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SU OBRA MAESTRA
El carnaval del día de la Independencia que se celebraba el 17 de agosto tenía el potencial de elevar la dignidad de nuestra escuela. Se otorgarían premios al mejor disfraz, al participante más creativo, al vehículo mejor decorado, al mejor desfile, al participante más armonioso y —el más prestigioso de todos— a la mejor interpretación artística.
Bu Mus y Pak Harfan se habían mostrado pesimistas al respecto del carnaval por culpa de nuestro sempiterno problema: la financiación. Nunca éramos capaces de montar un buen número. Las escuelas públicas se podían permitir trajes tradicionales que convertían sus actuaciones en una maravilla. La PN resultaba más impresionante aún: su desfile era el más largo, su situación, la más estratégica y su formación, la más numerosa. Su primera línea consistía en unas bicicletas relucientes de nuevas, con su cesta y una decoración colorida. Los ciclistas iban también engalanados con unos atuendos ideales. Los timbres de las bicicletas sonaban alto, claro y al unísono. Su segunda línea la formaban unos coches decorados como si fueran barcos y aviones en los que viajaban unas chicas con unos camisones y coronas de Cenicienta. Verdaderamente festivo, sí.
El desfile escolar de la PN llegaba a su punto culminante con una banda de música, la parte que más me gustaba a mí. El aullido de docenas de trombones sonaba como la explosión atronadora de las trompetas del Juicio Final. Los golpes de tambor me estremecían el corazón.
En el clímax del carnaval, la banda se dividía en dos secciones en forma de cuadrado que pasaban a saludar por el podio VIP. Aquél era el lugar donde se encontraban los asistentes más respetables, incluido el director de operaciones de la PN. Su secretaria se hallaba también entre el público, siempre con un walkie-talkie en la mano, junto con un par de ejecutivos de la PN, dirigentes de la aldea, algún acomodado propietario de un comercio chino, el señor jefe de la oficina de correos, el supervisor del banco BRI, el jefe de la tribu sawang, el jefe del pueblo de los sarongs, el líder de la comunidad china, los chamanes y otros capitostes diversos, todos acompañados de sus apegadas esposas. La posición del podio ocupaba el centro del mercado, y la mayoría de la gente se aglomeraba a su alrededor para ver el carnaval, ya que era allí donde los participantes ejecutaban sus números definitivos. En aquel podio se encontraba también un jurado intimidatorio, presto a calificar las actuaciones.
La PN solía alzarse con los puestos del primero al tercero en todas las categorías. De manera ocasional, alguna escuela pública de la capital de la regencia, Tanjung Pandan, se hacía con algún tercer puesto. Nosotros salíamos avergonzados; año tras año, dábamos el mismo espectáculo lamentable. Pero esta vez teníamos un rayo de esperanza: Mahar.
Para la mayoría de los de la Muhammadiyah, el carnaval suponía una experiencia desagradable, si no traumática. Nuestra actuación se reducía simplemente a un grupito de niños capitaneados por dos maestros de la aldea que portaban un cartel con el símbolo de nuestra escuela. El cartel estaba hecho de tela barata, y colgaba mustio entre dos palos amarillos de bambú. Tras el cartel, tres hileras de alumnos que vestían sarongs, los tradicionales bonetes musulmanes y atuendos islámicos. Representaban a los fundadores de la Sarekat Islam —la primera organización intelectual musulmana de Indonesia— y a los padres fundadores de la Muhammadiyah.
Todos los años, para el carnaval, Sansón lucía un uniforme de vigilante de los diques. Cierto era que no lo hacía porque fuera lo que aspiraba a ser, un vigilante de los diques como su padre, sino porque era el único disfraz de carnaval que tenía. Syahdan llevaba un atuendo de pescador, también en consonancia con el oficio paterno. A Kiong, cada carnaval, escogía ir vestido como el guardián del gong de un templo shaolin.
Trapani se había puesto unas botas altas, un mono y un casco, un uniforme que pertenecía a su padre: se había vestido de trabajador de la PN. Kucai, que carecía tanto de botas como de casco, estaba decidido a unirse al desfile en mono, y cuando le preguntaban, decía que era un trabajador de la PN del nivel más bajo que se encontraba de baja.
Para darle mayor dramatismo, Syahdan trajo consigo un saco de red barredera. Lintang iba soplando un silbato, porque era un árbitro de fútbol, y yo no paraba de correr hacia delante y hacia atrás, como su juez de línea. Un alumno muy apuesto se había vestido con bastante elegancia, lucía pantalones oscuros y zapatos negros, cinturón, camisa blanca de mangas largas y llevaba un maletín grande. Aquel alumno tan destacado era Harun, en realidad. No estaba del todo clara la profesión que representaba, pero a mis ojos tenía el aspecto de uno al que su suegra le hubiese echado de casa.
De ese modo aparecíamos año tras año, un modo que no simbolizaba nuestras aspiraciones porque no teníamos ninguna. A todos los alumnos se nos sugería que utilizásemos los uniformes de trabajo de nuestros padres porque no teníamos presupuesto para alquilar un vestuario de carnaval. En consecuencia, representábamos los trabajos de una comunidad marginada, y en tal contexto, Mahar vestía tan elegante como Harun, pero él iba saludando a los espectadores con un carné de jubilado en mano, pues su padre estaba retirado ya. Sahara, por el contrario y a regañadientes, no participaba porque a su padre lo habían despedido.
Dada la realidad de la situación, teníamos que afrontar los pros y los contras de participar cada vez que se aproximaba la fecha del carnaval. Trapani, Sahara y Kucai sugirieron que no participásemos, en lugar de actuar y avergonzarnos nosotros solitos. Bu Mus y Pak Harfan tenían otra idea.
—El carnaval es la única forma de mostrarle al mundo que nuestra escuela aún sigue presente sobre la faz de la tierra. ¡Somos una escuela islámica que promueve los valores religiosos! ¡Hemos de estar orgullosos de ello! —dijo Pak Harfan—. Si llevamos a cabo una actuación impresionante, ¿quién sabe? Quizá agrade a Mister Samadikun y reconsidere su pretensión de cerrarnos la escuela. Démosle a Mahar este año la oportunidad de mostrarnos lo que lleva dentro. ¿Sabéis lo que os digo? Que es un artista de gran talento.
Pak Harfan tenía motivos para estar orgulloso de Mahar. Recientemente, Mahar había dejado en muy buen lugar a Pak Harfan al resolver el problema de un aforo excesivo de público para ver la televisión en blanco y negro del salón de actos del pueblo. A Mahar se le ocurrió solucionarlo reflejando la pantalla de la televisión en un par de espejos, de manera que el local pudiese acoger una mayor afluencia de público.
Aplaudimos el discurso de Pak Harfan y cantamos las alabanzas de Mahar, pero el aludido no se encontraba al alcance de nuestros ojos. Resultó que estaba apostado en una de las ramas del filícium, con una pícara sonrisa en el rostro.
Mahar nombró de inmediato a A Kiong su ayudante de asuntos generales; su sirviente, vamos. A Kiong me contó que se había pasado tres noches seguidas sin poder dormir por lo orgulloso que se sentía ante su ascenso. Mahar también pasó tres noches en vela, meditando en busca de inspiración. No se le podía molestar. Nunca le había visto comportarse de un modo tan serio.
Un atardecer tras otro, Mahar se sentaba solo en mitad del campo que había detrás de nuestra escuela, golpeaba una tabla —un tambor tradicional— buscando una música; no permitía que se le acercara nadie. Su mirada se perdía en el cielo y, de repente, se ponía en pie, daba saltos, corría en círculos, vociferaba como un poseso, se tiraba al suelo, daba volteretas, se volvía a sentar y, sin previo aviso, dejaba caer la cabeza como un animal agonizante.
¿Estaría creando una obra maestra? ¿Lograría el éxito de redimir nuestra escuela después de tantos años de miradas por encima del hombro en el carnaval? ¿Acaso era de verdad ese pionero, ese renegado capaz de fenomenales logros? ¿Debía él siquiera cargar con el peso de la responsabilidad de impresionar a Mister Samadikun para que no nos cerrase la escuela? Ésa era una pesada carga, mi buen amigo, y al fin y al cabo, Mahar no era más que un niño.
Yo le observaba desde la distancia. Pasó una semana, y no reveló su idea.
Entonces, en una luminosa mañana de sábado, Mahar llegó a la escuela silbando. Para nosotros estaba claro que había recibido la inspiración, y nos reunimos a su alrededor. Él nos miró a los ojos a todos, uno por uno, como si estuviese a punto de mostrar una bombilla mágica a un grupo de críos pequeños.
—¡Ni agricultores, ni trabajadores de la PN, ni maestros coránicos, ni vigilantes de los diques en el carnaval de este año! —vociferó—. ¡Toda la fuerza de la escuela de la Muhammadiyah se unirá en pos de una cosa!
Estábamos boquiabiertos.
—¡Vamos a interpretar un baile coreografiado de la tribu masái de África!
Nos miramos los unos a los otros, incapaces de creer lo que estábamos oyendo.
—¡Cincuenta bailarines! ¡Treinta percusionistas tocando la tabla! ¡Dando vueltas como peonzas, vamos a reventar el podio VIP!
Oh, Dios mío, me iba a desmayar. Nos pusimos a dar saltos al imaginar la grandeza de nuestra inminente actuación.
—¡Con borlas! —gritó Pak Harfan desde el fondo.
—¡Con crines! —añadió Bu Mus. Estábamos en éxtasis.
Qué impredecible era Mahar. Su imaginación daba vida al lugar, por todos los rincones. La idea de interpretar a una tribu africana tan remota resultaba brillante; de ellos se sabía que su vestimenta era escasa, y cuanta menos ropa, menos presupuesto hacía falta. La idea de Mahar no solo era brillante desde el punto de vista artístico, sino que también se adaptaba a la situación de liquidez de nuestra escuela.
Después de aquello, todos los atardeceres al salir de clase, nos esforzábamos mucho ensayando una danza extraña de una tierra lejana. Según Mahar, había que interpretarla con velocidad y energía. Dábamos pisotones en el suelo, alzábamos los brazos al cielo y formábamos un círculo conforme girábamos. Luego bajábamos la cabeza, saltábamos, nos dábamos la vuelta y salíamos corriendo en todas direcciones para adoptar de nuevo la formación inicial. No podía haber movimientos dulces. Todo era rápido, feroz, apasionado y brusco. El espectáculo entero iba acompañado por las tablas, con un ritmo incesante que perforaba el aire, y los percusionistas, en una danza muy dinámica, teníamos que gritar palabras cuyo significado desconocíamos: Habuna! Habuna! Habuna! Baraba, baraba, baraba, habba, habba, homm!
Cuando le preguntamos a Mahar por su significado, él hizo como si se encontrase en posesión de un conocimiento que abarcase todos los continentes y respondió que era un poema tradicional africano. En ese momento descubrí que los africanos tenían una costumbre en común con los malayos: la obsesión por rimar palabras, y preservé esa porción de saber en algún lugar de mi memoria.
Sin embargo, yo me equivocaba en lo referente al significado de la danza. En un primer momento había tenido la impresión de que nosotros ocho —Sahara optó por no participar, y Mahar tocaba la tabla— éramos una tribu masái feliz de que sus vacas estuvieran preñadas y pariesen, pero, para mi sorpresa, Mahar afirmó que nosotros éramos las propias vacas: tras unos instantes de baile entusiasta, seríamos atacados por guepardos. Nos rodeaban, alteraban la armonía de nuestra formación de baile y saltaban sobre nosotros. El caos se apoderaba de las vacas, pero en ese preciso instante llegaban al rescate los moran, los famosos guerreros masái. Los soldados combatían entonces contra los guepardos para salvarnos a nosotros, las vacas. Mahar había orquestado con destreza los movimientos de los guepardos: su aspecto era clavado al de unos animales que no hubiesen comido en tres días.
La coreografía representaba un drama emocionante: la lucha colectiva del hombre contra las bestias en la sabana africana, una obra de arte ejemplar, la obra maestra de Mahar.
¿Sabes tú, mi buen amigo, qué es la felicidad? Es lo que yo sentí entonces. Me sentía completamente sumergido en el arte. Actuaría con mis mejores amigos, y quizá mi primer amor estuviese presente.