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LA LUNA LLENA

—¡Tenéis una sola oportunidad más, y si no hay una mejora, estáis acabados! —amenazó Mister Samadikun.

Aquella inspección tan inesperada y tan vergonzosa había finalizado, y Mister Samadikun inició las formalidades requeridas para completar su informe. Llamó a un fotógrafo para que tomase imágenes de nuestra escuela desde diferentes ángulos, y, cada vez que sacaba una, Harun intentaba colarse en el plano. Cuando el fotógrafo estaba disparando sobre la parte de atrás del aula, la cabeza de Harun se asomó de repente por encima del alféizar, con su sonrisa de oreja a oreja y mostrando sus incisivos amarillos. No tenía la menor idea de que estaban haciendo esas fotografías para expulsarlo y cerrarnos la escuela; permanecía muy concentrado en sus poses.

Después de que se revelasen las fotos y Mister Samadikun nos las enseñara, quedó claro que el ángulo de inclinación del edificio de nuestra escuela hacia uno de sus costados había alcanzado un nivel preocupante. Era algo así como la Torre de Pisa. De sobra sabíamos que Mister Samadikun distribuiría el informe y las fotografías tanto como estuviera a su alcance.

Aun así, Bu Mus no flaqueó. Nos alentó, como de costumbre, con la cita de uno de los versos sagrados.

—Sed pacientes —dijo persuasiva—, pues es seguro que tras las dificultades llegarán tiempos mejores.

En apenas unas pocas y poderosas palabras, sin discursos grandilocuentes, Bu Mus había inspirado en nosotros la determinación de luchar por nuestra escuela, pasara lo que pasase. Eso, buen amigo, es lo que llaman carisma.

Aunque estaba preocupada, Bu Mus no permitió que el problema con Mister Samadikun la desanimase. Lintang se había apoderado de toda su atención.

Desde el momento en que Lintang rellenó aquel formulario de inscripción, allá por el primer curso, Bu Mus tenía la secreta sospecha de que el muchacho poseía un don. Más adelante, como el herrero que perfila la hoja de una espada, la maestra fue afinando de manera meticulosa la mente de Lintang. Poco a poco, y en las firmes manos de Bu Mus, su inteligencia comenzó a brillar.

Toda nuestra clase estaba encantada con Lintang. Dios mío, qué sagacidad la de aquel niño recolector de conchas. El fulgor de sus ojos irradiaba inteligencia, y la frente se le encendía como una bombilla. Bu Mus y Pak Harfan ni siquiera sabían qué hacer con él.

Era el más veloz realizando figuras geométricas de papiroflexia; el que leía mejor; pero su mayor y más obvio talento eran las matemáticas. Mientras que los demás aún nos encallábamos en las adiciones de números pares, él ya dominaba las multiplicaciones de impares.

El resto apenas éramos capaces de leer en voz alta los problemas de matemáticas, y él ya gozaba de la perspicacia necesaria para dividir con decimales, calcular raíces y hallar exponentes: era incluso capaz de ofrecer una explicación completa de sus relaciones operacionales en tablas logarítmicas. Su único punto débil, si es que se podía denominar así siquiera, era la letra minúscula y caótica que tenía. Quizá fuese tan mala porque la motricidad de sus dedos no era capaz de seguir el paso de su lógica vertiginosa.

—¡Trece por seis, por siete, más ochenta y tres, menos treinta y nueve! —nos puso Bu Mus a prueba desde la pizarra.

Entonces, le quitamos la goma elástica a nuestro paquetito de ramitas y sacamos trece de ellas —seis veces— para ir juntando un solo montón en una ardua tarea. Reunimos otros seis montones más con la misma cantidad de ramitas que aquel primero, y contamos cada montón —ramita a ramita— como resultado de las dos fases de multiplicaciones. Después añadimos ochenta y tres ramitas más y sustrajimos treinta y nueve. Nos llevó una media de siete minutos resolver el problema. No cabía la menor duda de que se trataba de un método efectivo, pero no eficiente.

Mientras, Lintang, que no había tocado una sola ramita, cerró los ojos un instante, y no habían pasado cinco segundos cuando gritó:

—¡Quinientos noventa!

No había errado ni en un solo dígito. Esto sucedió el primer día de clase en segundo curso.

—¡Bravo por el niño de la costa, excelente! —alabó Bu Mus, que se sintió tentada de poner a prueba la capacidad intelectual de Lintang—. ¡Dieciocho por catorce, por veintitrés, más once, más catorce, por dieciséis, por siete!

Agarramos nuestras ramitas. En menos de siete segundos, y sin escribir un solo número, sin vacilar ni apresurarse, sin pestañear, Lintang vociferó:

—¡Seiscientos cincuenta y un mil novecientos cincuenta y dos!

—¡La luna llena, Lintang! ¡Una respuesta tan bella como una luna llena! Pero, bueno, ¿se puede saber de dónde has salido tú?

Bu Mus puso cuanto pudo de su parte para sofocar una risa descontrolada. Una risotada escandalosa procedente de la maestra era impensable, se lo impedían sus principios religiosos. En cambio, hizo un gesto con la cabeza en señal de aprobación y reconocimiento, y miró a Lintang como si se hubiese pasado toda su vida buscando un alumno como él.

Nosotros, por nuestra parte, no parábamos de preguntarle a Lintang cómo era capaz de hacer algo así. Su método era el siguiente:

—Primero, hay que aprenderse de memoria las tablas de multiplicar de los números impares, que tienen su aquél. En las multiplicaciones con números de dos cifras hay que quitar las unidades; es más fácil multiplicar números que acaban en cero. El resto se hace después, y no comáis tanto como para llenaros demasiado, que se te taponan los oídos y se te ralentiza el cerebro.

Su respuesta era de lo más inocente, pero al escucharla, aunque solo acabase de empezar segundo, Lintang ya te daba muestras de una alta complejidad cognitiva al desarrollar sus propias técnicas para detectar las dificultades, analizarlas y resolverlas.

Fue pasando el tiempo, y Lintang descubrió que la principal característica de su mente era la inteligencia espacial: iba muy adelantado en geometría multidimensional. Podía imaginarse rápidamente las superficies de un objeto desde diferentes ángulos. Era capaz de resolver complicados casos avanzados de descomposición, y nos enseñó la técnica para calcular el área de un polígono dividiendo sus lados por medio del teorema de Euclides. Aquí habría de decir que éstas no son materias sencillas.

Y no solo era brillante, sino que también poseía una gran creatividad intelectual. Se dedicaba a experimentar la formulación de su propio método mnemotécnico, y así, por ejemplo, diseñó su propia configuración del cuerpo: aparato respiratorio, aparato digestivo, motricidad y sentidos del ser humano, vertebrados e invertebrados.

De manera que, si le preguntábamos cómo meaban los gusanos, teníamos que estar preparados para recibir una explicación precisa, cronológica, detallada y muy sagaz acerca del funcionamiento de las microvellosidades. Entonces, y más pancho que un mono quitando piojos, establecía una analogía entre el aparato urinario del gusano y el aparato excretor de los protozoos por medio de la tan compleja anatomía de las vacuolas contráctiles. Si nadie le interrumpía, proseguía encantado y te hablaba de las funciones del córtex, la cápsula de Bowman, la médula y el corpúsculo de Malpigio en el aparato excretor humano. Gracias al diseño de su propio método mnemotécnico, Lintang dominaba todos los extremos del aparato excretor con la misma facilidad con que se aplasta un mosquito hinchado.

Lintang se emocionaba mucho siempre que le tocaba el turno de limpiar el despacho de Pak Harfan. Cuando estaba allí metido, leía geometría, biología, geografía, educación cívica, historia, álgebra y otros temas diversos de entre los libros de la colección de Pak Harfan. Algunos de ellos estaban en neerlandés y en inglés. El director orientaba con paciencia a Lintang y a menudo le permitía llevarse prestado alguno de sus volúmenes.

Lintang estaba obsesionado con aprender cosas nuevas. Cada fragmento de información era como una espoleta de saber que podía hacerle saltar por los aires en cualquier momento.

El incidente que cuento a continuación sucedió el mismo día en que le salvó Bodenga, el chamán de los cocodrilos.

—El Corán menciona a veces los nombres de ciertos lugares que han de ser interpretados con detenimiento —nos contaba Bu Mus durante nuestra clase de historia del islam, materia obligatoria en las escuelas de la Muhammadiyah. No sueñes con pasar de curso con un suspenso en esa asignatura—. Por ejemplo, la tierra más próxima conquistada por los persas en el año…

—¡620 de nuestra era! Persia conquistó el imperio de Heráclito, que se encontraba amenazado también por las rebeliones de Mesopotamia, Sicilia y Palestina, y recibió los ataques de ávaros, eslavos y armenios —interrumpió Lintang. Nos quedamos perplejos; Bu Mus sonrió.

—Y esa tierra más próxima es…

—¡Bizancio! El antiguo nombre de Constantinopla, la imponente ciudad de Constantino el Grande. Siete años más tarde, Bizancio recuperó la independencia, la independencia que estaba escrita en el texto sagrado pero fue negada por los árabes no musulmanes. ¿Por qué se le llama la tierra más próxima, Ibunda Guru? ¿Y por qué se desobedeció el libro sagrado?

—Paciencia, niño mío. La respuesta a tu pregunta implica las interpretaciones de la sura Ar-Rum, sobre los romanos, que abarca no menos de catorce siglos de saber. Ya estudiaremos las interpretaciones más adelante, en los años previos al instituto.

—De ninguna manera, Ibunda Guru. Esta mañana casi perezco devorado por un cocodrilo. No tengo tiempo para esperar. Explíquelo todo, y explíquelo ahora.

Todos lo jaleamos, y por vez primera comprendimos el significado de adnal ardli, literalmente, «la tierra más próxima», e interpretativamente la zona más baja de la superficie terrestre, y ese lugar no era otro que Bizancio, en la fracción oriental del Imperio romano. Estábamos sorprendidos ante el empuje de Lintang para ponerse a prueba. Si el corazón no siente envidia de quien posee los conocimientos, entonces podrá verse iluminado por los rayos de la ilustración. Al igual que la estupidez, la inteligencia es contagiosa.

—Vamos, chicos, no dejéis que este muchachito de la costa con el pelo rizado sea el único que responda —nos apremió Bu Mus.

Era aquella una época en que, cuando yo sentía la tentación de responder entre dudas, torpezas e inseguridades, solía acabar dando una respuesta incorrecta, y Lintang me corregía siempre con el espíritu propio de la amistad.

Me esforzaba mucho en el estudio una noche tras otra, aunque jamás estuve cerca, ni siquiera un poco, de sobrepasar a Lintang. Mis notas se hallaban algo por encima de la media de la clase, pero muy por debajo de las suyas. Siempre quedaba a la sombra de Lintang. Desde el primer trimestre de primero, yo fui el segundo perpetuo. Y eso no cambiaría jamás, igual que la luna me parecerá siempre una madre que sostiene a su pequeño. Mi eterno rival, mi enemigo número uno, era mi amigo y mi compañero, aquél a quien yo amaba como a un hermano.

Dios no bendijo a Lintang solo con su inteligencia, le concedió también una bellísima forma de ser. Cuando teníamos dificultades con alguna asignatura, él se mostraba paciente al ayudarnos y nos alentaba. Su superioridad no amenazaba a quienes se encontraban a su alrededor, su brillantez no provocaba celos y su grandeza no desprendía el menor atisbo de arrogancia. Era como una bocanada de aire fresco en nuestra escuela, tan largo tiempo ignorada. Lintang y el magnetismo de su intelecto pronto se convirtieron en nuestra fuerza vital. Él marchaba al ritmo de su propio redoble, él era el mantra de nuestros gurindam, los aforismos de dos versos.

Y entonces llegó una noticia que aceleró el pulso de nuestros corazones: nuestra escuela había recibido una invitación para participar en un concurso académico que tendría lugar en la capital de la región, Tanjung Pandan. Aquel concurso se celebraba todos los años y gozaba de verdadero prestigio.

Había pasado mucho tiempo desde nuestra última participación. Nuestra derrota era siempre aplastante, así que, para evitar la vergüenza, se había decidido no competir siquiera.

Ahora existía la posibilidad de que Lintang cambiase aquello. Nuestros contrincantes de la PN y de los colegios estatales eran inteligentísimos, ya habían obtenido victorias a escala nacional, pero Lintang nos hacía sentir confianza. ¿Sería capaz de derrotarlos? ¿Sería aquel cuerpecillo escuálido capaz de apuntalar nuestra ruinosa escuela, esa escuela con muy pocas probabilidades siquiera de tener un solo alumno nuevo el curso siguiente?

A Lintang no le quedaba más opción que ser diligente en el estudio. En consecuencia, su boletín de notas del primer trimestre en quinto fue en verdad fantástico. El número nueve ocupaba las casillas que iban desde las asignaturas de religión, el Corán, Fiqh, Historia del Islam, pasando por la Geografía hasta llegar al Inglés. En cuanto a las Matemáticas y otras materias afines —la Geometría y las Ciencias Naturales—, Bu Mus se atrevió a otorgarle la nota perfecta: diez. Su nota más baja fue un seis: en Arte. No podía competir con el muchacho excéntrico de cuerpo delgado y bello rostro que se sentaba en el rincón. Aquel chico encantador era el compañero de pupitre de Trapani. Se llamaba Mahar, el de la pícara sonrisa.