XIV
MALA SANGRE
Ozzard esperó a que la cubierta se recuperara de su balance de nuevo antes de rellenar la taza de su vicealmirante con café recién hecho.
Era la tarde del sexto día tras su salida de Spithead, y parecía como si cada reñida milla de su viaje hasta entonces hubiese estado maldita por aquel tiempo de mil demonios y la inevitable secuela de accidentes. El comandante Keen se había visto obligado a zarpar faltando cincuenta hombres para completar la dotación del barco, y con tantos de tierra adentro a bordo no le extrañaba que hubieran habido heridas y cosas peores.
Un hombre había desaparecido durante un fuerte temporal en mitad de la noche, sin que sus gritos se oyeran cuando fue barrido de cubierta por una gran ola. Otros se habían roto huesos y se habían llagado las manos, de manera que Coutts, el cirujano, había suplicado a Keen que quitara vela y capeara el temporal con las velas arrizadas.
Pero día tras día, con mal tiempo o no, los ejercicios continuaban, y un mástil competía con el otro para dar o quitar vela, y se aparejaban las redes de combate sobre la cubierta superior de baterías para acostumbrarse a hacerlo incluso en plena oscuridad si era necesario, de modo que las dotaciones de los treinta y ocho cañones de a doce no fueran aplastados por los aparejos y perchas que pudieran caer si entraban en combate.
En todas las cubiertas, desde las enormes carronadas de proa hasta las cubiertas segunda e inferior de baterías donde estaba el armamento principal con los potentes cañones de a treinta y dos, los hombres vivían tras las portas cerradas mientras el mar bullía contra el costado de barlovento y lanzaba grandes masas de agua muy por encima de las batayolas.
Keen había mostrado su confianza en los oficiales de cargo y en aquellos especialistas que eran la columna vertebral de cualquier barco, y lo había hecho también en cuestiones de disciplina. Con una dotación tan desigual y con tantos hombres sin la más mínima experiencia, los ánimos se habían caldeado y los puños habían volado en varias ocasiones. Eso condujo inevitablemente al severo y degradante espectáculo del castigo, en el que el látigo había dejado cruelmente a tiras la espalda de un hombre mientras la lluvia diluía la sangre alrededor del enjaretado y los jóvenes tambores de infantería de Marina marcaban el tiempo entre cada azote.
Bolitho más que ningún otro sabía cuánto detestaba Keen tener que echar mano de los azotes. Pero tenía que mantenerse la disciplina, especialmente en un barco que navegaba solo y cada día se adentraba más y más en el Atlántico.
Keen era igualmente inflexible con sus tenientes de navío y guardiamarinas. Con los primeros hacía un aparte y hablaba con ellos de manera tranquila y contenida, como era habitual en él. Si el oficial era lo bastante estúpido para ignorar su consejo, la segunda entrevista era muy diferente. James Cross, el sexto oficial, que había recogido con la lancha a Bolitho en Portsmouth Point era un buen ejemplo de ello. Parecía tener bastante entusiasmo, pero en la mayoría de sus funciones había mostrado tal incompetencia que había hecho que hasta el oficial de mar más templado se quejara.
Se había oído comentar a Allday: «Va a acabar con alguien dentro de no mucho. ¡Tenían que haberlo estrangulado al nacer!».
Los guardiamarinas procedían en su mayor parte de familias de larga raigambre en la Marina. Navegar en el buque insignia con un vicealmirante de tanto renombre representaba una oportunidad de ascenso que no podía ignorarse. Era extraño que, después de tantos años, de tantas victorias y reveses, de combates sangrientos y de los agotadores rigores del servicio de bloqueo, hubieran muchos que todavía creyeran que la guerra se acabaría pronto, especialmente ahora que los soldados ingleses estaban en suelo enemigo. Para los jóvenes oficiales que esperaban una vida gratificante al servicio del rey, podía ser una última oportunidad para hacerse un nombre antes de que sus señorías redujeran la flota al mínimo y arrojara a sus marinos, desde los de la toldilla hasta los del castillo de proa, a la playa: esa era la gratitud de la nación.
Ozzard abrió la puerta del mamparo y Keen entró en la cámara, con las mejillas radiantes por el cortante viento del norte.
—¿Café, Val?
Keen se sentó, pero su cabeza seguía ladeada como si aún estuviera con un oído puesto en la actividad de la cubierta superior.
Entonces cogió la taza de café y sorbió agradecido. Bolitho le observó pensando en la vieja tienda de Joseph Browne de St James, a la que Catherine le había llevado en sus visitas a Londres, y donde ella debía haber convenido que todos aquellos excelentes quesos, café y vino fueran enviados al barco. Cerca había otra tienda, la de los sombrereros Lock’s. Bolitho se había mostrado reacio a que ella se saliera con la suya en lo que él consideraba un derroche al querer comprarle un sombrero bordado en oro nuevo para sustituir al que le había dado al piloto Julyan cuando iban al encuentro del gran San Mateo. Ella le había insistido recordándole algo: «Tu héroe compraba sus sombreros aquí. ¿Acaso él, me pregunto, privaría a su Emma del placer de pagar?».
Bolitho sonrió ante el recuerdo. Cuántas cosas habían encontrado y disfrutado en aquel otro Londres que él nunca había conocido hasta que ella se lo había mostrado.
Keen dijo distraídamente:
—El piloto dice que hemos hecho unas ochocientas sesenta millas, milla abajo, milla arriba. Si el viento amaina, daré más vela. ¡Estoy hasta la coronilla de esto!
Bolitho miró los ventanales de popa llenos de sal endurecida. Seis días. Parecía haber pasado ya un mes o más. No había cumplido su promesa a Catherine de brindar con ella desde allí la noche de su cumpleaños. Había habido un gran temporal, ese en el que habían perdido a un hombre por la borda, y él había estado en cubierta en lugar de quedarse en su cámara aguantando el tormento de oírlo todo y preguntándose cómo se las arreglaban. Como el viejo cirujano con aspecto de garza, Sir Piers Blachford, había comentado: «En el fondo es usted todavía un capitán de fragata y le resulta difícil delegar esa tarea en otros».
—Me pregunto qué estará haciendo Zenoria —comentó Keen—. Pensar que has perdido a tu esposo y recuperarlo sólo para volverle a perder es una medicina amarga. Con mucho gusto yo se la ahorraría.
Bolitho lanzó una mirada a los libros, uno de los cuales estaba abierto, tal como lo había dejado. Qué buena compañía. Era como si él le leyera en alto en las últimas guardias de la noche, no sólo para sí mismo. Cuando cerraba los ojos la podía ver tan claramente, con la luz de las velas jugueteando en su cuello y sus pómulos altos; podía imaginarse su piel sedosa bajo sus manos, y su respuesta llena de deseo. ¿Qué iba a sentir él cuando el barco fondeara en English Harbour? Ella estaría pensando en ello, recordando lo inevitable que había sido. El destino.
El centinela dio un golpe con la culata de su mosquete sobre cubierta y gritó:
—¡El segundo, señor!
Keen hizo una mueca.
—¿Por qué gritarán tanto?, me pregunto. ¡Ni que estuviéramos en campo abierto!
Ozzard abrió la puerta y Sedgemore entró rápidamente dentro.
—Le pido disculpas, Sir Richard.
Bolitho oyó los chirridos de cureñas en movimiento en alguna parte. Seguramente, las de la cubierta de la segunda batería movidas por los marineros que jadeaban y resbalaban para asomar los cañones de a veinticuatro, algo que se hacía cada vez más peligroso por la persistente escora de la tablazón húmeda.
Pero Keen sabía lo que quería, y no se iba a conformar con menos.
—Si son los asuntos del barco los que no pueden esperar, mis aposentos son suyos, señor Sedgemore —dijo Bolitho.
El oficial le miró intranquilo, como esperando otro motivo o algún comentario sarcástico.
—Ehh, gracias, Sir Richard.
Bolitho disimuló una sonrisa. «Obviamente he pasado la prueba».
El segundo explicó mirando a Keen:
—El vigía del tope ha avistado una vela al nordeste durante la guardia de alba, señor.
Keen esperó.
—Lo sé. Le he dicho al guardiamarina que anote el avistamiento en el cuaderno de bitácora.
Sedgemore parpadeó con sorpresa, como si no se hubiera esperado que su comandante se preocupara por el cuaderno.
Bolitho comentó lanzando una mirada por la espaciosa cámara:
—Esto no es el Hyperion, Val. ¡En él casi podía oírlo todo desde mis aposentos! —Se sonrieron brevemente el uno al otro, compartiendo el recuerdo.
Sedgemore dijo:
—Acaba de ser avistado otra vez, señor. En la misma demora.
Keen se frotó la barbilla.
—No tenemos muchas posibilidades con este viento. —Miró a Bolitho—. No será otro caso como el del Golden Plover, eso seguro.
Bolitho dijo:
—Si el desconocido es un enemigo, mantendrá la distancia, y nosotros somos sin duda demasiado lentos para darle caza. Por lo que se refiere al secreto, me imagino que media Inglaterra sabe qué estamos haciendo y cuál es nuestro destino final.
Keen dijo pensando en voz alta:
—El señor Julyan ha predicho que habría un cielo despejado esta tarde; como Allday, creo que tiene contactos en la corte del Todopoderoso. Haré que nuestro nuevo «voluntario» suba arriba, con un catalejo si hace falta. Algunos ojos no son de fiar. —Vaciló, inseguro de repente—. Soy un estúpido, Sir Richard. No quería decir…
Bolitho le tocó el brazo en un gesto impetuoso.
—No eres ningún estúpido, y lo que dices tiene sentido.
—Avise a las dotaciones de los cañones de que haremos ejercicios de rechazo de abordaje a las seis campanadas, señor Sedgemore.
Sedgemore se retiró andando de espaldas y mirando a todas partes hasta que la puerta se cerró.
—¿Cómo va Sedgemore, Val?
Keen le miró con inquietud cuando se tocó el ojo izquierdo con las yemas de los dedos. Supuso que Bolitho lo hacía de forma inconsciente: la irritación estaba casi siempre presente. Como una amenaza.
—Todavía no está del todo preparado para asumir mi mando, señor, ¡pero no hace ningún daño dejar que él lo crea!
Se rieron, quedando la amenaza a un lado una vez más.
Aquella misma tarde, el viento del norte aflojó ligeramente y la superficie del mar mostró algo de color cuando las veloces nubes empezaron disiparse. Pero cuando el sol se dejó ver finalmente, no fue cálido, y las velas endurecidas por la sal resplandecían bajo su luz pero no salía vapor de ellas.
Bolitho salió a cubierta y se situó junto a Jenour, al lado de la barandilla del alcázar, apartándose de en medio mientras las dos guardias eran avisadas para dar más vela tal como Keen quería. Este estaba al otro lado del alcázar, mirando a lo alto mientras los primeros gavieros trepaban rápidamente por los flechastes vibrantes. El comandante con su mundo girando a su alrededor. Bolitho sintió un poco de envidia y se preguntó qué diría Zenoria si pudiera ver a su esposo en aquellos momentos. Con los ojos entrecerrados bajo la intensa luz del sol y algunos mechones de cabello rubio revoloteando bajo su sencillo sombrero de diario, controlaba y estaba al mando de una docena de cosas a la vez.
El guardiamarina más antiguo, un joven altivo apellidado Houston, estaba haciendo señas al marinero William Owen. Debido a que quería hacer el examen de teniente de navío a la primera ocasión, Houston era muy consciente de la proximidad de Bolitho.
Gritó dándose importancia:
—¡Espere!
Allday estaba bajo la toldilla con Tojohns y dijo con desdén:
—¡Míralo, hinchando el pecho como un almirante de medio pelo! ¡Será terrible cuando sea oficial!
Tojohns sonrió.
—¡Si nadie le corta las alas primero!
Keen se dio la vuelta y sonrió.
—¡Ah, Owen! ¿Cómo le va la vida en un barco un poco más grande que el anterior, eh?
Owen se rió entre dientes olvidándose del guardiamarina.
—Me voy adaptando, señor. ¡Sólo quisiera que Lady Catherine estuviera aquí para darle algunos consejos al cocinero!
A Bolitho le gustó aquello. Keen le había enseñado al arrogante «joven caballero» que Owen era una persona, no un perro.
Keen miró hacia Bolitho.
—¿Quiere que Owen suba a la arboladura, Sir Richard? No daré más vela hasta que haya observado a nuestro acompañante.
—Coja el catalejo del guardiamarina de señales, Owen —dijo Bolitho—. Puede que desprecie estos aparatos, pero creo que le va a ayudar.
Otro recuerdo. En una elegante tienda de Londres en la que se vendían instrumentos de navegación, había visto a Catherine examinando un catalejo y también había oído al voluminoso propietario del establecimiento explicarle que era el último y el mejor de los de su clase. Él había sido muy consciente de su batalla interior mientras tocaba el catalejo reluciente; entonces, ella había negado con la cabeza, y Bolitho creía saber por qué: se había acordado de Herrick y del magnífico catalejo que había sido el último regalo de Dulcie. Ella no quería ni pensar en la posibilidad de que les ocurriera algo parecido.
—¡Ah de cubierta!
Bolitho se deshizo de sus recuerdos. Owen había alcanzado la cruceta del palo mayor mientras él soñaba despierto.
—¡Vela al nordeste, señor!
Bolitho miró las crestas blancas de las olas en movimiento. El viento seguía bajando; no le resultó difícil oír el grito de Owen. El día anterior o aquella misma mañana se habría perdido entre la violencia del viento y el mar.
—Haga que baje, comandante Keen —dijo Bolitho—. ¡Apuesto que ya tiene ganas de dar todo el trapo!
Owen llegó a cubierta a la par que la gran vela mayor y la trinquete retumbaban ruidosamente hasta que las vergas fueron braceadas para atrapar el viento y hacer que se endurecieran como una coraza de acero.
—Bien, Owen, ¿qué es?
Los hombres que en ese momento no estaban trabajando en las drizas o las brazas, o moviéndose como podían por las grandes vergas para largar más paño, pusieron el oído para enterarse.
—Una fragata, Sir Richard —respondió Owen—. No es grande… de unos veintiocho cañones más o menos. —Devolvió el largo catalejo al guardiamarina Houston.
—Gracias, señor.
Houston casi se lo arrancó de las manos, de tan mala manera que Keen comentó:
—Señor Sedgemore, creo que al señor Houston le irían bien unas palabras durante la última guardia de cuartillo.
El segundo se detuvo un momento tras poner un cabo suelto en las manos de un marinero y le miró fijamente. Sus ojos brillaron peligrosamente cuando se posaron en el guardiamarina y dijo con severidad:
—¡Vaya a verme entonces, señor Houston, señor!
Owen prosiguió con el mismo tono calmado:
—No lleva bandera, Sir Richard, pero yo diría que es un buque de guerra holandés. He estado bastante cerca de algunos de ellos, demasiado cerca, a veces.
—Otro enemigo, pues —dijo Jenour. Parecía sorprendido—. Me esperaba un gabacho, Sir Richard.
Bolitho mantuvo su cara impasible. Tiempo atrás, a Jenour nunca se le habría ocurrido expresar su opinión; siempre había sido muy confiado, prefiriendo dejar la valoración de las situaciones a aquellos que tenían más experiencia. Ahora estaba listo, lo bastante maduro para ofrecer a otros lo que había aprendido. Bolitho sabía que le iba a echar mucho de menos.
—¡Sudoeste cuarta al oeste, señor! ¡En viento! —Julyan, el piloto, sonrió a sus ayudantes y se frotó sus manos fornidas. Una vez más había tenido razón.
Keen gritó:
—¡Que hagan firme, señor Sedgemore! —Y añadió elevando lo suficiente la voz para que le oyeran aquellos que estaban a su alrededor—: Bien hecho. ¡Dos minutos menos esta vez!
Verdad o no, Bolitho vio a algunos de los jadeantes marineros mirarse entre sí con variadas sonrisas. Era un comienzo.
—Quizás ese tipo esté bajo órdenes francesas —dijo—. Hemos visto demasiados así.
Pero estaba pensando en la reducida escuadra que le esperaba en el Caribe. Les faltaban fragatas, y los franceses lo sabrían. Aquello no era la costa de Bretaña ni los encuentros de gato y ratón del mar del Norte. En el Caribe había incontables islas por las que tendrían que patrullar e investigar por si alguna escuadra enemiga se estaba escondiendo entre ellas, y aquellas aguas estaban llenas de barcos de todas clases: holandeses y españoles, buques de Sudamérica, todos prestos a pasar su información a los franceses de Martinica y Guadalupe. Estaban también los norteamericanos, que no habían olvidado su propia lucha por la independencia; tenían que tratarles con mucho cuidado. Les molestaba que se les parara o inspeccionara como posibles rompedores de bloqueo, y aquella joven y ambiciosa nación había presentado varias quejas serias al gobierno británico.
Bolitho sonrió al recordar la advertencia de Lord Godschale: «Se necesita tacto a la vez que iniciativa, y alguien conocido para esa gente». Bolitho no estaba completamente seguro de lo que había querido decir con «conocido», pero nunca se había considerado a sí mismo particularmente diplomático.
—Gracias, Owen —dijo—. Le volveré a necesitar enseguida.
Keen observó como el hombre se llevaba los nudillos a la frente y se iba con paso decidido a reunirse con su trozo. Dijo:
—Un marinero valioso, ese hombre, señor… Creo que le voy a hacer oficial de mar dentro de poco. ¡Hace que muchos de nuestros hombres parezcan unos patanes!
El viento aumentó de nuevo cuando la oscuridad fue envolviendo al buque, pero el movimiento era menos violento y los marineros pudieron comer comida caliente y una ración adicional de ron para hacer que el largo día pareciera menos malo.
Fuera de la cámara de oficiales, que estaba situada justo debajo de los aposentos del almirante, el teniente de navío James Sedgemore estaba sentado cómodamente en una taquilla con una copa de madeira en una mano mientras remataba su ataque al guardiamarina más antiguo. Éste estaba tieso como un palo, moviéndose sólo con el cabeceo lento y pesado del enorme casco con todos los hombres, armas y provisiones que lo abarrotaban. Señaló hacia las puertas abiertas del mamparo, donde, en la cámara de oficiales, Houston podía ver a los oficiales que veía en todas las guardias en una situación muy diferente. Bebiendo, escribiendo cartas, jugando a naipes, mientras esperaban la última comida del día. Algunos de los oficiales temidos por su sentido del orden y de la disciplina estaban sentados o echaban una cabezada en sus sillas mientras un paje se movía entre ellos con una jarra de vino. El cirujano, habitualmente tan adusto, estaba riéndose a carcajadas de algo que le había dicho el mayor de infantería de Marina. El contador, el piloto, Julyan: la compañía que Houston deseaba tener, si no allí en otro barco. Sedgemore continuó con su rapapolvo:
—No permitiré que abuse de su autoridad en mi barco simplemente porque un hombre no le conteste, ¿me entiende?
Houston se mordió el labio. Había querido que el comandante se fijara en él, pero nunca había pretendido que le cayera encima todo aquello.
—Y no intente seguir por ahí, señor Houston, ¡o creerá que se han abierto las puertas del infierno para usted! En nuestra última misión, tras Copenhague, algo de lo que hasta usted habrá oído alguna cosa de boca de los marineros más viejos, hubo un guardiamarina como usted, que era un pequeño tirano. Le gustaba ver sufrir a la gente, como si no tuvieran bastante con qué lidiar. Le temían, a pesar de su bajo rango, porque era el sobrino de Sir Richard. —Esbozó una sonrisa feroz—. Sir Richard lo despachó del barco y el comandante Keen le planteó la alternativa de un consejo de guerra a menos que aceptara presentar su renuncia. Así que, ¿qué posibilidades cree que tendría usted?
—L-lo siento, señor. Realmente…
Sedgemore le dio una palmada en el hombro como había visto hacer en ocasiones a Bolitho.
—No lo sienta, señor Houston, pero y tanto que lo va a sentir si vuelve a suceder. ¡Será usted conocido como el guardiamarina más viejo de la flota! Ahora lárguese. Y no se hable más.
El cirujano pasó por su lado.
—¿Está muy atareado, señor Sedgemore?
El segundo sonrió.
—Todos pasamos por eso.
El cirujano se fue hacia la escala.
—Yo no, señor.
En el alcázar, Houston, que todavía se consumía por dentro a raíz de la reprimenda, informó al oficial de guardia de las obligaciones adicionales que Sedgemore le había endosado. El oficial era el teniente de navío Thomas Joyce. Era el tercero en antigüedad y había vivido su primer combate a la tierna edad de once años, en su primer barco.
Hacía un frío glacial y los rociones y la lluvia caían de las velas y el aparejo en tensión como una lluvia ártica.
Joyce le espetó:
—Al tope, señor Houston. Necesito un buen vigía, si es tan amable.
Houston vio a uno de los timoneles esbozar una sonrisa cuando su cara se mostró por un momento ante la luz de la lantía de bitácora.
—¡Pero… pero no habrá nada que avistar, señor!
—Entonces le resultará fácil, ¿no? Ahora, arriba ¡o haré que el contramaestre le anime de verdad!
El teniente de navío Joyce no era un hombre excesivamente duro. Suspiró y echó un vistazo a la aguja inclinada y entonces se olvidó del desafortunado joven que trepaba a lo alto alejándose de la cubierta barrida por el viento.
«Todos pasamos por eso».
En una cubierta más abajo, a popa, Allday estaba sentado en la despensa de Ozzard observando como el pequeño hombre cortaba queso para la cámara.
Ozzard le preguntó irritado:
—¿Qué pretendías haciendo una cosa tan estúpida como esa, John? ¡Siempre había pensado que estabas un poco chiflado!
Allday sonrió. ¿Y a él qué le importaba? Le había contado que había dejado su parte del oro bajo el cuidado de Unis Polin en el Stag’s Head. Por si acaso.
Ozzard continuó, resplandeciendo su cuchillo como un símbolo de su rabia.
—¡Podría largarse con todo! Ya lo sabes, te conozco, John Allday… Te conozco desde hace tiempo. Una cara bonita, unos tobillos bonitos ¡y te quedas atontado del todo! También podías haberlo metido en la caja fuerte de la casa.
Allday llenó su pipa cuidadosamente.
—¿Qué es lo que te pasa, Tom? ¿No te gustan las mujeres o algo parecido?
Ozzard se giró de golpe echando fuego por los ojos. Aquello sólo hizo que hacerle parecer más frágil.
—¡No vuelvas a decirme eso nunca!
Los dos se dieron cuenta de que la puerta estaba abierta y que un joven marinero que había estado limpiando por la gran cámara estaba allí mirándoles atónito, pasando su mirada del uno al otro nerviosamente.
Allday gruñó:
—¿Y bien? ¿Qué quieres?
—¡El vicealmirante le necesita, patrón!
Ozzard añadió con tono brusco:
—¡Lárgate! —El joven salió disparado.
Ozzard dejó el cuchillo y se miró la mano como esperando verla temblar.
Dijo vacilante:
—Lo siento, John. No es culpa tuya. —No levantó la vista.
—Cuéntamelo algún día si quieres —le respondió Allday—. No saldrá de aquí. —Cerró la puerta tras de sí y pasó bajo los enormes baos hacia el centinela que estaba fuera de la gran cámara.
Fuera lo que fuera, estaba desgarrando a Ozzard por dentro. Aquello era desde… Pero no pudo acordarse.
En su despensa, Ozzard se sentó y apoyó la cabeza entre sus manos. En los últimos momentos del Golden Plover, cuando estaba junto a la escala de la cámara, la había visto enmarcada en los ventanales de popa. Había querido darse la vuelta, esconderse en las sombras. Pero no lo había hecho. Había visto como ella se quitaba la ropa manchada de sangre hasta quedar completamente desnuda con el gran panorama del mar moviéndose detrás. Había tanta sal seca en los vidrios que los ventanales habían actuado como un gran espejo, de manera que no se le había negado la contemplación de ninguna parte de su hermoso cuerpo.
Pero no había visto a Catherine hasta que se había puesto los calzones y la camisa prestadas. Únicamente había visto a su joven esposa, tal como debía haber estado cuando su amante la había visitado.
Se retorció las manos lleno de desesperación. ¿Por qué ninguno de sus amigos o vecinos se lo había contado? Podría haberlo parado, hacer que ella le volviera a amar como siempre creía que había hecho. ¿Por qué? La pregunta flotó en el aire como una serpiente.
Y la manera en que ella le había mirado aquel horrible día en Wapping. Con sorpresa, e incluso desprecio, y luego terror al ver el hacha en su mano.
Dijo con la voz quebrada:
—¡Pero yo te amaba! ¿No lo entiendes?
Pero no había nadie que pudiera responderle.
* * *
Lewis Roxby desmontó lentamente y dio unas palmadas a su caballo mientras era conducido a los establos. El aire era muy frío y flotaba una neblina por encima de la cima de la colina más cercana, como si fuera humo. Se dio cuenta de que alguien había roto el hielo en el abrevadero de los caballos, un signo inequívoco de un duro invierno. Vio que su mozo de cuadras le estaba mirando, sacando vaho con la respiración.
—No hay ningún movimiento en la propiedad, Tom. Ni siquiera puedo poner a los hombres a trabajar en la reparación de los muros. La pizarra está demasiado dura por el frío.
El mozo asintió.
—Alguno de los cocineros sabrá cómo entonarle, señor.
Roxby se sonó la nariz ruidosamente y oyó el eco en el patio, como una reprimenda.
—¡Necesitaré algo bien fuerte, Tom!
Pensó en los dos ladrones que había mandado a la horca unos días atrás. ¿Por qué nunca aprendían? Inglaterra estaba en guerra; la gente ya tenía poco y encima tenía que sufrir los robos de aquellos animales. Uno de los ladrones había roto a llorar, pero al ver que Roxby hacía caso omiso, le había insultado hasta que un dragón se lo había llevado a rastras a la celda. La gente corriente tenía que ser protegida. Algunos decían que colgar a un hombre no acababa con los delitos. Pero sí que acababa con el delincuente en cuestión.
—Hola, ¿hay alguien en casa?
Roxby salió de sus pensamientos y se giró para mirar hacia las grandes puertas, al brioso pony con un carruaje ligero de dos ruedas que entraba por ellas.
Era Bryan Ferguson, el mayordomo de Bolitho. Una visita realmente extraña. Roxby se molestó un poco al pensar que su visión de aquella cálida copa de brandy iba desvaneciéndose.
Ferguson desmontó del carruaje. Pocas personas se daban cuenta de que tenía sólo un brazo hasta que le miraban de frente.
—Le ruego que me disculpe, señor, por venir así sin anunciarme.
Roxby notó alguna cosa.
—¿Malas noticias? ¿No será Sir Richard?
—No, señor. —Miró incómodo al mozo de cuadras—. Estaba un poco preocupado.
La mirada no le pasó desapercibida a Roxby.
—Bueno, mejor será que entremos. No tiene sentido helarnos aquí fuera.
Ferguson le siguió y entraron en la gran casa; el mayordomo de Bolitho vio los cuadros que adornaban las paredes, las gruesas alfombras y los fuegos encendidos a través de las diferentes puertas abiertas. Una casa muy grande con una propiedad acorde, pensó. Muy apropiada para el Rey de Cornualles.
Estaba otra vez muy nervioso y trató de tranquilizarse pensando que estaba haciendo lo correcto. Lo único que podía hacer. No tenía a nadie más con quien hablarlo. Lady Catherine se había ido a caballo a la otra punta de la propiedad para visitar a un trabajador herido de la hacienda y a su familia; no debía saber nada de aquel problema. Miró los elegantes muebles de su alrededor y el inmenso retrato del padre de Roxby, el viejo señor, que en su día había apadrinado a unos cuantos niños del condado. Al menos Roxby era fiel a su esposa, y estaba más interesado en cazar animales que mujeres.
Roxby se acercó a la chimenea y puso sus manos delante del fuego.
—Es algo confidencial, ¿no?
Ferguson dijo con tristeza:
—No sabía a quién más ir a ver, señor. Ni siquiera podía hablarlo con Grace, mi esposa… De todas maneras, probablemente ella no me creería. Ella no ve más que el lado bueno de la mayoría de las personas.
Roxby asintió pensando que se trataba de algo serio. Ferguson se enorgullecía mucho de su trabajo y de la familia a la que servía. Le había costado mucho ir a casa de Roxby.
—¿Le apetece una copa de madeira? —dijo magnánimamente.
Ferguson se le quedó mirando fijamente cuando el señor le ofreció una silla junto al fuego.
—Con todo el respeto, señor, preferiría una copita de ron.
Roxby tiró de un cordón de seda y sonrió.
—Casi había olvidado que fue usted un marino también en su día.
Ferguson no miró al lacayo que entró moviéndose como una sombra. Miró fijamente a las llamas.
—Hace veinticinco años, señor. Me volví a casa tras perder un ala en las Saintes.
Roxby le dio una buena copa de ron. Su cabeza le dio vueltas sólo con el olor.
—¡No sé cómo puede tragarse esta cosa! —Le miró por encima de su copa de brandy. La última carga. A veces era mejor no saber de dónde venía, especialmente si uno era un magistrado—. Dígame de qué se trata. Si es consejo lo que quiere… —Se sentía bastante halagado por el hecho de que Ferguson hubiera venido a verle a él.
—Han habido rumores, señor, habladurías si prefiere. Pero es peligroso, y más si llega a oídos equivocados. Alguien ha estado propagando mentiras sobre Lady Catherine y sobre la familia de Sir Richard. ¡Patrañas indecentes, condenadas mentiras!
Roxby esperó pacientemente. El ron estaba haciendo su efecto.
Ferguson añadió:
—Se lo oí decir a un proveedor de grano. Vio una discusión entre el comandante Adam y un granjero, en Bodmin. El comandante Adam le desafió, pero el otro hombre se echó atrás.
Roxby había oído algunas cosas acerca del joven Adam Bolitho. Dijo:
—Muy sensato. ¡Probablemente yo hubiese hecho lo mismo!
—Y luego… —Vaciló—. Oí a alguien decir cosas de la señora, que recibía hombres en la casa y esa clase de cosas.
Roxby le miró seriamente.
—¿Es cierto eso?
Ferguson se puso en pie sin darse cuenta.
—Es una maldita mentira, señor.
—Tranquilo… tenía que saberlo. La admiro mucho. Su coraje ha sido un ejemplo para todos nosotros y el amor que profesa a mi cuñado, bueno… habla por sí solo.
Como una buena balada inglesa, pensó para sus adentros, pero era incapaz de expresar algo tan sentimental como aquello y especialmente a otro hombre.
Ferguson se había sentado de nuevo y miraba fijamente su copa vacía. Había fracasado. Todo iba mal. Sólo había hecho que empeorar las cosas perdiendo el control de sí mismo.
Roxby comentó:
—La cuestión, en realidad, es que usted sabe quién está detrás de todo esto, ¿tengo razón?
Ferguson le miró desesperado. «Cuando se lo diga, no querrá oír ni una palabra más». Alguien de fuera era diferente. Uno de la familia, sin que importara que fuera de forma indirecta, era otra cosa.
—Me enteraré de todas maneras, ya lo sabe —dijo Roxby—. Preferiría oírlo de usted. Ahora.
Ferguson le miró a los ojos.
—Fue Miles Vincent, señor. Se lo juro. —No sabía cómo iba a reaccionar Roxby. Si con incredulidad educada o con gran ira para proteger a la madre de Vincent, la hermana de su esposa.
Se quedó sorprendido cuando vio que Roxby contenía la respiración hasta que su cara se enrojeció aún más y entonces explotó:
—¡Por todos los infiernos, sabía que ese pequeño gusano estaba involucrado!
Ferguson tragó saliva.
—¿Lo sabía, señor?
—Tenía que oírlo de alguien de quien pudiera fiarme. —Estaba montando en cólera por momentos—. ¡Por Dios, después de todo lo que la familia ha intentado hacer por esa bruja desagradecida y su hijo! —Se contuvo haciendo un verdadero esfuerzo—. No diga nada a nadie. Es cosa nuestra y no debe ir más lejos.
—Tiene usted mi palabra, señor.
Roxby le miró pensativo.
—Si alguna vez Sir Richard decidiera irse de Falmouth, yo siempre tendría un buen puesto para usted entre mi servicio.
Ferguson se dio cuenta de que podía sonreír, aunque temblorosamente.
—Creo que puede ser una larga espera, señor.
—Bien hablado. —Señaló hacia la otra puerta—. Viene mi esposa. He oído el carruaje. Márchese. Yo me encargaré de este indecoroso asunto.
Cuando Ferguson llegó a la puerta, oyó que Roxby le decía:
—Nunca lo ponga en duda. Ha hecho lo correcto acudiendo a mí.
Unos momentos después, Nancy entró en la sala envuelta hasta los ojos y con la piel resplandeciente por el frío.
—¿De quién es ese precioso pony con carruaje, Lewis?
—De Bryan Ferguson, querida. Asuntos de la propiedad, nada que haya de atribular tu preciosa cabeza. —Volvió a tirar del cordón de la campana otra vez y cuando el lacayo apareció, dijo con tono tranquilo—: Vaya a buscar a Beere y dígale que venga a verme. —Era el guarda jefe de Roxby, un hombre adusto y reservado que vivía solo en una pequeña casita en el límite de la propiedad.
Cuando la puerta se cerró, Nancy preguntó:
—¿Para qué le quieres? Qué hombre tan odioso. Me hace poner la piel de gallina.
—Estoy totalmente de acuerdo, querida. —Se sirvió otra copa de brandy y pensó en la desesperación contenida de Ferguson—. Aún así, a veces nos es útil.
* * *
Estaba completamente oscuro cuando el pequeño carruaje de Ferguson llegó al Stag’s Head de Fallowfield. Tras el camino de la costa y el viento frío de la bahía, el salón se veía tan acogedor y cálido que apenas podía esperar a quitarse su abrigo.
El lugar estaba vacío excepto por un viejo que estaba echando una cabezada junto al fuego con una jarra en un taburete a su lado. Echado a sus pies, un perro pastor blanco y negro estaba completamente inmóvil. Sólo los ojos del perro se movieron para seguir a Ferguson por el suelo de piedra. Entonces se cerraron.
Ella salió de la cocina y le mostró una sonrisa cordial. Allday tenía razón; era una pequeña barca magnífica y se la veía más puesta en su papel desde la última vez que la había visto, cuando él mismo se le había presentado.
—Una noche tranquila, señor Ferguson. ¿Quiere algo caliente o algo fuerte?
Él sonrió. No podía quitarse a Roxby de sus pensamientos. ¿Cómo se iba a ocupar de eso? La madre de Vincent vivía en una de sus casas; Roxby podría añadir más leña al fuego si la metía en todo aquello. Corrían rumores de que se llevaba bien con la esposa de Bolitho; aquello podría garantizar que el escándalo no se olvidara tan rápidamente. Allday le había contado lo del hijo de Felicity y lo de su corta carrera como guardiamarina. Un verdadero pequeño tirano, y también cruel.
—Está usted a muchas millas de aquí —dijo ella.
Ferguson trató de relajarse. Había querido salir, huir de la propiedad y de las caras familiares que dependían de él. Había visto a Lady Catherine tras su visita al trabajador herido, y durante la conversación ella había mencionado al comandante Adam. Sólo por un instante había creído que ella había oído algo del incidente de Bodmin. ¿Pero cómo podía ser?
En vez de eso, Lady Catherine le había preguntado si Adam había visitado la casa con frecuencia durante su ausencia. Le había dicho la verdad, ¿y por qué no? Estaba viendo demasiados demonios cuando no había ninguno.
—Un poco de su empanada y una jarra de cerveza, si es tan amable —dijo.
Observó como ella trajinaba para servirle y se preguntó si Allday sentaría algún día la cabeza. Entonces vio el modelo tallado en la habitación de al lado: el Hyperion de Allday. Entonces, aquello debía ser serio. Le hizo sentirse extrañamente contento.
Ella puso la jarra sobre su mesa.
—Sí, está todo tranquilo, muy tranquilo. —Se movió inquieta—. He oído que hay algo en marcha esta noche.
Ferguson asintió. Probablemente una pelea de gallos, algo que él detestaba. Pero a muchos les gustaba y se hacían grandes apuestas a lo largo de una noche de peleas.
Ferguson se volvió y miró al perro. Ya no estaba adormilado, sino que miraba fijamente a la puerta enseñando ligeramente los dientes con un leve gruñido amenazador.
—Zorros, quizás —dijo Unis Polin.
Pero Ferguson estaba ya de pie con el corazón latiéndole de repente como un martillo.
—¿Qué pasa?
Ferguson se agarró a la mesa como para no caerse. Estaba todo allí, volviendo: el momento en que había oído las pisadas. Excepto por que no era sólo un recuerdo cruel. Era en ese momento.
El viejo alargó la mano y acarició a su perro para tranquilizarle.
Dijo con voz ronca:
—Hay un buque del rey en Carrick Road.
Las pisadas se acercaron rápidamente. Ferguson miró a su alrededor como si estuviera atrapado.
—Dios mío, es la patrulla de leva.
Quería salir corriendo. Escaparse. Volver con Grace y la vida que había llegado a apreciar y disfrutar.
La puerta se abrió de golpe y un oficial de Marina alto apareció de entre la oscuridad con el cuerpo envuelto en un largo capote que resplandecía con las gotas dejadas por el aguanieve o la nieve.
Vio a la mujer junto a la mesa y se quitó el sombrero con una floritura. Tendría alrededor de unos veinticinco años, y para ser tan joven tenía demasiadas canas en su cabello.
—Le pido disculpas por la intrusión, ma’am. —Sus ojos se movieron rápidamente por el salón sin dejarse nada. La mujer guapa, el hombre manco, el perro junto al fuego que todavía le estaba mirando y finalmente, el viejo granjero. Nada.
—No hay nadie aquí, señor —dijo Unis Polin.
Ferguson volvió a sentarse.
—Dice la verdad. —Vaciló—. ¿De qué barco es?
El otro soltó una risa breve y resentida.
—Es la Ipswich, treinta y ocho cañones. —Se tiró hacia atrás el capote dejando a la vista una manga vacía prendida a su casaca de teniente de navío—. Parece que los dos hemos estado en la guerra. Pero no hay barco para mí, amigo mío… sólo este trabajo asqueroso, ¡encontrar hombres que no van a servir a su rey! —Y añadió con más calma mirando a la mujer—: Hay un sitio cerca de aquí llamado Rose Barn, tengo entendido, ¿no es así?
El viejo se inclinó hacia delante.
—Está a una milla más o menos siguiendo por este camino.
El oficial se volvió a poner el sombrero y cuando abrió la puerta, Ferguson vio lámparas iluminando uniformes y armas. Antes de salir dijo por encima del hombro:
—No sería prudente que avisaran a nadie. —Mostró una sonrisa cansada—. Pero por supuesto ustedes no saben qué estamos haciendo, ¿eh?
La puerta se cerró y un gran silencio invadió la estancia, como algo tangible.
Ferguson observó como ella quitaba la empanada de la mesa para ponerle otro trozo bien caliente.
—La patrulla de presa debe estar buscando la pelea que ha mencionado —dijo.
El viejo granjero se rió socarronamente.
—No van a encontrar nada allí, querida. Hombres con salvoconducto y soldados de la guarnición.
Ferguson se le quedó mirando y un escalofrío le recorrió la espalda. Así que esa era la manera de Roxby. Debía conocer a todos los oficiales de las temidas patrullas de leva y las horas y lugares de las peleas de gallos y otras diversiones. De pronto se sintió totalmente angustiado. Podrían coger a unos cuantos a pesar de lo que dijera el viejo granjero, de igual forma que les habían cogido a él y a Allday cuando la Phalarope había desembarcado una patrulla de leva a tierra. Una cosa estaba completamente clara en su mente: Miles Vincent sería uno de ellos.
—Tengo que irme. L-lo siento por la empanada…
Ella le miró preocupada.
—Otra vez, entonces. Quiero que me cuente cosas de John Allday.
La mención del nombre de su amigo pareció darle fuerzas. Se volvió a sentar y cogió un tenedor. Se quedaría, después de todo.
Lanzó una mirada al perro, pero estaba dormido. Al otro lado de la puerta sólo había silencio.
Pensó con repentina rabia, «¿Y por qué no? O nos protegemos a nosotros mismos y a los que queremos, o nos hundimos con el barco».
¿Qué otra cosa podía haber hecho?
Por la mañana estaba nevando, y cuando Lewis Roxby salió al patio de los establos vio a su guarda jefe, Beere, detenerse lo bastante para dirigirle un breve movimiento de cabeza antes de perderse entre una ráfaga de nieve arremolinada.
La fragata Ipswich había salido antes del amanecer como era habitual en la Marina, y pasó un buen rato antes de que nadie se diera cuenta de que en la cama de Miles Vincent no había dormido nadie.