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POESÍA CELESTIAL
Y UNA BANDADA DE PELINTANG PULAU

Los árboles se ajaban antes de que llegaran las lluvias, cuando la estación seca no había abandonado aún nuestra aldea, y al pasar por los caminos de grava rojiza, los vehículos levantaban un polvo que se adhería a los alféizares de las ventanas. Mi aldea estaba seca y olía a óxido.

La comunidad china se aferraba con mayor vigor a sus rutinas: se daban un baño a mediodía, se peinaban el pelo húmedo y se cortaban las uñas. Eran los únicos que parecían más limpios durante la estación seca. Los sawang, por su parte, se abrazaban perezosos a los postes de su casa comunal. Hacía demasiado calor para dormir bajo aquel tejado ondulado sin doble techo interior, pero estaban exhaustos como para regresar al trabajo.

El pueblo de los sarongs, como yo me refiero a ellos, pasaba día y noche en el mar. Los meses que terminan en -bre no tardarían en llegar, y los vientos serían demasiado fuertes. La estación seca era su ocasión para ganar dinero.

Los malayos iban despeinados y pasaban mucho tiempo en casa. Ninguno de ellos tenía frigorífico, y de vez en cuando se podía ver a sus hijos pasar por el camino principal transportando bloques de hielo y siropes para hacer refrescos fríos.

La humedad no levantaba hasta altas horas de la noche, y conforme se acercaba el amanecer, la temperatura iba cayendo de manera drástica para poner a prueba la fe de los seguidores del profeta Mahoma y dificultarles el salir de la cama y dirigirse a la mezquita para la oración del Subuh.

Durante los últimos días, Lintang se había mostrado tan alegre como siempre, aunque exhausto a causa del estado de su bicicleta. La longitud de la cadena, que se le rompía con frecuencia, iba menguando paulatinamente, ya que tenía que quitarle un eslabón cada vez que se partía. Se le desinflaban las ruedas sin cesar. Entonces, no le quedaba más remedio que hacer todo el camino a la escuela empujando la bicicleta, hasta que llegó el momento en que no la pudo utilizar ya más.

Sin ninguna otra opción, Lintang tenía que hacer a pie las decenas de kilómetros que le separaban de clase. Había un atajo, pero era muy peligroso: tenías que atravesar un pantano en el que aguardaban numerosas mandíbulas de cocodrilo. En el centro te hundías hasta el pecho, pero si quería llegar caminando a la escuela a tiempo, ése era el camino que había de tomar Lintang.

Solía contarnos historias acerca de cómo, cuando se sumergía en las aguas del pantano, docenas de cocodrilos que tomaban el sol le seguían con la mirada, los ojos clavados en él. Por ese motivo, antes de salir camino de la escuela, Lintang siempre se daba un baño en agua de betel, un antiséptico tradicional.

Al llegar al pantano, envolvía la ropa y los libros con un plástico y los sostenía en alto mientras vadeaba las aguas; y cuando tenía que nadar, mordía el plástico con los dientes. No dejaba de mirar a todas partes en busca de cocodrilos.

Lintang llegó aquel día calado de la cabeza a los pies. El hatillo se le había desmantelado en su huida de los cocodrilos. Se quedó frente a la puerta del aula aturdido. Bu Mus le invitó a pasar, y él se mostró feliz de poder estudiar aun con la ropa empapada.

Después de clase, Lintang se me acercó. Su expresión de tristeza era, como el alargamiento de la estación seca, muy rara en él. Me quedé sorprendido, Lintang no se caracterizaba por su hosquedad.

—¿Qué te pasa, compañero? —le pregunté en mi mejor esfuerzo por sonreír.

Lintang sacó un pañuelo del bolsillo de sus pantalones cortos, recordé haber visto cómo lo llevaba su madre en la mano el día que nos dieron las notas. Abrió el pañuelo y dejó una alianza al descubierto.

—Éste es el anillo de boda que mi padre le regaló a mi madre —dijo tembloroso—. Mi madre no quiere que me pierda clases por culpa de la bicicleta y me ha dicho que tengo que estudiar mucho para ganar el concurso académico. Me ha pedido que venda el anillo, a cambio de dinero para comprar una cadena nueva para la bicicleta.

Lintang tenía los ojos llorosos. A mí se me comprimió el pecho.

Nos marchamos al mercado. Pesaron el anillo de dieciocho quilates en una báscula portátil: tres gramos. La baja calidad del oro hacía que pareciese una imitación, pero se trataba del objeto más valioso que poseía la familia de Lintang. El anillo quedó tasado en apenas 125 000 rupias, en aquella época unos 40 euros, lo justo para comprar una cadena y dos cubiertas para la bicicleta.

Lintang no quería desprenderse del anillo, y el comerciante de oro tuvo que ir abriéndole los dedos a la fuerza, uno por uno, para cogerlo. Cuando Lintang lo liberó por fin, también dejó escapar las lágrimas.

—¡Compensarás el sacrificio de tu madre cuando ganes el concurso académico, Boi! —le dije con la esperanza de que olvidase su tristeza. Boi es un apodo para los mejores amigos entre los chavales malayos de Belitung.

—Te lo prometo, Boi.

No obstante, toda tristeza y hastío en la vida había de quedar atrás, o al menos había que apartarlos, porque nuestra clase tenía grandes planes: una acampada.

Mientras que los chicos de la escuela de la PN se marchaban de recreo a Tanjung Pandan en su autobús azul, o visitaban el zoo y el museo, o se iban de verloop —«vacaciones» en neerlandés— con sus padres a Jakarta, nosotros íbamos a la playa de Pangkalan Punai. Estaba a unos sesenta kilómetros de distancia, y llegábamos hasta allí en una feliz manada, montando en bicicleta.

Aunque íbamos a Pangkalan Punai año tras año, jamás me cansé de aquel sitio. Allí donde las decenas de hectáreas se encontraban con la selva, yo di con una sensación de belleza distinta.

Al caer la tarde, me quedé rezagado en lo alto de una colina, escuchando el tenue sonido de los hijos de los pescadores, niños y niñas, que le daban puntapiés a una boya y jugaban al fútbol sin porterías.

A mi espalda, la sabana, tan ancha como el propio mar, con cientos de bisbitas pertrechadas en las hierbas altas y piándose ruidosas las unas a las otras en una refriega por un hueco en el que dormir. Por entre los huecos que dejaban las hileras de cocoteros vi las gigantescas rocas erosionadas que constituyen el paisaje típico de Pangkalan Punai y ponen cerco al lustroso color azul del mar de la China. Las corrientes fluviales de aguas salobres daban vueltas y más vueltas desde muy lejos para acabar fusionándose con el mar, como témpanos de plata fundida.

Conforme la noche se acercaba, los rayos naranjas y rojizos del sol caían por debajo de las techumbres de hoja de nanga de unas casas elevadas sobre pilotes que sobresalían por encima de la abundancia de hojas de santigi. Humeaban los hogares al quemar fibra de coco para ahuyentar los bichos que aparecían hacia la hora del Maghrib. El humo, en compañía de la llamada a la oración, sobrevolaba la aldea en lenta deriva, como un fantasma, trepaba leve por las ramas de los bintang de dulce fruto, y se lo llevaba el viento para ser engullido por el vasto mar. Unos pequeños brotes luminosos flameaban en los candiles de aceite y danzaban silenciosos tras los ventanucos de las casas elevadas y desperdigadas aquí y allá.

El encantamiento de Pangkalan Punai se apoderó de mí hasta que me impulsó a escribir un poema.

SOÑÉ VER EL CIELO

En verdad, la tercera noche en Pangkalan Punai soñé ver el cielo

y resultó que no es grandioso,

sino un pequeño castillo en medio de la selva.

No había doncellas hermosas, como dicen las Escrituras.

Atravesé un puente, pequeño y estrecho,

y me dio la bienvenida una bella mujer de rostro puro.

«Esto es el cielo», me dijo,

y me invitó a pasear por un campo florido

al amparo del color de las nubes bajas

hacia la veranda del castillo.

Y en la veranda, vi las lucecillas ocultas tras la cortina,

cada luz recortada contra el espesor de la hierba en el jardín,

qué belleza, inefable belleza.

Qué quietud la del cielo,

pero allí quise quedarme,

porque recordé tu promesa, Dios:

Si yo viniese andando,

correrías a mi encuentro.

Como parte de la programación de nuestra acampada, teníamos que entregar un trabajo: una redacción, un dibujo o un objeto hecho a mano con materiales recolectados en la playa. Con ese poema obtuve una calificación ligeramente superior a la de Mahar en expresión plástica.

Mahar no consiguió la nota más alta por culpa de una bandada de aves misteriosas que la gente de Belitung llama pelintang pulau: las aves «que cruzan la isla».

Las pelintang pulau llamaban la atención allá por donde pasasen, pero en ningún lugar tanto como en la costa. Algunos pensaban que eran criaturas sobrenaturales. El solo nombre de aquellas aves hacía temblar los corazones de la gente de la costa a causa de los mitos que las rodeaban y de las nuevas que traían. Si una bandada aparecía en una aldea, los pescadores se apresuraban a cancelar sus planes de hacerse a la mar; para ellos, la llegada de estos pájaros misteriosos presagiaba un temporal en el océano.

Fueran lo que fuesen en realidad aquellas aves, Mahar afirmó haberlas visto mientras investigaba de cara a su trabajo de arte, que ya había decidido que sería una pintura. Regresó como pudo a la tienda para contarnos lo que acababa de ver, y salimos todos disparados a adentrarnos en la selva con tal de ver uno de los especímenes más raros de la rica fauna de Belitung.

Por desgracia, lo único que vimos fueron unas ramas deshabitadas, varias crías de macaco cangrejero y un cielo desierto. Mahar había caído él solito en la trampa. A continuación, la mofa.

—Si alguien come demasiadas bayas de bintang, Mahar, se puede emborrachar: visión borrosa, divagaciones —dijo Sansón para abrir fuego, y comenzó el escarnio.

—¡Que lo digo en serio, Sansón, que he visto una bandada de cinco pelintang pulau!

—«La profundidad del mar es inconmensurable; la profundidad de una mentira es impredecible» —le pinchó Kucai con una simple frase.

La desesperación se asomó al rostro de Mahar. Su mirada buscaba las ramas altas. Se veía impotente sin un testigo que le respaldase. Le miré con atención a los ojos. Yo sí creía que acababa de ver a aquellas aves sagradas. ¡Qué suerte! Y qué lástima la reputación de mentiroso que tenía Mahar.

—No has de caer en las redes de la mentira y la imaginación, buen amigo. Ya sabes que mentir nos está prohibido, un mandato que aparece una y otra vez en nuestros libros de ética de la Muhammadiyah —le aleccionó Sahara.

La situación se tornó caótica cuando la noticia de que Mahar había visto unas pelintang pulau se extendió, llegó a la aldea y provocó que los pescadores cancelaran sus planes para hacerse a la mar. Bu Mus no fue capaz de pacificar los ánimos, y Mahar se quedó preocupado.

Sin embargo, aquella noche los vientos soplaron furiosos y nos volcaron la tienda. En alta mar, los relámpagos refulgieron con violencia. Unas nubes negras se arremolinaron amenazadoras en el cielo, y salimos corriendo para ponernos a salvo en la casa de uno de los aldeanos.

—A lo mejor sí que viste unas pelintang pulau, Mahar —dijo un tembloroso Syahdan.

Mahar no dijo nada. Yo sabía que la expresión a lo mejor era inapropiada. El temporal respaldó su historia, y los pescadores le dieron las gracias, pero ¿sus propios amigos? Ésos aún dudaban de él. Le hicieron sentirse rechazado, como un paria.

Al día siguiente, Mahar pintó un cuadro que tituló «Bandada de pelintang pulau». Una temática interesante. Cinco aves representadas como siluetas oscuras que se lanzaban entre las copas de los meranti. En el fondo, un tenebroso frente de nubes de tormenta. El mar aparecía pintado en un azul oscuro, con una superficie brillante que reflejaba los flashes de los relámpagos. Convertidas en pinceladas amorfas en un verde amarillento, los pájaros de Mahar se movían a gran velocidad. Si se mirase el cuadro sin poner demasiada atención, se diría que las aves formaban cinco bandadas de un modo vago, aunque la impresión era de unas pinceladas de fuego llenas de colorido. Un cuadro verdaderamente inquietante. Fascinante.

La idea que había detrás de la obra de Mahar era un intento de capturar la esencia de las misteriosas pelintang pulau. Para él, la anatomía de las aves era del todo irrelevante, si bien Sansón, Kucai y Sahara mantenían que las siluetas de los pájaros eran indefinidas porque el pintor no los había visto en realidad. Mahar se enrocó en el cinismo, y su ánimo se agrió.

En su decepción, Mahar entregó tarde su trabajo. Ése fue el motivo de que le bajasen la nota, el haber sobrepasado la fecha de entrega, y no por consideración estética alguna.

—Esta vez no te he dado la mejor nota con el objeto de enseñarte una lección —le dijo Bu Mus a un apático Mahar—. No es porque tu obra careciese de calidad, sino porque sea cual sea la obra que hagamos, hemos de ser disciplinados. El talento con mala actitud resulta inútil.

Consideré bastante lógica aquella opinión. Mahar no perdió el sueño a causa de la nota que obtuvo por su obra de arte, y menos aún de lo habitual en un momento en que se encontraba tan ocupado. Se hallaba en plena tormenta de ideas para el carnaval del 17 de agosto: el día de la Independencia.