8
SOBRE LOS ARRECIFES
— ¡Sur—Sudeste, señor! ¡Velas portando y barco arrancado!
Bolitho, agarrado a la batayola, observó cómo el costado de sotavento del Sandpiper se hundía en el agua en un fragor de espuma y rociones. Levantó luego la mirada hacia el aparejo y vio la verga de la mayor curvada como un arco bajo la presión de la vela que los gavieros acababan de largar.
—El viento ha refrescado —advirtió con cautela Starkie, que observaba el gallardete del mayor—, pero se mantiene fijo en el Nordeste —añadió—, de momento.
Bolitho apenas le escuchaba. Toda su atención estaba dedicada a los esfuerzos del bric, que al paso de cada ola levantaba la proa y lanzaba contra el agua la maciza madera de su tajamar.
El mero hecho de virar por avante y dirigir el mascarón dorado del Sandpiper hacia tierra había producido un cambio en la gente. Hasta los propios marineros del bric, magullados y debilitados por los días de cautiverio, mostraban renovados ánimos. Se pasaban órdenes de uno a otro, trabajaban al unísono y hacían cuanto podían para darle al barco tanta vela como sus mástiles podían aguantar. Sólo al mirar hacia la toldilla vacilaban, sorprendidos al ver en ella al joven comandante que sustituía a su jefe muerto.
— ¡Volamos, Dick! —Dancer gritó por encima del fragor de viento y trapo.
Bolitho asintió con un gesto. La proa acababa de chocar contra el seno de una violenta ola, y la cortina de espuma saltó por encima de la amura y barrió el castillo de proa.
—Es cierto. —Su mirada barría el mar tras la popa—. ¿Has visto la fragata? —preguntó, y enseguida agarró el brazo de Dancer—. ¡Ahí! ¡También despliegan todo el trapo!
La noche ya había dado paso al día. Bien claras en el horizonte, las gavias y los juanetes del velero enemigo cambiaban de forma y anunciaban que su patrón también había dado la orden de virar por avante para lanzarse tras ellos. Señaló eufórico hacia los mástiles, donde flameaba la mancha coloreada del pabellón británico.
—Llevaba razón el señor Starkie —dijo—; nuestros colores excitan al enemigo.
Starkie, inclinando su cuerpo para compensar la escora de la cubierta, se acercó a la borda de barlovento.
—Ceñimos al viento tanto como podemos. Si intento subir un punto más perderemos el gobierno.
Bolitho tomó un anteojo del compartimiento de la bitácora y lo orientó hacia la costa. Mientras luchaba por mantenerlo estable, vio las caras de sus hombres, que, repartidos por la jarcia, le miraban. Qué debían pensar, se preguntó, al darse cuenta de que el bric ponía proa a la misma costa donde habían sufrido tantas penas y humillaciones.
De pronto apareció ante su ojo la punta del cabo que sobresalía de la masa de rompientes. Parecía la proa de una galera romana.
Desde la lancha de remos, mucho más baja sobre el agua, le había parecido muy distinta. Aún no podía creerlo. Habían transcurrido sólo unas horas.
Las olas parecían crecer de tamaño a medida que el bric se aproximaba a los bajos. El viento racheado las hacía romper sobre las rocas en masas de espuma que parecían traer promesas de destrucción.
En la distancia se oyó una explosión. Bolitho se volvió hacia la fragata y alcanzó a ver una nube de humo empujado por el viento.
—Tiran para medir la distancia —explicó Starkie—. Con este movimiento, y tan lejos, no pueden acertarnos.
Bolitho no respondió. Observaba cómo las velas de trinquete de la fragata flameaban al viento, desordenadas; su comandante había orzado hasta quedar casi proa al viento. Momentos después su proa cayó de nuevo a sotavento, dejando que las velas tomaran viento.
—Quiere ponerse a barlovento nuestro, Dick —informó Dancer.
—Sí, pretende atacarnos por barlovento.
Mantuvo la mirada fija sobre la fragata hasta que le lloraron los ojos.
—Pero eso le obligará a pasar más cerca de tierra cuando franqueemos la punta.
— ¿Crees que lograremos pasar? —la voz de Dancer sonaba llena de ansiedad.
— ¿Por qué no pregunta si podemos andar sobre el agua? —replicó Starkie, que le había oído y ayudaba con toda su fuerza al timonel—. Atento al rumbo, muchacho.
Otra explosión. Esta vez mostraban más puntería, y la bala voló rasante sobre las olas de la estela, dejando un rastro de espuma. Bolitho examinó las dos hileras de cañones de seis libras, tan ligeros y prácticos cuando se trataba de atacar por sorpresa a un buque mercante, o de castigar una barcaza pirata.
Pero contra una fragata no tenían nada que hacer.
—Manda un segundo vigía a la verga, Martyn.
Un brusco movimiento del casco, que caía en el seno de una ola, le hizo tambalearse.
—A lo mejor se divisa el Gorgon.
Pero no había ni rastro del navío. En todo el horizonte sólo había la fragata y la isla, que aparecía al otro lado de la bahía.
Como el día anterior, el islote se veía pálido y extrañamente tranquilo; costaba aceptar que aquél fuese el escenario de tan crueles batallas.
Según Starkie, los calabozos de la isla se hallaban en aquellos momentos repletos de esclavos, tanto hombres como mujeres jóvenes, apresados en diversos rincones de África por los tratantes de carne humana.
Esperaban allí antes de embarcar en los buques que los llevarían a las Antillas o a América. Los más afortunados terminarían sus días en cautividad, aunque usados como criados. Otros, obligados a trabajar en plantaciones e ingenios, serían tratados como animales por el resto de su vida útil. Y en cuanto perdiesen sus fuerzas, serían eliminados.
Bolitho había oído que los barcos de esclavos eran como las antiguas galeras, cuya presencia se notaba a millas de distancia a causa de su terrible olor. Al parecer los centenares de cuerpos hacinados en las bodegas, incapaces de moverse ni para hacer sus mínimas necesidades, producían a su alrededor un hedor irrespirable que el viento trasladaba hasta más allá del horizonte.
¡Bang!
Una bala silbó por el aire y al cruzar sobre el buque atravesó el velacho de trinquete como un puñetazo de hierro.
—Se acercan. —Starkie, con sus pulgares enfundados en el cinto, no apartaba sus ojos de la fragata—. Está ganando sobre nosotros más rápidamente.
— ¡Atento, cubierta! ¡Olas rompientes por la amura de sotavento! —La voz del vigía sonaba lejana y ansiosa.
Starkie se abalanzó sobre la brazola, con su anteojo en la mano.
—Ahí están los arrecifes. Ésa es la primera línea. —Se volvió hacia el timonel y ordenó—: Déjalo caer una cuarta.
Crujió el mecanismo de la rueda, mientras el trapo de los juanetes gualdrapeaba como señal de protesta.
— ¡Sureste, señor!
— ¡Así, derecho!
Bolitho notó pronto el zarandeo a que se veía sometido el casco. Las vergas y jarcias se estremecían al paso de las olas. Sin duda habían entrado ya en aguas menos profundas, donde se agitaba una poderosa resaca.
—Habría que reducir trapo —dijo Starkie.
Bolitho le miró y habló con voz suplicante.
—Si perdemos velocidad, estaremos en sus manos antes de que entre en la zona peligrosa.
—Lo que usted ordene —respondió con cara impasible el segundo piloto.
El joven Edén se izó por la inclinada escotilla, mirando asustado hacia el enemigo que se aproximaba por popa.
—E... el señor Hope qui... quiere hablar contigo, Dick.
Un nuevo proyectil lanzado por la fragata cruzó a poca distancia de la proa del bric y se hundió en el agua, proyectando columnas de espuma que recordaban los surtidores de una ballena. Edén se lanzó cuerpo a tierra.
—Enseguida bajo a verle —asintió Bolitho—. Si hay alguna novedad, avísenme.
Starkie, anteojo en mano, estudiaba la línea de rompientes más cercana. Tras el último cambio de rumbo ordenado al timonel, el bauprés y el botalón del Sandpiper apuntaban casi en línea con las estrías blancas de la espuma.
—No tema —musitó—, si hay alguna novedad ya la oirá.
Bolitho, ya bajo cubierta, buscó a tientas el camino y penetró en el camarote, casi un arcón, donde descansaba Hope. El teniente se hallaba tumbado sobre la litera. Sus ojos brillaban febriles.
— ¿Es cierto que el cuarto teniente está enfermo? —preguntó con cara cenicienta. Su voz parecía provenir de ultratumba mientras soltaba frases de medio delirio—: Maldita sea, ¿por qué tardó tanto en atacar? Mi hombro, cómo me duele. Dios mío, en cuanto llegue al navío me amputarán el brazo.
El dolor, sin embargo, pareció devolverle la lucidez.
— ¿Se bastan ustedes solos?
Bolitho se forzó a sonreír.
—En cubierta contamos con un oficial experto, señor. El señor Dancer y yo intentamos actuar como veteranos.
Una explosión sorda resonó en la húmeda cabina; un instante después Bolitho notó el temblor del casco, que había encajado una bala en pleno costado. Estaban demasiado cerca.
— ¡No pueden luchar contra una fragata! —masculló Hope.
— ¿Preferiría rendirse, señor?
— ¡No! —exclamó, cerrando los ojos y gruñendo ante el dolor—No sé qué decirle. Entiendo que debería ayudarle. Hacer algo, en vez de...
Bolitho consideró su desesperación y entendió. Hope, quinto teniente del Gorgon, se sentía más próximo a sus guardiamarinas que al resto de oficiales. Fingía no sentir ningún apego por ellos; a menudo le había visto tratarlos con dureza, que los jóvenes tomaban por brutal arbitrariedad; pero eso no era más que una comedia destinada a disimular su afecto por los aspirantes que tenía a su cargo. Con su presencia constante entre ellos algo había quedado patente: muchas de sus críticas y su falta de simpatía eran necesarias y beneficiosas. Más de una vez lo había declarado él así: «En este navío hacen falta oficiales, no niños.»
Ahora yacía en su litera, herido, desvalido.
—Bajaré a pedirle consejo tan a menudo como pueda, señor—musitó Bolitho.
Una mano surgió de entre las mantas manchadas de sangre de la litera y agarró la suya.
—Gracias, muchacho. —Hope tenía dificultad para fijar sus ojos en los suyos—. Que Dios les ayude.
— ¡Atención los de abajo! —gritó la voz de Dancer—: ¡La fragata prepara su batería de estribor!
— ¡Subo de inmediato!
Bolitho se abalanzó a la escala. Pensaba en Hope, en Starkie y en todos los hombres de a bordo.
El corto tiempo que permaneció bajo cubierta había terminado con los restos de la noche. El sol brillaba ahora sobre la costa y convertía el agua en una colección sin fin de crestas afiladas.
— ¡El viento se ha abierto un poco! —gritó Starkie—. No es mucho, pero imagino que la fragata lo aprovechará para lanzarse sobre nosotros.
Bolitho tomó el anteojo que sostenía un marinero y lo enfocó por encima de la batayola. La fragata, con sus vergas braceadas al máximo para ceñir al viento, navegaba a menos de una milla por el costado de babor. Los cañones de la batería de estribor, salpicados por la espuma que escupía el costado, aparecían amenazadores como puntiagudos dientes negros.
El buque perseguidor orzó una cuarta más hacia el viento y su perfil apareció distinto. El sol punteaba los cañones, los anteojos y el negro pabellón que ondeaba en el mastelero del mayor. Se leía ya el nombre descascarillado que adornaba su amura de proa: Pegaso. Sin duda, a ese nombre respondía la fragata cuando navegaba bajo pabellón español.
— ¡Han hecho fuego!
Sus portas escupieron una ondeante línea de lenguas anaranjadas. Los proyectiles de la andanada, disparada a destiempo, barrieron la estela del Sandpiper. Algunos volaron por encima de su toldilla.
—Corrija el rumbo, señor Starkie —ordenó Bolitho—. Dos cuartas a barlovento, si es posible.
Starkie abrió la boca para protestar pero cambió de idea. A poca distancia del costado de estribor desfilaban a toda velocidad las sombras negras de las rocas sumergidas. Quedaban aún unas yardas de margen, pero acercarse a ellas les dejaba sin escapatoria. Podían enredarse en la masa de arrecifes como una mosca prisionera por una telaraña.
— ¡Hombres a las brazas! ¡Larguen barlovento y cobren sotavento! ¡Fuerte, muchachos!
Dancer se precipitó a ayudar a los hombres.
Sobre el casco que martilleaba la mar, obenques y velas parecían explotar en crujidos desordenados. La proa osciló hacia su nuevo rumbo y luego pareció estabilizarse, apuntando hacia la lengua de tierra más próxima.
La batería de la fragata lanzó una nueva andanada, tampoco muy acertada, y sus balas se perdieron sin consecuencia en el agua de popa. Un marinero, incapaz de comprender el peligro que corrían, soltó un grito de alegría.
— ¡Aprisa, Martyn! —gritó Bolitho—. ¡Localízame el mejor cabo de cañón de a bordo!
— ¡Sur—Este, una cuarta al Sur, señor! —avisó el timonel, que parecía hipnotizado.
—Muy bien.
Starkie se volvió un momento hacia un marino de edad que acababa de aparecer. Su cara grisácea aparecía bajo un trapo a cuadros que cubría su frente. Vestía un calzón lleno de remiendos.
—Taylor, señor —se presentó el hombre.
—Muy bien, Taylor, quiero que se traiga a sus mejores hombres y prepare los cañones de seis libras de popa, en estribor.
Taylor parpadeó sorprendido ante el guardiamarina, pensando que Bolitho se había vuelto loco de repente. Cualquiera podía ver que el enemigo se hallaba en el costado opuesto.
Bolitho hablaba a toda prisa mientras su mente se concentraba exclusivamente en la distancia y en el ángulo que separaban la fragata del Sandpiper. Luchaba por recordar todo aquello que, ya fuese mediante lecciones o mediante golpes, había aprendido desde que cumplió los doce años.
—Cárguelos con doble bala. Ya sé que es arriesgado. Pero necesito que cuando yo dé la orden acierte la proa de la fragata.
Taylor asintió con movimientos lentos.
—A la orden, señor —profirió levantando un pulgar negro de carbonilla—. Creo que entiendo su plan, señor.
Se alejó de Bolitho y, tras pronunciar algunos nombres de artilleros, se dedicó a examinar los dos cañones que reposaban junto a la toldilla.
Bolitho se encaró fríamente con Starkie.
—Quiero cambiar de bordo virando por redondo y librar de nuevo la barrera de arrecifes. La fragata seguirá tras de nosotros. Sí, lo sé, ellos tendrán la ventaja del viento a su favor.
Starkie asentía con expresión sombría. Bolitho prosiguió:
—Pero durante un instante les tendremos al alcance de nuestros cañones —explicó con una sonrisa en los labios, que el esfuerzo parecía endurecer—. Son los cañones que tenemos. El comandante de la fragata no espera que viremos debajo de él, y menos que le ataquemos. Será una sorpresa.
Starkie adelantó su mirada hacia la proa, como buscando un camino de huida.
—Creo que conozco un paso, aunque es estrecho —con su puño cerrado hizo un gesto muy expresivo—. No estoy seguro de su profundidad. Por lo que sé, tiene algunas brazas de agua, pero pocas.
El entrechocar de las portas y los cañones avisó a Bolitho de que los hombres de Taylor estaban casi listos.
Enseguida, una nueva ráfaga de cañonazos procedente de la fragata le recordó la situación. El enemigo intentaba tumbar el aparejo del bric para aproximarse a él.
—Esta vez no lo logras, amigo —murmuró pensando en voz alta.
Starkie escondió su anteojo. Las balas de la fragata, que rugían por encima de sus cabezas, abatieron sobre cubierta varias piezas de aparejo. El casco, alcanzado por uno de los proyectiles, dio una violenta sacudida.
Bolitho se volvió hacia Starkie, que terminaba de dar órdenes a los marineros.
— ¡La maniobra está lista, señor! ¡Cuando usted ordene!
Con la manga se limpió las gotas de sudor de su frente.
— ¡Hombres a las brazas! ¡Listos para virar!
Bolitho se dirigió a los servidores de los cañones:
— ¡Avancen las piezas!
Apretó con fuerza las manos que mantenía dobladas en la espalda. Intentaba tranquilizarse. Era consciente de que todos sus hombres, desde Dancer hasta los marineros de brazas y drizas, dirigían sus miradas hacia él. Acaso intentaban leer en las facciones de su cara el destino que les esperaba.
El viejo cabo de cañón instruía a sus hombres.
—No lo olvidéis, muchachos. En el momento de cambiar de amura estaremos a sotavento de esa canalla, pero nuestros cañones tendrán el blanco enfrente.
Se produjo una momentánea recalmada del viento, y por un instante los sonidos de aparejo y oleaje remitieron. Bolitho, aún concentrado en sus pensamientos, pudo oír la voz de Tregorren que gemía como un toro moribundo.
La locura del intento, la posición desesperada en que se hallaban hacían que el sufrimiento del teniente pareciese aún más irreal.
Se esforzó por concentrarse en el presente.
— ¡Timón a la banda! ¡Cayendo popa al viento!
Iniciando torpes movimientos de su proa, que se alzaba sobre las olas cruzadas para caer luego contra ellas con todo su peso, el Sandpiper respondió a los esfuerzos del timón y las velas.
Tan intenso era el fragor de las velas, los motones y las jarcias, que cuando el Pegaso disparó uno de sus cañones de proa, el estampido se perdió entre golpes, choques y vibraciones.
Los hombres encargados de cazar las brazas de barlovento trabajaban casi tumbados sobre la cubierta, extrayendo hasta el último gramo de esfuerzo de sus cuerpos. Otros corrían a ayudar a sus compañeros en las drizas. Por las vergas se esforzaban los gavieros, ayudando a las velas, que gemían al hincharse a la contra, empotradas en el aparejo que retenía el trapo, cual enorme pared, por el empuje del viento.
Bolitho evitaba tanto mirar hacia los arrecifes como encontrarse con la cara de Starkie. Este último había trepado por los obenques e intentaba estimar el progreso del barco hacia las olas rompientes.
Los disparos de la fragata Pegaso ya habían debilitado la jarcia del Sandpiper. Varios fragmentos de esparto volaron sin avisar hacia la cubierta y cayeron sobre los hombros del Taylor, el veterano artillero.
El buque proseguía su lenta virada. Los mástiles crujieron con mayor violencia aún al orientarse la proa hacia la nueva amura. La mar sumergió la borda de sotavento, que minutos antes se orientaba hacia el enemigo.
¡Bang!
Un proyectil avanzó rasante sobre el agua y golpeó con violencia la madera del casco. Varios hombres gritaron alarmados.
— ¡Mande un grupo de hombres a operar las bombas!
Bolitho se oía a sí mismo dando las órdenes como si fuese un espectador, alejado de lo que allí ocurría.
Observó sin ninguna emoción el cambio de dirección del buque enemigo, que al virar el Sandpiper se veía ahora por un costado distinto.
— ¿Cañones a punto? —Su voz se añadía a la algarabía general, pero sonó enérgica—. ¡Tiro rasante! ¡Fuego!
Acababa de ver cómo la vela de trinquete del Pegaso pivotaba sobre sí misma. Sin duda, el capitán enemigo había ordenado virar de bordo a su vez y seguir el camino del bric.
Sentía a Taylor acurrucado junto a uno de los cañones pero no le podía mirar. Oyó el siseo de la mecha y, un instante después, le estremeció el violento estallido de la carga que lanzaba el cañón. La vela de trinquete del Pegaso pareció arrugarse. Un orificio apareció en la tela como por arte de magia. En un instante, el esfuerzo del viento y el batir del trapo agrandaron el orificio; la vela se desgarró en mil fragmentos de tela.
— ¡Continúa su virada, señor! —gritó Starkie.
El grito ansioso de un vigía cortó como un serrucho los pensamientos de Bolitho:
— ¡Rompientes a babor, señor!
Bolitho se dejó embargar por la idea de fracaso. El tiro de doble bala, aunque certero, había destruido sólo una vela. Navegando de nuevo con viento abierto eso marcaba pocas diferencias.
Cuando hubiesen librado los arrecifes, cosa que no dudaba que Starkie lograría, el pirata iba a alcanzarles y se lanzaría al abordaje.
Taylor se abalanzó sobre el segundo cañón con expresión concentrada. Los precisos gestos de su pulgar dirigían a sus hombres, que orientaban la pieza tirando del aparejillo o apoyando la lanza.
Se agachó tras la pieza, mirando a lo lejos con los ojos semicerrados.
— ¡Atentos ahora! ¡Adelante, pequeño!
La mecha entró en la llave de fuego. Un estampido hizo retroceder el cañón, envuelto en una nube de humo que invadía el callejón e impedía respirar.
Bolitho observó magnetizado. Los segundos parecían alargarse hasta el infinito. El disparo, de precisa puntería, alcanzó por fin la proa de la fragata. Bolitho vio cómo su foque y su trinqueta se desprendían del mástil, hechos jirones.
El efecto fue inmediato. El Pegaso, alcanzado así en medio de la maniobra de virada y con todas sus velas flameando, se revolcó sobre el seno de una ola, aún bajo el efecto del timón. Sus portas abiertas se sumergieron en el líquido.
Unos gritos que provenían de la cubierta de sotavento atrajeron a Bolitho. Alcanzó en un instante la batayola y vio la mancha verde claro de una roca, sumergida en el agua, que desfilaba a pocas yardas del costado del Sandpiper. Por un instante, observó la gastada forma de la roca y, junto a ella, una masa de minúsculos peces negros que conseguían mantenerse quietos junto a ella a pesar de la corriente, refugiados tras el arrecife. Aquella piedra sumergida podía abrir la quilla de un buque como quien corta la piel de una naranja.
Lanzó una mirada hacia Dancer. Este, pálido y con los ojos desorbitados, seguía el progreso del enemigo asomado a la borda, con la cara y el pecho anegados de espuma.
El Pegaso pareció tropezar, como si le hubiese alcanzado un contraste de viento. Primero se inclinó y, luego, al recuperar la estabilidad, el mastelero de su palo mayor se partió y cayó en picado sobre cubierta acompañado de una maraña de jarcias y velas que se enredó sobre la obencadura.
— ¿Ha visto eso? —gritó Starkie incrédulo—. ¡Ha dado contra el arrecife! —La emoción casi le impedía hablar—. ¡Ha embarrancado, gracias a Dios!
Bolitho no podía apartar sus ojos de la fragata. Por fuerza debía de haber chocado contra un bajo, tras perder la potencia que le daban las velas de proa en el transcurso de la virada. Unas pocas yardas de distancia habían bastado. Se imaginó la confusión que reinaría en cubierta y la prisa con que los hombres correrían a la sentina para descubrir si embarcaban agua.
El encontronazo había bastado para derribar un mastelero, y probablemente para abrirle una vía de agua en el casco. Y a pesar de ello la fragata, ya libre, proseguía la persecución. Con los ojos doloridos por la intensa luz del sol, vio cómo disparaban uno de sus cañones de proa, que escupió una lengua anaranjada. El proyectil silbó a su lado y alcanzó el castillo de proa astillándolo como un hacha gigante.
Por encima del Sandpiper volaban fragmentos de aparejo y astillas de madera. Vio a tres hombres destrozados contra la borda; sus gemidos se perdían en el viento, pero sus convulsiones quedaban subrayadas por las manchas de sangre que se agrandaban.
Otro proyectil rozó el casco y rebotó hacia el mar.
Del impacto, la cubierta se zarandeó como intentando tumbar a los hombres que la pisaban.
— ¡Atiendan a los heridos! —gritó Bolitho—. ¡Que el señor Edén se ocupe de ellos en la cámara!
De golpe, imaginó al padre del joven Edén y su humilde consulta, donde atendía a enfermos de gota o del estómago. ¿Cuál sería su reacción si viese a su hijo, con sólo doce años, arrastrando con esfuerzo a un marino herido por la escotilla de bajada, dejando tras él un rastro de dolor y sangre?
— ¡La fragata gana terreno y nos abordará! —dijo Dancer con desánimo. Su frustración era tan grande que ni pareció enterarse del proyectil que barrió por encima de la toldilla e hizo un nuevo agujero en la vela.
— ¡Después de lo que hemos logrado!
Bolitho miró a Dancer, y luego al resto de los hombres. Las ganas de luchar y la convicción parecían esfumarse a gran velocidad. ¿Quién iba a echárselo en cara? El Pegaso, aun con las maniobras de sorpresa, respondía con astucia a todas sus jugadas. Ahora se había liberado ya del arrecife y continuaba ganando terreno. Podía ver ya el brillo de los machetes en manos de sus hombres, que abandonaban los cañones y se preparaban al abordaje. Recordó el relato de Starkie sobre lo ocurrido con los oficiales del Sandpiper, su tortura, su agonía y su muerte.
Empuñó su sable y ordenó:
— ¡Listos para la defensa! ¡Costado de estribor!
Vio cómo los hombres se giraban hacia él incrédulos, sus caras blancas de terror.
Bolitho se agarró a los obenques de barlovento y agitó su sable hacia el Pegaso.
— ¡No nos tendrán sin pelear!
Sólo algunos fragmentos de la escena general alcanzaron a grabarse en su mente. Un hombre empuñaba el machete y repasaba la hoja contra su mano, con la mirada fija en la fragata. Otro cruzaba la cubierta y se colocaba frente a alguien que era probablemente su único, su mejor amigo. No hacían falta palabras. Una expresión de la cara valía mucho más que ellas. Edén, junto a la escotilla y con su cara pálida, su camisa manchada por la sangre de algún herido, que probablemente pronto se mezclaría con la suya propia. Y Dancer: su pelo dorado reflejando el sol, su barbilla estirada, su cuerpo recostado en el machete que acababa de recoger. Bolitho vio que su otra mano se agarraba al calzón con la fuerza de una pinza: para evitar el choque y el miedo, se pellizcaba la carne.
Un hombre herido al apresar el bric, con las piernas envueltas en vendas, se mantenía rígido contra un cañón y usaba sus dedos hábiles para cargar pistolas que ofrecía luego a los demás.
De la cubierta del Pegaso, que se aproximaba al través del Sandpiper, surgió una especie de salvaje aullido: los hombres se daban ánimos para el abordaje sin cuartel. El buque enemigo estaba ya tan cerca que las sombras de sus mástiles, estiradas sobre el agua, alcanzaban el bric y ya parecían querer atraparle.
Bolitho pestañeó y secó el sudor de sus ojos, incrédulo ante lo que le parecía ver en las portas de cañones de la fragata. Un hombre primero, luego otro, surgieron a través de ellas trepando por las bocas de los cañones. Sus siluetas emergían cual ratas huyendo de una cloaca.
— ¡Señor, abandonan el buque! —exclamó Starkie, quien agarrándole por el brazo le empujó hasta la batayola—. ¿Ha visto usted eso?
Bolitho se mantuvo a su lado sin decir nada. Nuevas remesas de hombres saltaban por las portas del barco pirata y desaparecían en el agua, que los arrastraba como virutas en un torrente.
Gauvin, el fanático comandante pirata, sin duda había apostado centinelas en todas las escotillas. Continuaba su loca y desesperada persecución aun sabiendo que el daño sufrido por su casco era irreparable.
Starkie observaba el cabeceo de la proa de la fragata. Con las toneladas de agua que embarcaba, su avance era cada vez más lento. Ya había empezado a perder terreno. Un caos de gritos y prisas se produjo en el combés cuando, por fin, el grueso de los piratas entendieron lo que ocurría.
—Venga —dijo Starkie a Bolitho—, póngase la casaca.
Allí mismo, le ayudó a enfilar las mangas y le aplanó las solapas ribeteadas de blanco.
Señaló cuando el Pegaso caía fuera de rumbo, al perder el timón efectividad a causa del hundimiento de la proa.
—Quiero que él le vea, y ruego a Dios que le haga sufrir por lo que nos hizo.
Bolitho le miró interrogante.
— ¡Quiero que se entere de que ha sido derrotado por un guardiamarina! ¡Por un muchacho!
Bolitho se apartó. No oía otra cosa que no fuese el buque en plena destrucción, que navegando aún a toda vela embestía una tras otra las crestas. Se oían los golpes de los cañones, sueltos de sus trincas, al chocar contra la borda contraria; de las vergas sueltas que se precipitaban sobre la cubierta, de los aparejos que aprisionaban en su red a los hombres en plena estampida.
—Reduzcamos trapo, Martyn —oyó que decía su voz—. Todos los hombres a la tarea.
Notó que algunas manos se posaban en sus hombros. Los hombres querían acercarse a él, le saludaban o le sonreían. Más de uno lloraba.
— ¡Atento, cubierta! —Nadie se acordaba en aquel momento del vigía apostado en la cofa de mastelero—. Una vela por la amura de estribor —cantó el hombre—. ¡Parece el Gorgon!
Bolitho hizo un gesto hacia el mástil y se volvió para observar cómo la fragata se tumbaba sobre el agua. El casco flotaba medio hundido, rodeado de una masa de maderos, cabos y cabezas aterrorizadas.
Desvió su mirada fuera del reflejo del sol y observó las olas azules. En ellas se adivinaba un nervioso movimiento que pronto identificó: las aletas, finas como cuchillas, de los tiburones que cercaban el barco a medio hundir. La playa más próxima se hallaba a más de una milla de distancia. No era probable que ningún hombre lograse salvar esa distancia.
Levantó el anteojo para buscar el Gorgon en el horizonte, pero sus ojos se nublaban con la emoción. Por fin, saliendo de tras la última punta de la isla, avistó el casco oscuro y panzudo que coronaba la inmensa pirámide de trapo blanco.
Por un segundo temió que iba a perder el control y que le resultaría imposible continuar escondiendo la emoción ante los que le rodeaban.
Una voz estentórea rugió cerca de él:
— ¿Qué diablos ocurre aquí?
El torso del teniente Tregorren sobresalía de la escotilla principal. Con su cara gris y marcada de viruela, su pelo crespo y sucio de vino y otras porquerías, parecía más un cadáver surgido de las profundidades del infierno que un ser humano.
Su visión inundó el cuerpo de Bolitho de un alivio parecido a la locura. Tenía ganas de reír y de llorar. La visión de Tregorren, con aquel aspecto inhumano, le recordó que había actuado sin ninguna ayuda durante toda la contienda: sus reservas se rompieron por fin.
—Le pido disculpas si le hemos molestado, señor —respondió con voz temblorosa.
Tregorren se enfrentó con él, intentando enfocar sus ojos furiosos y enrojecidos.
— ¿Molestarme?
—Sí, señor. Acabamos de hundir un buque pirata.
Starkie vio lo que le ocurría a Tregorren y no perdió la calma.
—Avisen al señor Edén —dijo con parsimonia—. Me temo que el teniente va a sufrir una recaída.