CAPÍTULO XI

“MISERIAS” CONTIENE LA ACOMETIDA

Los ojos azules irisados del pequeño comisario Hicks “Miserias” taladraron materialmente la oscuridad. El barbero comisario de la Quebrada del Buitre estaba estacionado precisamente en la parte interior de la ventana enrejada del Banco de Red Mesa. Había organizado un grupo con los hombres más aguerridos que habían quedado en la ciudad, y precisamente hombres decididos eran los que deseaba tener a su lado “Miserias”.

Estaba orgulloso de que su jefe, “Pistol” Pete Rice, le hubiese elegido a él para aquella honrosa misión. Y, disimulando en la oscuridad, se veía asaltado en aquel momento por dos principales pensamientos.

Por una parte no deseaba que tuviese lugar el ataque al Banco, porque eso significaría derramamiento de sangre. Algunos de aquellos hombres que estaban a su lado en el interior del Banco carecían de experiencia en aquella clase de negocios. Podían tener corazones generosos, pero poseían muy poca experiencia en la lucha.

Por otra parte, “Miserias” casi deseaba que se produjese el ataque, porque el pequeño barbero comisario sólo se sentía feliz en medio de las peleas.

Podía haber tenido un valor a todo prueba, pero también podía resultar egoísta. De todos modos, Hicks “Miserias” no podía pensar en serio que le matasen. Por eso, especialmente cuando Pete Rice se hallaba ausente, se aventuraba con frecuencia a empresas arriesgadas, que llegaban a lindar con la temeridad.

De pronto oyó galopar de caballos, y sus azules ojos brillaron como carbones encendidos.

—¡Alerta, muchachos! —dijo a los hombres que se hallaban en el interior del Banco—. ¡Pueden ser ellos!

Y en realidad resultó que eran ellos. Como un chorretón rojo anaranjado ardió una llamarada procedente de las sombras que proyectaba el Almacén General de Red Mesa, frente por frente al Banco. Era indudable que los ladrones pensaban que el Banco estaba indefenso.

Uno de ellos había disparado un tiro a través de la ventana del almacén para producir pánico. Disparó otro tiro... y soltó una carcajada, pero no tardó en refugiarse en la acera cuando rasgó la oscuridad el fogonazo del 45 de Hicks “Miserias”.

La batalla había empezado. Del grupo de bandidos llovía una rociada de balas. El plomo rugía endemoniadamente detrás de la armadura de madera de la ventana, tras la cual estaba parapetado “Miserias”. Se oyó otra rápida sucesión de tiros y una nube de cristales rotos fue a caer sobre Hicks. Un movimiento que notó a su espalda le hizo volver la cabeza y advirtió que uno de los hombres que estaban dentro del Banco se había arrastrado hasta colocarse a su lado.

—¿Cuánto tiempo cree que podremos resistir, comisario? —preguntó—. ¿Cree usted que llegará Pete Rice a tiempo de salvar el Banco?

“Miserias” se volvió hacia la borrosa silueta del que le hablaba y le miró con ceño, porque había captado un acento de nerviosismo muy parecido al miedo en aquel individuo y contestó:

—No se preocupe usted ahora, hombre. Vuelva adonde le he colocado. No debemos preocuparnos hasta que echen abajo la puerta, y lo pueden conseguir a culatazos... pues creo llevan escopetas.

“Miserias” podía ver perfectamente desde donde se hallaba que había numerosos bandidos. Las tiradores se movían de un lado a otro en la calleja contigua al Almacén General, que estaba sumida en densas tinieblas. Solamente los fogonazos permitían comprobar que estaba ocupada.

Alguien hurgó con el cañón de un revólver a través de los cristales de una de las ventanas laterales del Banco, y a poco las balas cruzaban la habitación. Uno de los guardianes del Banco contestó a la agresión y se oyó en la parte de fuera un aullido de dolor.

“Miserias” hizo un mueca burlona. ¡Si la mayor parte de los individuos de Red Mesa tenían los nervios en su sitio! ¡Aquello iba bien!

Más tiros penetraron por la ventana posterior. Las balas alcanzaron a varios escritorios y algunas se aplastaron contra la puerta de uno de los subterráneos.

—¡Manteneos a cubierto muchacho! —dijo “Miserias” a los que se hallaban detrás de él pues acababa de advertir que los bandidos trataban de completar el cerco del Banco—. No pueden molestamos mucho por ese lado —añadió—. Es la puerta lo que debe de preocuparnos ahora. Ahorrad municiones hasta entonces, a menos de que se os ofrezca un blanco seguro.

Un tiro penetró en el edificio desde la parte más lejana de éste y se oyó estrépito de cristales rotos, pero uno de los hombres se había encaramado en la ventana y contestó oportunamente al disparo, oyéndose el grito ahogado de dolor de un hombre.

—¡Creo que le has dado a ese granuja! —gritó “Miserias”—. ¡Buen trabajo, compañero!

—Sí. ¡Le he dado! Le he atravesado el brazo derecho también —fue la contestación.

“Miserias” vio que una extra forma se movía en la obscuridad, en el lindero de la calleja contigua al almacén. A su modo de ver, era un movimiento bastante extraño. Por fin pudo adivinar “Miserias” de qué se trataba.

Era un pesado barril de madera, probablemente un barril de harina o de azúcar que habrían sacado del Almacén general. Lo empujaban, sin duda, para hacerlo servir de parapeto y atacar la puerta del Banco.

El diminuto comisario comprendió enseguida cuál era la maniobra que iban a realizar aquellos bandidos. Alguien escondido en él acribillaría a balazos de escopeta la puerta del Banco. “Miserias” disparó rápidamente tres veces sobre el barril, pero este brindaba una excelente protección a su ocupante.

Un segundo después se oyó un gran estampido y una rociada de tiros fue a estrellarse contra la puerta. De la misma manera y a pocos pies de distancia a la izquierda, empezó a tronar otra escopeta. Los bandidos parecían resueltos a derribar la puerta.

La granizada de plomo siguió lloviendo sobre la vetusta puerta de entrada del Banco. “Miserias” corrió hacia el lado izquierdo del Banco, y a través de una ventana destartalada, divisó escasamente parte de la forma de un hombre parapetado detrás de uno de los pesados barriles. El comisario levantó su 45 y disparó.

El bandido lanzó un grito de terror porque había recibido una bala en un costado, y aunque no resultó muerto, quedó fuera de combate. Uno de los tiradores, por lo menos, había sido reducido al silencio.

Pero otros dos continuaron su obra destructora desde el tejado del almacén general próximo a la calleja. El fuego estaba siendo concentrado en la puerta, que súbitamente se vino abajo con estrépito.

Entonces los bandidos se dirigieron hacia ella resueltamente. Avanzaban parapetados tras barriles y cajas de embalaje. Uno de los asaltantes logró colocarse en una posición estratégica, a muy pocas yardas de la puerta abierta del Banco, y disparaba sin cesar con una escopeta de cañón corto a través de la abertura. Sobre las mesas de escritorio del Banco se estrellaron sin cesar las balas.

—¡Cubríos bien, muchachos! —gritó “Miserias” a sus hombres—. ¡Cada hombre detrás de algo sólido!

Sabía de sobra que la batalla entablada por aquel lado no podía durar mucho. Aquel hombre de la escopeta de cañón corto estaba haciendo verdaderos estragos en el interior del edificio. Uno de los defensores del edificio lanzó un gemido al ser alcanzado en pleno cuerpo por una de las descargas. Aquello más que matar, más que asesinar, era una verdadera carnicería.

“Miserias”, que había llevado su lazo al interior del Banco, se inclinó en las sombras junto a la puerta, mientras tres de sus hombres devolvían enérgicamente las descargas que les hacía el hombre de la escopeta. Luego, exponiéndose él mismo por un instante, el pequeño comisario lanzó diestramente su lazo hacia adelante.

El lazo fue a caer en la parte superior del barril. “Miserias” tiró con fuerza y comprobó que el barril había quedado aprisionado por la cuerda. Tres 45 rugieron en el interior del Banco y el hombre que se ocultaba detrás del barril cayó de bruces al suelo.

Casi en el mismo instante “Miserias” oyó distintamente los golpes de los cascos de caballos en la carretera y su corazón latió con violencia. El repiqueteo de los cascos venía de la parte baja del farallón, del atajo que llevaba a Silver Creek y, “Miserias” consideró casi cierto que Pete Rice con sus hombres regresaban de su excursión.

—¡Manteneos firmes, muchachos! —gritó a sus hombres—. ¡Pete Rice estará aquí muy pronto! ¿Oís los caballos?

Era evidente que los bandidos los habían oído también, puesto que casi en el acto suspendieron el tiroteo y corrieron apresuradamente a buscar sus caballos.

“Miserias” sacó a relucir sus famosas “bolas”. Era un lazo de cuero seco, de cuyo extremo pendían tres brazos también de cuero. Más de una vez había empleado aquella nueva arma para capturar bandidos sin necesidad de disparar sobre ellos.

Hizo silbar las “bolas” en un vuelo rápido por encima de su cabeza y luego las lanzó hacia adelante con fuerza. Las pesadas bolas se enroscaron en las piernas de uno de los fugitivos, que cayó dando una pirueta.

Era aquella una oportunidad, según creía “Miserias”, de hacer un prisionero. Pete Rice siempre prefería prisioneros ilesos a prisioneros muertos, porque los ilesos podían hablar y referir los planes de sus jefes y compañeros.

Fue aquel uno de los momentos de temeridad del pequeño comisario. Olvidó el peligro, lo olvidó todo, excepto que había una probabilidad de hacer un prisionero. Salió corriendo del Banco y no tardó en llegar junto al hombre que había derribado con sus “bolas”.

Un tiro de revólver disparado desde la calleja oscura dejó oír su rugido siniestro y “Miserias” se detuvo a mitad de su camino. Una bala acababa de chocar violentamente contra su sien izquierda y el pequeño comisario cayó hacia adelante, inerte.

En parte aun conservaba el conocimiento. Podía oír tiros y el cercano galopar de los caballos, pero parecía absolutamente paralizado. Era incapaz de mover un músculo. No podía mover un solo dedo en su defensa cuando dos bandidos corrieron hacia él.

—¡Cargad a este tipo en uno de vuestros caballos! —gritó uno de los bandidos a sus compañeros—. Nos conviene tener un prisionero en caso de que nos alcancen. ¡Vamos!

Todavía atontado por el golpe, aunque no del todo inconsciente, “Miserias” fue alzado en vilo por un gigante bandido cuadrado de hombros y de pecho fornido, que se dirigió con su liviana carga hacia la oscura calleja. “Miserias” fue colocado a la grupa de uno de los caballos. Una de sus manos paralizadas hizo un movimiento para coger el revólver en el momento en que el bandido puso en marcha su cabalgadura. Luego aquel desalmado le asestó en la cabeza un golpe brutal con su 45.

“Miserias” cerró los ojos y sintió que las tinieblas descendían sobre él como espesa cortina. Su estrategia y su valor habían salvado el Banco de Red Mesa, pero su temeridad había dado lugar a su captura y tal vez a su muerte.