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TU ROSTRO NO ABANDONA MI MORADA

Lo vi en un libro, montaba a caballo y se agarraba de la panza del animal como Kublai Khan. Sus ojos refulgían como si el dios de las lanzas le hubiese perforado el corazón. Me hirvió la sangre cuando lo vi cuerpo a tierra para acechar un alce macho. No pude soportar pasar la última página cuando dijo que despreciaría el amor de las mujeres cuya sangre era una mezcla de tutuni y chimakuan. Todo ello porque deseaba preservar la sangre de nativo americano pequot que corría por sus venas, y lo más triste: él era el último de su tribu.

Qué historia más apasionante. Nunca me cansaba de ella, ni siquiera después de reiteradas lecturas. ¿Cómo la habían escrito para que me sintiese como si me encontrara allí mismo, en plena pradera de Yellowstone, cuando yo ni siquiera sabía dónde estaba eso?

—Es el poder de la literatura —dijo el cartero.

«Literatura —se preguntó mi corazón—, ¿qué será eso?».

Solíamos ayudar al cartero durante las vacaciones escolares: el cartero de nuestra pobre aldea. Trabajaba solo, empezaba tras la oración del Subuh, al amanecer, y se encargaba de la oficina de correos y de miles de cartas. Al atardecer recibía toda la correspondencia, paquetes y giros postales. Al anochecer, abría la oficina de correos y clasificaba las cartas, y a continuación las repartía en bicicleta por la aldea. A veces, su trabajo no terminaba hasta entrada la noche.

Cargué con el peso de la dura lucha del cartero en mi corazón. Hice el esfuerzo de levantarme en mitad de la noche para orar con denuedo: «Oh, Dios, aún desconozco mis metas en el futuro, pero, en serio, cuando sea mayor, de verdad, Dios, por favor, haz de mí cualquier cosa menos empleado de correos, y no permitas que sea un trabajo que comience en el Subuh. Te lo prometo, jamás volveré a colgar del árbol bantan la bicicleta del profesor de estudios coránicos».

El cartero nos daba un dinerillo por cargar al hombro con las sacas postales y nos dejaba leer libros con historias como la de los nativos americanos de Yellowstone. Aquellos libros pertenecían en realidad a niños de la escuela de la PN que ya habían regresado a Java o a otras áreas. Los volúmenes que no se podían repartir se guardaban en la oficina de correos.

El trabajo en aquella oficina postal era nuestra actividad de las vacaciones escolares, y por la noche dormíamos en la mezquita al-Hikmah, donde nos contábamos todo tipo de historias los unos a los otros. Jamás nos cansábamos de contar la del día que buscamos a Flo por el monte, la del mensaje veraz de Tuk Bayan Tula. Aquélla fue la primera vez que Mahar hizo el que sería su gesto característico, el que haría siempre que tuviese razón en algo: arqueó las cejas y levantó los hombros al mismo tiempo con un repetido gesto de asentimiento y de superioridad, no muy distinto del de un pingüino después de aparearse. Era odioso.

Un día, cuando estaba ayudando al cartero a meter su reparto en la saca, me quedé sorprendido al ver una carta con mi nombre: Ikal.

Me escondí detrás de la oficina de correos y abrí la carta bajo las ramas de un rambutan. Tenía el corazón acelerado. Aquella carta contenía un poema:

ANHELO

El amor me desconcierta

desde que sentí tu mirada

en el Ritual, fecha celebrada,

que en una noche de sueño exenta

tu rostro no abandona mi morada.

¿Quién eres tú,

que me haces soñar despierta?

A pesar de tu presencia molesta,

aun así eres tú

mi anhelo.

Njoo Xian Ling (A Ling)

Tenía los ojos clavados en el papel. Me temblaba el pulso. Lo volví a leer, y un pálpito amargo se infiltró en mi corazón. Estaba feliz, pero también embargado por una sombría sensación de tristeza, como si algo terrible me fuese a suceder muy pronto. Me giré y vi cómo la valla de la oficina de correos iba convirtiéndose lentamente en un mar de piernas humanas muy juntas las unas de las otras, y en los espacios que quedaban entre ellas, vi a un hombre en cuclillas frente al cadáver de un cocodrilo al que le faltaba una pata. Me miró. Las lágrimas bañaban las viruelas de sus mejillas.

En ese instante supe del dolor que había sufrido el chamán de los cocodrilos, Bodenga, cuando lo vi hace ya tantos años en la cancha de baloncesto de la escuela pública: un suceso traumático grabado en mi mente juvenil, un trauma que regresa a mí siempre que tengo un mal presentimiento. Y aquella tarde, por primera vez después de tantos años, me visitó Bodenga.