4

SIN ALTERNATIVA

El teniente de navío Hugh Bolitho reposaba bien apoyado en un rincón de la baja cabina del Avenger. Uno de sus pies, proyectado contra la cuaderna, le mantenía estable. El casco entero del cúter crujía y gemía en un canto singular, que su perezoso avance contra el viento, en medio de una cortina de agua nieve, provocaba.

Le acompañaban los dos guardiamarinas más Gloag, el piloto en funciones, y Pyke, el contramaestre de cara traviesa. El estrecho espacio de la cámara se había llenado de la pesadez de la humedad, que acompañaba al aroma de brandy.

Bolitho ya no recordaba la última vez que tuvo una pieza de ropa seca. Hacía ya dos días que el Avenger ceñía contra el viento o corría con él al través del litoral de Cornualles. No había logrado dormir más que algunos minutos de una sola tirada. Hugh parecía no descansar jamás. Continuamente exigía apostar nuevos vigías y examinar nuevos pasos, por más que resultase impensable que alguien se hiciera a la mar en aquel tiempo, salvo algún poseso como él.

Y aunque en la oscuridad de la noche fuese imposible adivinar la tierra, todos ellos notaban su presencia, y sentían que no era amiga sino traidora y malévola, dispuesta a arrancar la quilla del buque al primer error que cometiesen.

A Bolitho le impresionaba la calma mostrada por su hermano y la seguridad con que planteaba sus ideas y órdenes, fuera de toda duda. Era obvio que Gloag confiaba en el sentido común de su superior, aun pudiendo, por edad, ser su padre.

Hugh se explicaba:

—Mi plan era mandar una misión a tierra, o quizá desplazarme yo en persona, para hablar con el confidente. Pero la meteorología no comparte mis ideas. En este tiempo un bote podría zozobrar fácilmente. Aparte de que se perdería el efecto sorpresa.

Bolitho examinó a Dancer. ¿Le resultaban esas tácticas tan extrañas como a él? Confidentes, desembarcos a escondidas, citas en la oscuridad... eso no ocurría en la Armada que ellos conocían.

—Conozco bien el rincón, señor —dijo Pyke con franqueza—. Muy cerca de donde hallaron el cuerpo de ese tal Morgan, el agente de impuestos. Un punto bien elegido para sacar a tierra cualquier mercancía.

Los ojos de Hugh se fijaron en él con curiosidad.

— ¿Se cree usted capaz de reunirse con ese personaje? Al fin y al cabo si, como él dice, los pájaros ya han volado, no hay razón para que yo merodee por aquí.

Pyke mostró las palmas abiertas de sus manos.

—Puedo intentarlo, señor.

— ¿Intentarlo? ¡Maldita sea! ¡Eso a mí no me basta!

Bolitho observaba. Una vez más el genio escondido de Hugh le llevaba por mal camino. Vio el esfuerzo, casi físico, que su hermano debía hacer para serenarse.

— ¿Entiende lo que quiero decir? —preguntó el teniente.

—Sí, señor. Siempre que logremos alcanzar la costa sin hacer astillas el bote, luego nos acercamos a su choza, como usted había planeado.

Hugh asintió con fruición.

—Muy bien. Elija el pelotón y embarquen en el bote cuanto antes mejor. Consiga averiguar lo que sabe ese tipo, pero no le dé nada. Antes de eso debemos estar seguros.

Se dirigió entonces a su hermano.

—Tú, Richard, acompañarás al señor Pyke. Digamos que la presencia de mi... eh... segundo de a bordo dará más seriedad a la reunión. ¿No?

Gloag se frotó la calva con la mano.

—Voy a comprobar el horario de la marea, señor. Convendría no perder a su hermano en la primera misión, ¿no le parece? —soltó con sorna, y se levantó riendo para sí.

Su risa, sin embargo, fue interrumpida por una voz que venía de cubierta:

— ¡Rompientes por la amura de sotavento, señor!

Quien avisaba era Truscott, el cabo de cañones, que había quedado al cargo en cubierta mientras sus superiores discutían los asuntos de estrategia.

—Esta costa está infestada de arrecifes —masculló Hugh Bolitho—. Señor Dancer, suba a cubierta. Que suelten las trincas del bote. Haga formar el pelotón que bajará a tierra. Ocúpese de que vayan armados, pero vigile que nadie salte al bote con sus armas de fuego cargadas. No quiero que a un idiota asustado se le escape un tiro por error.

Miró a Dancer con ojos chispeantes:

—Responderá de ello ante mí.

Tras ello su expresión se relajó.

—Eso es cuanto podemos hacer. Según dicen, depositaron un cargamento de mercancías de contrabando en la ensenada situada al nordeste de donde vais a desembarcar. También cuentan que el cargamento permanecerá allí hasta que sus dueños estén convencidos de que el Avenger ha levantado el vuelo.

Dio un violento puñetazo sobre la mesa.

— ¡Dicen y cuentan muchas cosas, pero nunca nada que valga la pena!

—Es un buen plan, señor —dijo con calma Pyke—. Por si acaso, me llevaré un par de ciempiés.

— ¡Bote listo, señor! —gritó una voz desde el exterior—. ¡Con todos los respetos del señor Gloag, si por favor el joven caballero puede subir a cubierta enseguida!

—De inmediato —asintió Hugh, que abrió el camino de subida a cubierta.

La humedad mordió a Bolitho en lo más profundo de sus huesos. La vida regalada de los días en casa, si bien corta, había bastado para mellar su resistencia. Tras cuarenta y ocho horas de mar y viento se sentía flojo y bajo de moral.

Se asomó hacia el bote que saltaba en el agua, junto a la borda. La noche era tan negra que costaba adivinar su forma. No era más que una masa oscura, zarandeada en medio de una masa de espuma blanca.

Sintió que Dancer corría a su costado.

—Me gustaría acompañarte.

Bolitho le apretó el brazo.

—A mí también. Entre esta gente me siento como un auténtico novato.

Su hermano avanzó por la tablazón resbaladiza.

—Procedan de inmediato. Adelante, contramaestre.

Esperó a que Pyke desapareciese por la borda y advirtió a Bolitho:

—Mantén los ojos bien abiertos. Me acercaré a la costa tan pronto como pueda. En cualquier caso, cuando rompa el alba estaré cerca de aquí. Si hay algo de cierto en las informaciones que me han dado, aún tenemos alguna posibilidad.

Bolitho pasó su pierna por encima de la orla. Dejó que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Un paso en falso y el agua le arrastraría como una corteza de árbol perdida en un torrente.

Sueltas ya las amarras, el bote se apartó del Avenger sin darle tiempo ni a recuperar el aliento. Pyke, manejando con una mano la caña del timón, oteaba por encima de las cabezas de los remeros buscando un camino en la raya de olas rompientes que tenía a proa.

—Señor Pyke, ¿qué son los ciempiés? —preguntó Bolitho, deseando calmar sus nervios con la conversación.

El primer remero mostró una sonrisa malévola que hacía destacar sus blancos dientes en la oscuridad.

— ¡Éstos, señor! —señaló con una patada de su pie, antes de aplicar el peso de su cuerpo al ritmo de sus compañeros.

Bolitho se agachó para tocar lo que había señalado el marino. Eran dos enormes hongos de metal, como anclas para bote, pero distintos a los que hasta entonces había visto: de todo su perímetro sobresalían varios ganchos, curvados hacia arriba, parecidos a anzuelos.

Pyke le explicó sin quitar su vista de la línea de costa:

—Esos condenados contrabandistas hunden el cargamento para esconderlo mientras hay vigilancia en la costa. En cuanto se creen seguros, lo izan a bordo y lo llevan a tierra. Con esos ciempiés puedo rastrear el fondo y hallar cualquier cosa que tengan por ahí. —Su risa era hueca, casi sin sonido—. En mis tiempos no hacía otra cosa.

— ¡Tierra a proa, señor! —avisó el proel.

El bote se deslizaba por el seno de una ola, rodeado de espuma que hervía entre las palas de los remos y rebotaba hacia los remeros ya empapados.

— ¡Alto todos!

Una roca alta y pulida desfiló por el costado de estribor; una vez pasada, el sonido de los rompientes pareció alejarse.

El bote varó en arena dura con un choque seguido de un violento temblor. Algunos hombres, caídos al agua por la violencia del impacto, soltaron retahílas de maldiciones. Otros se afanaban sobre la orilla para dirigir la proa y evitar los cascotes.

Bolitho intentaba controlar el castañeo de sus dientes. Se esforzaba en creer que tanto Gloag como Pyke sabían lo que se hacían; el plan ideado por su hermano debía tener algún sentido. Sin duda aquella ensenada, que a él le parecía idéntica a cualquier otra, era la especificada para la cita.

Pyke gruñó, aunque resultaba difícil decidir si de satisfacción o de disgusto.

—Dos hombres de guardia junto al bote —ordenó—. Ya pueden cargar sus armas. —Luego señaló hacia la oscuridad de la tierra firme y dijo:

—Ashmore, quédese de centinela. No quiero que ningún entrometido se acerque por aquí.

— ¿Y si viene alguno, señor? —inquirió el invisible Ashmore.

— ¡Ábrale la cabeza, como hay Dios!

Pyke se ajustó el cinto.

—El resto vendrán conmigo —dijo, para añadir dirigiéndose a Bolitho—: En una noche así, ningún problema.

Los copos de nieve revoloteaban a su alrededor. Se abrieron camino, lentamente, por un resbaladizo sendero que trepaba en zigzag por el acantilado. En un paso particularmente difícil, Bolitho se detuvo a darle la mano a un marinero que le seguía y pudo ver por debajo, a metros de distancia, el mar amenazador. Su negrura impenetrable brillaba cruzada por las líneas de las crestas que rompían al alcanzar la playa.

Pensó en su madre. Le parecía imposible que se hallase a unas doce millas de aquel lugar. Todo un universo separaba lo que era una distancia en línea recta de la trayectoria seguida por el Avenger para llegar a aquel punto.

Pyke parecía incansable. Sus flacas y larguiruchas piernas trepaban por el sendero como si lo hubiesen hecho todos los días de su vida.

Bolitho intentó olvidar el frío y el agua nieve que cegaba la vista. Cada paso era como andar hacia el abismo.

Topó con la espalda de Pyke. El contramaestre, inmóvil en el sendero, avisaba siseando:

— ¡Quietos! La choza está por ahí arriba, no muy lejos.

Bolitho acarició con los dedos el puño de su sable envainado; luego aguzó el oído para intentar oír algo.

Pyke hizo un gesto.

—Por aquí.

E inmediatamente prosiguió la marcha por el camino, más llano ahora que los hombres dejaban atrás la vertical del mar.

Bajo la cortina de aguanieve que caía sin cesar, la choza sobresalía como una roca pálida. Tendría el tamaño de una única habitación, pensó Bolitho. Sus paredes eran bajas. En vez de tejado tenía una cubierta de ramaje espeso. Las ventanas no eran más que irregulares orificios.

¿Quién podía desear vivir allí? El poblado más cercano debía de estar a varias horas de camino.

Pyke observaba la construcción con un interés profesional.

—El hombre se llama Portlock —informó a Bolitho—. Hombre de mil oficios y ninguno bueno. Es cazador furtivo, sirve de señuelo para los jugadores, da pistas falsas a los vigilantes del gobierno, y también a veces denuncia a sus compañeros.

El contramaestre soltó una corta risa y añadió:

—Lo que no entiendo es cómo ha salvado el cuello hasta ahora. —Suspiró y repartió órdenes—: Robins, aváncese cien metros por el sendero y apóstese. Coote, rodee la choza. No hay ninguna puerta en la parte de atrás, pero por si acaso.

Finalmente se volvió hacia Bolitho:

—Será mejor que usted llame a la puerta.

— ¿No dijo que había que intentar hacer la operación a escondidas?

—Todas las cosas tienen dos caras —explicó Pyke, aproximándose hacia la puerta del chamizo—. Hasta aquí hemos llegado sanos y salvos. Pero piense que es muy posible que alguien nos observe, señor Bolitho. Tenemos que representar la comedia. ¡Si actuamos sin disimulo la cabeza del tal señor Portlock puede rodar muy fácilmente!

Bolitho asintió en silencio. Era una nueva lección.

Desenvainó entonces el sable curvado y, tras un momento de vacilación, golpeó violentamente la puerta con la empuñadura.

Nada ocurrió durante unos instantes. Sólo el batir de la lluvia sobre el enramado y en las ropas de los hombres rompía el silencio, acompañado de los jadeos de los marineros.

Luego, una voz asustada preguntó:

— ¿Qu... quién llama a estas horas?

Bolitho tragó saliva con fuerza. Tras las descripciones de Pyke, esperaba la respuesta de una voz ronca y amenazadora. En cambio la respuesta venía de una mujer, que por su tono parecía joven, y por ende asustada.

Notó a su alrededor la expectación creada entre los hombres.

— ¡Abra la puerta, señora! ¡En el nombre de Su Majestad el Rey!

Alguien tiró, despacio y con temor, la hoja de la puerta hacia el interior de los muros. Una linterna sucia de hollín iluminaba con resplandor naranja a la altura de los pies. Pyke empujó el batiente con impaciencia y penetró al interior.

—Uno de guardia fuera —ordenó, agarrando la linterna y agitándola a su alrededor—: ¡Esto parece una tumba!

Bolitho contuvo el aliento ante el aspecto interior de la choza, que la lámpara dejaba ver en su desnudez.

Aun en la penumbra reinante se distinguía la suciedad. El suelo estaba cubierto de viejas cajas y barriles rotos. Contra las paredes, y también cerca de las cuatro ascuas que quedaban del fuego, se veían pilas de desechos del mar y madera traída por las olas.

Bolitho examinó a la chica que había abierto la puerta. Más que vestido llevaba cuatro harapos; sus pies, a pesar del frío del suelo de tierra, se veían desnudos. Se sintió enfermo. La muchacha tendría la misma edad que Nancy.

Junto a la pared del fondo esperaba un hombre; supuso que se trataba de Portlock. Su aspecto coincidía con lo imaginado por Bolitho: brutal, de facciones ásperas, un hombre capaz de cualquier cosa por un puñado de monedas.

— ¡Yo no he hecho nada! —clamó con voz ronca el hombre—. ¿Con qué derecho invaden mi casa así, a estas horas?

Viendo que nadie le respondía se envalentonó y pareció crecerse.

— ¿Qué clase de oficial se cree usted? —gritó.

Se enfrentó a Bolitho con ojos tan llenos de odio y maldad, que el guardiamarina casi notaba su fuerza.

— ¡A mí no me da órdenes un mozo!

Pyke, como una sombra, cruzó la estancia. Su primer puñetazo doblegó las rodillas de Portlock, que jadeó rendido en el suelo. El segundo le tumbó de costado. Un hilo de color escarlata asomó por la comisura de su labio.

Pyke no había perdido la compostura.

— ¿Qué te parece? Ese lenguaje sí lo entiendes, ¿verdad?

Se tiró atrás, en guardia sobre la punta de sus pies, mientras Portlock se alzaba del suelo gruñendo.

—En adelante sabrás que hay que respetar a los oficiales de Su Majestad, sea cual sea su edad. ¿Entendido?

Bolitho sintió que las cosas escapaban a su control.

—Usted sabe a qué hemos venido —dijo al hombre.

Los ojos de éste le vigilaban; en un instante pasaron de la furia al servilismo más abyecto.

—Tenía que asegurarme, joven señor.

Bolitho se volvió hacia la puerta, furioso y asqueado.

—Oh, haga las preguntas, no pierda tiempo.

Notó que una mano agarraba la manga de su casaca. Vio que la chica estrujaba la tela empapada, y en su mirada apreció la compasión que una madre mostraría por su hijo.

— ¡Aparta de aquí, bruja! —exclamó un marinero. Luego, dirigiéndose a Bolitho, explicó—: No es la primera vez que veo esos ojos de lástima, señor. ¡Los ponen igual cuando arrancan la ropa de los condenados al cadalso!

—O de los desgraciados a quienes el temporal ha arrojado sobre la costa, ¿no es cierto? —masculló Pyke con ira contenida.

— ¡Yo, de eso que dicen no sé nada de nada, señor! —clamó Portlock.

—Eso ya lo veremos. —Pyke clavó su mirada en el forajido—. Dime, ¿sigue el cargamento donde lo dejaron?

Portlock asintió fijando sobre el contramaestre una mirada de conejo herido.

—Sí, señor.

—Bien. ¿Cuándo vendrán a recogerlo? —Su voz sonaba ahora recia y sin fisuras—. No me mientas.

—Mañana por la mañana. Cuando baje la marea.

Pyke se volvió hacia Bolitho.

—Le creo. Durante la bajamar resulta más fácil atrapar los fardos usando el gancho. —Hizo una mueca—. Y los buques del gobierno tienen que alejarse para encontrar aguas profundas.

—Reunamos nuestros hombres, entonces —dijo Bolitho.

Pyke permanecía observando al confidente. Tras un momento le dijo:

—Tú te quedas aquí.

—Pero ¿y mi dinero? —protestó Portlock—. ¡Me prometieron...!

— ¡Al diablo su dinero! —Bolitho no pudo contenerse, aun sabiendo que Pyke le contemplaba con una cierta dosis de diversión— ¡Si nos traiciona, esté seguro que morirá de igual o peor manera que los de la banda a quien está traicionando ahora!

Miró entonces a la chica. Su mejilla mostraba una herida de feo aspecto; en sus labios se veían sabañones causados por el frío. Viendo que él alargaba la mano para consolarla se apartó furiosa, y le hubiese escupido de no interponerse en su camino un fornido marino.

Pyke abandonó la choza y se enjuagó la cara.

—Ahórrese la compasión, señor Bolitho. De la chusma sólo puede nacer chusma.

Bolitho anduvo a su costado. Las andanadas disparadas por una batería de navío de línea se sentían ahora más lejos que nunca, al igual que las pirámides de velas con cinco vergas cruzadas. Éste era el reino de la inmundicia, de la miseria más tremenda; cualquier asomo de decencia era considerado debilidad por esa gentuza.

—Larguémonos de aquí, pues —oyó que decía su propia voz—. No aguanto más este lugar.

La nieve se arremolinó saludando al pelotón de marineros. Un instante después, cuando Bolitho se volvió a mirar para atrás, la choza ya había desaparecido.

—Tanto da esperar aquí como en cualquier otro lugar.

Pyke se frotó las manos y echó aliento sobre sus palmas, intentando calentarlas. Era la primera ocasión en que demostraba estar incómodo.

Bolitho sentía que sus pies se hundían en el lodo y la hierba semihelada; por todos los medios intentaba no pensar en la sopa caliente de la señora Tremayne, o los vasos de leche azucarada que le traía a la cama por la noche. En el universo sólo existía aquella noche y aquel frío. Hacía dos horas que marchaban por el borde del acantilado, vigilando continuamente el viento que parecía querer arrojarles al vacío, conscientes, todos los hombres, del frío miserable que sentían y de su absoluta dependencia del instinto de Pyke.

—La bahía está más allá —explicó éste—. No tiene mucho que ver, pero está bien resguardada por las rocas, que la esconden al mar y sólo la dejan ver a quien se acerca. Cuando baje la marea la arena estará firme y formará talud.

Agitó la cabeza como quien ha tomado una decisión, y añadió:

—A esa hora será. Aunque también podrían hacerlo otro día.

Uno de los marinos lanzó un prolongado quejido.

— ¿Qué esperabas? —regañó el contramaestre a la oscuridad—. ¿Una cama caliente y un galón de cerveza?

Bolitho desentumeció sus miembros antes de sentarse sobre un pequeño promontorio de tierra. A su alrededor se distribuyeron los hombres del destacamento, siete en total, intentando protegerse de lluvia y viento. Otros tres permanecían detrás, junto al bote. No era un grupo muy numeroso, en caso de lucha.

Aunque, también era cierto, se trataba de marinos profesionales. Duros, disciplinados, dispuestos a morir.

Pyke extrajo una botella del bolsillo de su abrigo y se la ofreció a Bolitho.

—Brandy. —Una risa silenciosa agitó su pecho—. Su hermano lo confiscó hace meses a unos contrabandistas.

Bolitho tragó y contuvo el aliento. Su garganta ardía, pero el calor sentaba bien. Pyke ofreció la botella a los hombres:

—Vayan pasando. La espera será larga.

Bolitho oyó cómo la botella pasaba de mano en mano, el sonido de los tragos y los murmullos de aprobación.

Acababa de olvidar la miseria e incomodidad cuando se incorporó de pronto:

— ¡He oído un tiro!

Pyke agarró la botella y la guardó en su bolsillo.

—Sí, señor —dijo preocupado—, un arma pequeña. —Parpadeó oteando la oscuridad cercana—. Será una embarcación. Por ahí, hacia fuera. Quizá se encuentra en dificultades.

Bolitho sintió aún más frío. Aquella costa era famosa por los naufragios. Buques que llegaban del Caribe, del Mediterráneo o de cualquier tierra lejana tras leguas y leguas de travesía, se encontraban al final de su viaje con la terrible amenaza de Cornualles.

Rocas capaces de partir en dos una quilla. Acantilados que desafiaban al más ágil nadador.

Y por si eso fuese poco, lo que había aprendido pocos días antes: el horror adicional de los raqueros que confundían a los pilotos con luces falsas encendidas en la costa, para luego saquear los buques naufragados.

Intentó consolarse pensando que se había equivocado. Pero enseguida el eco de un segundo disparo resonó en las rocas cercanas y alcanzó la ensenada.

—Debe de haberse perdido —susurró con voz firme un marinero—. Confunde el cabo de Lizard con Land's End. Ocurre con frecuencia, señor.

—Pobres diablos —musitó Pyke.

— ¿Qué podemos hacer? —Bolitho intentaba distinguir su cara en la oscuridad—. ¿No vamos a dejarles a su suerte?

— ¿Cómo sabemos que el buque va contra la costa? Y en caso de que lo haga, tampoco es seguro que se hunda. Podría varar en la playa de Porhleven, o librarse y flotar libre con la marea.

Bolitho se volvió hacia el mar. Por Dios, a Pyke no le importaba nada el destino de unos pobres marinos. Sólo estaba interesado en su misión. Una captura rápida, un suculento botín.

Imaginó el buque. Cualquier buque de vela, posiblemente con carga y también pasajeros. Algunos de ellos podrían ser conocidos suyos.

Se levantó.

—Demos la vuelta a la ensenada, señor Pyke. Desde el otro extremo estaremos más cerca del mar. Es posible que pronto el buque esté a la vista.

— ¡No servirá de nada, señor, se lo digo! —replicó Pyke, casi fuera de sí—. Lo hecho, hecho está. El comandante nos ha dado órdenes que debemos obedecer.

Bolitho tragó saliva. Sentía las miradas de los hombres fijas en él.

—Robins, baje hasta el bote y explique nuestro plan a los hombres de guardia. ¿Sabrá hallar el camino?

Bastaba con que Robins dijese que no, que se declarase ignorante, para que la iniciativa muriese antes de empezar. A duras penas recordaba algún otro nombre entre los marineros.

Pero Robins respondió con presteza.

—A la orden, señor. Sí, sé el camino. —Tras eso, vacilando, preguntó—: ¿Y luego, señor?

—Quédese junto a ellos —respondió Bolitho—. Si al romper el día avistan el Avenger, intenten por todos los medios informar a mi... al comandante de nuestro intento.

Ya estaba hecho. Había desobedecido las órdenes de Hugh, pasando por encima de Pyke y tomando él personalmente la responsabilidad de ir a buscar el buque a la deriva. No contaban con más que sus armas ligeras. Ni tan sólo llevaban los ciempiés de Pyke, con que podrían ayudar al buque a salir hacia aguas más seguras.

—Síganme, pues —ordenó con tono ofendido Pyke—. Pero sépalo usted bien, señor, yo no estoy de acuerdo con la decisión.

Avanzaron separados por el estrecho sendero; andaban silenciosos, cada cual ensimismado en sus propias meditaciones.

Bolitho recordaba el bric Sandpiper, donde junto con Dancer se había enfrentado a una nave pirata del doble de su tamaño. Ésta era una situación distinta, pero también ahí deseaba que su amigo hubiese estado con él.

Dejaron al lado un montículo de cascotes sueltos.

— ¡Mire, señor! ¡Luces! —exclamó uno de los marineros.

Bolitho las vio estupefacto, por más que ya esperaba algo parecido. Era el brillo de dos linternas algo separadas entre sí. Se divisaban a sus pies, en la pendiente que descendía hacia el mar, por el lado de la punta. Se movían muy lentamente; una de ellas estaba casi quieta.

—Imagino que las tienen montadas sobre unos ponis —avanzó Pyke—. Así, el capitán de ese buque las confunde con luces de navegación de otro barco al que cree anclado en un refugio seguro.

Pyke escupía las palabras con gesto de asco.

Bolitho imaginó la escena como si estuviese ocurriendo de veras, y él estuviese allí. Los oficiales del buque, unos segundos antes agobiados por las dudas, en estado de pánico. Y de pronto la visión de las dos luces de fondeo. Si pertenecían a un buque fondeado, allí debían de haber aguas tranquilas.

Cuando lo que les esperaba allí no eran más que rocas asesinas, y tras ellas una pandilla de facinerosos armados con garrotes y machetes.

—Hay que alcanzar esas luces —dijo—. Quizá lleguemos a tiempo.

— ¡Se ha vuelto usted loco! —replicó Pyke—. ¡Los que esperan allí abajo son un ejército armado! ¿Qué podemos nosotros contra ellos?

El cuerpo de Bolitho temblaba de arriba abajo, pero alcanzó a volverse hacia Pyke. Su voz serena y autoritaria le sorprendió a él mismo.

—Seguramente nada, señor Pyke. Pero no tenemos otra opción.

Iniciaron el descenso hacia la playa. La noche parecía más silenciosa que nunca. Todos contenían la respiración y hacían el mínimo ruido posible.

— ¿Cuándo amanecerá?

—Demasiado tarde para ayudarnos —respondió Pyke echándole una mirada furiosa.

Bolitho buscó a tientas su pistola y se preguntó si dispararía. Pyke adivinó sus pensamientos. Era de locos esperar que, con la luz del día, alcanzasen a ver el cúter y éste se acercase para ayudarles.

Pensó en su hermano Hugh. ¿Qué haría él en aquellas circunstancias? Sin duda maquinaría un plan.

—Necesitaré dos hombres —explicó en voz queda—. Nos ocuparemos de romper las linternas. Usted, señor Pyke, con el resto de los hombres, atacará antes por la ladera y creará distracción.

Sí, su hermano pondría a punto un plan parecido a ése.

Pyke se plantó ante él.

— ¡Ni siquiera conoce usted esta playa! No tiene ni un lugar donde cubrirse. Antes de que consiga usted avanzar dos pasos ya le habrán derribado.

Bolitho esperó. Sentía sobre la piel la tela de la camisa húmeda. Dentro de un rato aún estaría más fría. Y él quizá muerto.

Pyke, que percibía su desánimo, también apreciaba su determinación ante lo imposible.

—Babbage y Trillo son los mejores —concedió de pronto—. Conocen el lugar. Pero no hay ninguna razón para enviarles a la muerte.

El denominado Babbage desenvainó su pesado machete y resiguió su filo con la yema del pulgar. El otro seleccionado, Trillo, un marinero menudo y correoso, iba armado con una amenazadora hacha de abordaje.

Ambos se apartaron de sus compañeros y se colocaron firmes junto al guardiamarina. Estaban habituados a obedecer órdenes. Lo suyo era seguir a sus superiores sin protestar.

Bolitho miró a Pyke.

—Gracias —dijo simplemente.

— ¡Huh!

Pyke se dirigió a los otros:

—Síganme por aquí.

Y luego a Bolitho:

—Haré lo que pueda.

Bolitho se encasquetó fuertemente el sombrero. Empuñó el sable con una mano, la pistola con la otra, y avanzó alejándose de las rocas hasta pisar la húmeda arena.

Notaba la presencia de los dos marineros tras sus pasos. Los latidos de su corazón, palpitando a toda prisa bajo las costillas, sofocaban por completo cualquier otro sonido.

Pronto divisó la luz más próxima, colocada sobre una silueta sombreada en forma de caballo. Más allá, sobre la playa, andaba despacio otro animal con una linterna amarrada a una estaca montada en su lomo.

Parecía increíble que un truco tan burdo pudiese engañar a nadie; pero Bolitho sabía, por experiencia en el mar, que los vigías de cualquier buque a menudo veían lo que deseaban ver y no la realidad.

Junto a la espuma que levantaban las olas en la orilla, adivinó varias siluetas en movimiento. Eran los raqueros. Su corazón se encogió. Contaba entre veinte y treinta.

El eco trajo los estallidos del fuego de pistolas disparadas en la playa: Pyke y sus hombres habían iniciado su ataque. En la playa sonaron gritos de sorpresa; un arma cayó sobre las rocas con un acusado choque metálico.

— ¡Ahora! —ordenó Bolitho—. ¡Tan rápido como podamos!

Saltó hacia el primer caballo y arrancó la linterna que colgaba de su estaca. La luz cayó, aún prendida, sobre la arena mojada. El caballo amagó hacia atrás, soltando coces con el pánico que le causaban el ruido de los tiros y el silbido de las balas.

Más allá, los hombres del Avenger avanzaban gritando como locos. El marinero Babbage embistió con su machete una figura que se le lanzaba encima, y luego corrió a desmontar la segunda linterna.

Una voz resonó en la oscuridad:

— ¡Disparad contra esos condenados!

Alguien más soltó un grito de dolor, alcanzado sin duda por una bala perdida.

Surgían formas y figuras humanas de todos los costados. Su avance, sin embargo, era lento: el fuego de pistolas producido en la ladera por Pyke les confundía y asustaba.

Un hombre avanzó a cuerpo descubierto. Bolitho disparó y vio su cara deformada por el dolor; el impacto de la bala le tumbó de espaldas sobre la playa.

Pronto los defensores se dieron cuenta de que sólo eran tres sus atacantes, y avanzaron con más valentía.

Bolitho cruzó su sable con uno de ellos; Babbage se enfrentaba con dos hombres a la vez, golpeando con su enorme machete a diestra y siniestra.

Bolitho, concentrado en la furia de su adversario, tuvo aún un momento para oír el grito frenético de Trillo. Varias armas cortantes le habían alcanzado al mismo tiempo.

— ¡Malditos los ojos! —El hombre jadeaba con los dientes prietos—. ¡Muérete de una vez, condenado recaudador!

El grito enemigo produjo en Bolitho una nueva oleada de furia y sorpresa. Había ya aceptado lo inevitable de la muerte, pero para él una cosa era morir, y otra ser tomado por un agente cobrador de impuestos. Era el insulto definitivo.

La memoria le trajo con claridad escenas de cuando su padre le enseñaba a defenderse. Haciendo pivotar con fuerza su muñeca logró arrancar el sable de la mano de su adversario. Luego se abalanzó sobre él y, apuntando la hoja, la cruzó de un golpe violento entre cuello y hombro.

Un momento después algo fuerte y pesado golpeó su cabeza y le hizo caer de rodillas. Le costaba percatarse de que Babbage le cubría con sus golpes de sable. La hoja revoloteaba silbando en el aire igual que una flecha.

Su mente iba perdiendo claridad. La piel de su mejilla se arrastró por la arena. Había caído tumbado, exponiendo su cuerpo a los golpes de las armas enemigas.

Ya faltaba poco. Oía el galope de los caballos, y el grito de los hombres filtrado por la niebla que invadía su cerebro.

Antes de perder el sentido, su última idea fue: que no me vea así mi madre.