8
UNA VOZ EN LA OSCURIDAD
Harriet Bolitho penetró en la estancia sin que su traje de terciopelo hiciese ruido al traspasar el umbral. Durante unos momentos se dedicó a contemplar la silueta de su hijo Richard que, ante el fuego, alargaba las manos hacia las llamas. Nancy, la menor de sus hijas, le observaba también sentada sobre una alfombra, con las rodillas dobladas bajo la barbilla, con actitud de esperar a que se decidiese a hablar.
A través de la doble puerta llegaban, amortiguadas, las voces de la sala contigua. Llevaban ya más de una hora de reunión en la vieja biblioteca. Sir Henry Vyvyan, el coronel De Crespigny y, por supuesto, Hugh.
Como era de esperar, las nuevas sobre la emboscada y la captura de un supuesto barco contrabandista llegaron a Falmouth por tierra mucho antes de que el Avenger y su presa anclasen en la rada.
Desde el primer momento la dama supuso que ocurriría algo y previo un desastre. Conocía el carácter testarudo de Hugh, reacio a aceptar consejos. Lo peor que le podía ocurrir era ser elegido comandante de un barco, aunque se tratase de uno de pequeño tamaño.
A Hugh le hacía falta un superior de mano dura, como el comandante de Richard.
Irguió los hombros y cruzó la estancia, dirigiéndose hacia él con una sonrisa en los labios. Quien hacía falta en aquellos momentos, más que nunca, era su padre.
Richard alzó hacia ella una mirada que expresaba cansancio y sufrimiento.
— ¿Van a estar mucho rato más?
Ella se encogió de hombros.
—El coronel intenta justificar que sus hombres no pudieran acudir al camino. Una orden de última hora les hizo desplazarse hasta Bodmin, pues al parecer debían escoltar un cargamento de oro que viajaba por tierra. El coronel ha ordenado una investigación de alto nivel y ha llamado al juez de paz.
Bolitho se miró las manos. A pesar del fuego, tan cercano, se sentía completamente helado. El avispero que había anunciado su hermano estaba allí mismo, en aquella casa.
Descubrió que, igual que los sorprendidos marinos supervivientes de la emboscada, sentía un fuerte odio por los dragones. Ellos no se habían presentado a reforzar la columna. Pero no había tiempo ahora de pensar en esas cosas, y comprendía el dilema en que se hallaba el coronel. Contra sus estrictas órdenes de proteger un cargamento de oro, valioso e importante, se alzaba un plan fantasioso que pretendía dar caza a una pandilla de contrabandistas. No cabía duda sobre qué era más importante. El oficial entendía, sin duda, que Hugh, conociendo el cambio de planes, debía haber anulado la operación.
—Pero ¿qué van a hacer respecto a lo de Martyn? —preguntó bruscamente.
Ella se acercó a su costado y le acarició el pelo.
—Harán todo lo posible, Richard. Pobre muchacho, yo tampoco dejo de pensar en él.
Se abrieron los batientes que daban a la biblioteca y dejaron paso a los tres caballeros.
Vaya trío tan discordante, pensó Bolitho. Su hermano, de labios apretados, aún vestido con el desgastado uniforme de marino. Vyvyan, enorme y sombrío, con la terrible cicatriz que reforzaba su imagen salvaje. Y junto a ellos el elegante uniforme del coronel, tan atildado como un oficial de la guardia del Rey. Costaba creer que había galopado varias horas sin bajar del caballo.
—Bien, sir Henry —empezó Harriet Bolitho levantando su barbilla—, ¿qué piensan ustedes de todo eso?
Vyvyan se frotó la mejilla.
—Yo, señora, opino que esos forajidos han tomado de rehén, o algo parecido, a ese joven Dancer. Con qué intención, no puedo aventurarlo, aunque la imagino perversa, pero habrá que afrontar la situación.
—De disponer yo de más hombres —empezó De Crespigny— podría haber hecho más, pero... —y dejó la frase en el aire.
Richard Bolitho les observó gravemente. Cada uno de ellos defendía sus propias acciones. Cuando las autoridades recibieran noticia de los hechos, la culpa tenía que recaer en otro, no en ellos. Desplazó la mirada hacia su hermano. No parecía haber duda de quién iba a cargar con la culpa en aquella ocasión.
—Rezaré por él, Dick —susurró a su costado Nancy.
Se volvió hacia ella y sonrió. Sostenía con sus manos el sombrero de Dick, que intentaba secar ante las llamas. Parecía que tuviese un talismán.
—No aceptemos la derrota —continuó Vyvyan—. Hay que ordenar las ideas y coordinarse.
Se oyó el murmullo de voces en el zaguán y, un instante después, la cabeza de la señora Tremayne asomó por la puerta. Tras ella Richard divisó a Pendrith, el guardabosque, agitado e impaciente.
— ¿Qué ocurre, Pendrith? —preguntó su madre.
El olor a tierra húmeda que acompañaba a Pendrith inundó el salón. El hombre, tras saludar con los nudillos a los oficiales uniformados e inclinar la cabeza hacia Nancy, dijo con voz ruda:
—Ahí fuera hay uno de los hombres del coronel con un mensaje, señora.
En cuanto el coronel, tras murmurar unas excusas, hubo corrido hacia la puerta, Pendrith añadió:
—Y tengo esto para usted, señor.
Su puño se acercó a Vyvyan, a quien entregó un papel replegado varias veces.
El ojo solitario de Vyvyan recorrió la ruda caligrafía y exclamó:
—«A quien pueda interesar...» ¿Qué se han creído? —El ojo se agitó con más velocidad mientras leía, y finalmente dijo—: Tal como imaginaba, proponen un trato. Tienen prisionero al señor Dancer.
— ¿A cambio de quién? —preguntó Bolitho, cuyo corazón latía con dificultad, y a quien costaba respirar.
Vyvyan alargó la misiva hacia la señora Bolitho.
—Quieren que se les entregue el raquero capturado por mis hombres. Lo exigen a cambio de Dancer. Si no se le deja en libertad... —terminó desviando la mirada.
Hugh Bolitho se enfrentó a él.
—Aun en el caso de que tuviésemos permiso para negociar eso... —pero no terminó su frase.
Vyvyan se dio la vuelta y su sombra llenó toda la estancia.
— ¿Permiso, dice? ¿De qué habla usted, joven? Nos jugamos la vida de una persona. Si ordenamos ahorcar y encadenar a ese forajido en el cruce de algún camino, tenga por seguro que matarán a Dancer. Puede que lo maten de todas formas, pero confío en que mantendrán su palabra. Una cosa es matar a un agente de impuestos, otra muy distinta a un oficial de Su Majestad.
Hugh Bolitho aguantó su mirada y mostró una expresión resentida.
—Simplemente, cumplía con su misión.
Vyvyan se alejó unos pasos del fuego. Su voz sonaba impaciente y casi exasperada.
—Pongámoslo de otra forma. Sabemos quién es ese desalmado, conocemos su nombre y dónde vive. Le podemos volver a atrapar y esa vez no escapará de la horca. Pero la vida de Dancer tiene valor tanto para esta familia como para su patria. —Aquí, su voz se endureció—: Aparte de que la imagen exterior será mucho mejor.
—No entiendo eso, señor.
Hugh Bolitho, con la palidez del cansancio reflejada en su rostro, no mostraba ninguna debilidad.
— ¿No lo entiende? Deje que se lo explique. ¿Cómo verá los hechos un comité de investigación? Ya suena bastante mal la muerte de un guardiamarina, y cuesta justificar las pérdidas de esos marineros y carabineros muertos. Por no hablar de esos mosquetes y municiones que han ido a parar a manos de gente sin ley. Pero ¿quién salió ileso de todos esos desastres? ¡Precisamente los dos oficiales del Avenger, ambos de la misma familia!
Por primera vez, Hugh Bolitho mostró una expresión de sorpresa.
—Ésa no es la forma en que ocurrió, señor. De no habernos encontrado con la goleta habríamos podido acudir en su ayuda, aunque no llegasen los dragones.
En ese instante entraba el coronel, quien habló con serenidad:
—Me acaban de informar de que las gentes de la goleta están ya en tierra y bajo vigilancia. Serán transportados a Truro.
Vyvyan le acercó la arrugada misiva y observó su reacción.
— ¡Maldita sea! —explotó con ira el coronel—. ¡Ya me imaginaba que eso no acabaría aquí!
—La goleta transportaba monedas de oro en su caja fuerte —insistió testarudo Hugh Bolitho—. Sus gentes son colonos de Norteamérica. Para mí no hay duda de que pensaban usar el oro para comprar mosquetes aquí, en Cornualles. Probablemente iban a trasladarlos a un buque mayor en algún punto de reunión alejado de la costa.
El coronel le observó con frialdad.
—El piloto de la goleta insiste en su inocencia. Asegura que se habían perdido y que usted disparó su artillería sin advertirles antes. Creyó que eran ustedes piratas. —Alzó con cautela su mano—. Ya lo sé, señor Bolitho, es una patraña, pero todo el que quiera creer esta versión la creerá. Usted es quien se ha dejado robar los mosquetes y no ha logrado atrapar a ningún contrabandista. No parece haber ninguna justificación para las muertes de tantos hombres. Por supuesto, corren rumores de una próxima rebelión en la colonia americana, pero de momento no son más que eso, rumores. En cambio, lo que usted ha hecho es muy real.
—Hay que ser comprensivos, coronel —dijo Vyvyan—, recuerde que todos hemos sido jóvenes. Ya le he dicho que deberíamos acceder al intercambio de prisioneros. Al fin y al cabo, en el puerto reposa un barco apresado, muy valioso si los magistrados pueden probar que venía a comprar armas. Y si conseguimos que Dancer vuelva sano y salvo quizá obtendremos más información.
Vyvyan mostró una mueca risueña:
— ¿Qué dice usted, coronel?
De Crespigny suspiró:
—No es un asunto para discutirlo entre un terrateniente y un joven oficial. Yo mismo no me atrevería a actuar sin consultar a mis superiores.
Observó a su alrededor, para asegurarse de que el guardabosque no se hallaba cerca, y propuso:
—En cambio, imaginen que el bandido logra escapar. No haría falta mencionarlo en ningún informe. ¿No les parece?
— ¡Habla usted como un verdadero soldado! —aprobó Vyvyan con una mueca—. Por supuesto, es una excelente idea. Mis hombres se ocuparán de ello.
Su único ojo se posó en la familia Bolitho.
—Aunque si mi impresión es errónea y los malhechores lastiman al señor Dancer, les aseguro que terminarán arrepintiéndose de ello.
Hugh Bolitho asintió.
—De acuerdo. Acepto el plan, señor. Pero después de eso, no tendré ninguna posibilidad de éxito en mi misión. Mi autoridad se cubrirá de ridículo.
Richard, mirando a su hermano, sintió lástima por él. Pero no había otra salida.
Cuando los demás ya se habían marchado de la casa, Hugh dijo con vehemencia:
— ¡Si hubiese podido atrapar siquiera a uno de ellos! ¡Bastaba con eso para terminar para siempre con ese maldito asunto!
Los dos días siguientes se vivieron con ansiedad en la mansión de los Bolitho. Quienes tenían prisionero a Dancer mantenían el silencio, aunque no había ninguna duda de la autenticidad de la misiva. Alguien halló junto a la verja de entrada varios botones dorados arrancados de una casaca de guardiamarina, así como un pañuelo que Bolitho recordaba haber visto alrededor del cuello de su amigo. La advertencia era bastante clara.
La segunda noche, ambos hermanos se hallaban solos ante el fuego del hogar. Ninguno de ellos parecía tener ganas de hablar.
Fue Hugh quien, de pronto, decidió romper el silencio.
—Voy a bajar hasta el Avenger. Tú deberías esperar aquí, hasta que se sepa algo. Bueno o malo.
— ¿Qué harás una vez termine esto? —preguntó Richard.
— ¿Hacer? —rió Hugh—; Supongo que volveré a mi grado de teniente cadete en algún maldito buque de guerra. He fracasado en lo que vine a hacer aquí, y mi ascenso se ha ido a paseo.
Bolitho se levantó al oír cascos de caballos en el patio. Resonó un portazo, y un instante después apareció la señora Tremayne con ojos grandes como platos.
— ¡Le tienen, señorito Richard! ¡Le han encontrado!
La estancia pareció resucitar en un santiamén. Sirvientes, guardabosques, el propio Pendrith corrían de un lado a otro.
Pendrith explicó:
—Unos soldados le encontraron, señor. Andaba por el camino, con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados. ¡Aún hubo suerte de que no se cayera de cabeza por el acantilado!
Se hizo el silencio cuando Dancer cruzó la puerta. Venía cubierto por un largo chubasquero. Dos dragones del regimiento de De Crespigny le ayudaban a andar.
Bolitho se avanzó hacia él y le agarró por los hombros. Ninguno de los dos podía proferir una palabra. Se miraron con intensidad durante varios segundos.
—Esta vez ha faltado poco, Dick —dijo por fin Dancer.
Harriet Bolitho se abrió camino entre los cuerpos y arrancó el chubasquero de la espalda de Dancer. Luego le tomó en sus brazos y atrajo su cabeza contra su hombro, mientras las lágrimas corrían sin freno por sus mejillas.
— ¡Mi pobre muchacho!
Sus captores le habían dejado únicamente el pantalón. Ciego por la cinta que cubría sus ojos y descalzo,
Dancer anduvo por un camino desconocido. Tropezó y cayó en varias ocasiones, y sin duda habría perecido de frío. También le habían golpeado. Bolitho vio en su espalda las marcas dejadas por los cordajes.
—Señora Tremayne —ordenó con prontitud la madre de Bolitho—, acompañe a estos hombres a la cocina. Déles todo lo que le pidan, incluido dinero.
Los soldados saludaron con respeto y restregaron la suela de sus botas.
—Agradecidos, señora. Ha sido un placer ser de ayuda.
Dancer se agachó junto al fuego y musitó:
—Me condujeron hasta una aldea alejada, y comentaban entre ellos que era un lugar de brujería, por lo que nadie se atrevería a buscarme allí. Eso les hacía reír mucho. Me advirtieron que si no soltabais a su compañero me matarían.
Alzó la cabeza hacia Hugh Bolitho.
—Siento haber fracasado, señor. Los atacantes parecían auténticos soldados y nos embistieron sin cuartel. —Se estremeció y se cubrió el brazo con la mano, como intentando disimular su desnudez.
—Lo hecho, hecho está, señor Dancer —respondió Hugh—. Me alegro de verle vivo, y lo digo sinceramente.
La señora Bolitho se acercó sosteniendo un tazón de sopa humeante.
—Tómate esto, Martyn —su voz parecía haber recuperado la serenidad—. Y enseguida, a la cama.
Dancer miró hacia Bolitho.
—Me tuvieron siempre con los ojos vendados. Una vez que intenté liberarme, noté que acercaban a mi cara un hierro al rojo vivo. Uno de ellos me amenazó diciendo que si lo volvía a intentar no necesitarían taparme los ojos, pues con aquel hierro me iban a dejar ciego.
Se estremeció de nuevo mientras Nancy cubría sus hombros con un chal de lana.
Hugh Bolitho pegó un puñetazo contra la pared.
—Son gente lista. Aunque no pudiese reconocer sus caras, sabían que recordaría el lugar.
Dancer se alzó con expresión de dolor. Antes de ser descubierto por la patrulla de soldados sus pies descalzos habían recibido numerosos cortes.
—A uno de ellos le conozco.
Se quedaron todos mirándole, temiendo que cayese redondo allí mismo.
—Eso ocurrió el primer día. Yo estaba tumbado en la oscuridad, esperando morir en cualquier momento, y le oí. Supongo que no le habían avisado que me tenían allí. —Su puño apretó con más fuerza la mano de la dama—. Era ese hombre que vino aquí, señora. Ese que se llama Vyvyan.
Ella asintió calmosamente, expresando favor con su mirada.
—Has sufrido mucho, Martyn, y nosotros estábamos muy preocupados. —Le besó con cariño en los labios—. Ahora tienes que ir a acostarte. En la cama hay todo lo que necesitas.
Hugh Bolitho se le había quedado mirando como si no hubiese oído bien.
— ¿Sir Henry? ¿Estás seguro?
— ¡Olvídalo, Hugh! —exclamó su madre—. ¡Ya le han hecho sufrir bastante, a este chico!
Bolitho vio que la energía reaparecía de pronto en las facciones de su hermano: parecía una nube achubascada que se acercase a un buque encalmado.
—Para ti puede ser un chico, mamá. Pero no ha dejado de ser oficial de mi barco.
Hugh no lograba disimular su excitación.
—En nuestras propias narices. Por supuesto, los hombres de Vyvyan siempre resultaban estar muy cerca, y nunca lográbamos cazar a ningún forajido. Y ese prisionero, claro, precisaba sacárselo de encima antes de que lo interrogase un juez. El canalla, para salvar su vida, habría sido capaz de denunciarle.
Bolitho sintió que se le secaba la boca. Vyvyan, para completar el escenario, había sido capaz de hacer disparar contra algunos de sus propios hombres. Se trataba de un monstruo, no de un ser humano. Y su plan funcionaba, o por lo menos iba a funcionar si nadie creía la historia contada por Dancer.
Jefe de los raqueros y promotor de naufragios, contrabandista e implicado de alguna forma en una probable rebelión de América, parecía una pesadilla inacabable.
Vyvyan lo había planeado todo. Desde el principio fue más listo que las autoridades. Fue él quien tuvo la idea de intercambiar prisioneros y convenció al coronel.
El guardiamarina se dirigió a su hermano:
— ¿Qué piensas hacer?
Hugh sonrió con amargura.
—Me gustaría informar de esto al almirante. Pero lo primero es descubrir dónde se encuentra esa aldea. No estará lejos de la costa. —Sus ojos brillaban como ascuas—. Esa vez, Richard, esa próxima vez que nos enfrentemos, ¡no tendrá tanta suerte!
Richard siguió a Dancer por las escaleras rodeadas de retratos familiares y le acompañó a su dormitorio.
—De ahora en adelante, Martyn, no pienso quejarme por ser destinado a un navío de línea.
Dancer se sentó sobre la cama e, inclinando la cabeza, escuchó el silbido del viento que rebotaba en los cristales de la ventana.
—Yo tampoco.
Se dejó caer sobre el colchón, completamente agotado.
Richard Bolitho, viendo su cabeza dormida bajo la luz de varias velas, pensó de pronto en aquella otra cabeza rubia muerta que había visto sobre la hierba, y sintió una avalancha de gratitud.