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¡ZAFARRANCHO DE COMBATE!

La cámara de oficiales del Gorgon, situada inmediatamente bajo la gran cabina del comandante, y de un tamaño casi idéntico, bullía de gente apretujada desde el mamparo hasta los ventanales de popa. Se usaba esa cámara como lugar de reunión y comedor para los tenientes de navío, el doctor, el contramaestre y el resto de oficiales. Sobre sus costados se abrían las puertas pintadas de blanco que llevaban a los diminutos camarotes.

En aquella ocasión, sin embargo, se habían reunido allí todos los hombres con graduación del Gorgon, desde los brigadas a los tenientes, exceptuando los necesarios en cubierta para el gobierno del buque.

La luz sonrosada del sol poniente entraba por los portillos traseros y ayudaba al resplandor emitido por algunas linternas, colgadas del techo, que oscilaban con el balanceo. Bolitho y Dancer se arrimaron a un ventanal del costado de babor, buscando con la mirada dónde podían hallar algo de comida o bebida. Pero una cosa era que la cámara acogiese una conferencia de todos los mandos del buque, y otra que extendiese su hospitalidad hasta ese extremo.

A lo largo del día el Gorgon se había deslizado sobre el mar, con trapo reducido, seguido de su fantasmagórico acompañante. Varias veces Bolitho y Dancer se preguntaron por lo que ocurriría a continuación, y qué papel tendrían ellos en los acontecimientos.

Un bote les había traído de vuelta al Gorgon. El segundo contramaestre, Thorne, les despidió con todo el sarcasmo de que era capaz:

—Espero bastarme yo y mis hombres para gobernar el buque, señores, por lo menos hasta que ustedes vuelvan —dijo el hombre, que llevaba diez años sirviendo en la Armada.

El resto de oficiales agrupados en la cámara fingían, como correspondía a su graduación, ignorar a los doce guardiamarinas, que apenas lograban disimular su impaciencia. Bolitho no apartaba la mirada de la puerta situada junto al mástil de mesana, un grueso tronco pulido que traspasaba el buque desde cubierta hasta la quilla. Era como hallarse en un teatro repleto esperando la aparición del primer actor, o en una sala de tribunal antes de que entrasen los magistrados.

Bolitho examinaba la cámara donde se hallaba. No era la primera vez que entraba allí. Aunque distinta del espacio ocupado por el comandante en el piso superior, también parecía un palacio comparada con el sollado de los guardiamarinas o los pasadizos de combate donde iban estibados los cañones. Incluso los mínimos camarotes, donde sus ocupantes tenían apenas espacio para una taquilla, prometían algo de intimidad y espacio personal. La superficie que restaba libre, ocupada ahora por los oficiales, mostraba asimismo una gran mesa y varias sillas de calidad, muy distintas de la madera húmeda de la tablazón donde apoyaban ellos sus espaldas.

Se volvió para asomarse hacia el mar y vio la espuma escupida por el timón, que en la puesta brillaba con colores rosados. Un millón de espejuelos bailaban en una línea alargada hasta el horizonte. Había que esforzarse para recordar el cadáver del hombre, asesinado por piratas, encontrado en el bergantín que ahora navegaba a sotavento del Gorgon.

En dos años, pensó Bolitho, podría ya compartir una cámara de oficiales parecida a aquélla. Un paso más en el escalafón.

Oyó pasos apresurados y movimiento en la sala, mientras la voz queda de Dancer le avisaba:

— ¡Ya vienen!

Apareció primero Verling, quien sostuvo abierta la puerta para que el comandante Beves Conway franquease la entrada sin tener que mover las manos de su espalda.

El comandante alcanzó la mesa antes de ordenar:

—Quienes lo deseen pueden sentarse.

Bolitho le observó fascinado. Aun rodeado por el bullicio de oficiales y asistentes, el comandante del buque lograba aparecer ausente, alejado del mundo. Vestía una casaca azul recién planchada, adornada por botones dorados y solapas blancas que parecía recién salida del taller de un sastre londinense. Llevaba pantalón y medias de igual elegancia, y se había recogido el pelo con una cinta limpia. Normalmente los guardia—marinas reservaban sus cintas para ocasiones especiales. Bolitho, en aquel momento, llevaba su largo mechón negro amarrado sobre el cuello con un pedazo de piola.

—Presten atención —avisó Verling—. El comandante quiere dirigirse a todos ustedes.

La cámara entera parecía contener el aliento. Sobre el espeso silencio resaltaban los crujidos del aparejo, el rumor del viento y el mar, el gemido del eje del timón. De pronto, Bolitho se dio cuenta de que habían navegado cuatro mil millas sin que nadie, ni siquiera los oficiales, supiese cuál era su misión.

—He decidido reunirles y hablar con todos ustedes para ahorrar tiempo —comenzó el comandante—. Inmediatamente después, cada uno de ustedes debe retornar a su puesto y transmitir la información, de la forma que juzgue más oportuna, a sus hombres. En mi opinión eso es mucho mejor que un gran discurso lanzado desde la barandilla del alcázar.

Se aclaró la garganta antes de continuar.

—Se me ordenó alcanzar a bordo de este navío las costas occidentales de África para patrullar la zona. En caso necesario, debía destacar grupos de marinos y soldados a tierra. Desde hace unos años se ha observado una creciente amenaza de los piratas que patrullan estos mares; varios buques cargados con mercancías valiosas han sido atacados, o, simplemente, desaparecieron con carga y tripulación.

El comandante hablaba sin mostrar ninguna emoción o nerviosismo. Bolitho se preguntó cómo alguien podía poseer tal dominio de sí mismo en un acto así, tras recorrer miles de millas y con la perspectiva de muchos miles más por delante. Aquel hombre cargaba sobre sus hombros la responsabilidad de las vidas de cientos de hombres, su salud, los peligros que les amenazaban, las incertidumbres de un viaje. Comprendió entonces que mandar un gran navío no era tan simple como había imaginado.

—El Almirantazgo recibió ya hace meses informes sobre los piratas que habían tomado como base las costas de Senegal —continuó Conway, fijando su mirada en el grupo de guardiamarinas—, costas que me asegura el señor Turnbull se hallan en estos momentos a unas treinta millas a sotavento.

El piloto, con su cara siempre enrojecida, mostró una sonrisa desmayada:

—Ni una milla más, ni una menos.

—Si usted lo dice, así será. —El comandante cortó con sequedad el breve arranque de humor del piloto—. Tengo órdenes de descubrir el refugio de los piratas, destruirlo y castigar a todos los culpables de esos crímenes.

Bolitho, a pesar del calor reinante en la cámara, sintió que un escalofrío recorría su espalda. Le venían a la memoria los cuerpos de piratas, colgando al viento y despellejados, que de joven había visto en las afueras de Falmouth.

—Por supuesto que mis superiores, con su habitual habilidad y conocimiento del terreno, decidieron mandar para esta misión un navío del porte de un setenta y cuatro cañones.

El piloto y algunos de los oficiales más veteranos asintieron ante la ironía que encerraban las palabras del comandante.

—Una nave demasiado grande y con más calado del necesario para acercarse con seguridad a costas desconocidas, incapaz por su velocidad de competir con un velero pirata en mar abierto. La fortuna ha puesto en nuestras manos un buen bergantín, que el señor Tregorren ha armado y puesto a punto, y que para nuestra suerte navegará a partir de ahora al servicio de Su Majestad.

Las cabezas se volvieron hacia el fornido cuerpo del teniente, mientras el comandante continuaba su discurso.

—Tregorren me ha informado de sus hallazgos a bordo del buque. En cuanto a lo que pudo haber ocurrido, el teniente sugiere que los atacantes se vieron sorprendidos por la aparición de otro navío. Si eso ocurrió ayer por la tarde, como todo parece indicar, serían nuestras velas altas las que los piratas avistaron. Los cálculos de viento y corriente, así como la distancia de nuestra derrota desde ayer por la tarde confirman la hipótesis. Ellos nos podían ver, pues nuestras velas estaban aún iluminadas por el sol, mientras que las suyas se hallaban ya ocultas a la sombra del crepúsculo.

Se encogió de hombros para expresar su fatiga ante tantas posibilidades.

—Sea como fuere, saquearon los bienes de un comerciante pacífico y arrojaron a sus hombres a los tiburones, a no ser que esos hombres, aterrorizados, decidieran unirse a los piratas, y en ese caso colgarán de una soga junto a éstos cuando les capturemos. Porque de algo pueden estar seguros, ¡les capturaremos!

Verling comprendió que había llegado al fin de su parlamento y profirió:

— ¿Alguna pregunta?

Dewar, comandante de los fusileros, lanzó una pregunta con su voz brusca:

— ¿Qué tipo de combate y enemigos debemos esperar, señor?

El comandante le observó unos segundos antes de responder.

—A poca distancia de la costa se encuentra un islote muy bien situado para defenderse de los ataques de tierra firme. El estrecho, de una milla de anchura, está infestado de tiburones. La isla fue descubierta hace cuatro siglos y desde entonces ha cambiado de manos (de los holandeses a los franceses, o también ingleses) en numerosas ocasiones. Tiene fortificaciones y artillería.

» ¿Bien? —añadió con impaciencia tras una pequeña pausa.

— ¿Por qué debe defenderse de los ataques de tierra firme, señor? —preguntó por fin Hope, tímidamente.

El comandante mostró una sonrisa, algo poco frecuente en él.

—Buena pregunta, señor Hope, y me alegra saber que alguien prestaba atención a mis palabras.

Fingió no darse cuenta ni del rubor de Hope, tocado por el elogio, ni de la actitud de desprecio que, a su lado, mostraba Tregorren.

—La razón es muy simple. La isla ha servido desde siempre para agrupar a los esclavos antes de su venta y transporte a las Américas. —Al oír eso, muchos oficiales mostraron sorpresa e incomodidad—. Se trata de un comercio vil, pero no es ilegal. Los tratantes agrupan en la isla sus prisioneros y seleccionan los más aptos para la esclavitud; los que no se ajustan a lo que buscan sus clientes son arrojados a los tiburones. También, al estar en una isla evitan las expediciones de los familiares o de tribus que intentan rescatar a los prisioneros.

El comandante Dewar se volvió hacia su segundo:

—Como hay Dios que les daremos su merecido, ¿no es cierto? La trata de esclavos no me importa, pero los piratas son una plaga que hay que eliminar.

—Mi padre siempre me ha dicho que la piratería y la trata de esclavos se alimentan mutuamente —explicó Dancer con voz tímida—. Combaten entre sí, pero se alían cuanto se trata de ir contra la autoridad.

—E... esperad a que vean lle... llegar los mástiles del Gorgon, y veréis —murmuró excitado el enclenque Edén, frotándose las manos—. E... esperad y veréis.

— ¡Silencio en las filas! —ordenó Verling.

La mirada del comandante recorrió el grupo reunido en la cámara.

—Pasaremos la noche al pairo y nos aproximaremos a tierra con la luz del día. No quiero jugármela en esa costa peligrosa y dejar la quilla del Gorgon sobre un arrecife. Abrirá camino nuestro nuevo escolta. Los grupos de desembarco se formarán al alba.

Y ya, dirigiéndose hacia la puerta, concluyó:

—Proceda usted, señor Verling.

El primer teniente esperó a que se cerrase la puerta.

—Regresen a sus puestos —ordenó. Luego buscó a uno de los pilotos y se dirigió a él.

—Señor Ivey, durante la noche se encargará del mando del City of Athens. Puede pedir un bote para desplazarse inmediatamente.

Dancer suspiró.

—Al canalla de Tregorren no le basta con apropiarse de tus ideas, Dick; también nos han quitado el mando del buque. —A pesar del desánimo logró sonreír—. Aunque lo cierto es que, a bordo de este mastodonte, uno se siente más seguro que en el bergantín.

— ¡Hu... huele a comida! —exclamó con entusiasmo Edén, que salió corriendo de la cámara como si su estómago tirase de él.

—Será mejor que vayamos nosotros también, Dick.

Andaban ya por el combés cuando la voz del teniente Tregorren les obligó a detenerse.

— ¡Olviden eso! Tengo una tarea para encomendarles. Trepen a la verga de juanete, en el trinquete, e inspecciónenme las cazas y costuras que esos zánganos han estado haciendo mientras nosotros nos ocupábamos del bergantín.

Les observó con alevosía.

— ¿No será ya demasiado oscuro para ustedes? ¿O demasiado peligroso?

Dancer iba a abrir la boca y responder, pero Bolitho le apartó.

—A la orden, señor.

— ¡Que no les vea despistarse! —tronó tras ellos la voz de Tregorren.

Bolitho se detuvo en la base de los obenques de barlovento.

— ¿Cuándo lograré librarme de la maldición del vértigo? —se preguntó.

Dancer y él miraban la verga de gavia a la que debían trepar, perdida en el bosque de jarcias que colgaban sobre ellos. Más arriba aún, la vela del juanete recibía un rayo de luz rosada procedente del sol desaparecido ya en el horizonte.

—Subiré yo, Dick —dijo Dancer—. Él no se enterará.

—Lo sabrá de inmediato, Martyn —repuso Bolitho con desmayo—, y es lo que está buscando.

Tras despojarse de chaqueta y sombrero, que dobló y aseguró bajo las cabillas de las drizas, dijo:

—Vamos para arriba, pues. Eso nos dará más apetito.

Los hombres encargados del timón dieron un cuarto de vuelta a la enorme doble rueda, con sus pies descalzos firmes sobre la tablazón de cubierta. Los radios barnizados brillaban bajo la temblorosa candela que iluminaba la aguja magnética.

Un oficial de guardia caminaba impaciente en el pasamano de barlovento, echando de vez en cuando largas miradas al través del otro lado, donde la luz solitaria del bergantín acompañante aparecía y desaparecía.

El comandante Conway apareció procedente de la toldilla. Como siempre llevaba las manos cruzadas en la espalda y su cuerpo inclinado hacia adelante.

El timonel principal dio un codazo a su compañero.

— ¡Todo en orden, señor! Sureste y una cuarta al Sur —gritó con voz marcial.

El comandante asintió y esperó a que el oficial de guardia se apartase discretamente a sotavento y le dejase solo para dar su acostumbrado paseo nocturno.

Anduvo arriba y abajo por el costado de barlovento. Sus zapatos chocaban con la madera reblandecida. Hizo una pausa y levantó la mirada hasta las dos siluetas que, en el crepúsculo, destacaban montadas a horcajadas en la verga del sobrejuanete, como pájaros en la rama de un árbol.

Su atención duró poco. El paseo le tenía ensimismado, y su cerebro sólo se dedicaba a pensar en los acontecimientos del día siguiente.

El cielo era aún oscuro cuando los hombres fueron arrancados de sus hamacas y recibieron una escudilla de gachas, varias galletas de barco y un gran tazón de cerveza que repartían a toda prisa los asistentes de cocina.

—Eso de llenarnos así el estómago por la mañana es mala señal —afirmó sombrío un marino veterano—. El comandante prevé disgustos.

En efecto, empezaba a brillar el primer rayo de sol por el Este, y los cocineros habían apagado los fogones de la cocina, cuando una orden salió del puente de mando:

— ¡Dotación a cubierta! ¡Todos a sus puestos, zafarrancho de combate!

Los hombres corrieron por cubiertas y entrepuentes azuzados por los gritos y amenazas de los oficiales. Los tambores redoblaban en el alcázar. A bordo la tensión aumentaba. En pocos minutos la dotación del Gorgon estaba lista para iniciar una nueva práctica de combate. Desde que zarparon, en Inglaterra, habían realizado docenas de ellas bajo la lluvia, la nieve o el ardiente sol. Cada uno sabía ya cuál era su puesto, qué equipo debía usar y dónde estaban sus armas; habían aprendido de memoria cómo actuar, qué jarcias usar y qué trabajos hacer cuando el navío entrase en combate.

Los hombres más curtidos iniciaron la práctica del día con mayor cuidado del habitual, intuyendo quizá que esa vez no se trataba de un simulacro sino de algo real. En cambio, los novatos, y entre ellos el joven Edén, corrían excitados como niños a los que ni las maldiciones de los tenientes furiosos ni las amenazas de sus compañeros lograban controlar.

Bolitho, en su puesto del entrepuente, sentía el acelerado latido de su corazón. La penumbra reinante bajo los baos no le impedía ver la nerviosa actividad de artilleros y servidores de las piezas, ajetreados alrededor de los macizos cañones de treinta y dos libras. El movimiento de numerosos pies descalzos hacía crepitar la arena, que varios grumetes esparcían sobre el piso de madera para evitar los resbalones durante la acción.

El tenue resplandor de la lumbrera bastaba para distinguir a los servidores que ajustaban en su lugar los cañones, soltaban los gruesos bragueros que le afirmaban al costado, ordenaban los palanquines de retroceso y comprobaban una y otra vez el estado de sus herramientas.

Dos cubiertas más arriba se oía el sordo rumor de las poleas con que los marineros templaban las redes protectoras del combés, destinadas a proteger a los hombres que pudieran caerse de las jarcias durante el combate. ¿Cuántas veces habían repetido esos gestos durante las últimas cuatro mil millas?

Varios hombres pasaron corriendo por su lado guiados por la voz rotunda del contramaestre. Mamparas, cofres, mesas y otros útiles innecesarios eran transportados al sollado.

La voz de Tregorren tronó en la penumbra.

— ¡Más rápido, chusma! ¡Vamos retrasados!

Además de los marinos y artilleros ocupados por la doble batería de piezas de treinta y dos libras, en el entrepuente había destinados cuatro guardiamarinas y dos tenientes. Tregorren estaba al mando, y le asistía el señor Wellesley, el teniente más joven de a bordo.

Los guardiamarinas se distribuían por los callejones de combate, en los que se ocupaban de transmitir órdenes o hacer fuego por su cuenta si hacía falta. También llevaban mensajes al puente de mando. Bolitho y Dancer tenían a su cargo las baterías de babor. A estribor se hallaban Edén, el pequeño, junto con un joven y sombrío guardiamarina llamado Pearce.

Tregorren se situaba en el centro y apoyaba su ancha espalda contra el mástil de la mayor; con los brazos cruzados, agachaba la cabeza para alcanzar con su vista los rincones alejados de su dominio. En el paso de la escala a cubierta, hacía guardia un centinela. Otros igualmente armados vigilaban las escotillas. Su misión era evitar que ningún marino de cubierta se escondiese en el sollado durante el combate.

El sexto teniente, Wellesley, recorrió el callejón de babor. Se detenía ante cada una de las piezas, con el sable golpeándole el flanco, y esperaba a que el cabo responsable de cada cañón le diese novedades:

— ¡Listo, señor!

Por fin terminaron los preparativos. En el entrepuente se hizo el silencio, interrumpido ya, únicamente, por el periódico crujido de poleas y ruedas de las piezas desplazadas por el balanceo del casco.

Bolitho percibía la tensión del ambiente y el sudor de los hombres. Sentía la profundidad del casco bajo sus pies. Intentó no pensar en el camarote de los guardiamarinas, llamado el sollado de popa, transformado para el combate en enfermería siguiendo las órdenes del comandante Conway. Allí esperaban ahora el doctor y sus ayudantes, con su instrumental listo y las lámparas de petróleo encendidas.

—Señor Wellesley, ¿se puede saber a qué esperamos? —gritó Tregorren.

El sexto teniente se precipitó hacia él, alborotado, y estuvo a punto de tropezar con una argolla del piso.

— ¡Batería baja lista para el combate, señor!

En la batería superior sonó un silbato y una voz.

— ¡Zafarrancho listo, señor!

— ¡Maldita sea, nos han vuelto a ganar! —ladró furioso Tregorren—. Señor Edén, transmita el mensaje. ¡Despierte!

Un instante después volvía el joven corriendo y sin aliento.

—El primer teniente nos ha felicitado, señor, el zafarrancho ha tardado doce minutos —informó, dudando—, aunque...

— ¿Qué?

—Que hemos sido los más lentos, señor.

Nuevas series de órdenes llegaban a través de las escotillas, gritadas por los contramaestres con sus voces agudas.

— ¡Abran portas!

Bolitho se avanzó para detener el movimiento de sus artilleros. Aunque en el entrepuente reinaba un calor insoportable, las portas debían abrirse al unísono en todo el navío.

Así que empezaron a elevarse los pesados maderos sintió el aire fresco que limpiaba el ambiente. La irreal luz del alba dio una nueva forma a los hombres que le rodeaban, desnudos hasta la cintura y con los torsos sudorosos. Lanzó una rápida mirada hacia atrás y vio la señal que le mandaba Dancer.

A media guardia de la mañana se había dado orden de cambiar el rumbo, aprovechando que el viento rolaba hacia el Norte, para navegar hacia Este—Sureste. El casco avanzaba algo escorado y muy estable. Al recibir el viento por la aleta de babor, los cañones a cargo de Bolitho quedaban mirando hacia el cielo y no recibían rociones ni espuma.

Bolitho observó la mar a través de la porta más cercana. Por encima de las crestas blancas de las olas se veían volar unos peces desconocidos, que saltaban por encima de la estela del Gorgon. Se asomó más, agarrado a la boca del cañón, y vio una forma oscura que parecía el casco del City of Athens. ¿Qué debía ocurrir en su cubierta? Parecía que el buque apresado hubiese dejado su posición a sotavento; iba ganando terreno a barlovento, probablemente para colocarse en línea entre el Gorgon y la costa. Desde la posición de Bolitho no se veía ni rastro de tierra.

— ¿Hay tierra a la vista, señor? —La pregunta venía de un joven marinero, de aspecto saludable y honesto, que procedía de la región de Devon. Bolitho le había oído contar su historia durante las guardias nocturnas y en las esperas de los ejercicios. Su familia, al parecer, estaba al servicio de un caballero local, hombre muy exigente y también inclinado a abusar de las hijas de sus granjeros y siervos.

Hasta aquí habían llegado sus confidencias, aunque Bolitho sospechaba el resto de la historia: el joven se había enfrentado al caballero en una pelea, tras lo cual huyó y se embarcó en el Gorgon para librarse del castigo.

—No puede estar lejos, Fairweather. Ya nos sobrevuelan las gaviotas, que supongo vienen a echarnos un vistazo.

— ¡Silencio en el entrepuente! —la furia de Tregorren parecía contagiarse entre oficiales y marineros.

Alguien soltó un grito de dolor, probablemente tras recibir un golpe de chicote dado por un cabo de cañón. Desde atrás se oyó que Wellesley avisaba de forma mecánica:

—A ver, ¿quién ha gritado? Responda ante mí.

Nadie parecía saber de quién venía el grito, o a quién iba dirigida la orden, por lo que Bolitho comprendió que el teniente pretendía únicamente salvar su pellejo y ahorrarse una bronca de Tregorren.

El entrepuente vivía extrañamente alejado del resto del navío. La claridad del día comenzaba a dibujar formas negras y amarillas en el mar, pero el cielo aún no se separaba del horizonte. La porta, recortada en la gruesa madera de roble del casco, le pareció a Bolitho un cuadro; pero a medida que avanzaba el día y la luz del sol se estiraba, reflejándose en el largo tubo del cañón de treinta y dos libras, todo parecía componer una misma imagen. Empezaron a distinguirse los colores de los objetos. Pronto se hizo visible la pintura granate que cubría el costado del navío y gran parte del piso. Todos sabían que ese color se usaba para disimular las manchas de sangre de los heridos. Bolitho echó una mirada a las portas del otro lado. El brillo del sol no les había llegado todavía, aunque se distinguían de vez en cuando manchas blancas de la espuma levantada por el casco al avanzar.

Vio que Tregorren hablaba en voz baja a Jehan, el jefe de artilleros, quien le escuchaba en silencio. Jehan vestía unas zapatillas de fieltro grueso destinadas a evitar las chispas cuando se atareaba cerca de los barriles de pólvora de la santabárbara. Jehan se escurrió por la escala que conducía al sollado inferior. Quizá Dancer no se había dado cuenta, pensó Bolitho, pero la masa de explosivos más peligrosa en tiempo de combate se hallaba justo bajo sus pies.

El resplandor del primer rayo de sol, que por fin franqueó el agua y penetró por las portas, produjo casi un suspiro en el ambiente. Bolitho se apoyó en la recámara del cañón y observó el horizonte, por fin definido. Ya se divisaba la costa.

— ¿Será África? —preguntó Fairweather excitado.

Su cabo de cañón mostró su dentadura irregular.

—A ti qué te importa lo que sea, jovencito. Tú ocúpate de tu amiga Freda, de que no le falte pólvora ni proyectil, pase lo que pase. ¡Con que sepas eso ya basta!

Por la escala, de la cubierta superior apareció un guardiamarina que buscaba a Tregorren.

—Enhorabuena de parte del señor Verling, señor. —Se trataba del joven Knibb, tan menudo y aniñado como Edén, a quien superaba sólo en un mes de edad—. No hay orden de cargar por el momento.

— ¿Entonces, qué ocurre? —ladró Tregorren.

Knibb parpadeaba intentando divisar a sus compañeros en la penumbra.

—El vigía ha avistado dos navíos fondeados tras la punta, señor.

Al decir eso pareció ganar confianza en sí mismo, convencido como estaba de que todos escuchaban sus palabras con la avidez de descubrir qué ocurría en el mundo exterior.

—El comandante ha ordenado que el bergantín suelte más vela y se adelante, señor.

El cabo de cañón de la sección de Bolitho daba explicaciones a sus servidores.

—Conozco bien estas aguas, muchachos. Infestadas de bajos y arrecifes. Apuesto a que llevamos dos hombres con escandallo sondando el fondo en la proa; el comandante no se aventura en este canal sin medir el agua que queda bajo la quilla.

Bolitho oyó esta frase sin prestar atención. Pensaba todavía en el bergantín abandonado y en el cadáver de su camarote. Quizá el malhumor de Tregorren obedecía a que le hubiesen negado el mando del City of Athens.

El comandante había decidido mandar allí al tercer teniente, de rango inmediatamente superior a Tregorren, asistido por el guardiamarina Grenfell, el más veterano del grupo. Si la misión salía bien, el guardiamarina aprovecharía ese éxito en su carrera para obtener el deseado ascenso. Bolitho se alegraba por él, aunque envidiaba su libertad.

Desde el primer día, Grenfell se había comportado como un buen compañero. Amable, procuró que tanto Bolitho como los más novatos se sintiesen cómodos a bordo. Eso era raro en un guardiamarina veterano, que podía convertirse en dictador con los recién llegados.

Dos navíos fondeados, había dicho Knibb. ¿Piratas, o tratantes de esclavos? En ambos casos se llevarían un buen susto al ver aproximarse el Gorgon.

En la cubierta superior se oía movimiento de pies y jarcias. Las vergas cambiaban de posición, las velas se reglaban para adaptarse al nuevo rumbo del navío.

Retrocedió hacia el centro del casco y puso sus manos sobre el cabrestante usado para izar las vergas más pesadas o los botes. Tregorren seguía hablando con Wellesley y Pearce.

Más allá se veían las portas ya bien delineadas por el sol. Por un momento, Bolitho pensó que había perdido el sentido de la orientación, pues ahora veía la tierra por el lado de estribor. ¿Cómo era posible, si un momento antes la había visto por babor? De pronto recordó que el comandante había hablado de una isla. Por supuesto, el Gorgon debía de haber ya entrado en el estrecho que separaba la isla de tierra firme. Probablemente los buques fondeados se hallaban hacia proa, invisibles de momento desde el entrepuente de cañones.

—Miren, sobre el acantilado de la isla tienen una especie de castillo, yo diría que es más viejo que el propio Moisés. —Tregorren daba ahora muestras de mejor humor—. Esperen a ver los cuerpos de esas chicas negras. Son más bellas que... —y aquí se interrumpió.

Un momento antes Bolitho creyó ver algo parecido a un delfín que nadaba en la agitada corriente de tierra. Pero en cuanto oyó el lejano retumbar de una explosión comprendió lo que ocurría. Desapareció al instante la fila de crestas blancas. Un coro de maldiciones recibió el impacto del proyectil que acababa de chocar contra el costado del casco.

— ¿Se atreven esos canallas a disparar contra nosotros? —preguntó incrédulo el veterano cabo de cañón—. ¡Insolentes, por Dios!

El buque cobró vida con el alboroto de órdenes confusas y el sonido de la corneta. Gemían las poleas, los carros de los cañones avanzaban hacia sus posiciones. No tardó en llegar la orden.

— ¡Todas las piezas cargadas y listas para asomar. La batería de estribor hará fuego en primer lugar!

Tregorren miraba las solapas del oficial que había traído el mensaje, inmaculadas en la escala del tambucho. Parecía que le costase dar crédito a sus oídos. Al cabo de un instante repitió la orden.

— ¡Carguen ambos lados! ¡Baterías de estribor, listas para hacer fuego!

El marino llamado Fairweather siguió a Bolitho hacia el costado opuesto del casco, mientras el resto de los hombres, empapados de sudor sus torsos desnudos, se afanaban transportando de un lado a otro del entrepuente cartuchos de pólvora, detonadores y herramientas. En las cajas donde esperaban las balas, los cabos de cañón elegían con cuidado un proyectil bien redondo y pulido, y frotaban su superficie antes de dejar que sus hombres lo embutieran en el ánima.

Las manos trabajaban a toda prisa, mientras los ojos observaban al fornido teniente.

—Batería cargada, señor.

— ¡Asomen cañones!

Se colgaron sobre los cabos de los palanquines que movían los pesados cañones hacia las portas. Las ruedas gemían y protestaban como cerdos yendo al matadero. Los cañones se quedaron en la sombra del costado de estribor, pero los hombres, asombrados, pudieron ver perfectamente los muros fortificados de la fortaleza. Los antiguos sillares con que estaba construida tenían un brillo de oro a la luz temprana, y sus formas parecían amalgamarse con las rocas sobre las que cabalgaba.

Por encima de los baluartes volaban oscuras nubecillas que Bolitho creyó que eran, en un primer momento, cúmulos de mosquitos. Pero un marinero cercano a él le sacó del error.

—Esos canallas están calentando las balas al rojo vivo —murmuró el hombre para sí—. ¡Han encendido hogueras junto a los cañones!

—El próximo que hable será azotado —interrumpió Tregorren. Su voz, sin embargo, mostraba que la información le había puesto nervioso.

Y con razón. Bolitho recordaba haber oído cómo su padre comentaba lo terribles que eran los proyectiles al rojo vivo. En un instante podían prender fuego a un buque, construido en madera a menudo muy seca y equipado de cabuyería y velas combustibles.

Una voz transmitió por fin la orden.

— ¡Listos para hacer fuego en estribor! ¡Máxima elevación, disparen contra el balance!

Un brigada dio un codazo al marinero que tenía a su lado; el hombre se sobresaltó como si hubiese recibido un disparo.

—Ese pañuelo, bien envuelto alrededor de las orejas, si no quieres quedarte sordo para el resto de tu vida.

Guiñó el ojo a Bolitho. Éste comprendió al instante que el brigada quería advertirle a él, pero se había dirigido en voz alta al marinero para no humillar a un superior.

— ¡Listos para hacer fuego!

El navío se inclinó empujado por el viento y el timón. Al lado de cada una de las piezas de artillería esperaba en cuclillas el cabo, vigilando la boca del cañón, y tras ella el cielo y la fortaleza.

— ¡Fuego!