9
SIN HONOR
El capitán Beves Conway, comandante del Gorgon, de pie ante una de las cristaleras del alcázar, observaba el mar protegiendo sus ojos del brillo del sol con una mano extendida. A poca distancia, balanceándose sobre las olas, el bric que su dotación había recuperado agitaba sus velas de color oscuro; el reflejo de su silueta sobre el móvil espejo del mar parecía bailar una lenta mazurca.
Horas después de la espectacular huida del Sandpiper, tras su paso del arrecife y la destrucción de la fragata enemiga, el viento que soplaba fresco amainó y se convirtió en una suave brisa. El Gorgon y el bric, diminuto a su costado, luchaban por mantener la velocidad en las aguas casi encalmadas.
La costa se divisaba aún a lo lejos; una línea amarilla que culebreaba en el aire recalentado, y podría haber correspondido a cualquier parte del mundo.
Conway se revolvió con parsimonia y estudió al grupo que, formado ante el mamparo de la cámara, esperaba sus palabras.
En un extremo estaba Tregorren, con su tez aún cenicienta, enorme su cuerpo fornido que se mecía al ritmo del balanceo.
Luego los tres guardiamarinas, y el segundo piloto del Sandpiper, Starkie, algo separado de ellos.
Un poco más allá asistía al acto el primer teniente del navío Verling. Su característica y enorme nariz parecía mostrar su desacuerdo ante el asistente que servía copas de vino de Madeira a esos visitantes de ropas sucias y pelo desaliñado.
El comandante levantó de la bandeja presentada ante él una bella copa de cristal tallado y la sostuvo a contraluz.
—A su salud, señores —proclamó, deteniendo su mirada un instante en cada uno de ellos—. No hace falta que diga lo agradecido que me siento al ver el Sandpiper de nuevo formando parte de la flota británica.
Se giró y escuchó un instante el lejano golpeteo de mazas y herramientas, que venía del bric. Carpinteros y otros operarios trabajaban a toda prisa para reparar los daños causados por la artillería del Pegaso.
—Dentro de unos días mandaré que el bric salga hacia Gibraltar con mis informes para el almirante.
Su mirada reposó largamente en el teniente Tregorren.
—Apresar un buque fondeado en rada no es misión fácil. Pero, si además de ello, la columna encargada de ello logra hundir una fragata enemiga, dando muestras del ingenio y el arrojo de que han hecho gala ustedes, eso es realmente meritorio y debe llegar a oídos del mando superior.
Tregorren concentraba su mirada en una mancha del techo situada sobre el comandante.
—Gracias, señor.
El comandante se dirigió entonces hacia los guardiamarinas.
—La experiencia vivida por ustedes, y el hecho de que hayan sobrevivido a una misión así les servirá de lección, y les ayudará a ascender en su carrera dedicada a la Armada Real.
Bolitho lanzó una mirada a Tregorren. El oficial, concentrado aún en examinar los baos del techo, parecía prepararse a sufrir un nuevo ataque de vómitos.
El capitán siguió hablando en su tono regular.
—A primera hora de la mañana, mientras ustedes cruzaban la línea de arrecifes, yo decidí cubrir la costa sur. Por pura suerte, y lo digo así porque fue casualidad, caímos encima de un dhow cargado hasta la borda de ébano.
Un dhow era una embarcación de dos mástiles, con velas aparejadas a la latina, que los árabes usaban tanto para comerciar como para piratear a lo largo de las costas africanas.
— ¿Esclavos, señor? —exclamó Starkie.
El capitán se giró hacia él con severidad.
—Esclavos —asintió, haciendo un gesto con su copa—. El grupo que mandé a bordo, a las órdenes de un oficial de presa, lo mantiene fondeado tras el cabo que vamos a franquear.
El comandante mostró una tenue sonrisa y prosiguió:
—Ordené que los esclavos fuesen desembarcados y liberados en la costa, aunque no sé si con eso les he hecho ningún favor —dijo, mientras su sonrisa se desvanecía.
»Ya hemos perdido demasiado tiempo, y muchos de nuestros hombres de valía han muerto o están heridos. No podemos sitiar la fortaleza y esperar a que cedan sus defensas; nos haría falta para eso una escuadra entera, y aun con ella el éxito sería dudoso.
La voz del centinela que hacía guardia tras la puerta le interrumpió:
— ¡El doctor, señor!
El asistente se precipitó a abrir la puerta. Laidlaw entró limpiándose las manos con un pedazo de trapo.
— ¿Sí? —preguntó el comandante con voz afilada.
—Me pidió que le mantuviese informado, señor. El teniente Hope se ha dormido. He extraído la bala y, aunque probablemente notará molestias toda su vida, estoy seguro de que salvará el brazo.
Bolitho dirigió una sonrisa a Dancer y Edén. Por fin una buena noticia. Aquello parecía poner fin a toda la pesadilla. Ni siquiera la ruin actitud de Tregorren, incapaz de confesar su nula intervención en la lucha contra la fragata, nublaba la alegría del momento.
Buscó la mirada de Starkie, que estudiaba a Tregorren con una expresión de odio en la cara.
—Esta noche —prosiguió el capitán—, siempre que el viento retorne como me asegura el piloto, señor Turnbull, alcanzaremos el fondeo donde dejamos el dhow árabe apresado. Según el plan que he ideado, a primera hora de mañana el dhow saldrá en dirección de la fortaleza; detrás, fingiendo perseguirle, irá el Sandpiper. Por supuesto que ambos buques contarán con la ayuda del Gorgon.
Bolitho apuró su copa de madeira sin darse cuenta de que el camarero acababa de rellenarla. Había bebido ya unas cuantas y, como su estómago no había recibido alimento sólido alguno desde hacía horas, el alcohol empezaba a nublar su cabeza.
Una cosa sí comprendía: el comandante no tenía intención de arrugarse ante los piratas que ocupaban la isla. La captura del Sandpiper no sólo añadía una nueva arma al potencial del Gorgon; también había servido para que los emboscados entre los muros de la fortaleza viesen cómo el bric engañaba a su único buque de gran porte y lo hundía entre los arrecifes.
— ¿Lo han comprendido? —rugió Verling.
— ¡Creerán que vamos tras el barco de esclavos! —reconoció Bolitho, quien preguntó a continuación—: ¿Estarán tan ocupados en disparar contra el Sandpiper que dejarán de vigilar el dhow, señor?
El comandante le dirigió una rápida mirada antes de volverse hacia Tregorren.
— ¿Qué opina usted, señor Tregorren?
El teniente pareció surgir momentáneamente de su trance.
—Sí, señor, creo que...
—Entendido —asintió el comandante.
Luego se dirigió de nuevo hacia popa y, mirando a través de los cristales, estudió el progreso del bric.
—El señor Starkie se embarcará de nuevo en su buque para dar apoyo a los oficiales destinados al mando del mismo. También se encargará de llevar mis informes hasta Gibraltar cuando llegue el momento.
Se volvió hacia el segundo piloto del Sandpiper con expresión decidida.
—Si tuviese la más mínima sospecha de que usted fuera responsable de la pérdida del Sandpiper, ya por negligencia, ya por falta de valor o arrojo, le aseguro que ya no estaría ahora aquí con nosotros. Por supuesto, además, sus posibilidades de ascenso futuro se habrían desvanecido en el aire.
Sonrió, y el esfuerzo, en vez de rejuvenecerle, hizo que pareciese aun mayor.
—Le felicito por su actuación, señor Starkie. Me encantaría conservarle a mis órdenes, pero deseo también presentarle al mando superior, que sabrá recompensar sus sacrificios como se merecen.
»Pueden retirarse, señores —terminó con un gesto de despedida, antes de retirarse a despachar con el teniente Verling y el doctor.
Los hombres enfilaron la puerta, aturdidos aún por las palabras de su comandante.
—Me alegro por usted, señor Starkie —declaró Bolitho al veterano marino—. ¡Piense que sin usted, que conocía tan bien la costa, y además se prestó a arriesgarse en una idea que para muchos hubiese sido una locura, no estaríamos hoy aquí!
Starkie le miró con gravedad, como quien busca algo que todavía no alcanza a comprender.
—Sin usted, joven amigo, yo estaría todavía agarrado al cepo y esperando la muerte.
Se volvió al ver pasar a Tregorren, que descendía por la escala en dirección a la sala de oficiales.
—Ardía en ganas de contarle la verdad al comandante —aseguró con amargura—, pero como he visto que usted no decía nada, pensé que era mejor callarse. ¡Ese hombre no tiene honor!
— ¡Eso, n... no hay de... derecho, Dick! —tartamudeó Edén, con voz casi quebrada por el llanto—. ¡Él es qui... quien se lleva todo el mérito, lo has visto. Allí fi... firme, todos los elogios para él!
Dancer sonrió.
—Juraría que el comandante sabe más de lo que está dispuesto a admitir. No he dejado de observarle. Esta victoria podría convertirse en un motivo de querellas y envidias entre los estamentos del navío, y él tiene que mantener el equilibrio para que eso no ocurra. No son buenas las envidias a bordo.
Luego sonrió a Edén:
— ¡Aparte de los guardiamarinas que se dedican a envenenar a sus superiores!
—Estoy de acuerdo —asintió Bolitho—. Dejemos esto y vayamos a comer. Tengo tanta hambre que me comería una rata de la sentina.
No llegaron a la escotilla; la figura de un hombre con uniforme de teniente, demasiado grande para él, les bloqueó el camino.
— ¿No tienen nada que hacer? —preguntó el oficial—. ¡Los guardiamarinas de ahora no son como los de antes, seguro!
Los tres hombres le rodearon pasmados.
— ¡John Grenfell! —dijo Bolitho—. ¡Le dábamos por muerto!
Grenfell agarró su mano y habló con cara triste:
—Cuando el City of Athens se hundió a causa de la artillería enemiga, algunos hombres logramos saltar al agua y montarnos sobre los maderos que flotaban cerca. Los unimos para formar una especie de balsa, aunque no sabíamos todavía lo que ocurría.
Su mirada se entristeció.
—Murió la mayoría de nosotros. Aún tuvieron suerte los que fueron alcanzados por la metralla, pues no sufrieron el terror y las dentelladas de los tiburones. El tercer teniente, varios hombres conocidos, muchos... les vi reducidos a jirones de carne a pocos metros de mí.
Grenfell se estremeció como quien intenta apartar un recuerdo doloroso y prosiguió su relato:
—Pero la corriente nos llevó hacia tierra, y al cabo de un tiempo de movernos paralelos a la costa se nos acercó el navío, el Gorgon, enorme sobre las aguas. Estaba muy cerca de la playa y, junto a él, los hombres del mayor Dewar manejaban un dhow lleno a rebosar de esclavos que chillaban y peleaban. El velero llevaba tripulación árabe, pero lo mandaban dos comerciantes portugueses aterrorizados, convencidos de que había llegado su última hora.
Tiró de las solapas de su chaqueta prestada y añadió:
—Desde entonces he actuado como sexto teniente. Y no creo que eso me perjudique mucho cuando me examine para la promoción. Lástima que para llegar a ello haya tenido que pagar tan alto precio. Si me lo ofrecieran de nuevo, no lo aceptaría.
—Pero estás vivo —le replicó Bolitho con serenidad.
Starkie soltó un enorme bostezo.
—Podría dormir un año entero —dijo antes de mirar a Grenfell y añadir—: ¡Señor!
Grenfell les acompañó hacia la bajada.
—Os aconsejo que durmáis un buen rato. Sospecho que mañana volverá a ser un día caliente... ¡Y no solamente por el sol del trópico!
Las predicciones meteorológicas del señor Turnbull eran acertadas. Antes de que terminase la tercera guardia, ambos barcos recobraron la arrancada con sus velas hinchadas por la brisa. Una hora después el fresco viento del norte se estabilizó y, cuando se reunió la guardia en popa, el aire circulante actuaba como un tónico tras la agobiante atmósfera del entrepuente.
Tenientes y oficiales se agolpaban en la escala de la toldilla, observando cómo el comandante hablaba con Verling y el piloto.
Los suboficiales circulaban entre los marineros formados y consultaban las listas de servicios gritando los nombres en voz alta. Bolitho, ya preparado, escuchó el rechinar de las piedras de afilar. Eran los artilleros, que, en el combés, repasaban filos de machetes y hachas para el abordaje. Aquel desagradable sonido siempre le había producido escalofríos.
La voz del vigía cantó desde lo alto:
— ¡Atento, cubierta! ¡Un buque anclado por la amura de babor!
Desde hacía rato, Dancer observaba el mar a través de las velas del Sandpiper. Su trapo se veía macilento en la luz del crepúsculo, pero varios remiendos cubrían por completo los agujeros dejados por las balas enemigas.
Dallas, segundo teniente del navío, comandaba el bric durante el ataque. Bolitho no podía decir nada de él, pues no lo conocía; desde el embarque en Plymouth sólo le había oído comunicar las órdenes estrictamente necesarias. Si el comandante le había elegido, sin embargo, debía de confiar en su valor. Y eso hacía también sospechar que Conway tenía algunas reservas sobre la actuación de Tregorren durante la misión de la isla.
Poco antes, mientras Bolitho acompañaba a Starkie hasta el bote que le devolvería al Sandpiper, el veterano segundo piloto señaló la figura del comandante, incansable en su paseo de un costado al otro de la toldilla.
—Jovencito —le dijo con un guiño—, ésa es la forma de llegar a comandante: ¡saberlo todo!
— ¡Guardiamarinas a la cubierta de alcázar! —ordenó una voz.
Corriendo hacia el lugar ordenado, los jóvenes se encontraron con Verling, que esperaba, pateando de impaciencia, junto a las redes de la batayola.
—Destinaremos a tres de ustedes al ataque —avisó, frenando con un gesto a Marrack, que intentaba ofrecerse—: Usted no. Se le necesita en el equipo de señaleros.
Sus ojos se posaron en la figura de Bolitho.
—Usted acaba de reintegrarse a sus funciones después de la misión anterior, y no puedo elegirle. El señor Pearce... —dijo volviéndose hacia el arisco guardiamarina del entrepuente—, y también...
Bolitho cruzó su mirada con Dancer, que asintió con un gesto.
— ¡Señor! —aventuró—, el señor Dancer y yo quisiéramos ofrecernos voluntarios, señor. Conocemos bastante bien la geografía de la isla. Eso será muy útil.
Verling sonrió con su boca torcida.
—Ahora que el señor Grenfell sube lanzado por la escala de su ascenso, ustedes son los veteranos: el señor Marrack, primero, y ustedes dos después. Supongo que haré bien en permitirles ir.
Edén saltó con energía de la fila de guardiamarinas.
— ¡Se... señor! ¡Yo también me ofrezco vo... voluntario!
Verling lo consideró con calma.
— ¡No se vuelva a dirigir a mí sin permiso, y menos tartamudeando! ¡Vuelva a la fila y cállese!
Edén se retiró, derrotado antes de empezar la lucha.
Verling asintió con visible satisfacción.
—En cuanto el navío quede en facha, arriaremos las lanchas. En ese cascarón árabe que hemos apresado irán todos los infantes de marina y sesenta marineros.
—El capitán apuesta por mandar todas las fuerzas disponibles —susurró Dancer.
— ¡Señor Dancer! —exclamó Verling—, una vez terminada la misión, si vuelve con vida, le concederé cinco días de guardias dobles. ¡Así aprenderá a callarse!
El comandante se acercaba a la toldilla como si paseara. Se detuvo cerca de ellos y preguntó:
— ¿Todo correcto, señor Verling?
—Por supuesto, señor.
El comandante estudió a los tres guardiamarinas que formaban en el lugar ordenado.
—No bajen la guardia —advirtió, para añadir señalando a su primer oficial—. El señor Verling comandará el ataque; de ustedes espera la máxima colaboración, al igual que yo mismo. —El comandante se movió luego en busca de la silueta diminuta de Edén y se dirigió a él:
—Usted eh... señor eh..., será de gran utilidad trabajando con el doctor, ahora que se han descubierto sus... eh... sorprendentes habilidades.
Ni una sombra de sonrisa apareció en sus labios, o en los de Verling, mientras decía eso.
El trasvase de los hombres a sus respectivos puestos terminó cuando ya casi había oscurecido.
Ya antes de alcanzar el dhow, uno de los ejemplares de este tipo de mayor tamaño, Bolitho notó el particular hedor de los esclavos. A medida que se acercaban se volvía más intenso. Una vez a bordo, circulando bajo cubierta junto a los marinos y soldados que se movían bajo los baos y arranchaban el equipo entre la suciedad y los grilletes partidos, el aire le pareció casi irrespirable.
Los sargentos destacados por el mayor Dewar se ocupaban de señalar a los recién llegados las posiciones que debían tomar, y dónde iban a permanecer hasta el momento del ataque. Le agradaba que Edén se hubiese quedado en el Gorgon, pensó Bolitho. El joven, propenso al mareo, hubiese sufrido en el casco abarrotado de humanidad e invadido por aquel olor insoportable.
Varios morteros que venían cargados en las lanchas fueron izados a bordo y montados en sus lugares, en las bordas y la alta toldilla.
Se notaba también en el aire un aroma de ron. Bolitho se preguntó si el comandante había decidido animar el espíritu de los atacantes con una ración de licor.
Acompañó a los dos restantes guardiamarinas para informar al jefe de a bordo. Tanto marineros suplentes como soldados habían ya ocupado su lugar en la bodega, apretujados como carne salada en un barril.
Los cintos cruzados de los soldados destacaban por su color blanco sobre la penumbra, mientras sus uniformes oscuros desaparecían en ella.
Llogget, el contramaestre del Gorgon, estaba al mando de las velas y el timón del dhow. Era famoso por su estricta disciplina. A su paso, Bolitho oyó cómo uno de los marinos se refería cínicamente al contramaestre:
— ¿Dónde iba a estar más a gusto ése, sino en un buque de esclavos?
La voz de Verling sonó en toda la cubierta:
— ¡Vire el ancla, señor Hogget, y haga navegar su barco! ¡Quizá el viento consiga limpiar ese olor!
Luego se volvió hacia una figura oscura que acababa de trepar a la toldilla.
— ¿Todo listo, señor Tregorren?
— ¡Vaya! —exclamó Dancer—. ¡Finalmente, se viene con nosotros! ¡Maldito sea!
— ¡Ancla a bordo, señor!
Bolitho observó a los marinos que empuñaban el enorme remo usado por el dhow en vez de timón. Las insólitas velas latinas gemían sobre los mástiles; los marineros maldecían el aparejo, desconocido para ellos, que les hacía equivocarse en las maniobras, y que encontraban primitivo.
Verling había traído una pequeña aguja magnética en una caja que traspasó al contramaestre.
—No hay que andar con prisa. Sepárese bien de la costa. No tengo ningún interés en terminar este ataque como acabó la famosa fragata. ¿Eh, señor Tregorren? Debió de ser un gran momento.
La voz de Tregorren sonaba como si el mero respirar le doliese. Respondió:
—Lo fue, señor.
Verling cambió de tema.
—Señor Pearce, señale al Gorgon con su fanal.
El destello se vio sólo un instante, el tiempo justo en que Pearce levantó la tapa de la linterna. Así avisaban al comandante Conway de su puesta en marcha. El escaso resplandor de la aguja magnética mostró a Bolitho el perfil afilado de Verling. El guardiamarina se felicitó de que el primer oficial mandase la misión.
Se preguntó cómo hablaría Tregorren con él cuando tuviesen que conversar. Si continuaría la farsa, o por lo menos ante él admitiría no ser el responsable de la victoria sobre el Pegaso.
La voz de Verling interrumpió sus pensamientos.
—Le sugiero que se vaya a dormir, si no tiene nada mejor que hacer. De lo contrario, no dude que encontraré para usted cualquier tarea enorme, aun en este cascarón.
Bolitho, al que la oscuridad protegía, sonrió ampliamente.
—A la orden, señor. Gracias, señor.
Se sentó en cubierta, con la espalda recostada sobre un antiguo cañón de bronce, y apoyó la barbilla entre sus rodillas. Junto a Dancer, que descansaba también a su lado, observaron el brillo de las estrellas, contra las cuales las velas del dhow se agitaban como alas de pájaro.
—Volvemos a la carga, Martyn.
—Lo importante es mantenernos juntos —suspiró Dancer.