Capítulo VIII
Impresiones que produce en los hacendados del Sud la nueva determinación de Lavalle. — La ciudad de Dolores y su fundación. — El coronel D. Narciso del Valle. — Origen de la conferencia entre D. Manuel Rico y D. Pedro Castelli en la estancia del Durazno. — Causas que precipitaron el pronunciamiento del 29 dé octubre. — El retrato de Rosas es ultrajado públicamente. — Entusiasmo general.
Por los hechos relacionados se viene en conocimiento de la manera cómo se frustró la tentativa para colocar al general Lavalle al frente de una revolución la más popular que se fraguó jamás en la campaña, y la que sin cabeza que la encaminara e imprimiese cohesión a sus elementos, no tardaría en ser sofocada por las tropas dictatoriales.
Mas no anticipemos los sucesos.
El emisario Martínez, despreciando los riesgos que corría y ayudado por D. Apolinario Barragán, cumplió religiosamente su misión; no siendo difícil imaginar el disgusto que causó a los comprometidos semejante nueva que aplazaba el movimiento pronto a estallar, y el cual sino había sido descubierto aún por el suspicaz gobernante, no tardaría en serlo a causa de sus dilatadas ramificaciones.
Los hacendados que habían procedido con prudencia, se resignaron a seguir esperando la aparición del anunciado Mesías; pero otros, menos cautos en sus opiniones y que no se creían ya seguros si eran sentidos, resolvieron pasar al norte para aproximarse al general libertador que designaba aquel punto como teatro de sus operaciones. Pertenecía a ese número el entusiasta porteño D. Matías Ramos Mejía que fué a situarse en su estancia del Tala en la costa del Arrecifes, para continuar allí la propaganda contra Rosas y para ser de los primeros en incorporarse con caballadas de refresco a los invasores apenas pisaran el territorio de la provincia, como en efecto lo hizo.
Ya conocido el temple de las masas del sud, conviene echar una mirada sobre el pueblo de Dolores, que era el foco donde fermentaba entonces el espíritu de resistencia a la dictadura, y el cual iba a convertirse luego en cuartel general de las fuerzas destinadas a asestarle los más rudos golpes.
Fundaron a Dolores D. Ramón Lara, hijo de Buenos Aires y descendiente de antiguos hacendados del pago de la Magdalena, y el rico propietario D. Julián Martín Carmona; ciudadanos útiles, cuyos nombres nos complacemos en salvar de las nieblas del pasado. El primero, alejando a viva fuerza a los bárbaros hasta Kakel y Chapaleufú (río pantanoso) en 1815; y el segundo donando una área considerable de su campo cinco años después, fueron los padres de la ciudad que es hoy una de las más florecientes de la campaña del sud.
Es sabido, que por este rumbo hasta 1820, la línea fronteriza no había traspasado la margen oriental del Salado, y los indios pampas diseminados en sus toldos por las costas de la laguna de Kakel y arroyos Chapaleufú, Huesos, Tandil y Tapalqué, comerciaban pacíficamente con la capital. Pero en aquel año climatérico, algunas imprudencias del gobierno ocasionaron el alejamiento de las tribus de Ancafilú, Pichuiman, Antonio Grande y Landao, que situadas en Llamoidá, avecindaban a Miraflores en Marihuincul (diez lomas); estancia de D. Francisco Ramos Mejía, quien residía allí con su familia sin temor alguno.
Pero el cacique Negro al abandonar la Mar Chiquita, se arreó de malón una cantidad de hacienda vacuna y yeguariza de Eseiza, siendo perseguido vivamente por el capitán Lara con 50 blandengues de la frontera y 200 milicianos del Tordillo, desde Monsalvo hasta las faldas de la sierra de la Tinta, donde sufrió un contraste y fue herido de lanza.[59]
Durante su convalescencia en la guardia de Kakel, proyectó fundar un pueblo fronterizo al sud del Salado, bajo la advocación de Nuestra Señora de los Dolores. Resuelta su creación en 1818 por el directorio del general Pueyrredón, se ordenó a D. Pedro Antonio Paz, juez político y militar del punto, procediese a reunir los primeros elementos. Este autorizó entonces a Lara para que pusiera manos a la obra, como lo hizo, ubicando su traza una legua al oeste del depósito de prisioneros de las Bruscas[60] o Santa Elena, en terrenos de su amigo D. Julián Carmona, quien donó en propiedad para la capilla y pobladores, tres cuartos de legua de frente al arroyo hoy de Picaza, por dos de fondo al sud; habiéndose nombrado para desempeñar el curato, al presbítero D. Franco Robles, después canónigo.
Prosperaba la nueva población, merced a los auxilios del gobierno, a lo pintoresco de la llanura y feracidad del suelo elegidos para plantearla, como a su inmediación a los montes del Tordillo y costa del Atlántico (que facilitaban los medios de procurarse maderas de construcción y buena cal), cuando en 1821, disuelto el depósito de las Bruscas y reconcentradas las fuerzas que se habían internado al sud, dejando apenas en Kakel una guardia de cien hombres y un cañón a cargo del infatigable Lara, avanzaron los indios en número de más de 1500 lanzas, guiados por el baqueano José Luis Molina, gaucho de siniestra memoria.[61] Tomada y muerta la partida descubridora el 30 de abril bajo una densa niebla, sorprendían al pueblo después de haber pernoctado a dos leguas de distancia. Asesinaron a los vecinos, y luego de cautivar sus familias, incluso la del fundador Lara, lo saquearon y redujeron a cenizas sin que salvara ni la capilla. Los salvajes permanecieron más de una semana acampados en las cercanías de Dolores, y fraccionándose a su regreso, llevaron un botín que se calculó en ciento cincuenta mil cabezas de ganado vacuno y caballar.
Con esta y otras invasiones que se siguieron luna por luna, es decir, cada mes o plenilunio, alcanzando hasta la Magdalena en dirección a los Ranchos y arroyo de San Borombón (derivado de San Bruno), la campaña del sud quedó asolada y los paisanos poseídos de un terror pánico, huían unos de otros a la voz de indios, pues que no bastaban a alentarlos las pequeñas ventajas obtenidas por el jefe de la sección sud, coronel Domingo Soriano Arévalo.
En 1826, diseminada su escasa población por la costa del Salado, desde la Postrera hacia Maeedo, fué creado el partido de Dolores, siendo su primer juez de paz D. Benito Miguens; sin embargo de que el desgraciado pueblo de su nombre, permaneció en escombros hasta mediados del año siguiente, en que Lara, rescatada ya su familia y retirado por su mala salud del servicio de las armas, emprendía de nuevo su reedificación con la ayuda del teniente retirado D. Juan Sosa y varios vecinos de Chascomús y la Magdalena, sin excluirse algunos prisioneros brasileros que le fueron cedidos al efecto;[62] progresando con tal rapidez, que a la época de su fallecimiento, se habían congregado bajo sus auspicios cerca de cuatrocientas familias, que reclamaban una escuela para educar a sus hijos, y un presidio donde asegurar a los malhechores.[63]
Pero ningún año fué de tantas calamidades para los hacendados del Sud como el de 1822; época en que el gobierno de D. Martín Rodríguez, acosado por la chuza del indígena y falto de caballería regular que oponerle, apeló al de Entre Ríos, pidiéndole con urgencia, auxilios de esta arma en cambio de cierta indemnización pecuniaria que se graduaría según el número de aquella.
Ajustóse una estipulación mediante la cual, el gobernador Mansilla envió a Buenos Aires por el término de dos años, los escuadrones de línea Húsares de la Muerte (tapes misioneros) y Dragones, a cargo de los comandantes Anacleto Medina y Andrés Morel: los que desembarcaron en la Ensenada, y acantonados en la Guardia de Kakel, tomaron parte activa en las diferentes expediciones que se hicieron sobre el Sauce Grande para ensanchar la frontera en dirección a Bahía Blanca, hasta que fueron destruidos en el encuentro de los Toldos Viejos (1826), salvando con grandes dificultades, entre otros, al sargento mayor Narciso del Valle, oficial santafecino que había sido llamado al servicio y formaba en esa fuerza auxiliar.[64]
Organizado sobre su base el regimiento de coraceros, que fué mandado sucesivamente por los coroneles D. Juan Lavalle y D. Ramón Estomba, el jefe del Valle se hizo notar como un experto escuadronista.
En febrero de 1829, quedó encargado de la comandancia del fuerte de Bahía Blanca, por disposición del teniente coronel Morel, que con el cuerpo de coraceros, la indiada del cacique Venancia Cayupan y los Borogas, se dirigió hacia el fuerte Independencia, donde se hallaba su jefe Estomba, para desde allí marchar sobre Kakel, buscando la incorporación de las fuerzas del general Lavalle. Pero los indígenas seducidos por emisarios de Rosas, se sublevaron en Napostá Grande, mataron a Morel y dispersaron su regimiento causándole más de cincuenta bajas.[65]
Este accidente precedió de poco tiempo al arribo a Bahía Blanca de los SS Maza, Wright, García Zúñiga, Bares, Chavarría y Martínez Fonte, confinados allí por atribuírseles planes hostiles al movimiento del 1.º de diciembre de 1828. Valle los trató con delicadeza, y poniéndolos en libertad con arreglo al pacto de junio, los retornó a esta ciudad.
La conducta observada con aquellos ciudadanos, le valió la protección poderosa del Dr. Maza y de los Wright, siendo a poco, relevado por el coronel D. Paulino Rojas y trasladado al Tandil con el objeto de disciplinar las milicias acantonadas en dicha guardia.
Noticioso del Valle que pensaban alzarse los caciques Cañuante y Calfiao, situados a orillas del vecino arroyo Colonquelú (tierra colorada) al E. de la Tinta, sorprendió sus toldos, matando injustamente a la indiada sin escapar más de seis u ocho, y entre estos, los dos primeros.[66] cuya chusma quedó cautiva; hecho de armas que hizo se llamase en adelante a ese arroyo, las Calaveras. El autor de una curiosa Memoria inédita que compulsamos, dice al respecto… «Vi cometer con aquellas desgraciadas familias en el mismo cuadro, desórdenes que ruboriza contar, por el segundo jefe de Valle, sin que éste pudiera estorbarlos…».[67]
El coronel Valle principiaba a brillar. Rosas después de llevarlo a la campaña del Desierto como jefe de una de las divisiones de vanguardia, terminada esta en 1834, lo nombró edecán y casi en seguida le encargaba la formación del nuevo cuerpo de línea denominado Escolta.
Desempeñó esa doble comisión hasta que dispuso aquel gobernante enviarle a Dolores, donde se hallaba cuando ocurrieron los sucesos que vamos narrando.
Hasta entonces, Valle, soldado más táctico que arrojado, sólo era tachado de ser adicto a Rosas, que principiaba a dispensarle confianza.
El tenía por segundo en el nuevo mando que había asumido del regimiento 5.º de milicias de campaña, a Manuel Rico, que también se distinguió en la expedición al Colorado, y al cual descontentó el gobernante, quien llamándolo con urgencia lo tuvo meses sin recibirlo, hasta que cansado de esperar, se permitió volver a Dolores después de haber expresado por escrito los perjuicios que sufría con su permanencia indefinida de la ciudad, donde le era ya imposible sostenerse.
De este incidente que el ofendido recordaba con acritud en el seno de la amistad se valieron los enemigos de Rosas para atraerlo, como se verá luego.
Precisamente en esos días (septiembre de 1839), se practicaba el enrolamiento de las milicias del partido de Dolores, el cual siendo muy dilatado, pues que comprendía el territorio entre los montes del Tordillo en el Salado; teniendo por límites la cañada de juncales del Vecino, el mar, los arroyos del Zapallar y Poronguitos y la parte del naciente del arroyo Azul[68] se acostumbraba fijar de antemano el punto de reunión y la fecha en que concurrirían los jefes del regimiento para desempeñar su comisión.
Tan pronto como supo D. Juan Ramón Eseiza, dueño de la estancia del Durazno, que en ella tendría lugar una de las reuniones, columbró la oportunidad de insinuársele a Rico. Al efecto, cierta noche, uno de los tertulianos más asiduos a la malilla de la trastienda de los Ortiz, en Dolores, ofrecía a aquél llevarlo en el carruaje de Eseiza al paraje designado, ahorrándole así las molestias del sol en un viaje de 30 leguas a caballo. Esta invitación aceptada por Rico, habiendo llegado a oídos de Valle, fue necesario acceder al pedido que hizo de un asiento.
Trasladados al Durazno que se hallaba sobre la margen izquierda del Arroyo Grande, principió el enrolamiento, habiendo acudido en crecido número el paisanaje de la costa del Atlántico y de los Montes Grandes, que se extienden al Sud de los del Tordillo, formándoles marco la cañada y juncales del Vecino hasta Chapaleufú, la Sierra y el Océano.
Una tarde, cuando acababan de levantarse de la mesa para continuar la revisación de papeletas y entrega de las renovadas, Valle que había observado con desabrimiento que varias de éstas contenían licencias anotadas por disposición de Rico, tomó una que carecía además de plazo fijo, siendo acordada a un antiguo sargento Espíndola que marchó como voluntario a la gran campaña de 1833, y el cual había faltado por enfermedad. Valle se enfurece, y vociferando contra Rico, hace pedazos el papel y atropella al miliciano. Rico, cuya sangre ya hervía, sin reparar en el acto ni en los circunstantes, más veloz que el rayo, saca el puñal y acometiendo a Valle: «Cobarde», le dijo, «este es el último día de tu vida», y apretándolo por la garganta lo iba a clavar contra la pared, cuando se interpusieron Eseiza, el mayordomo de Viborotá, D. Agustín Delgado y otros; terminando aquel lance con las últimas luces del día.[69]
Valle, no bien recobrado de su espanto, fué a encerrarse en un cuarto, mientras que Rico vivamente agitado salió a pasearse por el cercano monte de duraznos que da nombre a esa propiedad.
Esta fué la coyuntura diestramente aprovechada por los hermanos D. Juan Ramón y D. Valentín Eseiza, que ya habían sido iniciados por Castelli en el plan de reacción, para convencer a Rico que la insubordinación pública, contra su jefe, unida a su vuelta repentina de Buenos Aires, lo hacían acreedor a cuatro tiros que Rosas se los mandaría dar indefectiblemente; recordando con tal motivo, que aun a su compadre el santafesino D. Pedro Burgos, fundador del Azul, sujeto acaudalado y padrino de su hija Manuela, lo tuvo más de un año haciendo antesalas diarias, hasta que lo despachó después de esa amigable penitencia. Que para salvar su vida, no quedaba otro camino que entrar en la combinación urdida con el propósito de levantar la campaña, y la cual estaba próxima a estallar encabezada por D. Pedro Castelli, según lo había decidido al general Lavalle que no tardaría en reunírseles. Que la revolución era un sentimiento universal entre los paisanos del sud, empobrecidos por el servicio de frontera y guerras interminables, o cansados de soportar el yugo de crueles tiranuelos; faltando apenas combinar el anhelo de tantos, con elementos de fuerza para realizarlo. Que buscando su cooperación, como la de un soldado bravo y simpático se propusieron conducirlo allí algunos días antes que se trasladase del Valle, con el intento de blindarle un puesto digno de su valor, y en el que pudiese prestar un señalado servicio a la libertad; según lo acordado en la reunión celebrada en la Espuela Verde de Piedrabuena, con Crámer, Castelli, Ramos, Fornaguera y otros camaradas.
El corazón sencillo de Rico se mostró hondamente conmovido, declarando que lo que se le proponía era una defección a su credo político que fué siempre de federación, y que un traidor a su causa no merecía sino el desprecio de los mismos que lo incitaban a ello; agregando que ni conocía a Castelli para saber su modo de pensar, ni sus recursos para semejante empresa.
Sus confidentes trataron de calmar tales escrúpulos, asegurándole que en el cambio intentado sólo peligraba la persona, de Rosas, más el sistema explotado por él en su provecho, pues que era el único proclamado por los pueblos, y de los que se burlaba el opresor centralizando su poder, a fin de afianzarse para siempre en el mando, después de pagar con ingratitud a los que se habían sacrificado a su lado creyendo de buena fe en las palabras de Federación y Unidad; frases huecas con las que alucinó a propios y extraños. Por último, que esa misma tarde habían despachado de expreso a D. Sebastián Fondevila para que citase a una entrevista a Castelli que se encontraba en la banda opuesta del arroyo, en casa de D. Rufino Fornaguera.
En efecto, poco antes de ponerse el sol, ya quedaba prevenido el último, de que por la noche sería esperado en la estancia de D. Juan Ramón Eseiza, con su huésped, el cual después de aguardar tres días inútilmente se había retirado a su establecimiento distante cinco leguas.
Sin embargo, se mandó en el acto por él, no demorando en aparecer acompañado de D. Juan Antonio Fernández Sucrez,[70] y la noche, promediaba su curso, cuando el caudillo recién llegado y sus dos compañeros, luego de ocultar sus caballos en la quinta, se abocaban con Rico en la costa de la laguna del Durazno.
Sin otro testigo que el silencio apenas interrumpido por un ambiente primaveral, mientras la luna en el cénit, rielando las mansas aguas, aclaraba las sombras, departían en voz baja aquellos seis conspiradores, acerca de los medios de afrontar el poder de Rosas. Era tanta la tranquilidad ostensible de esos hombres más pareos en palabras que en obras, que parecían un grupo de pacientes pescadores remolinados en el césped, y no la gavilla de fuego arrojada en la Pampa…
En ese pacto aceptado en el misterio y la soledad de la noche, se asentó la base, de que si alguna fuerza del gobierno se internaba en el Sud para aprisionar a cualquiera de los comprometidos, sus correligionarios más inmediatos quedaban obligados a reunir los amigos y arrebatarlo a todo trance, siendo ésta la señal del estallido general.[71]
La del alba sería, cuando Rico, completamente adherido a las nuevas ideas, partía en dirección al Divisadero de los Monte Grandes, con el objeto de citar su escuadrón que servía de plantel veterano al regimiento, en tanto que Castelli se encaminaba al cerro de Paulino para verse con Don Fernando Otamendi, quien garantía la adhesión de su amigo el coronel Granada.
Entre tanto, Valle preocupado de su seguridad personal, atentas las ocurrencias de la víspera, o sospechando quizá que algo grave se tramase desde que supo que Pico había desaparecido en la noche, pidió a Eseiza su carruaje para trasladarse a la estancia que tenía por la Tinta en sociedad con D. Ignacio Lara, como lo hizo luego, acompañado por su ayudante Juan Monteagudo.
Los complotados vivieron en adelante con incesantes precauciones, continuando sus trabajos en aparente inercia para no despertar sospechas a la autoridad, y dar tiempo a que el general Lavalle se pusiera en contacto con sus amigos del Sud como lo había prometido, ya que su vituperada invasión a Entre Ríos y marcha subsiguiente sobre Corrientes, dificultaban la comunicación con él, precisamente cuando era más necesario el concierto de las operaciones.
Parece averiguado, que en la conferencia del Durazno, se fijó el 6 de noviembre para lanzar el grito de insurrección; pero un acaecimiento inesperado vino a precipitarlo. D. Manuel Sánchez, juez de paz de Dolores, había recibido una nueva nota de Rosas, en contestación a otra suya motivada por lo siguiente.
Un oriental Cuello, conocido por su vida desordenada, puso en manos del expresado funcionario, cierto papel mal escrito y muy ajado, diciendo haberlo encontrado en este momento al llegar a la iglesia para oir misa (era domingo); que ignoraba su contenido por cuanto no sabía leer, pero que sospechando fuese un pasquín contra la autoridad iba a entregarlo.
Enterado Sánchez de su tenor, reducido a amenazar a los federales con un próximo cambio de situación al que los cívicos de Dolores no serían extraños, pues que ya estaban amunicionados; y que no imperaría el sosiego ni luciría la libertad, mientras no se ensartara al tirano Rosas y a sus viles aduladores en las lanzas de la pirámide de Buenos Aires;[72] reprimiendo su desagrado, contestóle del mejor modo posible: «Paisano, estos son desahogos de algunos díscolos que andan buscando como indisponer a nuestro pueblo con el Restaurador, y lo mejor es quemarlo…» acercándose acto continuo a una vela encendida. Pero Cuello levantando la voz, repuso: «Mire bien lo que hace señor juez, porque esta novedad puede llegar a oídos del Gobernador y comprómeterlo».
Entonces, desconfiando Sánchez que fuese alguna treta inventada por el mismo Rosas, se apresuró a manifestarle que si tal era su deseo, iba a incluir ese anónimo en la correspondencia oficial para satisfacerlo, como lo hizo; asegurando al gobierno, que sin embargo de haber aparecido aquel papel injurioso, su vecindario sólo se ocupaba de tareas pacíficas, sin pensar para nada en la política.
Algún tiempo después, el honrado juez de paz, recibía un despacho del general D. Manuel Corvalán, edecán del Dictador, acusándole recibo del oficio relativo al pasquín encontrado en una calle de ese pueblo, por el vecino federal D. Juan Cuello, con lo demás que él contenía y de que S. E. quedaba enterado.
Que el Restaurador le encargaba decir en contestación, «que cuando el río suena, agua lleva», siendo fuera de duda que allí se conspiraba. Que en consecuencia, procediese a aprender cuatro unitarios salvajes de nota de ese partido y sindicados como enemigos de S. E., remitiéndolos incomunicados, con grillos y suficiente custodia a la cárcel de Buenos Aires; previniéndole que siempre que aparecieran pasquines de esa naturaleza, obrase de aquel modo; transcribiendo la misma orden al juez de paz de Monsalvo para su respectivo cumplimiento.
Como es de suponer, grande era el aprieto en que se ponía al pacífico funcionario; tanto más, desde que no se determinaban por sus nombres a las presuntas víctimas, significándose tácitamente que el gobierno tenía la conciencia de que le eran bien conocidas las que destinaba a sufrir un castigo ejemplar.
Alarmado Sánchez por las dificultades surgidas del malhadado pasquín, luego de leer una y más veces la comunicación del edecán, resolvió mandar citar a sus alcaldes, y a D. Hilarión Medrano que actuaba de notario y le merecía confianza, para someterles el caso, oír su opinión y aconsejarse de ellos.
A decir verdad, en el fondo, la autoridad era sabedora de que se conspiraba, porque sus agentes, como los alcaldes D. Isidro Mendiburu y D. Tiburcio Lens, fueron los principaIes promotores de la fermentación visible del pueblo, y hasta el mismo Sánchez participaba secretamente de sus ideas.
Reunidos a puerta cerrada en el juzgado, se discutió el modo de salir del paso; observándose con tal motivo, que ya se susurraba la aparición de dos o tres pasquines más, y que iba a ser necesario enviar paulatinamente todo el vecindario de Dolores, para que el gobernador dispusiera de su suerte, con grave compromiso del juez de paz que poco antes había garantido la lealtad y ciega, obediencia de aquellos habitantes.
Después de una larga conferencia, se arribó a un temperamento satisfactorio y prudente, a saber: que se contestara el despacho del general Corvalán, suplicando por su órgano al Restaurador, se dignase nombrar las personas que debieran serle remitidas, porque no conociéndolas la autoridad local, y ausente el comandante militar en servicio público, temíase incurrir en un error irreparable; y en tanto, se ganaba tiempo para poner lo sucedido en conocimiento del coronel Valle, como se hizo.
Rosas no demoró ya su respuesta, y seguidamente regresó el chasque con la orden perentoria de que se diera inmediato y puntual cumplimiento a lo mandado, añadiendo que si los individuos que designase el juez de paz, se enfermaran y se hallaba inconveniente su remisión, o daban trabajo en el camino por cualquier tentativa de fuga, «los hiciera fusilar», dando cuenta después de la ejecución.
Fué entonces que consternado Sánchez, adjuntó ese oficio a Valle con el expreso Lemus, mayordomo de las Chilcas, de Cobo, quien llegó al Durazno reventando caballos. Allí fué enterado por Eseiza de lo acaecido al coronel precisamente en esos días; transmitiéndole a su tumo las ocurrencias de Dolores y la agitación en que dejaba los ánimos. En tal concepto, se convino, que la comunicación de que era portador la pasara a Rico que se encontraba en los Montes, en casa del capitán José Antonio López Calveti, y al que debía ser entregada en ausencia de su jefe, según prevención verbal.
Impuesto Rico de su contenido, hízole saber a Castelli, quien le pidió bajase a Dolores, se viera con los amigos, y si el juez de paz había tenido la debilidad de remitir las víctimas reclamadas, tratase de quitarlas a costa de cualquier sacrificio, alcanzándolas si posible fuera en el puente de Barracas.
Rico había recibido en el interín otros chasques con cartas y mensajes urgentes de íntimos amigos suyos, noticiándole lo sucedido; la justa alarma del vecindario, pues todos veían su seguridad personal a merced de la malevolencia, doblemente desde que se propalaba que los jóvenes Francisco Mugica, José María Guerra, Miguel Miller y su socio Francisco Silva, por indicación del comandante militar, eran los sentenciados en primera línea; y desconfiando de la energía del juez de paz en tan angustiosa crisis, le pedían su protección como al hombre más querido e influyente de la localidad.
Lo que antecede, unido a las afirmaciones hechas en la conferencia del Durazno, de que todo el pueblo de Dolores estaba en ebullición latente, y que estallaría al primer síntoma, hizo que Rico creyese llegado el momento de cumplir con una de las condiciones pactadas allí, cual era, no desamparar al que Rosas mandase aprehender como unitario; y sin más preámbulo marchó a ponerlo por obra, previniéndoselo a Eseiza por un enviado de confianza, a la vez que despachaba otro para Dolores, haciéndose preceder de una carta dirigida a su amigo D. Inocencio Ortíz, avisándole que al día siguiente bien temprano estaría en su casa; que lo esperase con cincuenta mil pesos moneda corriente y ciertos artículos de uso y consumo que detallaba.[73]
En efecto, serían las cuatro de la mañana del martes 29 de octubre, cuando el comandante Rico, acompañado de D. Cosme Puyol, del teniente Francisco Romero, y de sus asistentes, después de atravesar el pueblo citado, fué a golpear la ventana de la casa de Lens, a dos cuadras de la plaza, para decirle que había llegado el momento de la acción; que era indispensable dar el grito aquel mismo día, pues estando ya sentida la revolución, no había tiempo que perder; y que mandara citar a los amigos para la plaza como lo haría él personalmente, porque las cabezas de todos pendían de su caballo.
Conviene notar, que D. Rufino Fornaguera fué comisionado por Castelli el mes anterior, para hablar a varios amigos en Dolores acerca del plan que se tramaba, pues todo se hacía de viva voz en precaución de cualquier descuido o infidencia; dejando apalabrados e iniciados en el secreto y listos para tomar una parte activa, al capitán D. Inocencio Ortíz, comandante de los cívicos, a su hermano D. Antonio, al inteligente capitán de línea D. Martín Arenas, y a comerciantes influyentes y jóvenes visibles del punto.[74]
Lens y Rico pasaron en seguida a verse con Ortíz, y despuntaba aquel día llamado a ser memorable en los anales de la guerra a muerte contra la dictadura, cuando el redoble solemne del tambor batiendo generala por las calles solitarias aún, despertó alarmado al vecindario. Las familias atónitas se asomaban a las puertas y ventanas para inquirir la causa de semejante alboroto; las casas de negocio permanecían cerradas y silenciosas, mientras que patrones, dependientes, artesanos, jornaleros, ricos y pobres, a pie y a caballo, con las armas que tenían o se procuraban, acudían presurosos al reclamo de la autoridad.
En las primeras horas de la mañana, ya se encontraban 170 ciudadanos formados en la plaza; mandándose sacar 70 lanzas, únicas armas halladas en casa del comisario D. Mariano Ramírez, (mayordomo de la estancia las Vívoras, de Anchorena), para proveer con ellas a los inermes.
Entonces el comandante Rico, cubierto aún con el polvo del camino, y seguido de los capitanes Zacarías, Márquez y Crispín Peralta, penetró en el cuadro a caballo y desmontándose habló así:
«Compañeros:
»Nos hemos reunido aquí, con el objeto de elegir para el partido de Dolores un nuevo comandante militar y otro juez de paz, que respondan y apoyen el levantamiento de campaña del Sud contra el gobernador D. Juan Manuel de Rosas, mandón inicuo que nos afrenta con sus caprichos ante el extranjero, ante nosotros mismos, y ante nuestras madres, esposas e hijas.
»¿Para qué queremos, paisanos, un gobierno absoluto que mañana o pasado nos pegará cuatro tiros injustamente?
»Este pueblo heroico, cansado de tanta humillación, y amenazado en la vida y en los intereses de sus hijos, se pone en armas. Juremos todos no dejarlas mientras no hayamos dado en tierra con el amo y el último de sus esclavos… ¡Patriotas del Sud! ¡Viva la libertad! ¡Abajo el tirano Rosas!».
Los vítores estrepitosos de los cívicos y el aplauso de los espectadores, probaron que esas breves pero enérgicas palabras caían en un terreno bien labrado.
Se resolvió incontinenti que el joven D. Antonio Pillado, encargado de levantar el acta justificativa del pronunciamiento, la leyese en voz alta. Los conceptos patrióticos en que se declaraba que la campaña del Sud, realizando la aspiración del país, se ponía de pie como un solo hombre para recuperar a viva fuerza sus derechos hollados por un gobernante arbitrario, contribuyendo a que el entusiasmo rayara en delirio; ratificando todos el juramento de no dejar las armas hasta voltear a Rosas.[75]
Serían las 10 a. m. cuando terminada su lectura, se firmó en el juzgado de paz, haciéndolo también el cura párroco D. José Accame.
En seguida, el ciudadano D. Severo Pizarro, fué con cuatro hombres a buscar el retrato de Rosas que ocupaba en el mismo juzgado un lugar prominente. Era un cuadro al óleo de vara y media de alto representando al Restaurador de gran parada, conducido por la Fama al templo de la Inmortalidad. Llevado delante de Rico entre los gritos de aquí va la figura, a que hacían como los muchachos, dijo éste:
«Compañeros; Hermanos— ¿Por quién llevamos este velillo de luto en el sombrero?». Y arrancándose también la divisa, agregó: «¿Y qué significa esta marca ignominiosa sobre el corazón? Pues arrojemos al suelo con desprecio el primero, clavando en él con nuestros puñales la segunda para vengamos de tantos ultrajes…» y en el acto, dice un testigo, la plaza quedó coloreando de cintas, y sembrada de trapos negros.[76]
Dirigiéndose luego al retrato, prosiguió. — «Aquí está Rosas, y si fuera la persona de ese malvado haría con él, lo que hago con su figura…» y dándole un puntapié ensartó el lienzo con las espuelas que calzaba, abriéndolo a la vez por el centro con el puñal con que acababa de inutilizar la cinta punzó. Esta fué la señal para que los voluntarios José Julián Jaimes, José María Caballero, Francisco Basille (francés confitero),[77] y otros muchos corriesen a escupir aquella efigie, patearla y después de apostrofarla, herirla con sus armas; disputándose los fragmentos, que en su mayor parte fueron arrojados con su hermoso marco a una hoguera improvisada, entre la algazara del populacho, vivas, cohetes, repiques y dianas, con que se festejó un acto que iniciaba la regeneración de esa parte de la provincia de Buenos Aires, donde Rosas creía tener un altar en el corazón de cada uno de sus habitantes, persuadido como estaba de que no se levantaría una voz sino para ensalzarlo…
Nombrados por votación unánime (consignada en el acta), D. Tiburcio Lens para juez de paz, y Rico comandante general de todas las milicias del partido; se declaró el pueblo en asamblea, y poco después de mediodía, la compañía de cívicos con su capitán Ortíz a la cabeza, abandonaba la plaza encaminándose al sud, al son de una marcha granadera y entre hurras y cohetes, haciendo alto en las inmediaciones del cementerio, donde fijó Rico su cuartel general y campo de instrucción, y donde el jefe de los cívicos dirigió a éstos una sentida proclama.
Esa misma noche, no encontrándose tela celeste para embanderar el pueblo, merced a un prodigio de actividad y abnegación, se tiñeron con añil varias piezas de bramante por las patriotas señoras Benita Sánchez de Calvento (hermana del juez de paz), Melchora Valdivieso, sus hijas Marta y Laureana, su nieta doña Isabel, joven de peregrina hermosura, y otras damas; de manera que antes de las 24 horas, ¡más de quinientas banderas con los colores del cielo flameaban al viento!
Jacta est alea: La suerte estaba echada…
Libertar la nación, reconquistando sus derechos inalienables, sus leyes conculcadas, era el vehemente anhelo de tantos corazones palpitantes de indignación; y aunque arduo el propósito, ellos convergían a ese foco, al sacudir el polvo infamante que cubría dos generaciones.
Hélos, la infame librea
De sangre que los afea
De pie arrojando en Dolores,
Tus rozagantes colores,
¡Oh Patria!, alegres vestir;
¡Y desplegar altanera
Tu pisoteada bandera
Tan temible a los tiranos!
Jurando heroicos y ufanos
O libertarte o morir.
Y con risueño semblante,
Con aliento de gigante,
Voz, potencia irresistible,
Dar a la trompa terrible
De la santa insurrección;
Y de su heroica bravura
Retumbar por la llanura
El libertador estruendo,
Inflamando, conmoviendo
Todo noble corazón.
Hélos, ¡oh Patria! en Dolores,
De pie a tus libertadores,
Rememorando la gloria
De los héroes de tu historia
Para emular su virtud;
Invocando el dogma mismo
Que predicó su heroísmo
Entre el humo y la metralla
De los campos de batalla
Por las regiones del Sud.[78]
FIN DEL VOLUMEN I, O PRIMERA PARTE DE LA OBRA[79]