9
LA MANO DEL DIABLO
El coronel De Crespigny observaba la decoración de la cámara del Avenger, donde se hallaba sentado, con una mezcla de curiosidad y asco.
—Como ya le he explicado a su... eh... comandante —decía—, no hay bastantes pruebas para arriesgarse en una operación.
Los dos guardiamarinas iniciaron gestos de protestas, y el coronel añadió a toda prisa:
—No es que no crea lo que usted oyó, o cree haber oído. Pero es que en un tribunal eso no tendría ninguna fuerza probatoria; y créame, un hombre de la posición y con la autoridad de sir Henry recurriría a las más altas instancias.
Se inclinó hacia Dancer y, al moverse, hizo crujir el cuero brillante de sus botas.
—Imagínese a usted en el juicio, ante un buen abogado llegado de Londres, un juez de instrucción de esos que se las saben todas y un jurado convencido de antemano. Su voz sería la única en protestar. Admito que la tripulación de la goleta puede ser considerada sospechosa; pero no hay nada que la conecte, por lo menos hasta ahora, con sir Henry o con una actividad delictiva. Aun cuando hallemos nuevas pruebas, servirán contra los hombres de la goleta, no contra el caballero en cuestión.
Hugh Bolitho dejó reposar los hombros contra el costado del barco. Con los ojos cerrados dijo:
—Parece que no podemos hacer nada.
El coronel tomó una copa y la llenó con exquisito cuidado.
—Si logran hallar la aldea y allí encuentran alguna prueba, o algún testigo, algo consistente, acaso puedan llevar el caso adelante. Pero sin eso... Piensen que los más comprometidos son ustedes, y que ante un tribunal de investigación les convendrá tener a sir Henry a su favor. Deben pensar en protegerse ustedes.
Richard miraba a su hermano y compartía su sentimiento de fracaso e injusticia. Si Vyvyan llegaba a sospechar lo que tramaban, pondría en marcha otro plan para hundir aún más a su hermano en la desgracia.
Junto a ellos se sentaba Gloag, que a pesar de carecer de la autoridad de un oficial había sido invitado a la reunión a causa de su experiencia.
—Por esa zona debe de haber más de cien aldeas y poblados como el que cuenta el señor —dijo ásperamente—. Eso llevaría meses.
—Antes de terminar el rastreo —masculló Hugh Bolitho—, alguien se lo habrá hecho saber al almirante, y el Avenger será destinado a otra misión, ¡y con otro comandante, por supuesto!
—Muy probable —asintió De Crespigny—. Llevo casi toda la vida en el Ejército de Infantería, y todavía me sorprenden las reacciones de mis superiores.
Hugh Bolitho iba a alcanzar una copa, pero interrumpió su movimiento.
—Hoy he terminado mi informe escrito destinado al almirante y al jefe superior de Aduanas e Impuestos de Penzance. Está haciendo las copias mi secretario, el señor Whiffin. También he escrito cartas a los parientes de los hombres muertos, y he dado órdenes para la venta de sus petates y baúles. —Hizo un gesto de impotencia con las manos—. No sé qué más puedo hacer.
Bolitho le examinó con detenimiento y descubrió allí mismo a una persona muy distinta de aquel joven seguro de sí mismo, arrogante y hasta testarudo, que a menudo había visto en su hermano.
—Hay que encontrar la aldea —dijo—. Y hay que encontrarla antes de que se lleven de allí los mosquetes y el resto del botín logrado en saqueos y robos. Tiene que haber una pista, estoy seguro de que la hay.
—Pienso como usted—dijo De Crespigny suspirando—. Pero aunque enviara hasta el último hombre y el último caballo de que dispongo no descubriría nada. Los bandidos se esconden bajo tierra igual que comadrejas. Aparte de que sir Henry acabaría por sospechar que vamos tras él. Su idea de «capturar» a un saqueador y luego intercambiarlo fue una obra maestra. Con ella puede convencer a cualquier jurado, y más aún a uno de aquí.
Dancer se mostró de pronto excitado.
—Sir Henry dijo que conocía a ese bandido, y que aunque estuviese libre podía cazarle de nuevo y encerrarle.
De Crespigny agitó su cabeza con desánimo.
—Si tiene usted razón en sus sospechas sobre sir Henry, ese hombre está ya muerto o se ha ido de viaje a un lugar lejano, donde no pueda perjudicarle.
— ¡No! —explotó Hugh Bolitho—. Lo que dice el señor Dancer es lo único sensato que he oído hasta ahora. —Su mirada recorrió la cámara, como buscando una escapatoria—. Vyvyan es demasiado hábil para inventar una historia que se pueda investigar. Intentemos descubrir quién era ese hombre, y de dónde procede, y estaremos en el buen camino.
Hugh parecía haber recuperado toda su vitalidad:
— ¡Es la única pista de que disponemos, por Dios!
El señor Gloag se agitó con aprobación.
—Será alguien de alguna finca de sir Henry, apuesto lo que quieran.
Bolitho notó que una brisa de esperanza había entrado en la cámara. Era de momento muy poca cosa, pero algo más que hacía unos minutos.
—Mandemos a alguien a nuestra casa —dijo—. Que pregunten por Hardy. Antes de estar con nosotros trabajó con Vyvyan.
— ¿Su jardinero? —preguntó sorprendido De Crespigny—. ¡Si me jugase lo que usted se juega, yo buscaría a alguien más fiable!
—Con todos los respetos, señor —replicó Hugh Bolitho con una sonrisa—, no es usted quien se juega la carrera, sino yo, junto con el buen nombre de mi familia.
El Avenger, tirando del cable de su fondeo, se balanceó con pereza, como pidiendo que le dejasen hacerse a la mar y recuperar su protagonismo.
— ¿Qué me dicen? —preguntó Bolitho—. ¿Lo intentamos?
Bill Hardy era ya muy mayor; su especial destreza con plantas y flores compensaba quizá la progresiva pérdida de visión de sus ojos. En toda su vida no se había movido de un cuadrado de diez millas cuadradas, y sabía las historias de casi todo el mundo. De carácter reservado, Bolitho sospechaba que su padre lo empleó por compasión, o acaso porque Vyvyan nunca había disimulado su admiración —o interés— por la señora Bolitho.
—En cuanto sea posible —dijo Hugh Bolitho—. Pero con mucha cautela. Si levantamos la liebre, será un desastre.
Extrañamente, permitió que su hermano y Dancer regresasen a la casa y se ocupasen de la misión. Bolitho se preguntó si delegaba el caso para no complicar las cosas, o por miedo a perder los estribos.
Andaban a toda prisa por la plaza adoquinada y Dancer, jadeando, declaró:
— ¡Empiezo a sentirme libre de nuevo! ¡Diría que estoy listo para enfrentarme con lo que venga!
Richard, mirándole, sonrió. Su ilusión inicial era pasar juntos la Navidad y disfrutar de una de aquellas cenas fantásticas que preparaba la señora Tremayne. El futuro inmediato, sin embargo, igual que el cielo gris que amenazaba lluvia, resultaba menos animador de lo intuido en la cabina del Avenger. Antes que a la mesa de la señora Tremayne, se tendrían que enfrentar a un tribunal de investigación.
La madre de Bolitho estaba escribiendo una carta en la biblioteca. Contaba los acontecimientos a su marido. Siempre había por lo menos una docena de misivas por los caminos de la mar, pensó Bolitho. O retenidas en el despacho de algún almirante que esperaba la arribada del navío.
—Hablaré yo con él —se ofreció tras escuchar el plan de su hijo.
—Hugh dijo que no lo hicieras —protestó Bolitho—. Ni él ni yo queremos mezclarte en esto.
La dama sonrió.
—Me mezclé en esto el día en que conocí a vuestro padre. —Se cubrió los hombros con un mantón y añadió—: El pobre Hardy fue condenado a las colonias por un robo de pescado y comida, para su familia. Fue un año muy duro, en que la cosecha salió mal y había muchas enfermedades. Sólo en Falmouth, murieron de la fiebre una cincuentena de personas. Y el pobre Hardy se sacrificó en vano, pues su hijo y su esposa murieron de todas formas. Es un hombre de honor.
Bolitho asintió. ¿Por qué no intentó salvarle sir Henry Vyvyan? El error de Hardy fue que le robó a su señor. Eso también decía algo sobre su padre. Ese comandante implacable, duro como el pedernal, para complacer a su esposa perdonó a un ladrón, se compadeció de un viejo jardinero casi ciego y le hizo venir a Falmouth.
—Tu madre me fascina, Dick —dijo Dancer, sentado ante el fuego de la chimenea—. Me parece conocerla mejor que a mi propia madre.
Un cuarto de hora después, la dama regresó y se sentó ante su escritorio como si nada hubiese ocurrido.
—El hombre en cuestión se llama Blount, Arthur Blount. Ya en otras ocasiones tuvo problemas con los agentes de impuestos y carabineros, pero jamás hasta ahora lo habían capturado. Nunca se le ha conocido un empleo honrado y duradero, y se dice que es poco trabajador. Va de una granja a otra, repara algún muro, cava alguna zanja. No aguanta mucho tiempo en ninguna parte.
Bolitho recordó al confidente que murió tras tener tratos con la Armada, el tal Portlock. De la misma calaña que ese hombre, Blount, un carroñero dispuesto a buscarse la vida dónde y cómo pudiese.
—Yo os aconsejaría que volvierais a vuestro barco —añadió la dama—. En cuanto sepa algo más, os mandaré un mensaje.
Luego alargó el brazo para apoyarlo en el hombro de su hijo y buscó su mirada.
—Tened mucho cuidado —apremió—. Vyvyan es un hombre muy poderoso. Y de no ser Martyn quien le acusa, me negaría a creerle capaz de esos actos tan terribles. —La dama sonrió con tristeza hacia el rubio guardiamarina y añadió—: Pero ahora que tú lo has dicho, y te conozco y confío en ti, me sorprende no haber sospechado antes de él. Mantiene conexiones con la colonia americana, posiblemente porque ambiciona algo allí. ¿Capaz de usar la violencia? Esa ha sido su forma de vida desde siempre, ¿por qué iba a cambiar ahora? Ocurre que ha tenido que venir alguien de fuera para abrirnos los ojos. Nada más que eso.
Los guardiamarinas desandaron el camino hacia el cúter fondeado en la rada. El viento, que refrescaba, había obligado a las embarcaciones de pesca más pequeñas a regresar en busca del refugio de la rada de Carrick.
Hugh Bolitho escuchó lo que le contaban y declaró:
—Estoy harto de esperar, pero en esta ocasión no hay más remedio.
Más tarde, entrada la noche y con el fondeadero agitado por el oleaje y el viento, Bolitho oyó a la guardia de cubierta dar el alto a una embarcación que se aproximaba.
Dancer estaba al cargo de la vigilancia. Apareció inesperadamente en la cámara, excitado, y ni siquiera se dio cuenta de que su cabeza había dado contra uno de los baos.
— ¡Es tu madre, Dick! —anunció excitado, para luego girarse hacia el comandante del cúter y explicar en tono más formal—: La señora Bolitho, señor.
La dama penetró en la cámara cubierta por un capote donde relucían gotas de espuma. Su pelo, también húmedo, le daba un aspecto más joven de lo habitual.
— ¡El viejo Hardy dice que conoce la aldea! —explicó—. ¡Y vosotros habéis estado allí! ¿Recordáis que os hablé de una plaga de fiebres? Corrió el rumor de que era un castigo de Dios por las brujerías llevadas a cabo en un caserío que hay hacia el sur. La gente se enfureció y arrancó de sus casas a dos pobres mujeres, que fueron quemadas en hogueras como auténticas brujas. No se sabe qué ocurrió exactamente, pues podría haber sido el viento, o la confusión reinante, pero lo cierto es que las llamas de las hogueras alcanzaron las chozas del lugar, y aquello se convirtió en un horno.
Los soldados corrieron hacia allí pero no llegaron a tiempo. Se ve que la mayoría de los habitantes del caserío creyeron que el fuego había sido un castigo de una fuerza superior, furiosa por sus actos de brujería.
La dama se estremeció al terminar su historia.
—Parece una locura, naturalmente; pero la gente sencilla vive creyendo en leyes sencillas.
Hugh Bolitho respiró profundamente.
—O sea que Blount, desafiando los temores de la gente, se refugió allí. —Echó una mirada a Dancer y añadió—: Y por lo que parece, cierta persona comparte su secreto.
Se movió en torno a su madre y gritó:
— ¡Que llamen a mi secretario! —Y luego, dirigiéndose a los demás—: Mandaré un despacho a De Crespigny. Posiblemente habrá que batir una gran superficie.
— ¿Nos incluye a nosotros? —preguntó Dancer mirándole fijamente.
—Eso es —dijo Hugh Bolitho haciendo una extraña sonrisa—. Si se trata de una pista falsa, quiero enterarme antes que Vyvyan. Pero si fuese todo cierto... ¡No quiero perderme la caza! —Luego bajó la voz y advirtió a su madre—: No deberías haber venido, mamá. Ya has hecho bastante.
Whiffin apareció agachándose por la puerta. Sus ojos mostraron incredulidad ante la presencia de la dama.
—Whiffin, una carta para el comandante del regimiento de Truro. Y también precisaremos caballos, y hombres dispuestos a montarlos y a luchar.
—Ya me he ocupado de eso, Hugh —terció la señora Bolitho, que observó risueña la sorpresa de su hijo—. Junto al muelle esperan los caballos y tres hombres a mi servicio.
—Dios nos bendiga, señora —dijo con ansiedad Gloag—, no me he subido a una silla de montar desde que era chico.
Hugh Bolitho estaba ya abrochando el cinto de su sable.
—Usted se quedará aquí. Esto es un juego para gente joven.
Media hora más tarde el grupo estaba listo sobre el malecón. Eran tres campesinos, Hugh con sus dos guardiamarinas y seis marineros que juraban ser capaces de montar como caballeros. Entre ellos estaba el hábil Robins.
Hugh Bolitho se dirigió a ellos bajo la lluvia espesa.
—Avancen siempre juntos y manténganse alerta.
Se volvió para mirar al jinete que, provisto de la carta dirigida al coronel De Crespigny, se perdía en la oscuridad.
—Si encontramos a esos canallas, no quiero venganzas. Nada de «aquí tienes, por matar a mis compañeros». Lo que necesitamos ahora es hacer justicia. —Condujo su montura por los adoquines mojados—. ¿Entendido?
Ya en las afueras del pueblo, los caballos tuvieron que disminuir su ritmo a causa de la lluvia que hacía aún más difícil el avance por el camino marcado de surcos. Al poco rato se cruzaron con un jinete solitario, cuyo mosquete de largo cañón, cruzado sobre la silla, le hacía parecer un guerrero de épocas antiguas.
—Por aquí, señorito Hugh, señor.
Era Pendrith, el guardabosque.
—Me enteré de lo que planeaba, señorito —en su voz había una sombra de sarcasmo—, y pensé que no le molestaría contar con un buen guía.
Avanzaron en silencio y tan rápido como podían. Se oía únicamente el sordo chapoteo de las pezuñas, los jadeos de caballos y jinetes y algún ocasional golpe de metal de las armas. Richard pensó en otra noche, cuando junto a Dancer cabalgó hasta la playa donde esperaba el cadáver del recaudador Tom Morgan junto al hijo del herrero. ¿De aquello hacía unas semanas atrás? ¿Unos días? Le parecían meses.
Acercándose ya al caserío incendiado empezó a avivársele la memoria del lugar. Su madre le regañó una vez, siendo aún niño, porque había tomado prestado un poni y había llegado hasta allí en busca de un perro.
Ahora ella se refería a la superstición como de una locura. Años antes, sus ideas no eran exactamente las mismas.
Los caballos se agruparon cuando Pendrith saltó de su silla.
—A media milla de aquí, señor, creo. Sería mejor ir a pie a partir de ahora.
Hugh Bolitho también desmontó.
—Amarren los caballos —dijo, empuñando una pistola y frotándola con la manga para limpiarle las gotas de lluvia—. Usted, Pendrith, abra el camino. ¡Yo tengo más costumbre de dirigir desde la popa que de cazar bandoleros!
Bolitho notó que algunos de los hombres reían a escondidas ante la frase. No dejaba de aprender cosas.
Pendrith, acompañado de uno de los campesinos, tomó la delantera. No había luna, pero un claro entre las nubes permitió distinguir la silueta de un techo pequeño y puntiagudo.
Bolitho buscó a su amigo y habló en voz baja:
—Todavía hay pueblos en esta zona donde construyen esas casas de brujas. Las colocan a la entrada de los pueblos para conjurar el mal de ojo.
Dancer se movió, incómodo en su uniforme prestado, y respondió:
— ¡Pues en este rincón no tuvieron mucho éxito, Dick!
Apareció de pronto la torpe forma de Pendrith, que se abalanzaba sobre ellos. Bolitho imaginó que le perseguía alguien, a menos que fuesen ciertas algunas de las leyendas del lugar.
Pero el guardabosque no corría por eso:
— ¡He visto llamas, señor! ¡Fuego! Por las chozas del otro lado.
Se volvió y su cara fue de pronto iluminada por una inmensa llamarada que surgía hacia el cielo, acompañada del chisporroteo de miles de teas ardientes que llevaba el viento.
Algunos hombres aullaron de miedo. El propio Bolitho, acostumbrado a oír leyendas sobre la brujería y sus prácticas, sintió un frío helado recorrer su espina dorsal.
Hugh avanzó por entre los matojos, abandonada ya toda precaución, y gritó:
— ¡Han pegado fuego a una de las chozas! ¡Rápido, muchachos!
Cuando alcanzaron la edificación, ésta parecía un infierno. Los torbellinos de chispas giraban sobre los marineros, cegados por el humo, y les obligaban a apartarse.
— ¡Señor Dancer! ¡Tome dos hombres y rodee él edificio!
El grupo de campesinos y marineros, que se protegían del fuego agazapados sobre la hierba, destacaba contra la lluvia y las sombras de los árboles en la luz del incendio. Bolitho se tapó la boca y la nariz con un pañuelo y, acercándose a la puerta, le dio un patadón con todas sus fuerzas. Una nueva avalancha de llamas y chisporroteos rodeó sus piernas mientras las vigas de madera y los restos del techo de paja, ya comidos por el fuego, se derrumbaban en medio de un gran estrépito.
— ¡Retroceda, señor! —aullaba Pendrith—. ¿Me oye? ¡Señorito Richard! ¡No hay nada que hacer!
Bolitho volvió atrás y reconoció la cara de su hermano. Éste observaba las llamas sin notar el calor ni el crepitar de las chispas. Esos segundos bastaron para entenderlo todo. Las esperanzas de su hermano se convertían en humo junto con las paredes de la choza. Había sido un fuego provocado, sin duda. Cómo, si no, explotaba con aquella violencia en medio de un chaparrón. En un instante tomó la decisión.
Se abalanzó de nuevo hacia la puerta, negándose a pensar en nada que no fuese la necesidad de entrar allí.
La puerta se derrumbó ante él como un puente levadizo carbonizado. Entre el humo que se escurría hacia fuera vio el cuerpo de un hombre que se retorcía y pateaba entre los escombros todavía en llamas.
Todo pasó ante sus ojos como en un sueño. Se abalanzó sobre el hombre, le agarró los brazos y lo arrastró hacia la puerta. El hombre se agitaba enloquecido de dolor, y sus ojos, locos en el terror de la agonía, giraban en sus órbitas. Estaba atado de pies y manos. Bolitho sintió la náusea causada tanto por el hedor de carne quemada como por la idea de que alguien fuese capaz de abrasar viva a una persona.
Se oían gritos e instrucciones por encima del fragor de las llamas, como si las voces de las almas muertas recitaran una última maldición.
Enseguida sintió que alguien le agarraba de los brazos, mientras otros hombres le liberaban de su carga y le arrastraban hacia la lluvia limpia y torrencial.
Dancer se acercó corriendo bajo el fuerte resplandor.
— ¡Fue aquí, Dick! ¡Estoy seguro, era ese lugar! El muro trasero es idéntico...
Se interrumpió para mirar al hombre chamuscado que agonizaba sobre el suelo.
Pendrith se arrodilló entre el lodo y los rescoldos y preguntó con voz ronca:
— ¿Quién? ¿Quién te ha dejado aquí?
— ¡Me querían quemar vivo! —jadeó el hombre, a quien Pendrith había ya reconocido como Blount. Su cuerpo se retorcía; su boca mostraba los blancos dientes en una mueca agónica—. ¡No me dejaron ni hablar!
Pareció darse cuenta entonces de que le rodeaban los marineros y añadió con voz rota:
— ¡Con lo que yo he hecho por él!
Hugh se inclinó sobre él y aproximando su cara blanca como la piedra preguntó:
— ¿Quién? ¿Quién fue? ¡Queremos saberlo!
Retrocedió ante la mano ennegrecida con que el hombre se agarraba a su solapa.
—Vas a morir igualmente. Cuéntalo antes de que sea demasiado tarde.
La cabeza del hombre cayó hacia atrás y Bolitho pudo ver en sus facciones la oleada de alivio que acompañaba la cercanía de la muerte.
—Vyvyan.
Durante un breve instante, retornó la fuerza al cuerpo agonizante, que sintió de nuevo el dolor. Luego Blount chilló con más fuerza:
— ¡Vyvyan!
Hugh Bolitho se alzó sobre sus pies y se quitó el sombrero. Parecía querer que la lluvia limpiase todo lo que había visto allí.
—Ese último grito es lo que ha terminado con él, señor —musitó Robins.
Hugh Bolitho le oyó y se apartó del cadáver.
—Acabará con otros también.
Desfiló hacia atrás y en los ojos de Richard Bolitho quedó grabada la huella, igual a un zarpazo, que los dedos del moribundo habían dejado en la solapa blanca. Vista con aquella luz temblorosa, se hubiese dicho la marca del diablo.