Capítulo I
La conspiración de 1839 y el alzamiento del Sud. — Quiénes fueron sus precursores allí. — Antecedentes del sargento mayor don Pedro Castelli.
El dictador don Juan Manuel de Rosas había ahogado la conspiración de 1839, sin que lograse apagar sus chispas en la sangre del joven comandante don Ramón Maza.
Destrozado el nervio principal de ella, aun se hallaban en pie elementos importantes buscando su cohesión natural para convertirse en hechos prácticos.
La mina había quedado cargada, y sus ramificaciones subterráneas proyectaban rumbo al sud de la provincia, precisamente hacia donde menos lo temía Rosas, quien pensaba que aquella parte de la campaña era su pedestal, como lo fuera diez años antes en una época de subversión.
Pero habían pasado esos tiempos, y no tardaría aquel gobernante en sufrir un profundo desencanto; pues si acababa de eliminar al caudillo de una revolución, se conservaba su gérmen ardiente en el sentimiento de resistencia de esa parte de la campaña que sólo aguardaba la señal para estallar en sus más extensas y opulentas comarcas.
Según hemos dicho en un Bosquejo Histórico[11], falto de prudencia el que estaba al frente de la conspiración, no fué difícil al gobernador de Buenos Aires apoderarse de algunos de sus hilos para romperlos con su mano omnipotente y convulsiva.
Aleccionados, pero no intimidados por estos descalabros, los confabulados continuaron sus trabajos secretos, y todo conato se redujo ya, a precipitar el pronunciamiento preparado en la campaña, para que ella respondiera al grito de la capital, donde había sido sofocado repentinamente por una tragedia sin ejemplo.
¡A largas jornadas de aquellos sucesos y a través de casi medio siglo de silencio, cuando la mayor parte de sus actores han bajado al sepulcro, triste es confesarlo, la historia no ha grabado todavía el nombre de los heraldos de tan famoso alzamiento destinado a producir un cambio radical en la República y que fué aquí la última protesta armada contra el hombre que la subyugó por cuatro lustros!
Por ello es, que serenadas las pasiones, nos apresuramos a llenar con tiempo ese vacío, declarando que los iniciadores del movimiento reaccionario a que nos referimos, fueron los ciudadanos:
Marcelino Martínez Castro, Pedro Castelli, Matías Ramos Mejía, Francisco Ramos Mejía, Ezequiel Ramos Mejía, Francisco Bernabé Madero, Apolinario Barragán, José Ferrari y Leonardo Domingo de la Gándara.
Estos patriotas sin arredrarse por las graves responsabilidades en que incurrían si eran sentidos, se convidaron para conmover la campaña del sud, y puestos en contacto con el general don Juan Lavalle que se aprontaba en Montevideo a abrir sus operaciones sobre el mismo territorio, hacer que este jefe lo invadiera rápidamente, en cuyo caso le prestarían todo su concurso, pues muchos de ellos eran estancieros acaudalados que manejando numeroso peonaje, tenían prestigio entre los llamados a reforzar las filas del ejército libertador.
No sin peligro se mantenía la correspondencia entre el caudillo de la cruzada inminente con sus correligionarios en Buenos Aires, a fin de inculcar la necesidad de que efectuara su desembarco en la provincia como una operación decisiva en esta guerra inevitable.
Habiendo referido antes de ahora que la conjuración de 1839 tenía ramificaciones en la campaña, examinemos cuáles eran.
Desde muy temprano, el comandante Maza expresó su deseo de que don Pedro Castelli, hacendado de la sierra del Volcán, fuera iniciado en el complot, creyendo sin duda que el apellido ilustre que llevaba y sus servicios con el general Lavalle en el cuerpo de «Granaderos a Caballo», unidos a las simpatías que se le atribuían en las masas, era otro gaje de éxito para sus planes.
Firme en este pensamiento se buscaba al hombre capaz de sondarlo con discreción, cuando le propuso su colega Jacinto R. Peña confiar tal encargo a don Francisco Lozano, cuyo ánimo prudente le era conocido. Aceptado por éste, se pone en marcha para desempeñar su papel; mas recordando que se encontraba en la Laguna de los Padres don Marcelino Martínez, que tenía estrecha amistad con Castelli, decidió entenderse antes con el primero, que ya había dado pruebas de su odio a los tiranos.
Veamos cuáles eran los antecedentes de este ciudadano:
Hijo menor de don José Martínez Escobar, español, y de doña Manuela Castro, nació en esta ciudad el 16 de julio de 1810.
Habiendo perdido a su padre en 1820, le llevó a Montevideo su hermano mayor don Ladislao, cantado en los versos heroicos que Rivarola dedicó a la defensa de Buenos Aires en 1807. A la edad de 14 años regresó don Marcelino para ocuparse en el comercio, hasta que en octubre de 1828, fué a hacerse cargo de un valioso establecimiento de campo que poseía su hermano en la Laguna de los Padres. Admirador de Rivadavia, y adicto a los que sostenían sus ideas de reforma, a principios de 1829, se presentó al general Lavalle en el pueblo de Dolores a ofrecerle sus servicios, manifestándole que regenteaba accidentalmente la estancia de la laguna de Navas, otra de las propiedades de su hermano, en lugar de don Juan Andrés Gelly (padre) que la había abandonado para tomar parte con los revolucionarios del 1.º de diciembre, y opinó que no sería difícil apoderarse de los esclavos y caballadas que tenían los Anchorena en el cercano establecimiento de las Víboras. Lavalle aceptando esta inesperada oferta, mandó que el comandante Patricio Maciel lo acompañara con su escolta a verificar la operación, como se hizo, retirándose Martínez a la Laguna de los Padres, mientras que el general luego de haber ahuyentado la montonera del afamado indio Molina regresaba a la capital. Allí permaneció Martínez hasta que la acción del Puente de Márquez y el pacto de Junio en ese año, abrieron a don Juan Manuel de Rosas las puertas del poder. Pero denunciado por un italiano Matías Amores, mayordomo de la estancia de Chapadmalán (a) Bruscas de Trápani, y memorable por sus fechorías, se giró una circular para que lo fusilasen luego de ser aprehendido, dando cuenta Noticioso Martínez de que era buscado con ahinco, extravía caminos y va a ocultarse en el puerto de la Ensenada de Barragán con la intención de tomar pasaje para la Banda Oriental; pero descubierto por el comandante Arana que lo era del punto, fué encerrado en un calabozo para ser remitido en seguida al campamento general de Rosas en Los Remedios, de Cañuelas. Las lluvias copiosas sobrevenidas en esos días, motivaron su demora, cuando don Prudencio Rosas, investido con el mando militar de los departamentos del sud se presentó allí, donde recibió pliegos urgentes de su hermano el general, para despacharlos a don Juan José Anchorena que se encontraba en Montevideo. Uno de los de su séquito, don Mariano Baudrix que conocía los pecados no veniales de Martínez, se interesó en salvarle y propuso a don Prudencio enviar esas comunicaciones por medio de aquél, asegurándole que estaba preso por arbitrariedades de Arana. Todo se arregló favorablemente, merced a la mala inteligencia que existía entre ambos jefes y de la que el astuto protector de Martínez supo sacar partido. Los oficios fueron entregados a su título con toda puntualidad; se corrió un velo sobre lo pasado y Martínez pudo volver más tarde a la estancia de la Laguna donde se mantuvo sin ser molestado, pero creándose simpatías en el paisanaje y cultivando relaciones útiles para el porvenir.
Tales eran sus precedentes que conocidos por Lozano, influyeron para que éste solicitase su concurso a mediados de 1839.
Conmovido Martínez por la relación del emisario, le asegura que entraría con todos sus elementos en la conjuración contra Rosas, garantiendo también la adhesión de Castelli, pero que deseaba bajar antes a Buenos Aires para conferenciar personalmente con el comandante Maza y ofrecerle su cooperación en el Sud.
Llegado a la ciudad, se dirigió a casa de don Joaquín Cazón, a quien presentó una tarjeta de Lozano, y éste le dió otra de introducción para su cuñado, don Jacinto R. Peña, por cuyo intermedio se puso en contacto con Maza.
En la conferencia que tuvo lugar, aseguróle este último que contaba con las personas más respetables de la ciudad y con toda la campaña del Norte, donde tenía agentes como Hoyos y otros que coadyuvarían al desembarco del general Lavalle que él esperaba se verificase en un paraje inmediato, el que sería apoyado por cuerpos de la guarnición y por las fuerzas del coronel don Nicolás Granada acantonadas en Tapalqué, con las cuales contaba también.
Su interlocutor después de observar que la falta de combinación había causado el año anterior la muerte estéril del comandante Selarrayán, lo enteró detenidamente de los recursos de que podía disponer en la campaña del sud, de las aspiraciones de sus principales hacendados y habitantes en general, asegurándole que tenía estrecha amistad con los hermanos Ramos Mejía, don Benito Miguens y otros que por sus antecedentes de familia, crédito y medios a su alcance, valían tanto o más que Castelli; agregando que llevaba cartas de Lavalle para ellos, invitándolos por medio del doctor Manuel Belgrano a que acudiesen a proteger su desembarco.
Explayadas sus opiniones por el caudillo de la conjuración, las sombras de la noche ya mediaban su curso, cuando Martínez se despedía de éste, prometiéndole partir esa madrugada a poner en obra lo convenido, y desplegar todos sus esfuerzos para realizarlo.
Dos días después llegaba a la estancia de Chacabuco, encontrando la mejor disposición en su propietario don Francisco Ramos Mejía, quien tomó a su cargo verse personalmente con su amigo don Benito Miguens en las Cinco Lomas de Lara, anticipando su entera adhesión a la empresa.
Martínez a pesar del entusiasmo con que había sido recibido por don Francisco creyó prudente no comprometer a su hermano mayor don Matías, que era padre de numerosa familia, y previno al primero que convendría mantener el secreto con él.
—«Dios lo libre don Marcelino de hacer tal cosa», repuso con énfasis su interlocutor, «porque mi hermano Matías no le perdonaría jamás, si Vd. dejase de invitarlo para un fin tan patriótico».
Ante semejante observación, fué indispensable verse con éste en Marihuincul, y su actitud decidida confirmó en todas sus partes el pensamiento de su hermano, puesto que añadió, J que no sólo su persona, sino también su familia, sus intereses, y cuanto podía valer lo consagraba a la idea de salvar la patria de las garras del opresor.
Martínez, acompañado siempre por el joven Ezequiel Ramos Mejía, pasó luego al cerro de Paulino con el objeto de iniciar a Castelli, y entregarle una carta de Lavalle. Este alegó su incompetencia para encabezar cualquier movimiento; pero estrechado por aquél en una larga conferencia, concluyó por ser convencido, jurando reunir a sus parciales para incorporarse con ellos y como simple soldado a la fuerza que se organizase, ya que sus amigos se empeñaban en hacerlo degollar. (Textual).
Castelli era hijo del prócer de la revolución de Mayo, doctor don Juan José Castelli y de doña María Rosa Lynch. Su padre había muerto el 12 de octubre de 1812, y fué sepultado en la iglesia de San Ignacio envuelto en las brumas sombrías de la derrota del Desaguadero. Diez años después, su hermana doña Juana, huérfana y en la miseria, imploraba una pensión invocando los servicios de su progenitor y las calamidades que lo habían afligido en sus últimos días en que llegó a faltar hasta una camisa al que tuvo a su disposición los tesoros del Alto Perú[12]. En cuanto a sus hermanos, don Alejandro fué un comerciante instruido pero desgraciado y don Francisco Luciano tomó parte en el crucero de la fragata Heroína como subteniente y ayudante de su jefe el coronel David Jewett que en 1820 fué a mostrar en los mares de Europa el pabellón de la joven República, asistiendo durante la guerra del Brasil, bajo la insignia de Brown, al desastroso combate del Banco de Santiago[13].
Don Pedro había principiado su carrera como cadete en el regimiento de Granaderos a Caballo formado por el general San Martín y fué a recibir el bautismo de la guerra en las barrancas de San Lorenzo, siendo ascendido a teniente en 4 de diciembre de 1813. En 16 de febrero del año siguiente, nombrado capitán de cazadores, concurre al sitio de Montevideo hasta su gloriosa terminación. Participó de las vicisitudes de 1818 y 20 contra los montoneros de Ramírez y López como también en algunas expediciones de los húsares de Rauch sobre los indios. En 1823 obtuvo su retiro en la clase de sargento mayor de caballería de línea para dedicarse a la ganadería, administrando cerca de siete años la estancia de la Esperanza (en el Divisadero de los Montes Grandes) de la casa Zimmermann y Cía. hasta que vendida a la razón social Sánchez y Cía., fué a regentarla don Martín Serna; y Castelli protegido por su amigo don Manuel Campos pudo adquirir la pequeña que poseía en la remota sierra del Volcán.
No obstante lo relacionado, Castelli, al que se ha atribuído más importancia de la que tenía en realidad, era un hombre de limitadas aptitudes, y en la época a que se hace referencia estaba pobre, viviendo a la sombra de sus amistades y con su prestigio decaído, como lo veremos más adelante.