7
UNA TRAGEDIA
Observando cómo el Avenger se abría camino entre las abruptas crestas, Bolitho apenas podía contener su ansiedad. Le parecía que el cúter producía un auténtico escándalo y, aun sabiendo que el fragor del mar sofocaba en menos de cien metros cualquier ruido, no hallaba forma de tranquilizarse. El gorgoteo del agua contra el casco, la tensión del paño de las velas y las vibraciones de cabuyerías y jarcias se sumaban en un concierto in crescendo.
Ya se habían aferrado la gavia y el foque. Aun navegando sólo con la mayor y la vela trinqueta, el Avenger abultaba lo bastante como para ser visto por un contrabandista ojo avizor.
Ya había predicho Gloag que la noche sería clara. Ahora, con los ojos ya habituados a la oscuridad, la atmósfera parecía aún más brillante. Sin una nube en el cielo, un millón de estrellas centelleaban y se reflejaban en la espumante agua. Mirando hacia el firmamento, las velas parecían enormes alas temblorosas.
Uno de los hombres, inclinado sobre una pieza de seis libras, alargó el brazo.
— ¡Allí, señor! ¡Justo por la amura de sotavento!
Las siluetas desfilaron por la cubierta, figuras de una danza mil veces ensayada. Sonaron los chasquidos de los anteojos; se oían las voces quedas de los comentarios. Algunos hombres especulaban sobre lo visto, otros mostraban su envidia hacia el afortunado que recibiría una guinea de oro.
—Una goleta —dijo Hugh Bolitho—. No lleva luces. Y por cierto, lleva todo el trapo arriba.
Plegó su anteojo de un golpe.
—Buena suerte para nosotros, pues su aparejo debe crujir más que el nuestro. —Se sumió un momento en sus reflexiones y luego ordenó—: Gobierne una cuarta más a barlovento, señor Gloag. No quiero que ese diablo se nos escape. Mientras podamos, mantendremos la posición a barlovento.
Las voces recorrieron la cubierta repartiendo instrucciones. Pronto gemían en los motones los cordajes que modificaban la forma de las velas. La enorme vela mayor tembló y golpeó unos instantes antes de llenarse de nuevo de viento, ya en el nuevo rumbo.
Bolitho, que vigilaba la aguja del compás, oyó la voz ronca del timonel:
—Este y una cuarta Sureste, señor.
—A sus puestos en la batería de babor. —Hugh parecía completamente absorto por la acción—. Abran las portas.
Las portas que protegían los cañones se levantaron y dejaron ver el brillo de la cabalgata de espuma. Con la fuerte escora del Avenger, a veces entraba el agua, y casi se sumergían los cañones de seis libras y los amenazadores morteros.
En otro momento Bolitho se hubiese sentido como debían sentirse los hombres que le rodeaban, listos para luchar, el ánimo tenso, tensos ante la proximidad de la batalla. Pero en aquella ocasión sus pensamientos no le abandonaban: los hombres que conducían las carretas, la escolta muy inferior en número a los atacantes, el horror de un ataque por sorpresa.
Una luz brilló en la oscuridad y le hizo creer, por un instante, que un marino negligente había dejado caer la linterna sobre la cubierta del otro velero. Luego oyó a lo lejos como un crujido, parecido al de un fruto seco al partirse, y adivinó enseguida. Era un disparo de pistola. Una señal, un mensaje. Ya no importaba saber su significado.
— ¡Timón a la banda, señor Gloag!
La voz de Hugh sonó esta vez poderosa, ya sin la necesidad del disimulo. Los hombres del timón obedecieron sobresaltados.
— ¡Todo el mundo listo en cubierta!
Otros destellos revelaron que disparaban contra ellos, aunque más que herir a alguien a bordo lo que lograron fue revelar mejor la forma y tamaño del barco enemigo.
La distancia se reducía por momentos. El cúter, con sus velas abiertas hacia sotavento, caía sobre la sombra del barco cual ave de presa. Pocos momentos después divisaron, en medio de la oscuridad, las velas desordenadas de la goleta que intentaba virar de bordo para esquivar el ataque.
Bolitho observó a su hermano erguido junto a la brazola de barlovento, con un pie apoyado en una bita, como si se tratase de un espectador en una regata.
— ¡Tiro horizontal, señor Truscott! ¡Con el balance!
Hubo un momento de pausa, en que viento y oleaje trajeron gritos más o menos amortiguados mezclados con un estridente sonido de metal.
— ¡Fuego!
Menos de setenta yardas separaban los dos cascos. Los cañones de babor retrocedieron tirando de sus palanquines, escupiendo fuego cegador, con una explosión ensordecedora. Comparada con la potencia de estallido de los grandes cañones de un navío de línea, la voz aguda de los pequeños seis libras del Avenger apenas parecían arañar el interior del cerebro.
Bolitho intentó imaginar el efecto de la ráfaga de metralla y granadas explosivas sobre la cubierta del otro velero. Oyó el estrépito de un mástil que se derrumbaba y vio, junto a la masa oscura del casco de la goleta, los surtidores de agua causados por las piezas de madera o, por qué no, los hombres que caían a la mar cual frutas maduras.
— ¡Limpien cañones! ¡Carguen!
Hugh Bolitho acababa de desenvainar su sable, que en el resplandor del firmamento brillaba como una lámina de hielo. Era la misma arma que usó días antes en un duelo. Aunque antes hubo otros similares, recordó con desánimo Richard.
— ¡Fuego!
De nuevo los destellos de disparos, tras la segunda andanada que sacudió el casco del Avenger como un enorme puñetazo, mostraron que los contrabandistas no estaban dispuestos a rendirse así como así.
— ¡Listos para el abordaje! —gritó Hugh Bolitho, sin siquiera prestar atención a un hombre que, alcanzado en el cuello por una bala de mosquete, se derrumbaba entre convulsiones sobre la cubierta.
Cuántas veces debían haber practicado ese mismo ataque, calculó Richard empuñando a su vez el alfanje. Los servidores de los cañones soltaron sus herramientas y tomaron machetes, hachas y lanzas, mientras el resto de la dotación se aprestaba junto a las drizas para maniobrar. En el mismo instante en que los cascos colisionaron, las velas del Avenger parecieron desaparecer como por milagro. El velero mantuvo durante un momento la arrancada que conservaba del empuje del viento y luego se pegó sobre el costado del otro, frenando con una sacudida.
Al aferrar todas las velas se reducía el riesgo de desarbolar, y tampoco podía el casco rebotar ni separarse de su adversario. Así, enseguida surgieron en la oscuridad los ganchos que se aferraban a la jarcia, y los disparos y los gritos llenaron el espacio entre los dos cascos. Los primeros hombres treparon por la borda.
— ¡Atrás, muchachos! —aulló Pyke.
También ésa era una estratagema ensayada. Los hombres, gritando, retrocedieron hacia el centro del Avenger casi al mismo instante en que dos morteros colocados en su castillo de proa arrojaban su fuego y diezmaban la masa de enemigos apilados un segundo antes en la borda para repeler el ataque.
Hugh Bolitho alzó su sable.
— ¡Ahora! ¡A por ellos, muchachos!
A continuación saltó y lanzó un golpe de sable sobre un adversario, al tiempo que atrapaba a uno de sus propios hombres que estaba a punto de caer en el espacio que separaba los dos cascos.
Richard Bolitho corrió hacia el castillo de proa agitando su espada en dirección al último grupo de hombres.
La banda se lanzó al abordaje en medio de un concierto de aullidos. Junto a Bolitho se derrumbó un hombre sin proferir ni un grito; otro se llevó la mano a la cara, con un agudo jadeo, tras ser empalado por una lanza que provenía de la oscuridad.
Los hombres de Richard avanzaron en prieta fila por la cubierta de la goleta, animados por los gritos de los marineros que permanecían a bordo y que advertían de los peligros o disparaban con puntería sus pistolas y mosquetes.
Los zapatos del guardiamarina resbalaban sobre los restos humanos dejados por el mortífero disparo de los morteros. Mantuvo la guardia alzada y buscó el punto débil de la defensa enemiga, apartando su mente de todo lo que no fuesen las caras que se acercaban y huían ante él y el chirrido de los aceros.
Vio por encima de las cabezas y hombros de los ruidosos combatientes las solapas blancas del uniforme de su hermano; la voz del comandante animaba a los hombres a avanzar para dividir al enemigo en grupos más pequeños e indefensos.
— ¡Ésta va por Jackie Trillo, canalla! —tronó una voz al tiempo que un machete barría el aire como una guadaña y casi arrancaba de sus hombros una cabeza.
— ¡Ríndanse! ¡Arrojen sus armas al suelo!
Todavía cayeron algunos hombres más, y por fin el choque metálico de machetes y lanzas apilándose sobre los cuerpos heridos indicó que los restantes se rendían.
Richard vio cómo su hermano apuntaba con su sable a un hombre cercano a la rueda.
—Ordene que sus hombres suelten el ancla. Si intenta alguna jugarreta le haré amarrar y azotar. —Envainó su sable, tras lo cual añadió—: Y luego le haré colgar.
Bolitho se acercó con rapidez.
— ¡Esta frase se oirá en todo Cornualles! —Hugh pareció no oír lo que decía su hermano—. Como me suponía, no son franceses. Hablan con el acento de las gentes de las Colonias.
Hugh se volvió de golpe y asintió.
—Sí, tienes razón. La presa quedará aquí fondeada y bajo vigilancia. Que traspasen dos morteros a bordo y los apunten hacia los prisioneros. Dejaré a un suboficial como responsable. Él sabrá tratarles como merecen. ¡Preferirá morir a presentarse ante mí si se le escapan!
Richard, con la mente aún revuelta, observó la actividad de su hermano. Impartía órdenes, respondía preguntas, agitaba las manos para enfatizar sus instrucciones o subrayar lo que quería que se hiciera.
— ¡El ancla está en el fondo, señor! —gritó Pyke.
—Muy bien.
Hugh Bolitho se acercó a la borda.
—La gente restante, síganme. ¡Señor Gloag! ¡Suelte los ganchos de abordaje y despliegue velas, por favor!
De nuevo gimieron motones y cordajes, y las velas se izaron con formas fantasmagóricas por encima de la goleta triturada por los proyectiles. El Avenger se separó lentamente de su presa al tomar viento el trapo; despacio al principio, luego ya con más arrancada, su casco abrió la proa y se separó; pronto las velas se hincharon por completo y el cúter quedó totalmente libre.
— ¿Rumbo, señor? —preguntó Gloag, que examinaba atento las velas—. Hay bastantes peligros por esta zona.
—Coloque a un hombre con un escandallo junto a la cadena, por favor. Que no deje de sondar el fondo. En cuanto tengamos cuatro brazas de agua soltaremos nuestra ancla y arriaremos los botes. —Se dirigió a su hermano—. En tierra nos dividiremos en dos grupos y cortaremos el camino.
—A la orden, señor.
Hugh sorprendió a Richard dándole una palmada en el brazo.
— ¡Ánimo, hombre! Hemos apresado un barco repleto de contrabando, por lo que he visto, y eso perdiendo sólo un puñado de hombres. ¡Las cosas hay que hacerlas de una en una!
A medida que el camino del cúter le acercaba a la costa, el canto monótono del sondador avisaba del peligro creciente. Finalmente, alcanzaron una entrada, flanqueada por olas rompientes, al fin de la cual se adivinaba la sombra del farallón. Allí fondearon. De no ser por la aprensión de Gloag y sus incansables advertencias, Hugh hubiese mandado llegar aún más cerca de tierra. A Richard de eso no le cabía la menor duda.
En aquel momento no envidiaba la responsabilidad del piloto. Con el Avenger fondeado entre bancos de arena y rocas afiladas, y contando con una dotación mínima, incapaz de maniobrar aprisa si el viento refrescaba de nuevo, sólo un mago podría evitar que el barco garrease y acabase embarrancando.
Si Hugh Bolitho era consciente de ello, lo disimulaba muy bien.
Se arriaron los botes y la mayoría de los hombres restantes embarcó en ellos para dirigirse a la playa más próxima. Iban cargados hasta la borda, hundidos por el peso de los marineros armados hasta los dientes. A bordo del Avenger quedaba sólo un mínimo retén.
A medida que los remos se hundían en el agua y volvían a salir, Bolitho notó el silencio en la costa que surgía de la noche y les envolvía. Le habría bastado oír algún disparo. Pero la gente que desde tierra hacía señales al barco contrabandista, así como cualquiera relacionado con ella, había ya desaparecido. A aquellas alturas debían de estar ya en sus chozas, o huían a toda velocidad hacia sus escondites.
Una vez alcanzada la pequeña playa, que la resaca llenaba de un fragor amenazador, Hugh formó las columnas y repartió instrucciones:
—Aquí es donde nos dividimos, Richard. Yo me dirigiré hacia la derecha, tú hacia la izquierda. La orden es disparar contra cualquiera que no responda al darle el alto. —Hizo una señal a sus hombres—: Nosotros delante.
Los marineros iniciaron la ascensión por la ladera de la playa formados en dos largas columnas; aunque al ponerse en marcha temían todavía recibir algún disparo, pronto comprobaron que estaban completamente solos.
Richard Bolitho alcanzó la estrecha senda costera y notó el viento que azotaba sus piernas. La columna de hombres avanzaba a toda prisa por ambos costados. A lo mejor las carretas estaban a salvo: ¿habrían pasado ya por aquel trecho de camino? El pavimento no mostraba marcas de ruedas pesadas, que habrían dejado los carruajes con su carga de armas y munición.
Un marinero llamado Robins levantó su mano.
— ¡Señor! —llamó, y Bolitho corrió hacia donde se hallaba—. ¡Se acerca alguien!
Los hombres se repartieron a ambos lados del camino, disimulándose entre los matojos. Bolitho oyó el chasquido metálico de los seguros de los mosquetes, puestos a disparar.
Robins y Bolitho esperaron quietos al resguardo de un arbusto de tronco retorcido por el viento.
—Parece un hombre solo, señor —dijo en voz queda el marinero—. Por como suena, parece borracho. —Sonrió—. ¡No ha estado tan ocupado como nosotros!
Su sonrisa se heló al oír los gemidos de dolor del hombre que se aproximaba.
Le vieron entonces tropezando por el camino, a punto de caerse a cada paso que daba en su intento de avanzar rápido. No era raro que Robins le hubiera tomado por un borracho.
— ¡Dios mío! —exclamó Robins—. Señor, ¡es uno de los nuestros! ¡Billy Snow!
Antes de que Bolitho le retuviera, el hombre se abalanzó sobre la sombra que se balanceaba sobre el camino y la recogió en sus brazos.
— ¿Qué te ocurre, Billy?
El hombre, ladeándose, gimió con voz entrecortada:
— ¿Dónde estabais, Tom? ¿Dónde os habíais metido?
Richard Bolitho y sus hombres ayudaron a Robins a acostar al soldado sobre la hierba. Parecía un milagro que hubiese llegado tan lejos. Mostraba varios cortes y heridas profundas, y su ropa estaba empapada de sangre.
Mientras ellos se afanaban intentando taponar las heridas, Snow explicó:
—Todo iba muy bien, señor, hasta que vimos los soldados que venían por el camino como una carga de caballería.
Soltó un súbito sollozo. Alguien dijo a su costado:
— ¡Cuidado con esa herida, Tom!
—Algunos de nosotros soltamos gritos de bienvenida —continuó el herido con voz confusa— y bromas, y el señor Dancer se adelantó para recibirles.
Bolitho se agachó hasta alcanzar el aliento del herido. Sentía el desespero del hombre y la proximidad de la muerte.
—Y luego... y luego...
—Tranquilo, sin prisas —dijo Bolitho apretando su hombro—. Tómate tiempo.
—Sí, señor.
Sus facciones, iluminadas por el extraño resplandor de las estrellas, parecían de cera. Sus ojos se cerraban, los párpados apretados. Lo intentó de nuevo.
—Nos alcanzaron desde sus caballos y nos destrozaron a sablazos, sin darnos ni una posibilidad. Todo ocurrió en un minuto.
Tosió violentamente y Robins musitó a su lado:
—Se nos va, señor.
— ¿Y los demás? —preguntó Richard Bolitho. Su cabeza tembló con dolor, igual que la de una marioneta.
—Más atrás, por el camino. Muertos, o malheridos, imagino, aunque algunos huyeron hacia la costa.
Bolitho sintió que le escocían los ojos y tuvo que apartarse. Por supuesto que los marinos huyeron hacia la costa. Ante un ataque a traición, el mar era el único lugar seguro que conocían.
—Ha muerto, señor.
Quedaron un momento todos en pie, alrededor del fallecido. ¿Hacia dónde se dirigía? ¿Cuál había sido su esperanza en aquellos últimos momentos?
—Se acerca el comandante, señor.
Hugh Bolitho surgió de la oscuridad seguido de su batallón de hombres. El camino quedó en un instante lleno de gentes. Todos observaban el cadáver.
—O sea, que no hemos llegado a tiempo. —Hugh se inclinó sobre el hombre muerto—. Snow. Un valiente. —Se incorporó con rapidez y añadió bruscamente—: No perdamos más tiempo.
Se alejó caminando por el centro del camino, con la espalda erguida. Completamente solo.
No tardaron en hallar al resto de los hombres. Yacían repartidos por los márgenes del camino y la pendiente rocosa que lo reseguía; otros cuerpos habían caído rodando por la ladera que descendía hacia el mar.
Por todas partes se veía sangre; los marineros prendieron sus linternas y, a su resplandor, los ojos de los cadáveres brillaron como en un último esfuerzo, maldiciéndoles por la traición.
Tanto las carretas como las armas de la escolta se habían desvanecido. Viendo que faltaban hombres entre los cadáveres, Bolitho dedujo que algunos de ellos habían huido en la oscuridad, mientras otros fueron llevados prisioneros con algún horrendo propósito. Y eso ocurría en Cornualles. Su propia tierra. A menos de quince millas de Falmouth. Aunque, en ese litoral tan torturado y salvaje, esas quince millas equivalían a cien.
Por el margen del camino se aproximó una sombra en que Bolitho reconoció a Munford, asistente del contramaestre. El hombre le mostró un sombrero de oficial que tenía en la mano y dijo con dificultad:
—Creo que pertenece al señor Dancer, señor.
Richard Bolitho agarró el sombrero y lo palpó. Estaba frío y empapado.
El grito de un marinero herido, escondido entre los repliegues de roca que coronaban el camino, atrajo a varios hombres.
Bolitho, que iba hacia allí para ver si podía ayudar, se quedó de pronto paralizado. El resplandor de la linterna de Robins, mantenida en alto para iluminar el camino hacia el herido, había de pronto descubierto una piel pálida escondida entre la hierba.
—Un momento, señor —dijo con voz furiosa Robins—, déjeme mirar.
Juntos descendieron por la hierba resbaladiza. El haz de luz se reflejó débilmente para descubrir el cuerpo caído. Era el mismo pelo rubio que Bolitho había entrevisto, aunque desde más cerca se advertía la sangre que lo empapaba.
—No se mueva.
Agarró la linterna y recorrió los pasos que faltaban. Con las dos manos logró dar la vuelta al cuerpo, y de pronto dos ojos fríos parecieron fijarse en él con odio.
Soltó su presa, avergonzado del alivio que sentía. No era Dancer, sino uno de los carabineros, al que varios golpes de sable habían alcanzado en su huida.
La voz de Robins preguntó desde lo alto:
— ¿Está bien, señor?
Combatió la náusea que le invadía y asintió:
—Ayúdeme a levantar a este desgraciado.
Horas más tarde, agotados y llenos de desánimo, los marineros se reagruparon en la playa bajo la primera claridad del alba.
Se contaban otros siete supervivientes, algunos hallados entre los heridos y otros, escondidos en la espesura, que salieron de sus escondites al escuchar las voces amigas. Martyn Dancer no se hallaba entre ellos.
—Mientras esté vivo queda la esperanza, señor Bolitho —gruñó ásperamente Gloag al subir al bote.
Bolitho observó el bote que retornaba a la playa. Sentado sobre el banco de popa venía Peploe, el velero del cúter, acompañado de su segundo. Ellos serían los encargados de coser las fundas de lona en que se enterraban los cadáveres.
Pagarían muy cara la acción de aquella noche, pensó Bolitho con desesperación. Se acordó del cuerpo de piel pálida y pelo rubio, y de cómo su pánico se había tornado en esperanza al descubrir que no era el de su amigo.
Ahora, sin embargo, contemplar la sombría línea de la costa y las minúsculas figuras que pisaban la playa traía a su mente una nueva ración de malos presagios.