demás, ¡eso es lo que yo digo! —Su diligencia debía haberse parado en otras posadas más tiempo que en la Royal George. Hablaba en voz alta y arrastraba un poco las palabras.

Y continuó diciendo, como si se dirigiera a todo el salón:

—Durmiendo con la esposa de otro hombre y hablando de violaciones y cosas peores. Bien, ¿sabe qué dicen acerca de la violación, amigo mío? ¡Normalmente hay dos versiones diferentes!

Adam notaba como la sangre era bombeada con fuerza en su cerebro, y la voz del hombre se clavaba en su mente como un cuchillo caliente. ¿De quién estaba hablando? ¿De Catherine? ¿De Zenoria? ¿O estaba incluso insinuando algo acerca del propio padre de Adam y de su madre, que había tenido que prostituirse para criar al hijo que Hugh Bolitho no había conocido hasta que era demasiado tarde?

Se levantó y oyó preguntar a la chica:

—¿Se marcha, señor?

—Enseguida… ehh, Sarah. —Ella le miraba fijamente, sin saber qué estaba pasando. Él añadió—: Tráigame una jarra de cerveza vacía, si es tan amable. Una grande. —Ella la trajo y se quedó desconcertada cuando Adam salió de la penumbra y se fue hasta una ventanilla que daba a la cocina de la posada. Una cara atisbó desde dentro de la misma.

—¿Señor?

—Llénela con el líquido más asqueroso que tenga. —Señaló hacia una tina grande en la que una joven estaba vaciando los orinales de las habitaciones—. Eso irá bien.

El hombre le miró boquiabierto.

—No le comprendo, señor… —Titubeó, y entonces, algo en la cara de Adam hizo que se apresurara hacia la tina. Adam cogió la jarra y se fue hacia la chimenea.

El amo de la posada, que limpiaba un jarra, gritó:

—¡El Plymouth Flier está listo para salir, caballeros!

Pero nadie se movió cuando Adam dijo:

—Según parece, estaban hablando de la familia Bolitho de Falmouth. —Su tono de voz era calmado y aún así, en el salón sumido en silencio, fue como un trueno.

—¿Y qué si así era? —dijo el hombre volviéndose hacia él—. ¡Oh, veo que es un valiente oficial de Marina! ¡Ya sé que a los que son como usted no les gusta oír esas cosas!

Adam dijo:

—Sir Richard Bolitho es un excelente oficial… un caballero en sentido estricto, algo que obviamente usted nunca podría entender.

Vio cómo la bravuconería del hombre empezaba a hacer agua.

—¡Un momento… ya es suficiente!

El posadero dijo elevando la voz:

—¡Aquí no quiero problemas, caballeros!

Adam no apartó la mirada del hombre.

—No, señor, aquí no. Estoy ofreciéndole una bebida a este estúpido gritón.

Aquello cogió desprevenido al hombre.

—¿Una bebida?

Adam respondió con tono suave:

—Sí. Son orines, ¡como los que produce su boca sucia! —Se los tiró a la cara y arrojó la jarra a un lado. Mientras el hombre se atragantaba y escupía, se apartó el capote y dijo—: ¿Puedo presentarme? Bolitho. Capitán de navío Adam Bolitho.

El hombre le miró con ojos desaforados.

—¡Te voy a partir el lomo, maldita sea tu puñetera arrogancia!

—¿Cuánto más he de insultarle? —Adam le golpeó con fuerza en la boca con el dorso de la mano y preguntó—: ¿Sables o pistolas, señor? ¡Escoja aquí y ahora, antes de la próxima diligencia!

El posadero dijo con tono urgente:

—Retira lo dicho, Seth. El joven comandante tiene cierta reputación.

El hombre pareció acobardarse.

—No lo sabía. ¡Sólo eran palabrerías, ya sabe!

—Casi le cuestan su condenada vida. —Lanzó una mirada al posadero sudoroso—. Le pido perdón por todo esto. Le compensaré. —Se oyeron algunos gritos ahogados y un súbito ruido de sillas cuando sacó una pistola y la miró, dándose tiempo. Sabía que le habría matado. Aquello siempre estaba allí… Mentiras sobre su familia, varios intentos de manchar su honor, mientras los mentirosos se ocultaban cobardemente.

El hombre estaba prácticamente llorando.

—¡Por favor, comandante, he bebido demasiado!

Adam le ignoró y se giró hacia un candelabro solitario de latón que estaba siempre encendido para los clientes que quisieran encender sus pipas.

El estallido del disparo provocó gritos de alarma y chillidos en la cocina. La llama se había apagado, pero la vela estaba intacta. Antes de meterse la pistola bajo su casaca, preguntó con tono calmado:

—¿Quién le ha contado esas cosas?

Un guardia de diligencia apareció por la puerta con un trabuco en sus manos, pero incluso él dio un paso atrás cuando vio las relucientes charreteras de un capitán de navío.

El hombre bajó la cabeza.

—Un joven, señor. Debería haberme imaginado que era un embustero. Pero dijo que estaba emparentado con la familia.

Adam lo supo al momento.

—Se llamaba Miles Vincent, ¿no es así?

El hombre asintió abatido.

—Fue en el mercado.

—Bien. Tendremos que encargarnos de eso, ¿no? —Salió del salón silencioso y se detuvo solamente para poner algunas monedas en la mano del posadero—. Perdóneme.

El posadero las contó de un vistazo: era una buena suma de dinero. La bala se había incrustado en los paneles de madera. Sonrió. La dejaría allí, y quizás pondría una pequeña placa encima de ella explicando su historia para diversión de los clientes.

La chica estaba esperando al lado de la diligencia, mientras los pasajeros pasaban al lado de ellos apartando sus miradas, por si pudieran provocar más violencia.

Adam sacó una moneda de oro y dijo:

—Viva su vida, Sarah. Y no se venda a cualquier precio. —Le puso la moneda en el escote—. Para ser un lugar que no vende brandy, ¡usted sabe realmente cómo encender a un hombre!

La diligencia se había perdido de vista hacía rato y su bocina también en la distancia mientras se aproximaba al estrecho puente y a la carretera de Liskeard antes de que nadie hablara en el salón de la posada, donde el humo de la pistola flotaba junto al techo bajo como un espíritu maligno.

El hombre protestó:

—¿Cómo iba yo a saberlo? —Pero nadie le miró.

Entonces el posadero dijo:

—¡Por Dios, Seth, casi te ha llegado tu hora!

La joven Sarah sacó la moneda de su corpiño y la miró con atención, recordando el tacto de sus dedos y la naturalidad con que se había dirigido a ella. Nunca le habían hablado de aquella manera. Nunca lo olvidaría. Se volvió a guardar la moneda y cuando miró hacia el camino desierto sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—¡Que Dios te acompañe, joven comandante!

El posadero salió sin prisas por la puerta de la posada y le pasó el brazo por los hombros.

—Lo sé, querida. Poca gente de por aquí piensa mucho en ellos y en que arriesgan su vida cada vez que salen de puerto. —Le dio un apretón—. ¡No querría tener en mi contra a ese fogoso joven oficial!

A bordo del Plymouth Flier, Adam contemplaba por la ventanilla polvorienta la campiña que pasaba ante sus ojos. Siempre que miraba a sus compañeros de viaje los veía dormidos o simulando estarlo. Pero el sueño le era esquivo y en el reflejo de la ventanilla le parecía ver la cara de Zenoria. La chica de cabellos largos y preciosos; la chica con ojos de luz de luna, como su tío la había llamado una vez.

Había sido un estúpido allí en la Royal George. Capitán de navío o no, habría visto su carrera arruinada si hubiera matado a aquel hombre en un duelo. Habría supuesto deshonra para su tío una vez más. ¿Iba a ser siempre así?

… Miles Vincent. Sí, siempre sería así. Quizás su madre le hubiera inducido a hacerlo. Adam lo dudaba: el motivo era demasiado obvio. Odio, envidia, venganza… Sus dedos se cerraron alrededor del sable y vio un parpadeo de temor en los ojos del hombre que tenía enfrente.

De repente, pensó en su padre. Le había oído decir a un viejo piloto que había conocido a Hugh que era violento, que tenía genio y que estaba siempre dispuesto a desafiar a quien fuera si estaba de mal humor. Su recuerdo todavía flotaba sobre la vieja casa de Falmouth como un nubarrón de tormenta. «No cometeré el error de seguir sus pasos».

Los rayos de un sol deslucido juguetearon sobre el mar por primera vez en lo que llevaban de viaje.

Pensó en su Anemone, hija del viento. Ella sería su único amor.

* * *

Bryan Ferguson, que estaba sentado en la mesa de la cocina de su casa, miró de arriba abajo a su amigo, que estaba de pie junto a la ventana. Quería sonreír, pero sabía que era un momento demasiado importante para distraerse.

Allday tiró de su mejor chaqueta, la de los botones dorados que Bolitho le había regalado para distinguirle como su patrón personal. Calzones de algodón de nanquina y zapatos de hebilla: era de pies a cabeza la imagen de un marinero que tendría cualquier hombre de tierra adentro. Pero parecía atribulado, y sus rasgos quemados por el sol estaban arrugados por la incertidumbre.

—Suerte que no perdí esto en el condenado Golden Plover. —Se miró la chaqueta y trató de sonreír—. ¡Debía haberme imaginado que algo iría mal en aquel pequeño bote de pintura!

Ferguson dijo:

—Mira, John, sólo ve a ver a esa mujer. Si no, otros lo harán. Será un buen partido si levanta de nuevo la Stag.

Allday dijo con tono apesadumbrado:

—¿Y qué tengo yo para ofrecerle? ¿Quién quiere a un marinero? Supongo que estará hasta las narices de marinos después de perder a su hombre en el Hyperion.

Ferguson no dijo nada. O se olvidaba de aquello o esta vez iba en serio. De todas maneras, se alegraba de tener a Allday otra vez de vuelta. Se maravilló ante el hecho de que Grace nunca hubiera perdido la esperanza; ella había creído de todo corazón que se habían salvado.

Allday estaba todavía intentándose convencer de que no tenía nada que hacer.

—No tengo dinero, sólo un poco ahorrado, no es nada para una mujer como ella…

Ozzard entró por la puerta.

—Vete decidiendo de una vez, amigo. Matthew el Joven ha traído el carro para llevarte a Fallowfield.

Allday se miró en el espejo de la pared de la cocina y gruñó:

—No sé. Quedaré como un tonto.

Ferguson se decidió finalmente.

—Te voy a decir algo, John. Cuando se decía que tú y Sir Richard habíais desaparecido, me fui a la Stag.

—No le dirías nada, ¿no?, ¡por el amor de Dios! —exclamó Allday.

—No. Sólo me tomé una jarra de cerveza. —Alargó su silencio—. Muy buena por cierto, para ser una posada pequeña.

Allday le fulminó con la mirada.

—Bueno, ¿le dijiste algo?

Ferguson negó con la cabeza.

—Pero la vi. Ha hecho maravillas en aquel lugar.

Allday esperó, sabiendo que había algo más.

Ferguson dijo con tono tranquilo:

—Y te voy a decir otra cosa. Ella hizo todo el camino hasta aquí sólo para ir al funeral. —Sonrió, y el alivio se reflejó en su cara—. ¡El que tú te perdiste!

Allday cogió su sombrero.

—Entonces iré.

Ferguson dio un buen golpe con su puño macizo sobre la mesa.

—¡Diablos, John, suenas como si estuvieras esperando una andanada!

—Viene la señora —dijo Ozzard.

Ferguson se fue aprisa hacia la puerta.

—Querrá ver los libros. Es un buen tónico el tenerla aquí de nuevo.

Ozzard esperó a que se fuera y entonces, con mucho secreto, puso una bolsa de cuero encima de la mesa.

—Tu mitad. Me parece que te va a venir muy bien.

Allday desató el cordón y miró con incredulidad el oro reluciente de su interior.

Ozzard dijo con aire algo desdeñoso e irónico a la vez:

—No pensarías que iba a arrojar este buen oro a los tiburones, ¿no? A veces me sorprendes, y tanto que sí. —Ablandó su tono—. Unos perdigones de plomo harían la misma salpicadura, eso es lo que pensé entonces.

Allday le miró seriamente.

—Si alguna vez puedo hacer algo por ti… Pero eso ya lo sabes, ¿no es así, Tom?

Volvió Ferguson un poco confuso.

—Lady Catherine no estaba ahí afuera.

Ozzard se encogió de hombros.

—Probablemente haya cambiado de opinión. Las mujeres lo hacen, ya sabes.

Allday salió a la tenue luz del sol y se subió al pequeño carro, el que usaban para ir a buscar vino o pescado fresco del puerto. Matthew el Joven también se fijó en el elegante aspecto de Allday, pero como Ferguson, decidió no arriesgarse a hacer ninguna clase de broma.

Cuando llegaron a la pequeña posada, con el río Helford asomando entre los árboles, Matthew dijo:

—Volveré a buscarte más tarde. —Le miró con afecto, recordando lo que en su día habían visto y hecho juntos, la «otra vida» que Lady Catherine había querido conocer y que ya había compartido tan valientemente—. Nunca te había visto así, John.

Allday bajó de un salto.

—Y espero que nunca lo vuelvas a hacer. —Se fue con paso decidido hacia la posada y oyó el ruido del carro que se alejaba antes de que pudiera cambiar de opinión.

Se estaba fresco dentro y olía a limpio. Los sencillos muebles habían sido limpiados y estaban decorados con flores silvestres. Había un fuego vivo en la chimenea y supuso que refrescaría antes por las tardes con el río y el mar tan cerca.

Ladeó la cabeza como un perro viejo cuando percibió el aroma de pan recién hecho y de algo que se guisaba en una olla.

Al momento apareció ella por una puerta baja y se quedó petrificada al verle. Con una mano intentó limpiarse un poco de harina de su mejilla mientras con la otra se apartaba un mechón suelto de pelo de sus ojos.

—¡Oh, señor Allday! ¡Pensaba que era el hombre que trae los huevos! ¡Y yo con esta pinta… debo estar horrible!

Allday cruzó la estancia despacio, como si estuviera pisando algo delicado. Entonces dejó su paquete en una mesa de servir.

—Le he traído un regalo, señora Polin. Espero que le guste.

Ella lo desenvolvió lentamente y mientras tanto él pudo mirarla bien. «Debo estar horrible». Era la mujer más adorable sobre la que nunca había puesto los ojos.

Sin levantar la vista, ella dijo tímidamente:

—Me llamo Unis. —Entonces, con un grito ahogado de sorpresa cogió el modelo en el que Allday había estado trabajando antes de salir hacia el cabo de Buena Esperanza.

No dijo nada; pero de alguna manera supo que era el viejo Hyperion.

—¿Es de verdad para mí? —le preguntó mirándole fijamente con los ojos brillantes.

Entonces cogió la mano recia de Allday y la puso entre las suyas.

—Gracias, John Allday. —Entonces le sonrió—. Bienvenido a casa.