CAPÍTULO IV

EMPIEZA LA PISTA

Otro de los comisarios de Pete Rice llegó a la barbería en el preciso instante en que Brainsted exhalaba el último suspiro. Era Teeny Butler, que regresaba de investigar en el campo el caso de la falsificación de marcas de ganado.

Teeny, un tejano llamado en realidad William Alamo Butler, era un soberbio ejemplar de masculinidad. Un tipo admirable de seis pies de estatura. Debía de pesar muy cerca de las trescientas libras. Sin embargo, no podía decirse que hubiese exceso alguno de gordura en su forma perfectamente modelada. Se había endurecido en el duro galopar por valles y caminos y en la vida a la intemperie.

En cuanto se enteró de lo ocurrido, corrió fuera de la tienda y se aventuró por calles adyacentes. Se movía con la agilidad un peso ligero.

Pete se reunió poco después a su gigantesco comisario. Teeny era un experto buceador de pistas, pero pareció andar a tropezones, en aquel caso particular.

—Creo que era bastante listo —observó con su manera especial de hablar, arrastrando las palabras—. Lo que hizo, me parece a mí, fue subirse a otro adobe, y luego saltar a través de la avenida hacia el tejado de un tercero. Pudo saltar luego sobre la acera. Creo que nos costará trabajo seguir sus huellas.

Pete hizo un gesto significativo. Tarde o temprano Pete acabaría por apoderarse de aquel individuo, o éste se descubriría a sí mismo, como les ocurría a muchos criminales, que se alababan de sus proezas al hablar por los codos después de colmarse de whisky.

—Aun nos queda por delante mucho que hacer —dijo Pete—. Este asunto de los tiros de esta noche, es sólo una parte mínima del caso en que nos hemos metido. Yo creo que aun sucederán cosas más grandes en el camino de Rangerville. Tendremos que ojear detenidamente el lugar donde desapareció la diligencia, y hallar algunas huellas, sin perder minuto. Ya estamos en marcha hacia Rangerville, Teeny.

—Estoy a tus órdenes —contestó Teeny—. Voy a preparar los caballos.

Y mientras se dirigía afanosamente a ensillar los caballos, Pete Rice regresó a la barbería. Había llegado ya el doctor Buckley, médico forense del distrito de Trinchera, y examinaba el cadáver de Brainsted. El encargado de las pompas fúnebres hacía los preparativos para dar sepultura al cuerpo de Brainsted.

—Nunca pensé que tendría que enterrar a Brainsted tan pronto, porque aun no hace mucho rato que bebimos juntos en el “Descanso del Vaquero”. No era mal muchacho.

—No, creo que no —asintió Pete, que nunca hablaba mal de los muertos—. Tenía algunas cosas buenas, pero la avaricia hace desaparecer del corazón las demás cualidades buenas.

Wade Farberson, más viejo, más cansado y muy abatido estaba sentado en la parte posterior de la tienda.

—¿Irá usted a Rangerville, sheriff? —preguntó casi suplicante.

—Con toda seguridad —contestó Pete—. Mis comisarios y yo nos pondremos en camino dentro de media hora todo lo más.

Farberson lanzó un suspiro de alivio.

—¡Admirable! Entonces tendré compañía a mi regreso. Me alegro de ello, porque nadie me quita de la cabeza que los últimos tiros de esta noche iban destinados a mí. Servir de blanco para los tiradores, puede ser parte de sus negocios, sheriff, pero no me gusta que lo sea de los míos. Después de presenciar lo ocurrido, malditas las ganas que tengo de regresar solo a Rangerville.

El dueño del Hotel de Rangerville aun dejaba ver en sus ojos el espanto que le dominaba, cuando veinte minutos después cabalgaba hacía su ciudad natal en compañía de Pete Rice, Teeny Butler e Hicks “Miserias”.

Pete Rice marchaba con toda la cautela de que era capaz mientras dirigía la pequeña caravana a lo largo del camino iluminado por la luna. Montaba a Sonny, su magnífico alazán.

El ruano de Farberson estaba cansado y no podía esperarse de él que mantuviese la marcha vigorosa de los caballos de Pete, Teeny y “Miserias”.

Teeny cabalgaba en su enorme pura sangre bayo. Era mayor en tamaño que el tipo medio de los caballos, del mismo modo que su amo era mayor también que el tipo medio de los hombres. Estaban proporcionados el uno al otro. En cuanto a Hicks “Miserias”, montaba como siempre su pequeño y flaco ruano de calor de fresa, al que llamaba “Caballero”.

Pete, contra su costumbre, parecía muy tranquilo. Sus mandíbulas trabajaban concienzudamente sobre su ración de goma. Su cerebro era un torbellino de pensamientos. ¿Quién había intentado tenderle una emboscada? ¿Por qué aquel otro tirador habría disparado contra Brainsted? ¿O habría sido herido Brainsted accidentalmente por aquella bala?

El sheriff se hacía estas preguntas una y otra vez. Entretanto, sus perspicaces ojos no dejaban de mirar atentamente a uno y otro lado, en cuanto oía rugir una pantera o aullar un coyote.

Los cuatro jinetes doblaron un recodo de la carretera. Allá a lo lejos podía verse la ciudad, fantástica de Last Hope. El caserío parecía como una gran sombra dispersa. Todas las chozas medio derruidas estaban en tinieblas, excepto una. Un silencio imponente parecía pesar como espeso manto sobre el paraje entero.

—En aquella cabaña, hacia el final del poblado, hay una luz —dijo “Miserias”.

—Sí. Ya lo veo. Nos dirigiremos allí y veremos de qué se trata.

Farberson y los tres representantes de la ley dirigieron sus caballos en aquella dirección. Los animales respondieron admirablemente al acicate de la espuela y emprendieron ligero galope hacia la cabaña iluminada.

Llegados a ella, Pete desmontó y dio unos golpes en la puerta. Hubo un momento de silencio, giró la puerta sobre sus goznes y en el hueco apareció un viejo explorador.

—¿Quién es? —preguntó.

—Soy el sheriff Pete Rice —dijo éste—. Deseo hacerle algunas preguntas.

—Empiece cuando quiera.

—Ayer tarde, ¿vio pasar por aquí la diligencia de la Standard Lines?

—Estoy seguro de ello —contestó aquel hombre—. Fue poco antes de ponerse el sol.

—¿Está seguro de que se trataba de la diligencia del servicio regular de la Standard?

—Positivamente, sheriff. Reconocí a su conductor, Gawky Henderson. Es inconfundible por su cuello.

—¿Se dirigía la diligencia hacia Rangerville?

—Sí. No tenía más remedio que pasar por allí, dada la dirección que llevaba.

El sheriff miró hacia abajo, a la oscura carretera. Era una cortina de tinieblas, algo como el velo del misterio envolviendo de manera impenetrable aquel enigma.

—¿No podría prestarnos una linterna, camarada?

—¡Desde luego!

El viejo retrocedió hasta un rincón de su desordenada cabaña y volvió a poco con una linterna. Estaba maravillosamente limpia y la mecha estaba muy bien despabilada. Encendió una cerilla en la suela de su bota, prendió la linterna y se la entregó a Pete.

—Gracias, amigo. Se la devolveré dentro de pocos minutos.

Los tres oficiales y su compañero volvieron a montar a caballo y retrocedieron por la carretera.

Los vacilantes rayos de la linterna mostraron diversas huellas de paso de carros. Estaban aún frescas. El día había sido casi encalmado y la arena no había cegado las huellas de las ruedas.

Pete señaló a unos surcos abiertos recientemente en el camino y dijo:

—Estas huellas son de la diligencia. Veremos a ver dónde terminan.

Farberson y los tres representantes de la ley siguieron aquellas huellas, que finalmente desaparecían en una confusión de pateaduras de cascos de caballos.

Era extraño, fantástico, casi increíble. Pete miró a ambos lados de la carretera. En uno de los lados había una extensión de terreno cubierto de salvia. En el otro ascendía un talud rocoso. Y no había ningún lugar cubierto, ningún paraje desde el que los bandidos a caballo pudiesen descender sobre la diligencia.

Las mandíbulas de Pete trabajaban rudamente sobre la goma. No dijo una palabra al examinar la carretera en varios pies de extensión.

Si el sheriff de la Quebrada del Buitre tenía interiormente alguna teoría relativa al misterio de la desaparición de la diligencia, no se la comunicó a nadie.

Farberson, el propietario del Hotel, estaba agotado completamente cuando el grupo llegó a Rangerville, y se retiró casi apenas llegados, pero Pete Rice y sus comisarios eran más jóvenes y estaban endurecidos en el trabajo.

Establecieron su cuartel general en el Hotel de Rangerville, y ante todo se preocuparon de sus caballos. Luego devoraron materialmente la comida que Farberson insistió en que les preparasen.

El primer cuidado de Pete Rice fue ir a visitar a “Shorty” Dunne, el comisario local.

“Shorty” tenía poco que informarle. Estaba en la cama, en casa, con un balazo que le había atravesado el hombro. Era obvio que fue tiroteado para impedir que saliera al camino y entorpeciese la labor de los bandidos. La herida no era de gravedad y, transcurridos muy pocos días, estaría sin duda en condiciones de facilitar a Pete detalles interesantes. Luego el sheriff fue a visitar a Tom Rattigan propietario de la diligencia que había desaparecido. Rattigan estaba lleno de ardor combativo... para no combatir.

Desde luego, se mostró totalmente opuesto a la idea de que Horace Peters, propietario de la línea rival de diligencias, la Peters Stage Line, hubiese tenido nada que ver en la desaparición de su diligencia, y en realidad puso a Peters por las nubes alabándolo.

La diligencia de la Peters Line partía de Wilcey Center —también el término de la Standard Lines, propiedad de Rattigan—, pero en vez de tomar la ruta directa a Rangerville, daba la vuelta por la ciudad de Sosa Springs, para llevar pasajeros y servicio adicional a varias poblaciones pequeñas.

Las dos líneas de diligencias iban a unirse un poco más arriba del Ten Mile Water Hole (El Depósito de las Diez Millas), y ambas continuaban luego por la misma carretera hasta Rangerville.

—¿Usted ha enviado sus diligencias como de costumbre? —le preguntó Pete.

—Como de costumbre —fue la contestación de Rattigan—. La diligencia de la Standard Línea deja Wilcey Center mañana, según el itinerario corriente.

Pete movió la cabeza, pensativo. Se preguntaba cómo podría tener bajo estrecha vigilancia aquella diligencia durante varias millas de su recorrido.

Había ya amanecido hacía rato cuando Pete regresó al Hotel de Rangerville para dar a su cuerpo un bien ganado descanso. Fue a primeras horas de la noche cuando Pete y sus comisarios hicieron otra visita a los alrededores de Rangerville. El sheriff había estado en la cabaña de Swen Lindstrom, uno de los cocheros de la Standard.

Lindstrom, según dijera Rattigan, había recibido también una carta amenazadora. Los representantes de la ley hallaron a Lindstrom solo en su cabaña. Era un hombretón fornido; de mandíbulas cuadradas y ojos azules. Su carácter parecía escrito en su rostro.

Contestó sonriendo al apretón de manos de Pete.

—Sí, sheriff, recibí una de esas cartas por correo —dijo, contestando a una pregunta de Pete—. Me advertían en ella que si continuaba prestando mis servicios como cochero de la Standard Lines no viviría mucho tiempo.

—¿Y renunció usted a su trabajo? —preguntó Pete.

—¡No, como sabrá muy bien! —contestó Lindstrom, con una sonrisa que partió materialmente su cara en dos—. Precisamente trabajo ahora con más entusiasmo que nunca. Y mi recadero especial, mi primo Bran Larse, se ha equipado con un rifle de repetición. Si alguien intenta jugarnos alguna mala pasada le haremos una recepción adecuada.

—Es una buena idea —dijo Pete, que tenía gran confianza en la valentía de Lindstrom—. Si ve usted algo fuera de lo normal alguna vez haga el favor de comunicármelo. A veces detalles que parecen carecer de importancia son muy interesantes en casos como el que nos ocupa.

Más tarde los tres comisarios regresaron a la ciudad. Pete se había enterado por Lindstrom de varios datos interesantes, la localización de los manantiales de agua, posibles lugares para emboscadas a lo largo de la carretera, el tiempo fijado en el itinerario para llegar y salir de varias ciudades.

La calle principal estaba bastante oscura y desierta cuando el trío llegó a ella. Las tiendas, excepto un par de tabernas, permanecían cerradas.

Dos tiros claramente destacados hendieron el silencio de la noche. Pete se irguió nervioso en su silla.

—¡Por todos los diablos! —exclamó “Miserias”—. Me gustaría saber si algún vaquero tiene ganas de retozar a estas horas.

—¡Esos tiros han venido del hotel! —le interrumpió Pete, a tiempo que lanzaba a “Sonny” hacia adelante.

El alazán salió como un rayo calle abajo. Los caballos de Teeny y “Miserias” procuraron seguirle.

Algunos hombres salían corriendo de una taberna situada frente al hotel. Este y sus comisarios pasaron por delante de ellos y dirigieron sus cabalgaduras en línea recta hacia el establecimiento. Alguien galopaba alejándose por el lado opuesto del edificio. Se oyó un rápido chocar de cascos contra el camino.

—¡Muchachos, seguid a esos fugitivos! —gritó Pete—. ¡No abandonéis la caza hasta alcanzarlos! ¡Entretanto averiguaré lo que ha ocurrido en el interior del hotel! ¡En marcha!

Los dos comisarios espolearon sus monturas y lanzáronlas a un galope desenfrenado.

Pete desmontó en un segundo y se arrastró rápidamente hacia el lado opuesto del hotel. Una de las habitaciones posteriores estaba iluminada. Era la habitación particular de Farberson, una especie de salón de descanso y oficina en la planta baja del edificio. El cristal de la ventana había sido roto en pedazos.

Pete penetró en el interior de la habitación. En el pavimento hallábase tendido el cuerpo de un hombre, y medio caído en el suelo y apoyado en una silla se veía a otro individuo.

Súbitamente Pete pensó en aquel tirador misterioso de la Quebrada del Buitre. ¿Había seguido a Farberson hasta Rangeville? ¿Tendría interés en quitar de su camino a Farberson por algún motivo?

Porque el hombre que yacía tendido en tierra era Wade Farberson.