CAPÍTULO XXI

LA CONFESIÓN DE FARBERSON

Pete Rice había quitado las esposas a Farberson para que el hotelero pudiese estrechar entre sus brazos el cadáver de su mujer. Los ojos del sheriff, como siempre que se hallaba en presencia de la muerte, reflejaban una profunda tristeza.

Por primera vez en su vida, Pete Rice tembló ligeramente. Criado en el Oeste, hijo único de una madre amorosa, había crecido con un respeto extraordinario hacia las mujeres. Nada podía afectarle tanto como el frío asesinato de aquella buena mujer por el venenoso Blake.

Farberson continuaba sollozando. Era el único ruido, excepto el de las botas de los comisarios cuando llevaban los armazones de las diligencias y los apilaban sobre el terreno rocoso cerca del riachuelo.

—Venid aquí, muchachos —ordenó Pete—. Me parece que este asunto se ha terminado. Ya oísteis a Farberson cuando dijo que estaba dispuesto a contárnoslo todo. Creo que nadie mejor que él puede hacer ese relato. Sea como sea, es un verdadero criminal. Creo que encontraré todas las cosas de valor en su poder.

—¡Por todos los diablos! —exclamó Hicks “Miserias”—. Nunca nos dijiste nada acerca de tus sospechas.

Pete sacó de uno de sus bolsillos una bola de chiclé, que no tardó en estar sometida a la ruda presión de sus mandíbulas. Empezó a marcar pausadamente, reflexivamente.

—Hace algún tiempo que sospechaba de Farberson —dijo el sheriff—. No obstante, no había podido adquirir la certeza absoluta de su culpabilidad. De lo único que un hombre puede estar seguro es de la muerte, pero después de mi conversación con Hoyle, tuve la certeza de que Farberson caminaba hacia la horca.

Durante unos segundos continuó mascando, pensativo.

—Yo no hago caso de las habladurías. Por regla general, los hombres que tienen que decir algo importante emplean siempre la menor cantidad de palabras, pero cuando Hoyle me dijo que había descubierto un yacimiento de oro cerca de Sosa Springs y que creía que el secreto había sido divulgado inconscientemente por Weaver, empecé a creer que dos y dos eran cuatro.

—Yo no dije nunca nada —le interrumpió Weaver—, a menos de que ese granuja de Farberson me agarrase borracho.

—Y si él le agarró borracho, ¿qué pudo suceder? —preguntó Pete.

—¡Pardiez! No recuerdo muy bien lo ocurrido, pero al me parece que Farberson empezó a sonsacarme. Me dio un ron excelente en su hotel. Me preguntó si todos los pozos daban oro, y yo le dije que sí. Y lo primero de que me enteré es de que el licor se me había subido a la cabeza, y cuando volví en mí me encontré encerrado en un corral y con la cabeza doliéndome endemoniadamente.

Farberson parecía aun como atontado. Weaver le miró intencionadamente, pero los ojos del dueño del hotel estaban como clavados en el suelo.

—Eso es lo que yo me figuraba —dijo Pete—. El whisky se asemeja al hipócrita, al adulador, al hombre amable que os embauca cariñoso; le hace a uno creer en la amistad de los hombres; pero después... ¡si te he visto no me acuerdo!

Mascó unos segundos su trozo de goma y continuó:

—Ya lo veis, muchachos, en cuanto Farberson logró sonsacar a Jim Weaver, pensó que había hallado el modo de hacerse con una fortuna. No pretendió apoderarse del oro por sí mismo, pero se dijo que él podía apoderarse de la Peters Stage Lines, haría una fortuna.

“Esto tenía que lograrlo tal vez un par de años antes de que la actividad de la mina cercana a Sosa Springs llegase a su apogeo y se fundase allí una nueva ciudad. Mientras tanto era necesario trasladar el oro a Rangerville. Esto al mismo tiempo supondría un tránsito obligado de mineros, y de algunos pasajeros importantes interesados en el negocio. Esto es lo que había previsto Farberson.

Farberson dejó de pronto de sollozar y alzando la cabeza miró sorprendido a Pete Rice.

—¿Luego usted lo sabía todo? —preguntó.

—Lo sabía —contestó Pete mientras señalaba con su dedo acusador al dueño del hotel—. ¡Y por eso asesinó usted a Peters, Farberson!

Por un momento volvió Farberson a ser el que fuera antes de la muerte de su esposa.

—¡Eso no puede usted probarlo! —gritó.

—Tal vez no —admitió Pete—, pero no me preocupa. Hay demasiados indicios de culpabilidad acumulados sobre usted.

Reinó durante unos instantes un silencio abrumador. Los testigos de esta escena habían formado un circulo en torno a Farberson, al que miraban severamente. ¡Wade Farberson, el dueño del hotel; Wade Farberson, el ciudadano cien por cien de Rangerville; Wade Farberson, el asesino!

—Farberson —dijo Pete—, ¡yo sé por qué hizo usted todo eso! Lo hizo usted por su mujer. Ella era una mujer excelente. Era bastante más joven que usted, más educada, más elevada que usted, socialmente.

El sheriff estuvo mascando goma silenciosamente durante unos segundos.

—Cuando un hombre se casa con una mujer bastante más joven que él y superior en condiciones morales —dijo—, no tarda en comprobar que la mujer tiene más cuidado en conservar la distancia que existe entre los dos, que en elevarle a su misma condición o rebajarse hasta él.

Una vez más Pete Rice tendió su dedo acusador hacia el hotelero.

—Pero yo creo —continuó—, que usted conoce esos detalles mejor que yo. Si desea comunicármelos, adelante. Si no ha de ser así, emprenderemos el regreso a la ciudad.

Farberson permaneció durante unos segundos abstraídos, como si quisiese recoger los pensamientos dispersos que se agitaban en su cerebro. Su expresión era fatalista. No se preocupaba por lo que pudiera ocurrir ahora.

No era más que una criatura llorosa, desquiciada. Sus ojos sanguinolentos recorrieron uno a uno el grupo de hombres que le rodeaba. Parecía no tener miedo alguno de su furia. No experimentaba inquietud alguna. Si hubo algún momento en que llegó a temer las consecuencias que para él podían tener los crímenes cometidos, ese momento había pasado.

Su débil figura se estremeció como el arbolillo a quien sacude el vendaval.

Pete le miró a la cara. La piel de su frente parecía de viejo pergamino. Latían apresuradamente las minúsculas venas de sus sienes. Al principio empezó a hablar con los ojos cerrados. La voz salía temblorosa entre sus labios amoratados.

—Las cosas suceden a veces de una manera extraña —empezó a decir.

Y al acabar de pronunciar estas palabras abrió los ojos y miró a los que formaban el grupo.

—No sé si ustedes lo saben —continuó—, pero yo viviré poco. El doctor lo llama presión cardiaca. Nosotros decimos que tenemos el corazón destrozado.

Pete Rice hacía tiempo que había adivinado aquella dolencia. La primera vez que viera a Farberson ya le llamaron la atención aquellos ojos inyectados en sangre y lo entrecortado de su respiración.

—Mi mujer jamás sospechó nada —continuó diciendo el hotelero—. Yo no podía consentir que ella experimentara inquietud alguna, por lo que nada le dije del mal estado de mis negocios. Se me iba acabando el dinero. El hotel iba hacia la ruina en los últimos dos o tres años... precisamente el tiempo en que yo empecé a perder la cabeza.

Suspiró profundamente y continuó:

—Sabía que sí me moría, mi mujer quedaría en la miseria. Yo no quería que eso sucediera. Estaba desesperado. Pensé en el modo de hacer dinero... mucho dinero. Entonces, un día, este individuo —y señaló al viejo Jim Weaver—, llegó a la ciudad y se hospedó en mi hotel.

Tim Weaver intentó levantarse para aporrear al hotelero, pero Hoyle le sujetó con fuerza y le obligó a sentarse otra vez en el suelo.

—Jim resultó ser un bebedor formidable del licor más fuerte. No me fijé mucho en ello al principio, pero empezó a hablar por los codos, y contó algunas cosas sobre un depósito de oro misterioso. Yo sabía los cambios de fortuna que había producido el oro antes. Me llevé a Jim a mi bodega particular y le hice beber de mis mejores bebidas y noté satisfecho que cuanto más bebía, hablaba más.

Farberson explicó entonces una serie de detalles que Pete Rice ya había adivinado de cómo Jim Weaver había acabado por decirle el lugar en que estaban los nuevos yacimientos de oro y de cómo su asociado había ido al Este para conseguir capital para la explotación.

—Yo me di cuenta de que usted me estaba sonsacando —le interrumpió Weaver—, y por eso no le dije toda la verdad de nuestro descubrimiento, ¿no es eso?

—No me la dijo, es verdad —contestó Farberson—. A la mañana siguiente traté de enterarme del resto de la historia que había empezado a contarme Weaver, pero él se había dado cuenta de que hablara demasiado y cerró la boca herméticamente. Sin embargo, yo entreví un modo de hacerle hablar aun contra su voluntad, y le golpeé ferozmente en la cabeza con la culata de mi revólver, pensando retenerle prisionero fuera de la ciudad, en algún lugar seguro, hasta que consiguiese arrancarle todo su secreto. Perdida la razón era más fácil que se le escapara.

—Y escogió usted el rancho de John Blake —dijo Pete.

—Sí —contestó Farberson—. Conocía bien a John Blake. Le conocí años atrás en Texas antes de que viniera a la región de Trinchera. Había sido expulsado de Texas, y yo tenía cierto ascendiente sobre él... aunque era muy poco.

—Usted sabía, además, que no era ciego —recordó Pete al hotelero.

—Sí. Es verdad. Eso era una ventaja sobre Blake y tenía gran interés en que nadie supiese la verdad. Para mí era un medio de que me temiese.

“Hicimos algunos negocios juntos. Él estaba trabajando con ese individuo de la Quebrada del Buitre, ese Brainsted del Circle Cross. Se trataba de un pequeño negocio sucio. Brainsted robaba ganado y caballos y Blake les daba salida. Escondía los animales en esta cueva. Los traían por el riachuelo y luego por encima de las rocas y no dejaban rastro alguno. Fue después cuando Blake pensó en utilizar la cueva para otras cosas e ideó la puerta de acero.

—Cuando usted le demostró cómo podía hacerse un gran negocio... apoderándose de la dirección de la Peters Stage Line.

—Eso es. Blake tenía hombres a propósito. Conoció a algunos en Texas y a otros en Nueva Méjico. La mayoría de ellos creían que estaban trabajando para Blake, no para mí. Yo procuré por mi parte que lo creyeran así, y que supusieran que era él quien tenía interés en hacer desaparecer las diligencias.

—Esa es la parte que me intrigaba a mí un poco —confesó Pete.

—Pues verá —continuó Farberson—. Hablamos mucho sobre él asunto Blake y yo. Al principio a mí no se me había ocurrido lo de las desapariciones, pero Blake me hizo ver que Rattigan era sólo un advenedizo en el negocio de las diligencias y que no resistiría muchos golpes.

“Ideamos entonces aterrorizar a las gentes que se servían de las diligencias de Rattigan, haciéndolas desaparecer con los pasajeros que las ocupaban. Pensamos hacer algo extremo. La consecuencia es que Rattigan está en las últimas... financieramente hablando.

Farberson carraspeó un poco para aclarar su garganta y continuó:

—Las cosas iban calando más hondo de lo que yo había planeado en principio. Yo había pensado prescindir de Horace Peters dándole una crecida cantidad, porque Horace se iba haciendo viejo, pero cuando hablé por primera vez de esto con él, vi que no era tan fácil como había supuesto. Horace llevaba, hacía ya muchos años, el negocio de las diligencias, y me dijo que pensaba continuarlo hasta su muerte.

—Y por eso la mató usted y trató de acusar indirectamente del crimen a Tom Rattigan.

—No es cosa de entrar ahora en detalles sobre eso. Sí, yo le maté. Fue también idea de Blake. Teníamos entonces el terreno despejado. Sabíamos perfectamente que en cuanto empezase la explotación de las minas de las proximidades de Sosa Springs y mientras no se construyese un ferrocarril u otro medio de transporte adecuado, tendrían los propietarios del negocio que servirse de las diligencias para el transporte del oro. Poniendo a Rattigan fuera del negocio, Blake y yo nos quedábamos con el monopolio.

Pete seguía mascando goma sin perder palabra. Muchos detalles de los que estaba refiriendo aquel hombre ya los había adivinado él, pero dejó a Farberson que relatara cómo había invitado al viejo Horace Peters a ir a su hotel; cómo Farberson había salido fuera un momento, y desde allí disparó sobre Peters a través de la ventana, volviendo luego, rápidamente, a la habitación causándose una herida leve en la rodilla para apartar de él toda sospecha.

—Y se las arregló usted de manera de entregar su revolver a Watson —dijo Pete.

—En efecto, está usted en lo cierto. Lo tenía ya convenido de antemano con Blink. Arrojó el revólver al exterior por la ventana y lo recogió Blink, y si recuerda usted, Blink salió para borrar toda posible huella.

Pete se acordó en aquel momento del cadáver de Blink Watson con una bala de calibre 44 en el cráneo, cuando nadie en la diligencia atacada por los bandidos llevaba un 44. Era indudable que Watson había sido asesinado más tarde, para evitar que se fuese de la lengua cuando estuviese borracho.

—Pues bien —continuó Farberson—, pensamos que para el éxito del plan contábamos con un cien por cien de probabilidades. Teníamos la cueva para esconder las diligencias. Habíamos descubierto el modo, por mejor decir, lo descubrió Blake, de que la desaparición no dejase rastro. Deseábamos hacer las cosas con el mayor misterio posible. No podíamos disparar un solo tiro, porque los tiros podían ser oídos.

—Y entonces pensaron en envenenar por anticipado los depósitos de agua.

—Sí —asintió Farberson—. Blake había cazado caballos salvajes en Nueva Méjico durante dos o tres años. Sabía todo lo referente a hierbas venenosas, que, según los indios, son un veneno activísimo para un hombre y que emborrachan a los caballos cuando las ingieren.

Pete Rice conocía aquellas hierbas sobre todo la llamada en Méjico “quantino weed”. Se produce en Nueva Méjico y en algunos lugares de Arizona y el Méjico antiguo. Produce una gran pérdida de respiración, y posiblemente la muerte, aun tomada por los humanos en pequeñas cantidades. A grandes dosis la muerte es segura, precediendo con frecuencia la parálisis a la muerte.

Producía un efecto particular sobre los caballos, matándolos rara vez, pero causándoles lo que los indios llamaban “borrachera” y que paraliza sus músculos.

—Nos procuramos cantidades regulares de aquella hierba y aprendimos el procedimiento de disolverla en el agua de los depósitos en la proporción adecuada. Verificábamos la operación diez minutos antes de que pasase la diligencia. Como es natural, los caballos llegaban sedientos y a veces el cochero y aun el guardia particular echaban también un trago.

—¿Habían calculado ustedes el efecto del veneno activísimo para un hombre y que emborrachan a los caballos cuando las ingieren?

—En cierto modo, sí, pero la forma en que ocurrieron las cosas con la primera diligencia perfeccionó nuestro trabajo. Sucedió que los caballos quedaron paralizados entre Last Hope y el Placer. La diligencia fue vista pasar por frente a las cabañas y desaparecer unas dos millas después. Fue una suerte para nosotros que ocurriera así.

—Sí, fue una suerte —repitió Pete como un eco—. Pero esa suerte es la que le enviará a usted y a sus cómplices a la horca.

Pero Farberson no parecía experimentar temor alguno y continuó tranquilamente relatando su historia. En el caso de la primera diligencia, explicó, el pasajero, un criado de John Blake, había visto que Tuffy McShane había bebido un trago de Whisky, pero tenía la costumbre de tomar al mismo tiempo un poco de agua.

Tuffy era el único hombre a quien temía el viejo pasajero. Porque Tuffy era un hombre de pelo en pecho. No podía ser golpeado fácilmente en la cabeza. Pelearía hasta la muerte, pero el veneno debía dar cuenta de su resistencia.

—Por eso es entonces por lo que no apareció el cuerpo de Tuffy McShane junto a los otros cadáveres —le interrumpió Hicks “Miserias”.

—Eso es —admitió flemáticamente Farberson—. No podíamos correr el peligro de que se descubriese el cadáver de Tuffy McShane. Un reconocimiento post mortem denunciaría cómo había sido asesinado. Esto habría descubierto nuestro secreto. Henderson no bebió una sola gota de agua, pero Henderson era fácil de matar. El asalariado de Blake, el pasajero, le destrozó el cráneo en cuanto McShane estuvo fuera de combate.

—Y entonces, ¿por qué fue asesinado el pasajero? —preguntó Pete—. ¿No estaban usted y Blake seguros de sus propios asesinos a sueldo?

—Piense lo que quiera sobre eso. El pasajero era uno de los hombres de Blake y fue el mismo Blake el que lo mató con un cuchillo. Dijo Blake que aquel hombre tenía el vicio de hablar demasiado. Blake no era hombre que dejase una puerta abierta, cuando por ella podía marcharse el negocio.

—También traicionaron ustedes a Blink Watson —dijo Pete.

—Watson ya se nos había hecho sospechoso. Por eso cuando decidimos atacar la diligencia de Horace Peters —no podíamos atacar siempre a las de Rattigan sin despertar sospechas—, convinimos en que era preciso quitar de en medio a Blink.

Otra vez se contrajo el rostro de Pete Rice.

—¿Y también en la Quebrada del Buitre pensaron ustedes que era mejor quitarme a mí de en medio, no es eso, Farberson?

—Podía admitirlo así también —fue la contestación—. Yo, pensé que si era yo mismo quien le hablaba de los ataques a las diligencias, no podía usted sospechar de mí. Y Blake se puso de acuerdo con Brainsted para asesinarle a usted mientras yo estaba hablándole frente a la ventana. Por eso me acerqué yo a mirar aquel mapa de la región de Trinchera, para ponerme fuera de la línea de fuego.

—Hubiera sido mejor para usted que le hubiesen matado entonces, Farberson —dijo Pete intencionadamente—. Pero, Brainsted podía ir después con el cuento, ¿verdad?

—No. Blake ya había previsto el caso y tenía apostado allí cerca otro hombre, que cuando Brainsted falló el tiro dirigido contra usted, se encargó de quitarlo de en medio.

—Usted podía aparecer perfectamente como inocente en aquel caso —dijo Pete—, y sin embargo, no tardé en suponer que usted y Blake eran los autores de los robos en los bancos de Red Mesa y Silver Creek.

Farberson asintió tranquilamente.

—Estábamos entonces rodando hacia el abismo —dijo—. Aun no sabía a qué poca costa podía apoderarme de la Peters Stage Line. Creía que podría lograr reunir bastante dinero por aquel otro procedimiento. Fue usted demasiado astuto para nosotros, sheriff. Por eso me dijo Blake la última noche que iba a prepararle una emboscada para quitarlo del camino.

—Eso explica la emboscada que me prepararon unos granujas esta mañana —dijo Pete—. La verdad es que había usted concebido grandes planes, Farberson, pero ya ve adonde le han llevado.

Farberson permaneció silencioso unos momentos, como impresionado por las últimas palabras del sheriff. Parecía estar reviviendo mentalmente las escenas de las dos últimas horas.

—Tal vez quiera usted decir con eso que la paga de cuanto he hecho es la muerte —dijo—. Cuando me enteré de que mi mujer estaba en esa diligencia estábamos en marcha para atacarla. Viví mil muertes cuando galopaba a su encuentro, sheriff. No me preocupaba entonces lo que pudiese sucederme a mí. No me preocupaba de mí, se lo aseguro. Era la salvación de mi mujer lo único que me importaba en el mundo. Y ahora... ella... se ha ido.

Su voz se ahogó en un sollozo. Otra vez recordó su débil cuerpo un estremecimiento.

—Deseo ver otra vez el cuerpo de mi mujer antes de que se lo lleven —suplicó—. Sólo una vez más. Quisiera verlo...

Farberson se había puesto en pie con sorprendente agilidad. Su mano se dirigió rápidamente a los cartuchos de dinamita que Pete había colocado a pocos pies de distancia. En cuestión de unos segundos corría hacia la cueva llevando en la mano uno de aquellos instrumentos de destrucción.

Hopi Joe empuñó rápidamente su 45.

—¡No dispare! —ordenó Pete—. Si lo arroja es capaz de volarnos a todos. Después de todo no quiere más que salvarse de la horca.

Farberson, medio vuelto hacia ellos, los miró de soslayo. El primer pensamiento de Pete fue que aquel hombre condenado a muerte irremisiblemente por sus horrendos crímenes trataba de deshacerse de sus captores, pero Farberson continuó corriendo hacia el interior de la cueva. Poco después volvía a aparecer en la entrada de aquélla.

—¡No me sigáis! —gritó—. ¡Dejadme un minuto solo... con... mi mujer!

Casi antes de que hubiese terminado de hablar, Pete adivinó su intención.

Vio el brazo de Farberson que retrocedía para adquirir más fuerza.

¡Boom!

Se oyó una explosión formidable y la tierra pareció abrirse a la violenta conmoción. La cueva pareció partirse en dos y saltar en el vacío. Hubo un deslumbramiento por la potencia del fogonazo, se produjo un verdadera lluvia de rocas desmenuzadas, y luego las partículas de granito y de tierra cayeron espesamente sobre el terreno.

Se sucedió un silencio siniestro y se alzó una enorme nube de polvo.

“Pistol” Pete Rice se quedó mirando el montón informe de tierra y granito. Después de todo, Wade Farberson había pagado sus crímenes. Había sido un hombre perdido, un hombre destinado a la horca.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Hicks “Miserias” volviéndose hacia Pete.

El sheriff permaneció unos segundos silencioso.

—Vosotros esperad aquí, muchachos —contestó—. Necesitamos un buckboard. Voy a volver a la carretera de las diligencias. Enviaré un buckboard aquí para que os recoja a vosotros y al resto de la carga.

Era un extraño cargamento... oro robado y cadáveres.

Las diligencias de Rattigan quedaron enterradas en la avalancha de roca y jamás podrían ser recuperadas, pero aquello tenía ahora poca importancia para Tom Rattigan. Rattigan tendría el terreno despejado ante su vista. Dueño de la única línea de diligencias, podía hacer un bonito negocio cuando empezase la explotación de los yacimientos del terreno cercano a Sosa Springs.

Pete montó en Sonny y cabalgó hacia la parte de la carretera de las diligencias donde sorprendiera a los bandidos en su intento de atraco.

La campaña había sido dura y expuesta, pero el misterio quedaba aclarado definitivamente.

Había un gran gentío alrededor de la diligencia cuando Pete llegó a lomos de Sonny. Había llegado un médico. Según dictaminó, tras un minucioso reconocimiento, Ewen Lindstrom viviría. Tom Rattigan había sido llevado a Wilcey Center en una calesa y tardaría unas semanas en hallarse completamente bien.

—Tengo necesidad de un buckboard —anunció Pete—. Tengo un cargamento que he de llevar a Rangerville, el cuerpo de Shorty Dunne y los de los bandidos que hemos derribado.

Dos o tres de aquellos hombres se ofrecieron para ir en busca del buckboard. Cuando volvieron con el carruaje, Pete regresó con él hacia la cueva.

Pete no pudo contener un enorme bostezo. Aquella noche dormiría tranquilamente en su casa, después de abrazar a su madre, en la Quebrada del Buitre.

Se había suavizado en sus humosos ojos grises la dura mirada que los animara hasta entonces. Los días venideros los pasaría sosegadamente junto a su madre, cuidando su jardín, y ayudando a reparar los estragos causados en su casita por el incendio.

El sheriff volvió la cabeza hacia un lado de la carretera. Un hombre se acercaba a caballo procedente de Rangerville. El chocar de los cascos del cuadrúpedo iban aumentando en intensidad por momentos. Pete frunció el entrecejo sorprendido.

El Jinete se acercaba a la curva, y entonces se halló junto a Pete, que detuvo en seco a su montura. Pete se quedó mirando con fijeza al recién llegado, que no era otro que Sam Hollis, dueño del almacén de comestibles de la Quebrada del Buitre.

Por un instante, sintió Pete que su corazón cesaba de latir. Tuvo el presentimiento de que algo le había sucedido a su madre. Dada la edad de su vieja, ¿la habría afectado seriamente el humo?

—¿Qué ocurre, Sam? —preguntó ansiosamente Pete—. ¿Algo que se refiere a mi madre? ¡Dígamelo pronto! ¡No se ande con rodeos, amigo mío!

—¡Oh, no creo que sea cosa para que se sobresalte! —contestó Sam—. No es nada que se refiera a su madre, y me alegro de decírselo así. La señora Rice se encuentra perfectamente, pero algo extraño está ocurriendo en el Valle de Grama que requiere una inspección inmediata según opinión del forense Buckley.

Si algún hombre puede llamarse inquieto en ocasiones, aquella era una en la que Sam Hollis estaba verdaderamente inquieto y excitado.

Lo que estaba ocurriendo era lo bastante para cambiar el nombre del pacífico Valle de Grama, al noroeste de la Quebrada del Buitre, por el de “Valle de los hombres Muertos”. Aquel caso estaba llamado a mantener en movimiento continuo a “Pistol” Pete Rice y a sus comisarios durante algunos días. Peleando por la ley estaban juramentados para defenderla, sortear las balas, viendo que los bandidos no podían hacer lo mismo, hermanando sus esfuerzos, sus ágiles cerebros y sus potentes puños y certeros revólveres contra todas las argucias y todas las fuerzas de los bandidos reunidos.

Estaba muy lejos de suponer “Pistol” Pete Rice que el pacífico Valle de Grama o Valle de la Muerte de los Hombres necesitase ser rebautizado a sangre y fuegos.

¡El Valle de los Hombres Muertos!

¡Nombre siniestro, pero apropiado!

FIN