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EL HOMBRE CON UN CORAZÓN
TAN GRANDE COMO EL FIRMAMENTO
Al día siguiente formamos en fila frente a la vitrina. Era el turno de Lintang de recibir el honor de colocar en ella un trofeo: el trofeo del concurso académico ocupó su lugar junto al trofeo del carnaval de Mahar.
Aquellos dos premios eran la respuesta a nuestra pregunta acerca de por qué Dios nos había dado a aquellos dos muchachos con tanto talento. Mahar nos dio el valor para competir. Lintang nos dio el valor para soñar.
Los dos trofeos eran verdaderamente maravillosos. Se alzaban unidos, inseparables, como si perteneciesen a unos bravos guerreros dispuestos a enfrentarse a cualquier dificultad. Antes, todo el mundo creía que nuestra mentalidad, nuestro sistema e incluso nuestra escuela se podrían venir abajo en cuestión de semanas. Nadie esperaba que ganásemos aquellos galardones, pero ahí estábamos nosotros, míranos, con nuestros dos gloriosos trofeos. Mira qué orgullosos nos sentíamos allí en pie, delante de nuestra vitrina; más fuertes y robustos que nunca. La perseverancia y persistencia de Bu Mus y Pak Harfan en nuestra educación estaba empezando a dar unos resultados prometedores. Ambos hicieron un esfuerzo titánico por contener las lágrimas mientras observaban los dos premios porque eran conscientes de que, en adelante, nadie volvería a ensuciar jamás el nombre de nuestra escuela.
Aunque su salud se estaba deteriorando, Pak Harfan impartía clase con mayor entusiasmo aún después de nuestra victoria en el concurso académico. Nos preparaba de manera incansable para enfrentarnos a nuestro examen final.
Nos entrenaba durante horas y horas; trabajaba como si estuviera persiguiendo algo, y aunque nuestra carga de trabajo era grande, nos sentíamos extremadamente felices. Los métodos de enseñanza de Pak Harfan hacían que las materias que teníamos que memorizar tuviesen un delicioso atractivo. Los problemas complejos se convertían en desafíos; la aritmética difícil, en un entretenimiento.
Los fines de semana, Pak Harfan pedaleaba cien kilómetros en su bicicleta, hasta Tanjung Pandan, con una cesta de palawijaya recogida de su huerto: piñas, plátanos, galangas y batatas. Vendía sus productos para comprarnos libros de texto. De camino a casa se detenía en la biblioteca municipal, y allí, sacaba libros con ejemplos de preguntas de exámenes finales de años anteriores.
Pero el asma de Pak Harfan era cada vez más crítica. Tosía sangre, y eran muchas las veces que le teníamos que recordar que descansara.
—Si no doy clase, me pondré más enfermo —respondía siempre—. Y si me muero, quiero que sea en esta escuela —bromeaba.
Todas las tardes, durante varios meses, después de estudiar el Corán, regresábamos corriendo a la escuela para que él nos diese clases extraordinarias.
Pero una tarde, después de haberle esperado un buen rato en el aula, Pak Harfan no vino. Nos dirigimos a su oficina, junto al jardín de la escuela. Llamamos a la puerta, y no respondió nadie. La abrimos, y lo vimos sentado con la frente apoyada sobre la mesa. Lo llamé por su nombre, pero no respondió. Me acerqué un poco más, parecía estar echándose una cabezada. Volví a decir su nombre, esta vez más cerca. No hacía ruido. Le toqué la mano, fría como un témpano. No respiraba. Pak Harfan había fallecido.
Pak Harfan llevaba enseñando desde que era un adolescente, más de cincuenta y un años. Él mismo había talado los árboles del bosque para obtener la madera con la cual construir la escuela de la Muhammadiyah. Él había cargado con el primer —y el más pesado— poste de madera sobre sus propios hombros, y ése fue el principal pilar de sujeción de nuestra escuela. A lo largo de los años fuimos midiendo nuestra estatura contra aquel pilar, que dejamos lleno de muescas de navaja. Para nosotros, aquel pilar era sagrado.
Se decía que, mucho tiempo atrás, Pak Harfan había contado con muchos alumnos y profesores, pero poco a poco la comunidad fue perdiendo la fe en la escuela, y los profesores dejaron de tomarse en serio su trabajo. La discriminación educativa puesta en práctica por la PN ahogaba el entusiasmo de la gente por ir al colegio: esa discriminación hizo que los habitantes nativos de Belitung creyesen que solo los hijos del Staff de la PN tendrían éxito en la escuela y conseguirían ir a la universidad… y que los únicos maestros con futuro eran los profesores de la PN. Esto empujó a los niños de las aldeas a ir dejando los estudios, uno por uno, y también uno por uno, los maestros comenzaron a renunciar: se convertían en culis de la PN o en pescadores.
—¿Para qué ir a la escuela? —preguntaban los niños de las aldeas en tono acusatorio—. Si, de todas maneras, no vamos a poder continuar.
La situación empeoró incluso con el «éxito» de los niños aldeanos que no iban a clase; ganaban dinero trabajando como recolectores de pimienta, tenderos, calafateadores, ralladores de coco y chicos de los recados en los barcos pesqueros.
Para ellos, la escuela era algo relativo, en especial para quienes encontraban trabajos con buenas compensaciones económicas, como era el caso de los que tenían el valor suficiente para adentrarse en la selva en busca de madera de aquilaria y sándalo amarillo. Podían permitirse una motocicleta, mientras que Pak Harfan, director de una escuela, tenía que ponerse a ahorrar, rupia a rupia, tan solo para poder cambiarle las cubiertas destrozadas a su bicicleta. No tardó mucho en convertirse la enseñanza en un empeño sombrío para unos niños atrapados en el círculo vicioso de unas expectativas de escolarización muy escasas y una lucha titánica para satisfacer las necesidades vitales ante la mirada de la discriminación.
Sin embargo, Pak Harfan nunca se cansó de intentar convencer a aquellos niños de que el conocimiento consistía en el respeto para con uno mismo, y la enseñanza era un acto de devoción al Creador; que la escuela no había estado siempre ligada a metas como la obtención de un título y hacerse rico. La escuela tenía dignidad y prestigio, era una celebración de la humanidad; era el gozo del estudio y la luz de la civilización. Aquélla era la gloriosa forma que Pak Harfan tenía de definir la enseñanza. Sin embargo, esa ilustración no llegaba a los niños marginados por la discriminación y cegados por el atractivo de los bienes materiales.
Pak Harfan nunca se rindió en su intento por convencerlos para que fuesen a la escuela. Incluso les llevaba libros cuando estaban en medio del mar. Los buscaba por los terrenos inundables de los ríos, donde calafateaban las barcas. Los esperaba bajo los pimenteros. Pero ninguno aceptaba su invitación. A veces, sus jefes —e incluso los propios niños— perseguían a Pak Harfan hasta que lo echaban.
En una tarde de silencio, un hombre con un corazón tan grande como el firmamento había fallecido. Uno de los pozos de saber que había en un terreno yermo y abandonado se había ido para siempre. Sin embargo, había dejado tras de sí un verdadero pozo en los corazones de once alumnos, un pozo de conocimiento que jamás se secaría.
Lloramos en el aula, y quien más sollozaba era Harun. Pak Harfan había sido como un padre para él. Sollozaba y sollozaba; no era posible consolarlo. Un río de lagrimones le rodaba por la cara y le empapaba la camisa.