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UN CONEJO PARALIZADO
Nuestro pedido con los símbolos nacionales llegó unos días después de la inspección de Mister Samadikun, y los colgamos en su correspondiente lugar de honor. Bruce Lee y John Lennon no opusieron resistencia.
Sin embargo, nuestros símbolos del estado no duraron mucho. Tres días más tarde, un grupo de encargados de la PN entró en el aula y le pidió permiso a Bu Mus para retirarlos. Al parecer, no deseaban verse implicados más adelante en ningún proceso judicial, llegado el caso de que las dragas atropellasen las imágenes. Sabían que la ley protegía los símbolos, mientras que no parecía haber el menor problema con atropellar una centenaria y pobre escuela rural. No había ley que castigase a la PN si lo hacía, ni tampoco había ley que nos protegiese a nosotros.
Fueron llegando más y más máquinas de exploración de estaño, una detrás de otra. Y las dragas estaban cada vez más cerca. El morro de aquellos gigantes, tan grandes como un campo de fútbol y tan altos como los cocoteros, apuntaba hacia nuestra escuela, que permanecía allí en pie como un conejo paralizado y rodeado por una manada de hienas.
Habíamos pasado años bajo la presión de Mister Samadikun, y por fin habíamos logrado someterlo, pero la PN no era algo a lo que uno pudiera oponer resistencia. A lo largo de cientos de años, nadie había conseguido interponerse en su camino de explotación del estaño presente en el suelo. Si el caso concreto requería de una indemnización, sus recursos resultaban ilimitados. Era habitual que las dragas pasasen sobre huertos, mercados, aldeas e incluso oficinas municipales. Una escuela humilde era una nimiedad, poco más que una mota de polvo bajo el pulgar de la PN.
A pesar de nuestro enorme deseo de resistirnos, finalmente nos volvimos realistas. No teníamos nada que hacer contra la PN, y con la falta de Pak Harfan, la moral de Bu Mus se deterioró. Jamás había sucedido con anterioridad, pero empezó a excusarse con frecuencia ante nosotros para no dar la clase.
Un recreo tras otro, nos sentábamos en medio de un triste aturdimiento y mirando hacia la mitad de nuestro patio arrasada ya por los equipos de nivelación del terreno. Aquélla era la mayor prueba a la que nos habíamos visto sometidos, y con cada día que pasaba sentíamos una desesperación mayor. Bu Mus nos miraba abatida. Había algo que le daba más miedo que el hecho de que las dragas destruyeran la escuela, un temor compartido con el difunto Pak Harfan. Y aquello que ambos más temían acabó por acontecer.
Después de tres días sin asomar su cabezota por la escuela, Kucai faltaba al colegio una vez más. Sin su legendario delegado, la clase era un caos. Bu Mus preguntó al padre de Kucai al respecto, y éste le informó de que su hijo había partido rumbo a la escuela mañana tras mañana. Explotó el escándalo.
Tras mucho investigar, resultó que Kucai se había unido a los chicos de las aldeas vecinas para recoger pimienta.
El miércoles por la noche, el día de la paga, después de estudiar el Corán en la mezquita al-Hikmah, Kucai sacó un fajo de billetes de detrás del sarong. Se lamió la punta del dedo y se puso a contar su dinero una y otra vez, exactamente igual que el cajero de un local de empeños. Él ya sabía a cuánto ascendía el total, y su taimada lengua no pronunció una sola palabra. Se trataba de una incitación lamentable y en toda regla. Resultó, pues, que la incitación era el talento oculto de Kucai.
Al día siguiente, no vino Sansón.
Era de lo más extraño que Sansón faltase a la escuela un jueves, el día de la educación física y deporte, su clase favorita.
No supimos de él en una semana, y, el miércoles siguiente, se presentó en los estudios coránicos con el cuerpo negro y unos músculos aún más grandes que antes. Se había convertido en culi de la copra.
De detrás del sarong sacó un frasco.
—El último aceite crecepelo hecho en Pakistán —dijo orgulloso—. Caro. —Señaló con unos toquecitos la imagen de un hombre con barba en la botella—. ¡Está hecho con sudor de lagarto! ¡Es muy fuerte! Te lo puedes echar hasta en la frente, que te crecerá el pelo —dijo mientras se la frotaba.
Entonces se desabrochó la camisa. ¡Dios mío, era verdad! A Sansón le estaba saliendo pelo en el pecho. Se volvió a abrochar los botones de la camisa. En seis años de colegio, no había tenido la posibilidad de comprarse nada. Ahora, y apenas seis días después de ponerse a transportar copra, se podía permitir un tónico especial ¡hecho en Pakistán!
Al día siguiente desapareció Mahar.
Estaba claro que había añadido horas a su empleo de rallador de coco. Al principio trabajaba solo a tiempo parcial después de las clases, pero ahora iba a jornada completa. Aquel cambio de categoría solo podía significar una cosa: adiós a la escuela. Tres días más tarde, cuando nuestro maestro de estudios coránicos no estaba mirando, se sacó algo de detrás del sarong: ¡un nunchaku! ¡El arma definitiva de Bruce Lee! Mahar estaba exultante. Toda su vida había querido comprarse un nunchaku, y ahora, su sueño se había hecho realidad.
Y dado que, hiciera lo que hiciese Mahar, sin duda su fiel discípulo le seguiría, un lunes por la mañana la punta de la nariz de A Kiong y su cabeza de lata no asistieron a clase. No quería estar lejos de su sensei, Mahar. Escogió el oficio de vendedor de bizcochos: los llevaba en una palangana sobre la cabeza y los vendía por el mercado en el que Mahar trabajaba de rallador de coco, en un puesto chino de alimentación.
A Kiong me contó que llevar los bizcochos en la cabeza era en realidad un trabajo prometedor.
—Ganas más con esto que buscando pelotas de golf, Ikal. La venta de bizcochos da un dinero aceptable por hacer poco trabajo, y no tienes que competir con los cocodrilos.
Pensé en lo que solíamos hacer para sacar algún dinero: zambullirnos en el lago en busca de las pelotas de golf que caían allí y que los nuevos ricos, el Staff de la PN y los golfistas novatos eran incapaces de recuperar. Después, se las vendíamos otra vez a los caddies.
A Kiong se dio unos golpecitos en las monedas que contenía su bolsillo, abultado, y éstas tintinearon. El tintineo me encandiló.
El lunes siguiente, dejé la escuela para vender bizcochos en el mercado.
Resultaba paradójico: Kucai, el delegado de la clase, quien se suponía que había de elevar nuestra moral, había dejado los estudios, y al hacerlo había iniciado una reacción en cadena capaz de arruinar la escuela. Como siempre te he contado, buen amigo, así es la naturaleza oportunista de un político nato.
Aquello dejaba una clase formada por Sahara, Flo, Trapani, Harun, Syahdan y Lintang. El siguiente fue Syahdan; él quería perseverar, pero el interminable luto de Bu Mus por la muerte de Pak Harfan había extendido el pesimismo por los pupitres. Con un simple empujoncito de Kucai, Syahdan voló de la escuela para hacerse con el reverenciado oficio de calafateador de barcas.
Alguien sí seguía estando motivado, a pesar de los reventones de las ruedas de la bicicleta, a pesar de una cadena rota y atada con un cordel de plástico y a pesar de un recorrido diario a base de huir de los cocodrilos: Lintang. Le daba igual que sus compañeros hubiesen dejado la escuela y que ésta se hallase bajo la amenaza de las dragas. Aún intentaba llegar el primero y siempre se iba el último a casa.
—Seguiré estudiando hasta que se venga abajo el pilar sagrado que soporta esta escuela —me dijo lleno de convicción.
Aquel pilar sagrado era un recuerdo de Pak Harfan, y Lintang siempre lo vio como un símbolo de la lucha de nuestra escuela.
Como ya ni siquiera la propia Bu Mus iba a clase, Lintang se hizo cargo de sus tareas. Daba todas las materias, desde Matemáticas hasta Historia del Islam, exactamente igual que Bu Mus. Sus alumnos eran Sahara, Flo, Trapani y Harun. Ellos cinco, juntos, eran los fieles estudiantes dispuestos a resistir.
Bu Mus se quedó increíblemente sorprendida cuando Mujis le contó que, desde la distancia, parecía que aún había gente asistiendo a la Muhammadiyah. Se subió a la bicicleta de un salto y pedaleó como una loca en dirección al patio de la escuela.
Al llegar, apoyó la bicicleta contra el filícium. Oyó el murmullo de unas voces que procedían de nuestra aula. Se aproximó nerviosa y echó un vistazo a través de las grietas de la pared. Todo el cuerpo le tembló al ver a Lintang, que estaba contando a Sahara, Flo, Trapani y Harun la historia de cómo el primer presidente de Indonesia —Sukarno— luchó por continuar con sus estudios por el bien de la independencia de Indonesia mientras los holandeses lo tenían encarcelado en Bandung.
Las lágrimas caían por las mejillas de la maestra. Ella misma nos había contado una vez aquella historia para encender nuestras almas: nos enseñó a luchar por la escuela, pasara lo que pasase.