VII

CONCIENCIA

Los dos jinetes hicieron parar a sus monturas junto a un muro bajo y contemplaron una vez más el mar que se extendía ante ellos desde el pie de los acantilados. Podían ser hermano y hermana. Podían ser amantes. El sol ardiente brillaba sobre ellos desde un cielo despejado y el aire estaba lleno de los sonidos de los insectos y de las siempre presentes gaviotas que ocupaban muchos de los salientes del acantilado.

Adam Bolitho desmontó de su caballo y dijo:

—Pasar de aquí es peligroso. —Levantó los brazos y rodeó con ellos la pequeña cintura de la joven para ayudarla a desmontar.

La chica de ojos castaños llevaba el cabello suelto bajo el cálido viento de mar y su acompañante iba sin uniforme, solamente con una camisa y calzones blancos metidos en sus botas.

—Ven, Zenoria, toma mi mano. —Al sentir su mano en la suya, la apretó sin darse cuenta. Juntos bajaron como pudieron por la hierba mecida por el viento hasta que llegaron a una roca grande y plana, desde la que podían mirar directamente abajo a una pequeña cala. El sonido del mar parecía abrazarles al silbar a través de los fragmentos desperdigados de rocas caídas en el agua antes de que su susurro alcanzara la pequeña playa de arena en forma de media luna.

Se sentaron en la roca caliente uno al lado del otro.

—Me alegro de estar de vuelta —dijo él.

—¿Puedes contarme qué ha pasado? ¡No me has dejado demasiado tiempo para prepararme! —Se apartó el pelo de la cara y le miró: el joven se parecía tanto a su tío que resultaba asombroso.

Adam se puso un largo tallo de hierba en la boca. Sabía a sal.

—Estábamos dando caza a una goleta frente a Lundy Island. El tiempo no era muy bueno. —Sonrió ante algún recuerdo, de modo que pareció de nuevo un chico—. Puede que estuviera demasiado ansioso. Entonces se nos rompió el mastelero del palo trinquete y decidí venir a Falmouth a repararlo. Es mejor que pudrirse durante semanas en algún arsenal real, ¡siendo el último de una larga lista de superiores y de los preferidos del almirante!

Ella observó su oscuro perfil, y el cabello y los pómulos tan parecidos a los de Bolitho. Después de que la primavera dejara paso al verano, ella había esperado que él la visitara, tal como había hecho anteriormente en dos ocasiones. Cabalgaban y paseaban; y hablaban, pero casi nunca de ellos dos.

—¿Puedo preguntarte algo?

Adam rodó sobre su costado y apoyó la cabeza en su mano.

—Puedes preguntarme lo que quieras.

—¿Cuántos años tienes, Adam?

Él se puso serio.

—Veintiocho. —No pudo seguir fingiendo—. ¡Desde hoy!

—Oh, Adam, ¿por qué no lo has dicho? —Se inclinó y le besó en la mejilla muy suavemente—. Por tu cumpleaños. —Ladeó la cabeza—. No tienes el aspecto de un capitán de fragata.

Adam alargó la mano y cogió a Zenoria.

—Y tú no tienes el aspecto de alguien que está casado.

La soltó al ponerse ella de pie para caminar más cerca del borde del acantilado.

—Si te he ofendido, sólo puedo suplicarte que me perdones.

Ella se volvió, dando la espalda al mar.

—Tú no me ofendes, Adam; tú no. Pero como dices, estoy casada, y es bueno recordarlo.

Se volvió a sentar y se cogió las rodillas con los brazos por encima de la larga falda de montar.

—Háblame de tu padre. ¿Era marino, también?

Él asintió, con la mirada lejana.

—A veces pienso que me parezco mucho a él, que he heredado su manera de ser, aunque no pude conocerle mucho. Muy susceptible, demasiado impulsivo. Mi padre era jugador… Gran parte de la propiedad fue vendida para pagar sus deudas. Luchó en el otro bando durante la Revolución Americana, pero no murió entonces como todos pensaron. Vivió lo bastante para saber que tenía un hijo y para salvarme la vida. Un día te contaré la historia entera, Zenoria. Pero ahora no… hoy no. —Miró hacia el mar y preguntó de repente—: ¿Eres realmente feliz con el comandante Keen? Te estoy devolviendo la pregunta que me has hecho, ¿eh?

—Lo ha hecho todo por mí —dijo muy seria—. Me ama tanto que me asusta. Quizás soy diferente de otras mujeres… Estoy empezando a creer que es eso. Y poco a poco me estoy volviendo loca por ello. He intentado tanto comprender… —Se calló cuando él le cogió otra vez la mano, esta vez con mucha suavidad, y la cubrió con la suya como alguien que coge un pájaro herido.

—Es mayor que tú, Zenoria. Su vida ha sido siempre la Marina, como lo será la mía si vivo lo suficiente. —Miró la mano de ella en la suya, tan bronceada bajo el sol, y no se dio cuenta de la súbita angustia que inundaba sus ojos oscuros—. Pero volverá, y si no estoy equivocado, izará su propia insignia como almirante. —Le apretó los dedos y sonrió con aire triste—. Será otro cambio para ti. La dama de un almirante. He aprendido muchas cosas de él, pero…

Ella le miró fijamente.

—Pero… ¿yo me he interpuesto entre los dos?

—No te voy a mentir, a ti no, Zenoria. No puedo soportar veros juntos.

Ella apartó su mano con mucho cuidado.

—Mejor que no continúes, Adam. Sabes cuánto disfruto de tu compañía. Pensar en algo más es una vana ilusión. —Vio cómo sus palabras traían más emociones a la cara de Adam—. Tiene que serlo. Si alguien supiera…

—No se lo he dicho a nadie —dijo él—. Puede que sea un loco, pero soy un loco honorable.

Se puso en pie y la ayudó a levantarse.

—A partir de ahora te aterrará ver fondear a la Anemone en Carrick Road.

Por un largo momento, se quedaron mirándose el uno al otro, tocándose aún con las yemas de sus dedos.

—Sólo prométeme una cosa, Zenoria.

—Si puedo.

Adam le cogió las manos con más fuerza y dijo:

—Si me necesitas, por la razón que sea, por favor dímelo. Cuando me sea posible vendré aquí, ¡y que Dios se apiade del hombre que hable mal de ti!

Cuando subieron por la ladera llena de hierba y saltaron por encima del viejo muro de manera, y los sonidos del mar entre las rocas de abajo se apagaron hasta perderse, ella vio el sable que pendía de la silla de Adam.

—Nunca te batas en duelo por mí, Adam. Si algo te ocurriera por culpa mía, no sé qué haría.

—Gracias. Por decir esto y tanto más.

Ella se giró hacia él entre sus brazos y él hizo un ademán de levantarla para que pusiera el pie en el estribo.

—¡No puede haber nada más! —Sus ojos se abrieron con súbita alarma cuando él la cogió con más fuerza—. ¡Por favor, Adam, no me hagas sufrir!

Él la miró a la cara, comprendiéndolo, y de repente se llenó de pena. Por los dos.

—Nunca te haría sufrir. —Acercó su boca a la de ella—. Por mi cumpleaños, aunque sólo sea por eso.

Adam notó cómo los labios de ella se separaban a la vez que percibía los intensos latidos de su corazón contra su cuerpo, y el dolor por la necesidad de aquella extraña chica se le hizo insoportable. Entonces la soltó con mucha delicadeza esperando que ella le diera una bofetada.

En vez de eso, ella le dijo en voz baja:

—No debes hacer esto otra vez. —Cuando levantó la cabeza, sus ojos estaban llenos de lágrimas—. Nunca lo olvidaré.

Dejó que él la levantara hasta el estribo y observó cómo volvía al muro, embargada todavía por la incredulidad ante lo que acababa de dejar que pasara.

Él se agachó, cogió unas cuantas rosas silvestres y las envolvió cuidadosamente en un pañuelo limpio antes de llevárselas.

—No estoy orgulloso de admitirlo, Zenoria, pero te robaría a cualquier hombre si pudiera. —Le dio las rosas y la miró mientras ella bajaba la cabeza para mirarlas, con sus cabellos revoloteando al viento como un estandarte oscuro.

Ella no le miró. Sabía que no podía hacerlo, no se atrevía. Y cuando intentó encontrar algo de seguridad en los horribles recuerdos de lo que había tenido que sufrir en su día, no halló nada. Por primera vez en su vida, había sentido como todo su ser respondía al abrazo de un hombre, y se quedó anonadada al pensar en lo que podía haber pasado si él hubiera insistido.

Cabalgaron en silencio hacia el viejo camino. En una ocasión, él alargó la mano para coger la suya, pero ninguno de los dos dijo nada. Quizás no había palabras. Cuando se acercó un pequeño carruaje, detuvieron los caballos para dejarlo pasar, pero el cochero hizo parar a los caballos y una mujer se asomó por la ventana. Vio una cara demacrada y hostil que Adam reconoció como la de la hermana de su tío.

—Vaya, vaya, Adam, no sabía que hubieras vuelto otra vez. —Miró con frialdad a la chica de la tosca falda de montar y blusa blanca holgada—. ¿Conozco a esta dama?

Adam dijo con aire tranquilo:

—La señora Keen. Hemos ido a dar un paseo. —Estaba enfadado. Con ella por su arrogancia y consigo mismo por molestarse en explicarle nada. Ni una vez le había tratado como a un sobrino. ¿Un bastardo en la familia? No podía aceptarse.

La mirada fría recorrió la figura de Zenoria sin dejarse nada. Las mejillas coloradas, y la hierba en la falda y en las botas de montar.

—Pensaba que el comandante Keen estaba fuera.

Adam tranquilizó a su caballo con la mano. Entonces preguntó sin alterarse:

—¿Y qué hay de su hijo Miles? Tengo entendido que ya no sirve al rey. —Vio como daba en el blanco y añadió—: Puede enviarle a mi barco si desea, Ma’am. Yo no soy mi tío… ¡le enseñaría rápido modales!

El carruaje salió dando una sacudida entre una nube de polvo y tierra y Adam dijo:

—¡No puedo creer que lleve la misma sangre, maldita sea!

Más tarde, cuando Zenoria estaba en el jardín, en el mismo lugar desde el que había visto partir a su esposo unas siete semanas antes, pudo notar como su corazón latía desenfrenadamente. Si estuviera allí Catherine… Si pudiera apartar su mente de los pensamientos que todavía le perseguían…

Oyó las pisadas de Adam en el sendero y se volvió para mirarle, ahora ya otra vez con el uniforme e incluso el pelo revuelto ya arreglado y el sombrero bordado en oro bajo el brazo.

—¡Una vez más, el comandante! —dijo Zenoria.

Pareció que iba a acercarse a ella, pero se contuvo.

—¿Puedo visitarte otra vez antes de que nos vayamos? —Había ansiedad en su mirada—. Por favor, no me prives de hacerlo.

Ella alzó una mano, como si estuviera saludando a alguien que estaba lejos.

—Es tu casa, Adam. Yo soy la intrusa.

Adam miró hacia la casa como un jovencito con remordimientos. Entonces se llevó la mano al pecho.

—Tú sólo eres una intrusa aquí, en mi corazón. —Se dio la vuelta y se marchó del jardín.

Ferguson, que les había visto desde una ventana de arriba, dejó ir un largo suspiro. La acuciante idea persistía aún. Parecían estar tan bien juntos…

* * *

El almirante Lord Godschale movió la pequeña campanilla de su mesa y tiró con impaciencia de su pañuelo de cuello.

—¡Maldita sea, hace tanto calor en este lugar que me extraña que no me consuma!

Sir Paul Sillitoe sorbió de una copa alta de vino blanco y se preguntó cómo se las arreglaban allí en el Almirantazgo para mantenerlo tan fresco.

La puerta se abrió hacia adentro sin hacer ruido y se asomó uno de los secretarios del almirante.

—¡Abra esas ventanas, Chivers! —Se sirvió un poco más de vino y dijo—: ¡Mejor tener la peste del estiércol de caballo y quedarse sordo por el tráfico que sudar como un cerdo!

Sillitoe mostró una ligera sonrisa.

—Como estábamos diciendo, milord…

—Ah, sí. El estado de la flota. Con los barcos de más tomados a los daneses y la vuelta de otros de Ciudad del Cabo, estaremos tan preparados como puede esperarse. Los arsenales están trabajando tanto como pueden, ¡parece ser que apenas queda un solo roble decente en todo Kent!

Sillitoe asintió, sin que sus ojos encapotados dejaran traslucir nada. En su mente vio un gran mapa: las responsabilidades que le había encomendado el gobierno. Su majestad el rey estaba volviéndose tan irracional aquellos días que Sillitoe parecía ser el único consejero al que escuchaba.

¿Dónde estaría ahora el Golden Plover? —se preguntó—. ¿Cuánto tardarían en volver a Inglaterra Bolitho y su amante? A menudo pensaba en la visita que le había hecho a ella. Su proximidad, su hermoso cuello y sus preciosos pómulos altos. Y una mirada que podía fulminarte.

—Hay otro asunto, milord. —Vio como Godschale se ponía inmediatamente en guardia—. Se me ha dado a entender que el contralmirante Herrick está todavía sin destino. Tenía que ir a las Indias Occidentales, ¿no es así?

Sillitoe era un hombre que hacía sentir inseguro incluso al almirante. Un tipo muy frío, pensó Godschale; un hombre implacable, que estaba completamente solo.

—Hoy viene aquí —murmuró Godschale. Echó un vistazo al reloj—. Pronto, de hecho.

—Lo sé —dijo Sillitoe con una sonrisa.

También era exasperante como parecía saber todo lo que pasaba dentro de las barricadas del Almirantazgo.

—Pidió una entrevista. —Miró fijamente los rasgos impasibles de Sillitoe—. ¿Desea estar aquí cuando venga?

Sillitoe se encogió de hombros.

—No me importa demasiado de todas maneras. Sin embargo, los ministros de su majestad han recalcado la importancia fundamental de tener una confianza absoluta en la flota. Un almirante que pierde en un combate pronto es olvidado. Pero una injerencia continuada de ese mismo almirante podría ser visto como algo irracional. Algunos lo calificarían de peligroso.

Godschale se enjugó la cara enrojecida.

—Maldita sea, Sir Paul, todavía no comprendo lo que pasó en el consejo de guerra. Si quiere mi opinión, alguien hizo las cosas muy mal ahí. Tenemos que ser fuertes y que nos vean fuertes en todo momento. Por eso escogí a Sir James Hamett-Parker como presidente. No se anda con tonterías, ¿eh?

Sillitoe miró también el reloj.

—Habría sido mejor enviar a Herrick a Ciudad del Cabo en lugar de Sir Richard Bolitho.

—¿Enviarle a Ciudad del Cabo? ¡Dios mío, probablemente se la devolvería a los holandeses!

La puerta se abrió y otro secretario dijo con voz muy baja:

—El contralmirante Thomas Herrick ha llegado, milord.

—Ya era hora —dijo Godschale con un resoplido de impaciencia—. Hágale pasar.

Se fue pesadamente hasta la ventana y miró hacia la calle, donde un magnífico carruaje particular estaba esperando bajo los árboles con sus caballos moviendo la cabeza bajo el aire polvoriento.

—Pensaba que usted siempre les hacía esperar un rato antes de recibirles —comentó Sillitoe.

El almirante le dijo hablando por encima del hombro:

—Tengo otro asunto del que ocuparme.

Los rasgos duros de Sillitoe permanecieron totalmente inamovibles. Sabía lo de el «otro asunto»; la había visto esperando en el carruaje sin marca alguna. Sería, sin duda, la esposa de algún oficial en busca de algo de excitación sin escándalos. Como premio, su marido ausente podría encontrarse de pronto en un destino mejor. A Sillitoe le resultaba sorprendente que la aburrida esposa de Godschale no hubiera oído nada acerca de sus aventuras. Todo el mundo parecía saber de ellas.

Herrick entró en la sala y fulminó a Sillitoe con la mirada llena de sorpresa.

—Discúlpeme. No me había dado cuenta de que llegaba antes de hora.

Sillitoe sonrió.

—Le ruego que me perdone. A menos que tenga alguna objeción…

Herrick, dándose cuenta de que no había alternativa posible, dijo con tono cortante:

—En ese caso… —se quedó en silencio, esperando que Godschale hablara.

Este le dijo con tono calmado:

—Por favor, siéntese. ¿Un poco de vino blanco, quizás?

—No, gracias, milord. Estoy aquí para aclarar la cuestión de mi próximo destino.

Godschale se sentó enfrente de él. Vio la tensión y las profundas ojeras del rostro de Herrick, así como la amargura que ya había mostrado en el consejo de guerra.

—A veces lleva más tiempo de lo normal. ¡Incluso para los oficiales generales, que son los que mandan! —Pero Herrick no mostró reacción alguna y la paciencia de Godschale se agotaba por momentos. Pero sobre todo, pensó, las cosas debían quedar bajo su control. Así era como había ascendido hasta su elevado puesto y también la manera en que intentaba mantenerse en él.

Herrick se inclinó hacia delante con mirada enojada.

—Si es por el consejo de guerra, entonces exijo…

¿Exige, almirante Herrick? —La voz penetrante de Sillitoe cortó la atmósfera sofocante como de una estocada—. Tuvo usted un juicio justo, a pesar de la falta de testigos de fiar, y de su insensata insistencia en rehusar cualquier oferta de defensa, y las circunstancias, creo, estaban en gran parte en su contra. Y aún así no se le consideró culpable. ¡No creo que esté usted en posición de exigir nada!

Herrick se había puesto de pie.

—¡No tengo por qué aguantar sus comentarios, señor!

Godschale interrumpió:

—Me temo que sí. Hasta yo me inclino ante su autoridad —dijo detestando la admisión de aquello que sabía que era verdad.

—Entonces me marcho, milord —dijo Herrick. Se volvió y añadió—: Tengo mi orgullo.

Sillitoe dijo con tono tranquilo:

—Siéntese. No somos enemigos… todavía. Y por favor, no cometa el error de confundir orgullo con engreimiento, porque eso es lo que tiene usted. —Movió la cabeza en un gesto de aprobación al ver que Herrick se sentaba—. Eso está mejor. Yo estuve en el consejo de guerra. Oí los testimonios y vi lo que usted trataba de hacer: que le condenaran para absolverse usted mismo de la tragedia, puesto que eso fue lo que fue.

Godschale cerró las ventanas: alguien podría oír las palabras de Sillitoe. Volvió enfadado a la mesa. El pequeño carruaje se había ido.

—Estaba preparado para cualquier veredicto que dictaran.

Sillitoe le miró de manera implacable.

—Tiene usted el rango de contralmirante.

—¡Me lo he ganado varias veces, señor!

—No sin el respaldo de su comandante, que se convirtió en su almirante, ¿eh?

—En parte. —Herrick le miró como un terrier mira a un toro.

—Un gran acuerdo, tal como yo lo veo. Pero usted sigue siendo solamente un contralmirante. No tiene usted rentas propias, ¿no?

Herrick se relajó un poco. Aquel era un terreno conocido para él.

—Es cierto. Nunca me han dado nada, no tengo una tradición familiar que me respalde.

Godschale dijo con cierta incomodidad:

—Creo que lo que trata de decirle Sir Paul… —Se quedó callado cuando Sillitoe le fulminó con la mirada.

—Escúcheme, si es tan amable. El artículo diecisiete establece claramente que si se le hubiera hallado culpable no sólo tendría que haber afrontado su ejecución, sino que además, habría sido responsable de la reparación de todos los daños ante los armadores, comerciantes y los demás involucrados en el convoy. Con el sueldo de contralmirante… —Su tono de voz se llenó de repente de desdén—. ¿Qué suma de dinero habría sido capaz de conseguir? Eran veinte barcos, creo, ¿no? Bien cargados de pertrechos de guerra y de los hombres para usarlos. ¿Cuánto podría haber ofrecido a los que le habrían reclamado? —Como Herrick no decía nada, añadió—: Quizás lo bastante para pagar por los caballos que murieron aquel día. —Se puso en pie con un movimiento rápido y se acercó a Herrick—. Colgarle habría sido un estúpido gesto de venganza, inútil y sin valor. Pero la factura por el valor total del convoy habría sido presentada aquí, a las puertas del Almirantazgo.

Godschale exclamó con voz sorda:

—¡Dios mío! ¡No había pensado en eso!

Sillitoe le miró de arriba abajo con una mirada implacable que decía: No, obviamente, no.

Entonces esperó a que Herrick le prestara su atención y dijo con su voz suave:

—Así que ya ve, señor, tenía que ser hallado no culpable. Era… más conveniente.

Las manos de Herrick se abrieron y se cerraron como si estuviera apretando algo material.

—¡Pero el tribunal no haría eso!

—Usted se revolvió contra Sir Richard Bolitho, el único que podía haberle salvado el cuello. Si usted le hubiera dejado…

Herrick se le quedó mirando fijamente, con la cara pálida de incredulidad.

—¡Nunca he necesitado su ayuda!

La puerta se abrió y Godschale gritó:

—¿Qué demonios quiere? ¿No ve que estamos ocupados?

El secretario de expresión adusta no se inmutó ante la muestra de rabia de su superior. Dijo:

—Acabamos de recibir esto por telégrafo desde Portsmouth, milord. Creo que debería leerlo.

Godschale leyó la nota y dijo tras unos instantes de silencio:

—Pocas cosas podrían ser más lamentables. —Se lo dio a Sillitoe—. Léalo usted mismo.

Sillitoe percibió sus miradas escrutadoras, la de Herrick sin comprender nada. Entonces miró al almirante, que asintió con desesperación. Pasó la nota a Herrick.

Sillitoe dijo con frialdad:

—Bien, no tiene nada más que temer. No obtendrá más ayuda por ese lado. —Salió con grandes pasos de la sala como escapando de alguna clase de posible contagio.

Cuando Herrick dejó finalmente la nota sobre la mesa, se dio cuenta de que estaba solo. Completamente solo.

* * *

Belinda, Lady Bolitho, se detuvo a la entrada de la elegante plaza con la sombrilla en alto para proteger su cutis del sol de la tarde.

—Otra vez el verano, Lucinda —dijo—. Parece no haber pasado nada de tiempo desde el último.

Su confidente, Lady Lucinda Manners, dijo con una risita en la boca:

—El tiempo vuela cuando uno se lo pasa bien.

Siguieron andando; sus ligeros vestidos volaban bajo la cálida brisa.

—Sí, tomaremos el té enseguida. Estoy completamente agotada por todas las compras.

Las dos se rieron y dos mozos de cuadra se volvieron para mirarlas y se llevaron la mano al sombrero cuando pasaron.

Su amiga dijo:

—Me alegro mucho de que tu Elizabeth esté totalmente recuperada. ¿Se preocupó mucho su padre por la lesión?

Belinda le lanzó una mirada rápida. Era su mejor amiga, sí; pero conocía el otro lado también. Esposa de un viejo financiero, a Lady Lucinda no le costaba nada propagar un rumor o un chisme.

—Pagó los honorarios. Es todo lo que le pido.

Lady Lucinda le sonrió.

—Parece que se ocupa de muchas cosas tuyas.

—Bueno, no se puede esperar que yo lo pague todo. La educación de Elizabeth, sus clases de música y danza, todo suma bastante.

—Qué lástima. Se sigue hablando mucho de él en Londres, ¡y ella exhibe su relación como una vulgar mujerzuela! —La miró de soslayo—. ¿Aceptarías volver con él si…?

Belinda pensó en su enfrentamiento con Catherine en aquella silenciosa casa de Kent, cuando Dulcie Herrick estaba en el umbral de la muerte. Todavía temblaba cuando lo recordaba. Podía haberse contagiado de aquella fiebre. Sólo pensar en aquella tremenda posibilidad hacía que todo lo demás careciera de importancia… Aquella mujer tres veces maldita, tan llena de orgullo a pesar de su conducta lasciva, se había mostrado desdeñosa hacia ella incluso cuando había perdido los estribos y le había gritado: «¡Espero que te mueras!». Nunca había olvidado la respuesta impasible de Catherine: «Ni siquiera entonces volvería él contigo».

—¿Aceptar volver con él? Yo elegiré ese momento. No haré tratos con una puta.

Lady Lucinda siguió andando, satisfecha en parte. Ahora sabía la verdad. Belinda le haría volver a su lecho al precio que fuera. Pensó en Bolitho, en la última vez que le había visto. No era de extrañar que Lady Somervell hubiera afrontado el escándalo por él: dado el caso, ¿quién no lo haría?

—¿Qué está haciendo ahora? ¿Has oído algo de él?

Belinda se estaba cansando de la curiosidad de su amiga.

—Cuando me escribe quemo las cartas sin abrirlas. —Por una vez, la mentira no le brindó satisfacción alguna.

De una calle con caballerizas salió una figura que empujaba a otra en lo que parecía ser un pequeño carrito. Los dos llevaban varios retales de ropa vieja, pero era evidente que en su día habían sido marineros.

Lady Lucinda se llevó un pañuelo a la cara y exclamó:

—¡Estos mendigos están por todas partes! ¿Por qué no se hace algo con ellos?

Belinda miró al hombre del carrito. Sin piernas y totalmente ciego, movió la cabeza cuando el carrito se paró. Su compañero tenía sólo un brazo, y una cicatriz tan profunda en un lado de la cabeza que era un milagro que estuviera todavía vivo.

El hombre sin piernas preguntó:

—¿Qué pasa, John?

Belinda, a pesar de que había cuidado a su anterior marido hasta su muerte, se quedó impresionada. También por el nombre del hombre. John, como el fiel patrón de Richard, su «roble», como él le llamaba.

—Dos damas elegantes, Jamie. —Puso el pie sobre el carrito para impedir que rodara y sacó un tazón de su casaca destrozada.

—¿Un penique, ma’am? Sólo un penique, ¿eh?

—¡Maldita insolencia! —Lady Lucinda la cogió del brazo—. Vámonos. ¡No son dignos de estar aquí!

Siguieron andando. El hombre se guardó el tazón y le dio unas palmadas en el hombro a su amigo. Murmuró:

—Malditas sean, Jamie.

El ciego movió la cabeza hacia su amigo.

—No te preocupes, John, pronto tendremos suerte, ¡ya verás!

En la parte más elegante de la plaza, Belinda volvió a pararse, acuciada de repente por las dudas.

—¿Qué ocurre?

—No lo sé. —Miró atrás, pero los dos marineros tullidos habían desaparecido; quizás nunca habían estado allí. Se estremeció—. Solía hablarme de sus hombres. Pero cuando los ves, como esos dos… —Se volvió a girar—. Me habría gustado darles algo.

Lady Lucinda se rió y le dio una palmadita en el brazo.

—A veces eres rara. —Entonces señaló hacia un carruaje que había frente a la casa de Belinda—. Tienes visita. Otra recepción ¡y yo sin nada nuevo que ponerme!

Se rieron y Belinda trató de apartar de su mente al hombre con el tazón tendido. Llevaba un tatuaje en el dorso de la mano. Unas banderas cruzadas y un ancla; lo había visto muy bien incluso a través de la mugre.

La puerta se abrió antes de que ni tan sólo hubieran subido la escalera y una de las doncellas las miró con alivio.

—¡Ha venido a verla un caballero, m’lady!

—¡Te lo he dicho! —dijo Lady Lucinda con una risita ahogada.

Belinda la hizo callar con un movimiento rápido de cabeza.

—¿Qué caballero? ¡Vamos, reacciona!

Alguien salió del salón al oír su voz y el corazón de Belinda casi se paró; el desconocido llevaba uniforme de capitán de navío, y su semblante era serio, como si hubiera estado esperando largo rato.

—He sido enviado por Lord Godschale, milady. He creído que era demasiado importante como para tener que esperar a concertar una cita.

Belinda dio unos pasos hacia la gran escalera y volvió.

—Si usted lo cree así, comandante.

El oficial carraspeó.

—Tengo que decirle, milady, que soy portador de noticias tristes. Se ha informado de que el correo Golden Plover, en el que su esposo Sir Richard Bolitho había tomado pasaje hacia Ciudad del Cabo, ha desaparecido.

Lady Lucinda dio un grito ahogado y dijo:

—Oh, Dios mío. Espero que no le haya ocurrido nada…

El capitán de navío negó con la cabeza.

—Lo lamento, el buque se perdió con toda su dotación.

Belinda se fue hasta la escalera y se dejó caer sobre un peldaño.

—Lord Godschale desea ofrecerle sus condolencias y las de todos los hombres de la flota del rey.

Belinda apenas podía ver nada a través de sus ojos empañados de lágrimas. Trató de aceptarlo, de imaginarse cómo debía haber sido, pero en lugar de ello sólo pudo pensar en los dos hombres a los que acababa de dar la espalda. «¿Un penique, ma’am? ¡Sólo un penique!».

Su amiga espetó a la doncella:

—¡Vaya a buscar al médico!

Belinda se puso en pie muy despacio.

—Nada de médicos. —De repente lo supo; y la impresión fue turbadora.

—¿Estaba Lady Somervell con él, comandante?

El hombre se mordió el labio.

—Eso creo, milady.

Vio a Catherine en la penumbra de la casa de Herrick, y su desprecio como fuego en sus ojos.

«Ni siquiera entonces volvería él contigo».

Al final, habían seguido estando juntos.