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LA PRIMERA LLUVIA
La isla de Belitung se halla en el punto de encuentro del mar de la China y el mar de Java. Tal localización, al resguardo de las islas de Java y de Borneo, protege sus costas de oleajes extremos, pero los millones de litros de agua que se evaporan de los mares circundantes en el transcurso de la estación seca caen día tras día sobre ella durante los meses de la estación de las lluvias.
La primera de ellas era una bendición caída del cielo, y le dábamos una alegre bienvenida. Cuanto más fuerte caía, cuanto más sonoro el rugir de los truenos, cuanto mayor era la violencia de los vientos que sacudían nuestra aldea, cuanto más luminosos los relámpagos, mayor era la alegría en nuestros corazones. Dejábamos que las lluvias torrenciales nos empapasen el cuerpo. Hacíamos caso omiso de las amenazas de los azotes con una vara de rota por parte de nuestros padres, no eran nada comparados con la llamada de la lluvia. Allá íbamos de todas formas, animales extraños que se abrían paso desde el fondo de las acequias, por encima de los árboles caídos y de los vehículos de la PN medio sumergidos en las inundaciones, con el refrescante olor del agua de lluvia que nos hacía revivir el pecho.
Y no parábamos hasta que se nos quedaban los labios azulados y sentíamos los dedos entumecidos. Corríamos por ahí, jugábamos al fútbol, levantábamos castillos de arena, hacíamos como si fuésemos varanos, nadábamos en el barro, berreábamos a los aviones que nos sobrevolaban y aullábamos a voz en grito a la lluvia y a los relámpagos en el cielo.
El juego más divertido no tenía nombre, pero requería del uso de unas hojas de pinang hantu. Uno o dos nos sentábamos sobre una hoja del tamaño de una esterilla de oración mientras que otros dos o tres tiraban de ella. El resultado se parecía mucho a lanzarse en trineo.
El momento álgido del juego llegaba cuando los que arrastraban la hoja, fuertes como bueyes, daban un giro rápido y, con toda la intención, tiraban de golpe con más fuerza. Los de la hoja salían disparados hacia un lateral, y el barro resbaladizo lubricaba unos derrapes que por lo demás resultaban bruscos, veloces y desternillantes.
Sentí que mi cuerpo daba tumbos descontrolado y vi cómo a la derecha se levantaba una ola enorme de barro y salpicaba a los espectadores. Syahdan era mi copiloto, que imitaba a un temerario melenudo subido a su moto como si atravesara un aro de fuego en el circo.
El ángulo tan cerrado de giro hizo imposible que tomásemos la curva airosos; los que tiraban de la hoja se chocaron el uno contra el otro y rodaron por los suelos. En cuanto a Syahdan y a mí, salimos despedidos de la hoja, dando vueltas, hasta que finalmente aterrizamos en una acequia.
Tenía la cabeza embotada. La palpé y noté que empezaban a crecer varios chichones. El sonido de mi voz era raro, casi robótico. En la sien derecha notaba el latido de un dolor que se me extendía hacia los ojos, que era lo que solía sentir cuando se me metía agua por la nariz. Busqué a Syahdan, que había ido a parar un poco más lejos. Lo encontré despatarrado, inmóvil y medio cubierto por el agua de la acequia.
No respiraba. La caída había sido dura, como la de una tubería del remolque de un camión. Vi que de la nariz le salía sangre, espesa y con lentitud. Nos reunimos a su alrededor, Sahara rompió a llorar y el rostro se le quedó lívido. Abofeteé a Syahdan en las mejillas.
—¡Syahdan! ¡Syahdan!
Le palpé la vena del cuello igual que había visto hacer en la serie de la tele La casa de la pradera, en el salón de actos del pueblo, y como no sabía qué estaba buscando, pues no lo encontré. Sansón, Kucai y Trapani sacudieron a Syahdan e intentaron despertarle.
Nos entró el pánico. No sabíamos qué hacer. Yo no dejaba de gritar su nombre, pero Syahdan seguía sin moverse. Sansón sugirió que lo levantásemos. Su cuerpo ya estaba rígido. Fui sujetándole la cabeza mientras lo trasladábamos entre todos, a la carrera. A esas alturas, Sahara lloraba desconsolada. Estábamos en un verdadero estado de pánico, pero en esa sensación creciente de urgencia, la cabeza de rizos oscuros que tenía en mis manos mostró un par de hileras deterioradas de unos dientes tan afilados como punzones para picar el hielo y dejó escapar una risa chillona.
¡Mi copiloto había fingido su muerte! El muy pillo se había quedado inmóvil y había aguantado la respiración para que pensásemos que había muerto, y le devolvimos el favor arrojándolo de vuelta a la acequia. Estaba eufórico, partiéndose de risa ante nuestra estupefacción.
Lo más curioso era que por mucho que doliese caerse, golpearse y rodar por los suelos, aquello, sin embargo, venía seguido de sonoras risas y bromas, que constituían la parte más atractiva del juego sin nombre, al que jugábamos una y otra vez. El incidente de la caída no vino provocado por un ángulo de giro, una velocidad y una masa que desafiaban las leyes de la física, sino por la estupidez voluntaria desencadenada por la euforia de la estación de las lluvias. Ya podía estar deprimido el mundo, que para nuestro grupo eran gloriosos los meses acabados en -bre. La estación de las lluvias era un festival organizado para los niños malayos, para nosotros, por la propia naturaleza.