XV
DE ENTRE LOS MUERTOS
El teniente de navío Stephen Jenour dio su sombrero a Ozzard y se fue hacia popa, donde Bolitho estaba sentado ante una pequeña mesa. El Black Prince estaba en proceso de hacer un bordo una vez más, y mientras el sol se movía lentamente por los ventanales de popa, Jenour sintió su calor a través del vidrio manchado como si fuera un horno con la puerta abierta.
Bolitho levantó la vista de la carta que estaba escribiendo a Catherine. Había olvidado cuántas páginas había escrito hasta el momento, pero no le resultaba nada difícil explicarle hasta sus sentimientos más profundos aunque la distancia entre los dos aumentara con cada vuelta de ampolleta.
Jenour dijo:
—Con los respetos del comandante, Sir Richard, desea informarle de que Antigua está a la vista por el sudoeste.
Bolitho dejó su pluma. Siete semanas para cruzar un océano y encontrar las islas de Sotavento del Caribe. Era irónico que su viejo Hyperion hubiera hecho aquel mismo pasaje en un mes y exactamente en aquella época del año. Keen debía estar aliviado por haber avistado tierra y decepcionado por el tiempo tardado y las muchas deficiencias que se habían presentado entre la dotación.
Quizás la engañosa calma del sol brillante y el calor sobre sus cuerpos castigados por el trabajo a bordo pudiera mejorar las cosas. El Atlántico había mostrado su peor cara, al menos según la experiencia de Bolitho, con temporales con grandes olas mientras los hombres medio congelados en las vergas peleaban con la lona helada de las velas hasta que sus manos quedaban arañadas y en carne viva. Los fuertes vientos habían sido además obstinados y el barco había sido llevado un centenar de millas fuera de su rumbo cuando la dirección del viento había rolado tan de repente que incluso Julyan se había quedado sorprendido.
Los ejercicios de tiro habían sido imposibles de llevar a cabo en la última parte de su viaje. Keen había querido tener a sus hombres bien alimentados y descansados antes de que el Atlántico volviera a mostrar su cara más enfurecida.
El hecho de que no hubieran perdido ni una percha ni a otro hombre por la borda decía mucho de Keen y de los marineros con más experiencia.
—Voy a subir, Stephen. —Echó un vistazo a su carta inacabada, imaginándose cómo estaría Falmouth en aquellos momentos. Muy parecido al Atlántico: temporales, lluvia y quizás nieve.
Catherine estaría pensando en el barco, preguntándose dónde se encontraría y si habría llegado sin contratiempos a su destino. Y también si entraría en combate. Tantas y tantas preguntas que sólo el tiempo podía contestar.
Jenour miró alrededor de la gran cámara, un espacio que había llegado a conocer muy bien. A lo largo de la travesía desde Inglaterra había podido apartar a un lado la perspectiva de dejar a Bolitho. Los temporales, el rugido ensordecedor del mar rompiendo contra el casco y la cubierta superior haciendo de cada paso un peligro y los demacrados rostros de los hombres que eran acosados para que pasaran de una faena a otra mantenían aquellos pensamientos a raya. Ahora era diferente. Allá lejos, tras el afilado botalón de proa, estaba English Harbour: orden y autoridad, donde cada uno de los días podrían ofrecerle oportunidades de ascenso. Pensó en el segundo, Sedgemore, y también en algunos de los otros; darían su sangre por una oportunidad así. Un pequeño barco a su mando con la bendición de un famoso oficial general, ¿quién podía pedir más? Había oído a Bolitho referirse a ello como «el regalo más codiciado».
Jenour pensó también en sus padres durante la comida de Roxby, ocasión en que Bolitho se había encargado de que se sintieran como en casa con gente tan ilustre.
Vio que se tocaba el párpado, tal como hacía últimamente cada vez más. Aquel secreto también le había sido confiado. Estaba a buen recaudo hasta que Bolitho decidiera otra cosa. Pero, ¿quién más iba a ser capaz de comprender a Bolitho y su manera de hacer cuando él se marchara a otro barco?
Incluso había participado en la conspiración de Bolitho para volver a hacer suya a Lady Catherine, también allí en Antigua.
—¿Por qué está tan pensativo, Stephen?
Jenour le miró y respondió bajando la voz:
—Creo que lo sabe, Sir Richard.
Bolitho se volvió a tocar el ojo. Se había dado cuenta de que Jenour ya casi nunca se ponía rojo cuando salían a la luz sus pensamientos íntimos, algo que había cambiado desde la dura prueba del chinchorro del Golden Plover. Era todo un hombre. Pero uno que aún podía sufrir y mostrar compasión por los demás.
Bolitho se fue hasta la galería y miró las olas ya más calmadas, como si estuvieran exhaustas por la rabia que habían empleado en impedir que su travesía fuera rápida.
—Así tiene que ser —dijo—. Eso no significa que no me importe. Es lo contrario, ¡y creo que lo sabe usted!
Se fueron a cubierta, donde Keen y algunos de sus oficiales estaban estudiando la isla que se extendía ante la proa, de un verde difuso y con la elevación de Monk’s Hill casi oculta entre la bruma.
Bolitho sabía muy bien que aquel tiempo también era sospechoso. Cualquier comandante que se preciara de tal era consciente de que no podía fiarse uno de aquellas aguas en esa época del año, pudiendo pasar en poco rato de una calma total a un temporal desatado.
Keen cruzó la cubierta hasta él. Los zapatos se le enganchaban en las costuras alquitranadas al andar.
—Apenas nos movemos, señor. —Los dos levantaron la vista hacia el gran despliegue de velas que flameaban con la cálida brisa, que apenas las llenaba lo suficiente para mover el barco. Se estaban izando baldes de agua de mar para que los hombres de las vergas superiores mojaran las velas con el fin de que se endurecieran y así aprovechar hasta el último soplo de aire. La guardia de cubierta estaba adujando cabos y afirmando drizas otra vez tras el último bordo, con movimientos lentos bajo el tórrido sol y sin la respuesta dinámica a las órdenes que todo comandante desearía.
Bolitho cogió un catalejo de su sitio junto a la toldilla y lo apuntó a través de la maraña de aparejo hasta que encontró la punta de tierra más cercana. En su última visita había tenido como capitán de bandera a Edmund Haven. Estaba tan lleno de sospechas y celos por su joven esposa que había intentado matar a su segundo, a quien había creído responsable del embarazo de su mujer. Había resultado estar en un error, pero había sido detenido por tentativa de asesinato.
Una isla con tantos recuerdos… Había estado allí con su primer barco bajo su mando, la pequeña Sparrow, y de nuevo con su fragata Phalarope. Vio a Allday mirándole desde el pasamano de babor y su rápido cruce de miradas fue como la constatación de un recuerdo imperecedero para ambos. La batalla de las Saintes; su anterior patrón, Stockdale, cayendo muerto mientras trataba de protegerle la espalda de los tiradores enemigos. Bryan Ferguson perdiendo un brazo y finalmente Allday ocupando el puesto de patrón personal. Sí, había mucho que recordar allí.
—Estaremos fondeados por la tarde, señor —dijo Keen. Frunció el ceño cuando el gallardete del tope se movió lánguidamente y se quedó prácticamente inmóvil al momento—. Podría arriar los botes y remolcarlo. —Estaba considerando las posibilidades cada vez más reducidas.
—Yo no haría lo de los botes, Val —dijo Bolitho—. Una hora más ya no va a cambiar nada. —Lanzó una mirada a los marineros más próximos—. ¡Parecen viejos!
Keen sonrió.
—Tendrán que aprender. Si entramos en combate… —Se encogió de hombros—. Pero la visión de tierra es a veces un tónico, señor. —Se excusó y se fue con el piloto a la mesa de cartas.
Bolitho volvió a alzar el catalejo. Todavía estaban demasiado lejos para distinguir alguna referencia clara y menos aún las casas que había tras el arsenal. Podía verla a ella ahora como si estuviera allí. Deslumbrado por las luces de la recepción, casi se había caído ante ella. Pero Catherine había descubierto inevitablemente su lesión e insistido en que consultara a los mejores cirujanos de Londres.
Se volvió a tocar el párpado y notó el picor doloroso que parecía provenir del interior del ojo. Y, aún así, a veces podía ver perfectamente. Otras había sentido una total desesperación, como Nelson debió haber hecho tras recibir la herida en su ojo.
Y aquel era el momento en que más necesarios eran los oficiales con experiencia, tal como les había explicado a Keen y a Jenour. De no haber sido por el fiasco de su misión a Ciudad del Cabo y el retraso resultante por la pérdida del Golden Plover, ¿dónde habrían estado en aquel momento? Keen sería ya comodoro y estaría listo para el siguiente paso al rango de almirante. Y si no hubiese sido por la desafortunada colisión del Black Prince al acabar sus reparaciones, bien pudiera haber sido que estuviera con la mayor parte de la flota apoyando al Ejército en Portugal o más lejos. Allí era donde estaban destinados a hacer su labor. Pero, ¿iba a resultar tan útil como Godschale y sus superiores parecían pensar?
Una cosa destacaba entre todas las demás. Bonaparte tenía la intención de dividir las fuerzas de su enemigo a toda costa. Su fracaso a la hora de hacerse con la flota danesa aún le había hecho estar más decidido. Se había informado de que pequeños grupos de barcos se habían escabullido entre el bloqueo inglés y se habían dirigido al Caribe, quizás para atacar Jamaica u otras islas bajo bandera inglesa. Eso obligaría realmente a sus señorías a retirar barcos de los servicios de bloqueo y de protección de convoyes militares.
Era posible que el avistamiento del buque descrito por el voluntario William Owen como «construido en Holanda» no fuera más que otra coincidencia. Bolitho pensaba para sus adentros que era más que eso. Una modesta fragata navegando sola era más probable que llevara despachos a algún oficial superior. Había refuerzos en camino, como el Black Prince, pero no había señal de otras fragatas. Éstas habrían salido a la caza del desconocido como terriers si hubiera habido alguna. Y también estaba el asunto de Thomas Herrick, el hombre a quien siempre había creído su mejor amigo. Era extraño que Godschale no hubiera querido ni mencionarle en su último encuentro; ni tampoco había mostrado ningún interés por lo que Bolitho pudiera esperar encontrarse cuando se volvieran a ver. Puesto que, a menos que cualquier otro barco hubiera salido antes que el Black Prince hacia allí, Herrick todavía seguiría creyendo que había muerto tras recibir la información de la desaparición del Golden Plover.
Se cubrió los ojos para evitar el resplandor del sol y observó la lejana isla, que no parecía estar más cerca.
Cuántos «y si» y «puede que». ¿Y si el plan de desembarco y captura de las islas francesas de Martinica y Guadalupe fracasaba? Sin una superioridad aplastante en el mar, el plan fracasaría seguro. Hacer que la principal fuerza enemiga les siguiera y enfrentarse con ellos en combate era su única posibilidad sensata. Mantuvo la cara impasible, consciente de que Jenour estaba observándole. Siete navíos de línea y una fragata no era precisamente una escuadra imparable.
Oyó preguntar al segundo:
—¿Da su permiso para llevar a cabo un castigo, señor? Marinero Wiltshire, dos docenas de azotes.
Keen contestó de repente desanimado:
—Muy bien, señor Sedgemore. —Alzó la vista hacia las flameantes velas sin viento y añadió con amargura—: ¡Parece que no tengamos nada mejor que hacer!
Bolitho se volvió hacia la escala de la cámara. Había visto las expresiones en las caras de algunos de los marineros nuevos. Llenas de resentimiento, hostiles.
No eran para nada las caras de unos hombres que fueran a luchar hasta la muerte si así se les ordenaba. Era algo inimaginable.
—Me voy a popa, Val. Mantenme informado.
Keen se quedó junto a Jenour mientras el ritual de aparejar un enjaretado en la banda de babor era supervisado por el contramaestre y sus ayudantes.
Jenour dijo preocupado:
—Sir Richard parece deprimido, señor.
Keen apartó su mirada del contramaestre, que estaba examinando el saco de paño rojo en el que guardaba el gato de nueve colas.
—Se preocupa por su mujer, Stephen. Y aún así, el marino que lleva dentro anhela hallar la solución al problema al que se enfrenta aquí. —Lanzó una mirada a la insignia de vicealmirante que apenas se movía en el tope del palo trinquete—. A veces me pregunto… —Se giró de golpe cuando Sedgemore gritó:
—¿Aviso a los hombres, señor?
Keen asintió levemente con la cabeza, pero no antes de fijarse en la absoluta indiferencia del segundo. Como alguien con ansias de ascenso y que había ya demostrado su capacidad bajo el fuego enemigo, era sorprendente que no se hubiese dado cuenta de la necesidad de cuidar a la gente a cuyo frente podía ponerse pronto para entrar en combate.
Los pitos trinaron de cubierta en cubierta.
—¡Todos a cubierta! ¡Todos a presenciar un castigo!
Mientras se dirigía hacia sus aposentos, Bolitho pensó en lo desagradable e inevitable que aquello era para Keen. Tenía que mantener el barco unido y administrar el castigo con la misma igualdad e imparcialidad con que premiaría y ascendería a un marinero prometedor. Encontró a Yovell esperándole con un fajo de documentos preparados para su firma, pero dijo:
—Más tarde, amigo mío. Estoy en horas bajas y soy una mala compañía en este momento.
Cuando el corpulento secretario salió de la cámara, entró Allday.
—¿Y qué hay de mí, Sir Richard?
Bolitho sonrió.
—¡Maldita impertinencia! Pero sí… Siéntese y únase a mí tomando un trago.
Allday sonrió, algo más tranquilo. Al final todo saldría bien. Pero esta vez tardarían un poco más.
—Eso me iría la mar de bien, Sir Richard.
El primer estallido del látigo penetró en la cámara.
Allday reflexionó: una mujer encantadora, su propia insignia en el palo trinquete, un título del rey… El látigo sonó de nuevo. Pero algunas cosas nunca cambiaban. Ozzard apareció sigilosamente por allí con su bandeja, con una buena copa de vino blanco y una jarra de ron, como siempre.
Cuando Bolitho se inclinó hacia delante para coger la copa, Ozzard vio el guardapelo que le colgaba del cuello. Lo había observado varias veces cuando el vicealmirante se bañaba o se afeitaba. Pensó en los preciosos hombros de Lady Catherine y en sus pechos incitantes tal como la había visto aquel día en la cámara del bergantín-goleta. Oyó de nuevo el estallido del látigo, pero sólo sintió desprecio. El hombre que estaba siendo castigado se lo había buscado, le había sacado un cuchillo a un compañero de rancho. Dentro de un mes estaría fanfarroneando de las cicatrices dejadas por el gato en su espalda.
«Mis heridas nunca se cerrarán».
Hacia el final de la guardia de tarde, con el sol más rojo que la mayoría de ellos había visto nunca poniéndose tras la isla, el Black Prince se deslizó lentamente hacia el fondeadero.
Keen observó como Bolitho cogía un catalejo y lo apuntaba hacia tierra y los otros barcos fondeados, con sus perchas y aparejos resplandecientes como el cobre con la luz menguante. Se quedó aliviado al ver que Bolitho parecía completamente recuperado, sin rastro de preocupación en aquel rostro que había llegado a conocer tan bien.
Bolitho observó detenidamente los buques de guerra más cercanos, todos setenta y cuatro cañones y ninguno de ellos desconocido para él. Eran parte de su escuadra, pero probablemente esperaban a otro que los mandara. «Había vuelto de entre los muertos».
—Presentaré mis respetos a Lord Sutcliffe tan pronto como hayamos fondeado, Val. —Se dio la vuelta, sorprendido, cuando el primer estallido de una salva retumbó por el puerto en silencio.
—¡Han disparado primero, Sir Richard! Eso no le va a gustar al almirante Lord Sutcliffe.
Keen bajó la mano y el primer cañón de la batería superior del Black Prince disparó en respuesta al saludo, bajando el humo claro hacia el agua como si fuera algo sólido.
—¡Aferrad las mayores! ¡Más gente a la arboladura, señor Sedgemore! —Keen se fue con grandes pasos hasta la aguja y observó el súbito brote de actividad que estaba sustituyendo al sopor que les había acompañado durante su lenta aproximación.
Bolitho reconoció el setenta y cuatro cañones que estaba más cerca: el viejo Glorious, que como la mayoría de los otros había estado con él en Copenhague cuando había recibido la noticia de la situación del convoy de Herrick y el peligro que lo acechaba. Su comandante, John Crowfoot, no era mayor que Keen, pero tenía el pelo tan canoso y estaba tan encorvado que parecía más un cura rural que un oficial de Marina con mucha experiencia.
El bote de ronda ya estaba allí, con su bandera colgando mustia pero aún lo bastante colorida para que Keen viera con claridad el lugar de fondeo que les proponían, donde el buque insignia tendría suficiente espacio para bornear alrededor de su cable sin miedo a colisionar con ninguno de los otros barcos allí fondeados.
El último disparo retumbó y se fue apagando a través del agua; trece disparos en total. Keen ordenó rápidamente al condestable que cesara el fuego y comentó:
—Según parece, Lord Sutcliffe no está aquí, señor. El saludo ha sido para usted como oficial superior.
Bolitho esperó con aparente calma pero incapaz de controlar la excitación que acompañaba cualquier desembarco.
—¡Preparados para virar! ¡Listos a popa! —gritó Keen, y añadió tras una pausa mínima—: ¡Timón todo de orza! —Muy lenta y pesadamente, el Black Prince se puso proa a lo poco que quedaba de viento con sus gavias ya desapareciendo mientras se gritaba la orden a lo largo de cubierta—: ¡Fondo!
El ancla cayó con una potente salpicadura en el agua clara y cobriza, y la espuma se elevó por encima del beque a modo de saludo.
Keen gritó:
—¡Toldos y mangueras de ventilación, señor Sedgemore! ¡Al parecer todas las miradas están puestas sobre nosotros!
Al menos aquello aliviaría el calor y la incomodidad entre cubiertas. Había aprendido eso muy pronto cuando era el oficial más moderno con Bolitho.
Bolitho entregó el catalejo a un diminuto guardiamarina.
—Tome, señor Thornborough, e informe a su oficial si avista algo que pudiera ser de interés. —Vio que los ojos del chico se abrían como platos ante la inesperada confianza que le habían depositado, como si Dios acabara de bajar del cielo para hablarle. Era uno de los de doce años, pero nunca era demasiado pronto para aprender que los hombres que llevaban las relucientes charreteras eran humanos también.
—¡Escuche! —Keen se giró en redondo; unos dientes blanquísimos destacaban en su cara morena—. ¡El viejo Glorious ha puesto a la gente en las vergas para saludar a la voz! —No pudo disimular su emoción cuando la gran ovación llegó del setenta y cuatro cañones que estaba más cerca. Los hombres estaban subidos en la jarcia y las vergas; los pasamanos estaban también llenos de marineros e infantes de Marina agitando los brazos y vitoreando—. ¡La noticia nos ha precedido después de todo, Sir Richard! Saben que está usted entre ellos… ¡Escúcheles!
Bolitho lanzó una mirada hacia los marineros que estaban en el combés mirando del Glorious y sus consortes al hombre cuya insignia ondeaba en el palo trinquete. Un hombre al que conocían por los rumores y por su reputación, pero por nada más.
Bolitho se fue hasta la batayola y entonces agitó su sombrero nuevo por encima de la cabeza, con evidente gozo de la dotación del Glorious.
Keen le observó en silencio, compartiendo la emoción. ¿Cómo podía dudar nunca de los hombres que conocía y lideraba o de su capacidad para inspirarles? Otro de los barcos estaba relevando al Glorious con su sonada ovación. Keen miró el perfil de Bolitho y se sintió satisfecho. De todas maneras, ahora tenía que entenderlo. Hasta la próxima vez.
Sedgemore se acercó a popa y se llevó la mano al sombrero.
—¡Todo en orden, señor!
—Prepare el ancla de la esperanza, si es tan amable. —Vio que no había ninguna clase de comprensión en su cara y añadió bruscamente—: Recuerde, señor Sedgemore, que estamos al socaire de la costa y que estamos en época de tormentas.
El guardiamarina Thornborough, con su joven semblante cautivado por el ruido de la recepción, gritó:
—¡Lancha acercándose, señor Daubeny!
Bolitho se volvió a poner el sombrero y se apartó cuando los infantes de Marina pasaron pisando fuerte junto a ellos en dirección al portalón de entrada para recibir a su primera visita. Pronto se haría oscuro; el anochecer caía allí como un telón. Pero cuando las luces de tierra fueran más luminosas podría reconocer aquella casa en la que había cenado al lado de ella, con sus manos casi rozándose una con otra en la mesa mientras intercambiaba sonrisas corteses con su marido, el vizconde de Somervell, que estaba en el otro extremo de la mesa.
La guardia del costado estaba formada, con los ayudantes de contramaestre humedeciendo sus pitos de plata con la lengua mientras los infantes de Marina asían sus mosquetes con la bayoneta calada.
Keen bajó su catalejo y dijo en voz baja:
—Es el contralmirante Herrick, Sir Richard. —La excitación que había sentido con la llegada se desvaneció de repente—. Le seré sincero, señor. Me va a costar mucho darle la bienvenida.
Bolitho se quedó mirando la lancha que se acercaba con sus remos como huesos en la penumbra cada vez más intensa.
—No temas, Val, sin duda a él le está costando mucho más.
La lancha desapareció de la vista y, entonces, tras lo que pareció una eternidad, la cabeza y los hombros de Herrick aparecieron por el portalón de entrada. Mientras la guardia presentaba armas y los pitos entonaban su tributo, se quitó el sombrero y se quedó quieto como si él y Bolitho estuvieran completamente solos.
En aquellos pocos segundos, Bolitho vio que el cabello de Herrick se había vuelto completamente gris y que tenía el cuerpo rígido, como si su herida todavía le molestara.
Bolitho se le acercó y le tendió ambas manos.
—Aquí eres bienvenido, Thomas.
Herrick le cogió las manos y se le quedó mirando. Sus ojos azules captaban las últimas luces del sol.
—Así que era cierto… Estás vivo. —Entonces bajó la cabeza y dijo, lo bastante alto para que Keen y Jenour le oyeran—: Perdóname.
Cuando Jenour se fue tras los dos oficiales generales hacia popa, Keen extendió el brazo.
—Esta vez no, Stephen. Quizás más tarde. —Vaciló—. Acabo de ver algo que creía ya muerto. Pero todavía está ahí… como una llama viva. —La palabra parecía impresa en su mente. «Perdóname».
Jenour no lo entendió del todo; nunca había conocido a fondo a Herrick. En cualquier caso, cuando se mencionaba su nombre, sentía sólo celos a causa de su relación con Bolitho y de las experiencias que habían compartido. Pero como Keen, sabía que había presenciado un momento único, y se preguntó cómo iba a explicarlo en su próxima carta.
Allday estaba en la sombra de la toldilla cuando Bolitho condujo a Herrick a la escala de la cámara; a su alrededor, el barco estaba disponiéndose para las guardias de cuartillo y su primera noche al ancla. Podía oler la tierra y sintió la misma inquietud que siempre experimentaba en aquellas ocasiones.
Pero sólo podía pensar en Herrick y lo difícil que era creer que era el mismo hombre. Justo durante aquellos pocos segundos, al pasar a su lado, todo había vuelto: Bolitho como el joven comandante y Herrick el segundo que tan fervientemente creía en los derechos de sus marineros.
Allday se deshizo de aquellos recuerdos y observó al primer pelotón de infantes de Marina dividiéndose en piquetes de centinelas y situándose en los puntos clave del buque. En la toldilla, en el castillo de proa y en los pasamanos que unían éste con el alcázar, tenían algunas balas pesadas a mano por si algún comerciante o bote vivandero nativo se acercaba demasiado durante las guardias nocturnas. Si se dejaba caer una bala sobre un casco lo atravesaría y desalentaría rápidamente a los demás para que no se acercaran. Los centinelas estaban para impedir que aquellos que se vieran tentados por la isla desertaran. Pero ni siquiera el miedo a los azotes o algo peor les iba a hacer cambiar de idea a algunos, pensó.
Se frotó el pecho al volverle a doler la herida. Como el mismo mar, era siempre un recordatorio.
«Siempre el dolor».
* * *
Thomas Herrick, que estaba junto a los ventanales de popa, miró a través del agua hacia las luces del puerto.
Ozzard esperaba con una bandeja con la mirada impenetrable mientras observaba al visitante, preparándose para lo mejor o lo peor, lo que dictara la fortuna.
—¿Quieres beber algo, Thomas? En estos momentos estamos bien aprovisionados, así que puedes tomar lo que desees. —Bolitho vio la indecisión.
Herrick se sentó con cuidado, con el cuerpo todavía rígido y algo doblado.
—Me encantaría tomar un poco de cerveza de jengibre. Casi he olvidado cómo es.
Bolitho esperó que Ozzard se fuera y entonces arrojó su casaca sobre el banco de popa.
—¿Cuánto hace que lo sabes, Thomas?
Los ojos de Herrick se movieron lentamente alrededor de la gran cámara, recordando quizás otras visitas o los tiempos en que su propia insignia ondeaba en lo alto de su Benbow.
—Hace dos días, por un correo rápido de Inglaterra. Apenas podía creérmelo, e incluso cuando se me ha informado del avistamiento de tu barco he pensado que algún estúpido debía haberse confundido. —Bajó la cabeza y la apoyó sobre su mano—. Cuando pienso en todo lo que hemos pasado juntos… —Casi se le quebró la voz—. Todavía creo que todo es parte de una pesadilla.
Bolitho se fue hasta su silla y apoyó una mano sobre su hombro, tanto para tranquilizarle como para disimular su propia y súbita emoción delante de Ozzard, que ya había vuelto.
Herrick hizo otro esfuerzo y levantó la magnífica copa hacia las lámparas con mirada concentrada.
—Cerveza de jengibre —observó sus burbujas—. No me extraña que las llamen las islas de la Muerte. Intentan fingir que esto es parte de Inglaterra, y si no beben hasta irse a la tumba antes de hora, caen ante una lista de fiebres que están fuera del alcance de la mayoría de cirujanos. —Bebió un buen trago y no puso ninguna objeción cuando Ozzard le rellenó la copa.
Bolitho se sentó y cogió una copa del vino blanco que Catherine había enviado a bordo. Ozzard se las arreglaba para mantener frescos esos vinos en la espaciosa sentina, pero todavía le parecía un milagro que el vino estuviera como si lo acabara de sacar de un riachuelo helado de los Highlands.
—¿Y Lord Sutcliffe? —preguntó con prudencia, pudiendo percibir la incertidumbre y la incomodidad de Herrick.
Herrick se encogió de hombros.
—Fiebre. Lo han subido a St John’s… El aire es mejor, dicen, pero temo por su vida. Me dejó al mando aquí hasta que se formara la nueva escuadra… Entonces yo quedaría a disposición de su oficial general. —Los ojos azules le miraron fijamente, estudiándole atentamente por primera vez desde que había subido a bordo—. Bajo su mando, Sir Richard.
—Preferiría que me llamaras Richard —dijo Bolitho.
Era difícil tratar con aquel nuevo y distante Herrick, y también verle como antes: como el concienzudo teniente de navío o el desafiante contralmirante que había estado a un paso de la muerte en su consejo de guerra. Quedaba algo todavía de ambos, pero los dos se habían desvanecido.
Herrick volvió a mirar por la cámara en penumbra cuando de alguna parte del barco les llegaron unas pitadas lejanas y el ruido de pies descalzos de los que estaban de guardia y corrían a corregir algo a cubierta o debajo de ella.
—Nunca pensé que echaría de menos todo esto después de lo ocurrido —dijo Herrick. ¡Estoy hasta las narices de transportes, de buques con licencia con capitanes a los que yo personalmente no les confiaría ni lampacear los beques!
—¿Y has tenido que llevar todo esto sobre tus hombros además de tu otro trabajo aquí?
Herrick pareció no haberle oído.
—¿Y tu ojo, Richard? ¿Está aún tan mal?
—No se lo has dicho a nadie, ¿no, Thomas?
Herrick negó con la cabeza, con un gesto tan familiar que a Bolitho le dio un vuelco el corazón.
—Fue una confidencia entre amigos… No he contado nada a nadie. Ni lo haré. —Titubeó, pasando a otra cosa que no había dejado de atribularle desde la llegada del Black Prince—. El Golden Plover. —Balbuceó bajando la voz—: Acabo de ver a Keen y a Jenour. ¿Se salvó… tu… dama? Perdóname… tengo que preguntártelo.
—Sí. —Una palabra equivocada o un recuerdo poco apropiado podía romper aquel contacto para siempre—. A decir verdad, Thomas, creo que si no hubiera sido por ella no habríamos salido ninguno con vida de aquello. —Forzó una sonrisa—. Después del Golden Plover, ¡suscribo lo que has dicho de los transportes con licencia!
Herrick se puso en pie y se movió bajo las lámparas proyectando sus varias sombras sobre los cañones trincados y los muebles recubiertos de cuero como un bailarín inquieto.
—He hecho lo que he podido. Sin autorización he requisado veinte goletas y cúters de aquí y de St Kitts. Y también sin autorización alguna he sacado del arsenal y de los barracones a tenientes de navío y viejos marineros y los he mandado a hacer patrullas que de otra manera no podemos mantener.
Era como ver a alguien volviendo a la vida. Bolitho dijo con tono tranquilo:
—Tienes mi autorización, Thomas.
Herrick, más calmado, recitó de un tirón todos los cambios que había realizado para detectar con tiempo cualquier buque de guerra enemigo, rompedores de bloqueo o cualquier barco sospechoso, ya fuera negrero o un auténtico mercante neutral.
—Les he dicho que no pienso aguantar tonterías. Si algún capitán desafía nuestra bandera, ¡no se volverá a mover con libertad por estas aguas! —Sonrió, y de nuevo todo su ser cambió—. Seguro que te acuerdas, Richard, de que yo mismo estuve en un buque mercante entre guerras. ¡Conozco unos cuantos de sus trucos!
—¿Está nuestra fragata en puerto?
—La envié a Port Royal[10] con algunos soldados más a bordo. Hubo otra revuelta de esclavos. Era mejor actuar deprisa.
—Así que tenemos la escuadra, siete navíos de línea, y tu flotilla de «ojos» más pequeños.
Herrick frunció el ceño.
—Seis, al menos de momento. El setenta y cuatro cañones Matchless está siendo reparado. Se vio atrapado en un temporal hace dos semanas y perdió su palo trinquete. Fue un milagro que no encallara.
Pareció de repente enfadado y Bolitho dijo:
—El comandante Mackbeath, ¿no es así?
—No, fue sustituido después de Copenhague. —Su mirada se nubló de nuevo ante el recuerdo del Benbow y de todos los que habían muerto aquel día—. Ahora tiene un nuevo comandante, es una lástima… Lord Rathcullen, que parece incapaz de hacer caso de nada. Pero ya sabes lo que dicen de los irlandeses, sean lores o no.
Bolitho sonrió.
—¡De nosotros los de Cornualles también, a veces!
Los ojos de Herrick se arrugaron y soltó una breve risa.
—Sí, maldita sea, ¡me lo he buscado!
—¿Cenarás conmigo esta noche, Thomas? —Vio la inmediata cautela que apareció en la expresión de Herrick—. Quiero decir a solas conmigo. Me lo tomaría como un favor… Los asuntos de tierra pueden esperar. Somos marinos otra vez.
Herrick se movió en su silla.
—Lo había dispuesto todo… —Pareció de nuevo incómodo e inquieto.
—Hecho. No puedo expresar lo que significa para mí. Los dos hemos tenido nuestros propios arrecifes que sortear, pero otros nos mirarán y les importarán muy poco nuestros problemas.
Herrick dijo tras unos momentos de silencio y con cierto aire vacilante:
—Te contaré mis ideas cuando pueda. Cuando vuelva a mi residencia… —Sonrió ante algún recuerdo—. A la casa del director del astillero en realidad, sencilla y sin pretensiones, trabajaré en el plan que iba a presentar a nuestro nuevo oficial general.
—¿Duermes alguna vez, Thomas? —le preguntó Bolitho.
—Lo suficiente.
—¿Recibiste alguna noticia más con el buque correo?
Herrick se tomó varios segundos para volver al presente.
—Se nos ha prometido otra fragata. Es la Ipswich, de treinta y ocho cañones. Capitán de fragata Pym.
—No conozco el barco, me temo.
La mirada de Herrick era distante una vez más.
—No. Es de mi zona, del Nore. —Cambió de rumbo de repente—. Habrás oído lo de Gossage, supongo. —Su boca se puso tensa—. Contralmirante Gossage, para ser exactos. Me pregunto cuántas monedas de plata costó aquello.
Estaba siendo muy exigente consigo mismo en aquel mando inesperado y temporal, sin darse tiempo a sí mismo para reflexionar sobre lo ocurrido o sobre la pérdida de su barco, puesto que el Benbow era un casco desarbolado y nunca iba a volver a salir del arsenal. Qué manera de acabar después de todo lo que habían hecho juntos.
—Tranquilo, Thomas. Olvídate de todo aquello.
Herrick le miró con curiosidad como preguntándole: «¿Tú podrías?».
Bolitho insistió.
—La vida todavía tiene mucho que ofrecer.
—Puede. —Estaba sentado con la cara imperturbable y la copa vacía cogida entre sus manos fuertes como un talismán—. En realidad, doy las gracias por ser de alguna utilidad otra vez. Cuando me han dado la noticia de tu llegada… —Movió la cabeza de lado a lado—. He pensado que era otra oportunidad. Doña Suerte. —Le miró, de repente desesperado—. Pero no ha sido fácil.
—¿Quién sabe qué podemos conseguir esta vez?
Herrick habló con amargura:
—Son estúpidos aquí. No entienden nada ni saben con qué van a encontrarse. ¡Soldados de mejillas sonrosadas más acostumbrados a las ciénagas de Irlanda que a este lugar dejado de la mano de Dios y oficiales que apenas han oído el disparo de un cañón!
Bolitho dijo con tono tranquilo:
—Nunca ha dispuesto una escuadra en el campo, ni sabe cómo se desarrolla una batalla mejor que una hilandera.
Herrick le miró fijamente.
—¿Es de Nuestro Nel?
Bolitho sonrió al ver aparecer de nuevo a su amigo.
—No, de Shakespeare. Pero bien podía haber sido de él.
En la despensa, Allday le dio un golpecito con el codo a Ozzard.
—Esto ya es otra cosa, ¿eh? —Pero había estado sobre todo pensando en la pequeña posada de Cornualles y le dijo—: ¿Escribirás una carta por mí, Tom?
Ozzard contestó con aire sombrío:
—Ve con cuidado, es lo único que te pido. —Vio la expresión de Allday y suspiró—. Claro que lo haré. ¡Haré cualquier cosa para que me dejes tranquilo!
El gran tres cubiertas borneaba con sus portas abiertas reflejadas en el fondeadero en calma como hileras de ojos. Los centinelas paseaban en sus puestos y de uno de los ranchos llegaban las lastimeras notas de un violín. El oficial de guardia hizo una pausa en su conversación con un ayudante de piloto cuando el comandante apareció junto a la rueda doble abandonada, donde los hombres habían luchado contra el viento y el mar sólo una semana antes en su esfuerzo por llegar a aguas más tranquilas.
Keen dio la espalda a las imprecisas figuras de los que hacían guardia en la oscuridad y subió por la escala de babor de la toldilla sumido en sus pensamientos.
Su barco y toda su dotación, marineros excelentes, delincuentes, hombres cobardes y honrados que pronto volverían a depender de él otra vez, desde su ambicioso segundo a los guardiamarinas con voz de pito, del cirujano al secretario del contador, estaban bajo su mando. Un honor; pero eso podía darlo por sentado. Miró el bote de ronda que bogaba lentamente entre los barcos fondeados; una luz de fondeo se reflejaba momentáneamente en una bayoneta. Trató de imaginarse a Sir Richard Bolitho y su viejo amigo acercándose el uno al otro con cautela en la gran cámara. Sería difícil para ambos. El que había encontrado todo lo que siempre había querido en su mujer; y el que lo había perdido todo, y casi su vida también.
Unas aves marinas se iluminaron levemente al pasar volando ante los ventanales de popa de la cámara de oficiales y pensó en aquella noche en el bote abierto.
«Esta noche anidarán en África».
¿Era la lejanía el precio a pagar por la supervivencia?
Evocó su hermoso rostro y el recuerdo del amor inesperado que les había dejado a los dos aturdidos y llenos de incredulidad. Por primera vez en su vida, había alguien esperándole.
Se acordó de su último abrazo y de la calidez de su cuerpo contra el suyo.
—Comandante…, señor.
El teniente de navío apareció por la escala de la toldilla.
—¿Qué ocurre?
—Con los respetos del señor Julyan, señor, él cree que el viento está subiendo, del oeste.
—Muy bien, señor Daubeny. Informe al segundo y pite a la guardia de babor.
Cuando el oficial bajó aprisa por la escala, Keen apartó todo lo demás de su mente.
Como había oído decir a Bolitho en ocasiones, «Aquello era entonces. Esto es ahora».
Era otra vez el comandante.