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MERCADEO DE POBREZA

Nos marchamos a casa con las manos vacías. Nuestra misión había fracasado. Bu Mus se había emocionado tanto que no se había visto capaz de adoptar una pose profesional para defender la escuela. La grandeza de la Finca nos había tumbado. Era cierto aquello que antes decía todo el mundo: la Finca y la PN eran demasiado fuertes como para desafiarlas.

Solo nos restaba someternos a nuestro destino. Todo cuanto habíamos hecho para conservar la escuela —enfrentarnos al supervisor, partirnos el alma para conseguir galardones de prestigio, desafiar al rey— había sido en vano.

Acordamos ir a la escuela el martes siguiente para rescatar lo que quedaba: nuestros dos maravillosos trofeos. Eran los únicos objetos de valor que teníamos, y solo eran valiosos para nosotros. También quedamos para despedirnos bajo el filícium.

Sin embargo, cuando llegamos el martes por la mañana nos sorprendió no oír por ninguna parte el barullo de las máquinas que nos habían estado aterrorizando durante meses. Los obreros de la PN estaban desmontando los barracones de los culis; el equipo de logística lo estaba empaquetando todo como si estuvieran a punto de trasladarse. Las dragas que habían estado apuntando en dirección este para derribarnos la escuela se dirigían ahora al norte.

Bu Mus fue corriendo por el patio para averiguar qué estaba pasando.

Llegó entonces un coche de lujo. Se bajó un hombre y se acercó a la maestra. Era el taikong, que le dijo, sonriente:

—El director de la PN ha ordenado al jefe de las dragas que se den media vuelta.

Bu Mus quedó profundamente conmovida, presionando las manos sobre su corazón. Le dio las gracias al taikong y una vez más salió corriendo hacia la parte trasera. Nosotros fuimos detrás de ella. La maestra recuperó el letrero de la Muhammadiyah, que estaba tirado boca abajo en el suelo, y lo limpió con el extremo de su jilbab hasta que de nuevo fue posible leer el nombre. Nuestra vieja escuela había vuelto a la vida.

Estábamos eufóricos porque nos hubieran devuelto la escuela. Bu Mus izó la bandera roja y blanca en el patio. Ondeaba magnífica, soplada por el viento, por el polvo y por el ruido de la maquinaria pesada que abandonaba nuestro patio. Dimos vueltas y más vueltas bailando alrededor del mástil de la bandera.

La maestra repartió las tareas de restauración, y arreglamos el techo, volvimos a colgar la pizarra en la pared, pusimos una viga de soporte extra para que el aula no se viniera abajo y reconstruimos nuestro jardín de flores arrasado.

Lo extraño fue que, al enterarse de que las dragas no demolerían la escuela, los políticos, los afiliados de los partidos y los representantes que habían venido a visitarla desaparecieron sin más. Su ceguera había regresado. La gente volvió a la indiferencia. Incluso la institución que nos había instalado la bomba de agua sin nuestro permiso se la volvió a llevar, de nuevo sin él.

Aquella experiencia me enseñó algo muy importante sobre la pobreza: que es una mercancía. La PN canceló sus planes de explotación del estaño de nuestra escuela, pero eso no nos había convertido en menos pobres. Y dado que no nos iban a arrasar, ya no había conflicto con la PN, nadie podía chantajear a la compañía para sacar provecho de la situación o hacerse famoso por defender a los pobres. Nadie se convertiría en un falso héroe, ni se podría rentabilizar el incidente en forma de votos. No habría fotografías tristes que adjuntar a una propuesta de recaudación de fondos. La retirada de las dragas había causado el desplome del valor de mercado de la pobreza de nuestra escuela.