CAPÍTULO XIX
EL AGUA ENVENENADA
Farberson parecía en aquellos, momentos un hombre próximo a sucumbir a un ataque apopléjico. En cuanto pudo juzgar Pete con sus escrutadores ojos, era aquel el peligro que le amenazaba.
Pete puso una de sus grandes y morenas manos sobre el brazo del hotelero para contenerle y al mismo tiempo para tranquilizarle.
—¡Puede ocurrirle algo! ¡Pueden asesinarle!
—¡Ahora espere un minuto! —gritó Pete—. Dígame con toda brevedad. Usted cree que una diligencia va a ser atacada. ¿Tiene usted idea de en qué sección del trayecto? ¿Y de qué diligencia se trata? ¿De su nueva línea o de la de Rattigan? Enviaremos a los muchachos por delante. Yo puedo alcanzarlos fácilmente con Sonny. Y todo puede hacerse sin necesidad de que usted vaya con ellos. Tranquilícese ahora. Está usted en mal estado, Farberson.
—¡Podía ser... podía ser, cerca de uno de los depósitos de agua! —balbuceó Farberson al fin—. Fue allí donde desaparecieron las dos últimas diligencias, ¿no es eso? Tal vez en el Depósito de Agua de las Diez Millas, o tal vez en el Depósito de Medio Camino, entre el anterior y Wilcey Center.
Temblaba su mano cuando se enjugó el sudor que empapaba su rostro.
—Yo sé que la diligencia está por el camino. He recibido un telegrama de Wilcey Center. ¡Y en esa diligencia va mi mujer!
—¿Qué diligencia? ¿De su línea o de la de Rattigan?
—De la de Rattigan. Si no nos damos prisa, sheriff...
Pete levantó una mano.
—¡Espere!
Se volvió hacia los otros jinetes.
—Muchachos, vosotros largaos hacia delante. Yo hablaré un minuto con Farberson y enseguida me reuniré con vosotros. Seguid carretera adelante hasta encontrar la diligencia ¡Vamos, en marcha!
Los jinetes, guiados por Teeny Butler, partieron al galope. Pete hizo desmontar a Farberson de su caballo y le hizo sentarse cómodamente a un lado de la carretera.
—¿Cómo sabe usted que su esposa va en esa diligencia, Farberson? —preguntó.
—He tenido un telegrama desde el tren, antes de llegar a Wilcey Center. Ya le dije que mi esposa había ido al Este a visitar a unos parientes. Creo que ella deseaba sorprenderme. Yo no he sabido que había emprendido el regreso hasta que recibí este telegrama.
Sus labios temblaban. Pete sintió una intensa piedad por aquel hombre atribulado. Recordó en aquellos momentos el intenso amor que el pobre viejo sentía por su mujer, bastante más joven que él.
—Contesté telegráficamente al hotel diciendo qué la señora Farberson no se moviese de él hasta que yo fuera a recogerla personalmente. La contestación que me dieron por telégrafo... ¡fue que había salido en la diligencia de Rattigan!
—Pero probablemente la diligencia llegará aquí sin ningún contratiempo —dijo Pete, tratando de tranquilizarle—. De todos modos...
No continuó la frase empezada, porque pudo convencerse que cada minuto de aplazamiento sólo servía para aumentar aún más el estado de tensión nerviosa de Farberson.
—Está bien, Farberson —dijo—. Marcharé inmediatamente. Usted no necesita moverse de aquí, a menos de que insista en venir, pero si lo hace, tranquilícese y haga el trayecto poco a poco. No está usted para galopar...
Pete montó rápidamente a caballo, y añadió:
—Y ahora no esté intranquilo. Probablemente todo irá bien.
Poco después Pete ponía a Sonny en movimiento para dar alcance a sus comisarios. Miró hacia atrás y pudo ver que, a pesar de sus consejos, Farberson estaba montando a caballo, dispuesto a seguirle, pero pocos minutos después la silueta de Farberson había desaparecido tras la nube de polvo que levantaba el alazán.
Mientras Pete Rice galopaba por una rápida pendiente, sus mandíbulas trabajaban con actividad. Mascaba goma y pensaba. El ataque a la diligencia, según dijera Farberson, podía llevarse a efecto cerca de uno de los depósitos de agua. El rostro del sheriff se endurecía por momentos. Esa era su propia teoría.
Pero después que Hopi Joe había sacado del agua aquellos peces muertos en Rock Creek la noche anterior, el pensamiento de Pete no había dejado de trabajar. Aquellos peces no habían muerto a consecuencia de una explosión de dinamita, como supusiera Hopi Joe. Habían muerto víctimas de un veneno disuelto en el agua, veneno que, probablemente, estaba diluido en la del Depósito de las Diez Millas.
El descubrimiento hecho por “Miserias” de los dos cadáveres enterrados en el bosquecillo de álamos no había hecho más que robustecer esta teoría. Gawky Henderson, el cochero de la diligencia desaparecida, tenía el cráneo fracturado. El viejo pasajero fue muerto a puñaladas.
Pero aquellos dos procedimientos no pudieron ser empleados con Tuffy McShane, uno de los mejores luchadores del Distrito de Trinchera. Y, sin embargo, los bandidos no habían matado a tiros a McShane. Los tiros podían haber sido oídos en la cercana población de Last Hope.
¡McShane fue envenenado! Probablemente había bebido agua envenenada de la del depósito. Debía de haber ocurrido así. Y es por eso por lo que los bandidos habían ocultado el cuerpo de McShane en algún lugar seguro, donde no fuera hallado jamás. ¡El examen de su cuerpo hubiese denunciado seguramente la existencia del veneno!
Todo el cuerpo de Pete estaba tenso, vibrante, como si lo recorriese una corriente eléctrica. Parecían emanar de él torrentes de energía mientras espoleaba a Sonny. ¡Se daba cuenta de que el final del misterio estaba a la vista!
El sudor empapaba copiosamente su enjuto y moreno rostro. Sonny estaba cubierto de espuma. El sol era un verdadero brasero, y sus rayos de fuego caían a plomo sobre la tierra. La monumental piedra que coronaba el Depósito de Agua de las Diez Millas resplandecía bajó la caricia solar. No podía observarse en aquel paraje traza de irregularidad alguna.
La carretera formaba al llegar allí una curva pronunciada. Los comisarios de Pete y los otros jinetes no se divisaban por parte alguna. Evidentemente habían seguido galopando hacia el Depósito de Medio Camino, en dirección a Wilcey Center.
Pete pasó el pequeño conglomerado de cabañas que formaban la ciudad fantástica de Last Hope. Los cascos de su caballo resonaban con estrépito más allá del Depósito de Agua de las Diez Millas y a poco desembocaba la curva que conducía a Wilcey Center. La rapidez de su descenso no disminuía.
La carretera seguía serpenteando en amplias espirales. Los comisarios aún no estaban a la vista, pero Pete sabía que podía darles alcance. Ningún caballo en todo el Distrito de Trinchera podía competir en velocidad con Sonny. El sheriff lanzó al alazán en una de las rápidas pendientes y lo acució para que aumentara su galope.
A uno de los lados de la carretera estaba en pie un hombre. Se hallaba inclinado sobre el cuerpo caído de un caballo.
—¿Qué camino seguía usted, amigo? —le preguntó Pete.
—Venía de Wilcey Center —fue la contestación.
—¿Pasó usted a la diligencia de Rattigan?
—No. Yo salí antes de que lo hiciera la diligencia y he galopado muy deprisa hasta que sucedió esto.
—¿Y que es lo que ha sucedido?
El hombre aquel se rascó la cabeza.
—El diablo me lleve si lo sé —dijo, frunciendo el ceño—. Mi caballo, de pronto, al llegar aquí, dobló las patas delanteras y se derrumbó inerte.
Cruzó por el cerebro de Pete un pensamiento. Su voz silbaba como el zurriago de un látigo.
—¿Dónde bebió agua su caballo? —preguntó.
—Le di un buen trago en el Depósito de Medio Camino. ¿Por qué?
Pete, en vez de contestar, formuló otra pregunta:
—¿Bebió usted también agua?
—No —contestó el desconocido, golpeando una botella, que llevaba en uno de los bolsillos—. Yo no bebo agua... cuando tengo de esto. El agua es buena para lavarse.
Pete puso nuevamente a Sonny a todo galope. Sus teorías se confirmaban una vez más. El Depósito de Medio Camino había sido envenenado también. ¡Luego allí es dónde los bandidos pensaban atacar ahora la diligencia! Y el Depósito de Medio Camino estaba aún a más de cuatro millas delante de él.
—¡Vamos, Sonny! —rugió Pete a su caballo.
Y clavó un tanto las espuelas en los ijares del hermoso alazán.
Sonny dobló una curva sin disminuir su velocidad. Allá a lo lejos, donde empezaba la próxima curva, Pete pudo ver una gran nube de polvo. Indudablemente debían de ser Teeny, “Miserias” y los demás jinetes que enviara por delante. Pronto los habría alcanzado.
Rattigan marchaba un poco rezagado, pero los demás se veían hacia adelante como halcones atentos a su presa. Continuaba la marcha irresistible. Las millas de terreno iban quedando a su espalda. A menos de una milla de distancia del Depósito de Medio Camino. Pete había alcanzado y guiaba al grupo de jinetes hacia el césped a uno de los lados de la carretera. El golpear de los cascos de los caballos se amortiguaba allí considerablemente.
Porque Pete Rice suponía ya con lo que iba a encontrarse al llegar a aquella última curva. Si la diligencia había sido atacada cerca del Depósito los bandidos habrían estacionados guardias de vista a ambos lados de la carretera.
Los bandidos rodeaban la curva. Pete guió a sus amigos hacia el centro de la carretera otra vez, pues calculó que si los bandidos estaban allí debían haber oído perfectamente el chocar de los cascos de los caballos.
A unos buenos veinte metros por delante del hombre que más cerca le seguía, Pete azuzó a Sonny al tomar la curva.
¡Bang!
Un hombre enmascarado, situado con su montura bajo un álamo, había disparado su 45. La bala pasó muy cerca, pero el 45 de Pete estaba ya en funciones y antes de que el hombre enmascarado pudiese disparar por segunda vez, caía de la silla de montar e iba a dar de bruces en la carretera.
Se vio el fogonazo de otro revólver detrás del álamo. El caballo de Shorty Dunne, alcanzado por la bala, dobló las patas y cayó pesadamente, quedando tendido en el suelo, girando sus ojos agonizantes en todas direcciones.
Pete abrevió aquella terrible agonía atravesándole de un balazo la cabeza.
Shorty corrió a ocultarse, pero el revólver de detrás del álamo volvió a tronar en aquel momento y Shorty, alcanzado a su vez, cayó hacia delante. Trató de incorporarse sobre sus rodillas, apuntando con su revólver, que se bamboleaba en su mano. Tras un esfuerzo supremo cayó hacia atrás, en plena carretera.
Pete corrió hacia él. Teeny y “Miserias” seguían galopando hacia el hombre que se ocultaba detrás del álamo y disparaban sus revólveres sin interrupción.
El bandido lanzó un alarido de muerte y ya no volvió a oírse su revólver.
Pete alzó entre sus brazos el cuerpo inerte del comisario Shorty Dunne.
Abriéronse los ojos del herido y su boca aún pudo pronunciar estas palabras:
—¡Agárrelos, Pete, amigo mío!... Yo ya tengo lo mío, aunque me apostaría...
La última palabra se perdió en un supremo estertor. Pete no tenía entre sus brazos más que un cadáver. El sheriff miró compungido aquel rostro cadavérico. Shorty no había sido una gran mentalidad; tal vez sus juicios fueron equivocados y su lengua indiscreta en más de una ocasión, pero no podía negarse que Shorty Dunne había sido un hombre en toda la acepción de la palabra, había vivido de ese modo y había muerto de la misma manera: como un hombre.
Pete llevó el cuerpo de Dunne hasta dejarlo sobre la hierba, a un lado de la carretera. Luego volvió a ocupar su puesto en la pelea.
El espectáculo que se ofreció a sus ojos en las proximidades del Depósito de Agua era el que había esperado contemplar. La diligencia estaba parada. Uno de los caballos aún estaba enganchado a ella. Detrás de la diligencia podía verse perfectamente un buckboard, del que era evidente que se habían sacado las ruedas de repuesto y habían empezado a cambiar las traseras de la diligencia. Pero esta vez los falsificadores habían sido sorprendidos en su tarea.
Un gran grupo de hombres enmascarados espoleaba a sus caballos en dirección a la diligencia. Habían visto que la superioridad numérica estaba a su favor; comprobaron que uno de los comisarios ya había caído, y creían que les sería fácil dar cuenta del resto de la partida.
Todos iban montados y armados con sus cuarenta y cinco. Uno de ellos llevaba en la delantera de su silla un rifle, que se apresuró a empuñar.
Y cuando Pete oyó él primer disparo de aquella arma terrible se dijo que era indispensable poner a aquel hombre fuera de combate. Un rifle, añadido a la superioridad numérica, era su derrota segura. Pete le apuntó cuidadosamente y disparó. El hombre del rifle se derrengó hacia un lado de la silla y a poco estaba sobre el polvo de la carretera.
Pete Rice había hecho un blanco perfecto. Pero no era aquella ocasión de entretenerse.
Los bandidos aún tenían una gran ventaja sobre ellos. Dos cayeron de sus monturas cuando flamearon los 45 de Teeny Butler e Hicks “Miserias” y un tercero siguió el mismo camino gracias a un acertado disparo del viejo Rattigan.
Hopi Joe dio cuenta del cuarto. El indio se había apeado de su poney, parapetándose ventajosamente tras los álamos del borde de la carretera.
Pete Rice creyó adivinar el modo de acabar la batalla rápidamente. Espoleó a Sonny, dejándose caer a un lado de la silla para agarrar, al pasar, el rifle que había quedado en el suelo junto al cadáver de su dueño.
Los bandidos restantes vieron esta maniobra y comprendieron su significado, por lo cual trataron de evitarla por todos los medios, y sus revólveres empezaron a vomitar plomo. El viejo Rattigan vaciló en la silla, pero no llegó a caer.
—¡No os preocupéis por mí, muchachos! —gritó—. ¡Sólo es en el hombro! ¡Cargad sobre esos granujas!
Y, en efecto, los dos comisarios de la Quebrada del Buitre y el indio Hopi Joe corrían ya tras de ellos. Teeny Butler e Hicks “Miserias” se habían salido de la carretera y galopaban detrás de los bandidos fugitivos, pero Pete Rice, en vez de seguirlos, corrió hacia la diligencia.
Pete estaba pensando si la mujer, la esposa de Wawe Farberson, estaría aún en la diligencia. Vio dos bultos sin vida, uno en un asiento y otro en la carretera, junto a la rueda delantera de la derecha. El guardián especial y el cochero, evidentemente, y, al parecer, muertos ambos.
Pero miró a través de la portezuela de la diligencia. No había nadie dentro y, sin embargo, se notaba un perfume delicado, y en uno de los rincones del asiento descubrieron sus penetrantes ojos un bolso de mano.
Era indudable que la señora Farberson, o en todo caso otra mujer, había salido de Wilcey Center en la diligencia. Pero ¿dónde se hallaba? Pete podía esperar únicamente que los bandidos hubiesen sido lo bastante galantes para alejarla del coche al prepararse para hacer desaparecer éste.
Tiró de las riendas a Sonny y le hizo volver hacia el pescante de la diligencia, con objeto de examinar el cuerpo caído sobre el asiento. El hombre aquel había sido golpeado brutalmente en la cabeza hasta fracturarle el cráneo. Estaba muerto. Aquel cadáver era evidentemente el de Bran Larsen, pero el cochero, que yacía de bruces en medio de la carretera, era Swen Lindstrom.
Lindstrom no había muerto. En sus ojos azules sin brillo se transparentaba el dolor que debía atenazarle en aquellos momentos, y su corpachón robusto se retorcía convulsivamente.
Pete desmontó y se arrodilló junto a él.
—¿Puede usted hablar, Lindstrom? —le preguntó.
Lindstrom hizo un gesto afirmativo, pero no habló. Pete Rice estaba convencido de que el cochero de la diligencia, aquel muchachote de cabellera rubia, había sido envenenado con agua del Depósito de Medio Camino.
—¿Ha bebido agua en el depósito? —le preguntó.
—Unos pocos sorbos —contestó, retorciéndose otra vez de dolor.
Pete alzó la cabeza al ruido de la llegada de tres o cuatro jinetes que acababan de doblar la curva y que parecían venir de Wilcey Center. Habían oído los tiros y se acercaron rápidamente. Tenían el aspecto de rancheros.
—¿Algún herido? —gritó uno de ellos.
Pero en el momento de preguntarlo, y ya más cerca del lugar de la refriega, pudo ver las formas tendidas sobre el suelo.
Pete desabrochó la camisa de Lindstrom. Había experimentado una gran simpatía por aquel muchacho desde la primera vez que hablara con él en Rangerville. En aquellos momentos, le urgía salir en persecución de los bandidos fugitivos, pero la vida de Lindstrom podía ser salvada, pues se le notaba que iba recobrándose poco a poco, como si en realidad tuviese la fortaleza de un animal. ¿Había bebido sólo una poca cantidad de agua en el depósito y era capaz de resistir con éxito a los efectos del veneno?
—¿Alguno de ustedes lleva un poco de whisky? —preguntó Pete a los recién llegados.
—¡Cómo que es media vida! —fue la contestación de uno de ellos, que se apresuró a sacar una botella de uno de sus bolsillos.
—Este hombre ha sido envenenado —explicó Pete, señalando a Lindstrom—. Échenle un poco de licor en la garganta. Háganle beber hasta que el licor le produzca náuseas y echa todo lo que tenga dentro. Yo debo marchar en persecución de los bandidos. Uno de ustedes que se llegue enseguida a Wilcey Center en busca de un médico.
Los ojos de Pete escudriñaban la carretera en las proximidades de la diligencia. Trataba de hallar la huella de un zapato de mujer sobre la tierra.
En aquel momento se oyó un batir de cascos de caballo hacia la parte posterior del vehículo. Pete volvióse a ver quién llegaba y vio que era Farberson, más apoplético que nunca.
—¿Está aquí ella? —gritó—. ¿Está herida? ¿Ha visto alguien a mi mujer? ¿Llegó usted a tiempo de salvarla, sheriff? ¿La encontró?
Estas palabras salían de su garganta como balas de una pistola. Pete no contestó. Acababa de ver unas huellas frescas de un caballo ensillado que se apartaba de la diligencia en dirección a Wilcey Center.
—¿Alguno de ustedes vio a una mujer a caballo cuando venían hacia aquí? —preguntó a los rancheros.
—Claro que sí —contestó uno de ellos—. El “ciego” John Blake la llevaba a Wilcey Center. Según dijo Blake, se había lastimado un poco en el vuelco de la diligencia, la llevaba cruzada sobre la silla de su caballo. Se le notaba que estaba muy apurado. Y la mujer parecía inconsciente.
Farberson dejó escapar un sollozo y estuvo a punto de caerse del caballo.
“Pistol” Pete Rice, por su parte, saltó de un brinco sobre Sonny y partió como una centella en dirección a Wilcey Center.