CAPÍTULO XII

EL CRIADO DE JOHN BLAKE

“Pistol” Pete Rice su curvó sobre el cuello de Sonny, el hermoso alazán, cuando se puso a la cabeza de los jinetes que se dirigían a todo galope hacia Red Mesa. Durante algún tiempo estuvo oyendo los ecos de los disparos. Pudo comprobar que su corazonada había sido justificada, ya que estaba demostrado que los bandidos habían decidido atacar el Banco de Red Mesa, mientras las fuerzas del sheriff acudían en auxilio de los habitantes de Silver Creek.

—¡Vamos Sonny! —incitaba Pete a su alazán—. ¡Aprieta un poco, amigo mío!

Y Sonny, tan compenetrado siempre con su amo, redoblaba sus esfuerzos por adelantar terreno en un galope fantástico. No tardó en dejar atrás al pura sangre de Teeny Butler y a los caballos de Lasso Davis y al resto de la expedición. Poco después entraba por el extremo de la calle principal de Red Mesa.

Pero el tiroteo había cesado. Todo estaba anormalmente silencioso, excepto el golpear de los cascos de Sonny y el más apagado de la línea de jinetes que avanzaban por la carretera hacia la ciudad.

Pete Rice trató de adivinar lo que ocurría a través de la oscuridad. Ante él podía ver la mole del edificio del Banco. Espoleó a Sonny por última vez y al fin se detuvo ante la puerta principal. Apeóse entonces del caballo y saltó por encima de los cuerpos de dos bandidos muertos junto a un barril de azúcar vacío. Sin detenerse un segundo, penetró en el interior del Banco.

Los hombres que “Miserias” había organizado para la defensa del Banco estaban agrupados en torno a dos de sus compañeros que yacían en tierra. Uno estaba muerto. El otro, gravemente herido. Alguien iluminaba la escena con una linterna.

—¿Dónde está Hicks “Miserias”? —preguntó Pete.

—¡Se lo han llevado, sheriff! No hemos podido hacer nada por salvarle. Salió del Banco para intentar hacer un prisionero.

“Los bandidos lo pusieron fuera de combate y vimos como se lo llevaban hacia la calleja, en donde tenían sus caballos.

Otro de los ciudadanos añadió:

—No pudimos hacer nada, sheriff. Ni siquiera pudimos disparar sobre ellos, porque temíamos herir al comisario Hicks. De cualquier modo hemos salvado el Banco. No se han llevado ni un centavo.

Pero Pete Rice no se acordaba entonces de los centavos ni aun de los dólares. Se le había hecho un nudo en la garganta. Quería a Hicks “Miserias” como podía haber querido a un hermano. Giró sobre sus talones y salió del Banco. Estaba buscando a Sonny cuando llegó Teeny Butler a la cabeza de las fuerzas de auxilio.

—¡Quédate aquí en el Banco, Teeny! —le gritó Pete—. “Miserias” ha desaparecido. Reúne a tus hombres y organiza la defensa por si a los bandidos se les ocurriera volver a dirigir un nuevo ataque contra el Banco. ¡Yo me voy!

Teeny Butler dejó oír un gruñido extraño al enterarse de la desgracia de Hicks “Miserias”, pero estaba acostumbrado a obedecer las órdenes que le daban y saltando de su caballo se dirigió al interior del Banco, mientras Pete, a lomos de Sonny, desaparecía por el extremo de la calle principal. El sheriff podía ver las huellas de los bandidos fugitivos. En aquellos momentos lo había olvidado todo, hasta la superioridad de los bandidos contra él, en caso de que se decidieran a atacarle.

La pista de los bandidos resultaba perfectamente clara a lo largo de la carretera de Red Mesa en dirección a la unión de ambos caminos cerca del depósito de agua y seguía luego la ruta que Pete y sus comisarios tomaran a primera hora de aquella misma noche.

Los bandidos llevaban una buena marcha. El repiqueteo apagado de los cascos de sus caballos sonaba hacia la cumbre del farallón.

Pete espoleó a Sonny. Llegó a la cima del farallón, miró hacia el Este, donde el terreno apenas presentaba accidentes, y luego hacia el Norte, donde abundaba la maleza. Guió hacia abajo a Sonny. Podía estar corriendo hacia una emboscada y si así ocurría estaba dispuesto a vender cara su vida.

No encontró ningún escondite de los bandidos, pero sí halló huellas que mostraban bien a las claras que los bandidos habían galopado a través del bosquecillo de algodoneros que había delante. Las huellas continuaban unos cientos de yardas más a través de la estéril meseta, cruzaban otra región de árboles, descendían un camino rocoso y ascendían luego por otro de igual naturaleza. Pete guió a Sonny hacia el recodo en donde había otro grupo de algodoneros, y las huellas se perdieron de nuevo.

Una vez más los bandidos habían desaparecido misteriosamente.

Había una cosa cierta: Los bandidos tenían algún escondite en aquella región, y mediante alguna estratagema llegaban a él. Sólo una pared desnuda se ofrecía a las miradas de Pete a uno y otro lado.

Pero Pete tuvo una idea. Sería tiempo perdido hallar la abertura del escondite en aquella noche de boca de lobo. Volvería a Red Mesa y enviaría un telegrama a la Quebrada del Buitre, dirigido a “Hopi Joe”.

Hopi Joe era un indio maestro en el arte de seguir pistas. Si había algún hombre en todo el Distrito de Trinchera capaz de rastrear mejor que “Pistol” Pete Rice, era Hopi Joe. Joe y el sheriff juntos iniciarían la rebusca y acabarían por localizar la entrada del escondite de los bandidos.

Pete hizo girar a Sonny y emprendió el regreso hacia Red Mesa. Llegó a la cumbre. Desde allí en adelante todo el camino era en descenso.

Súbitamente, Pete detuvo en seco su caballo y escuchó atentamente. Desde algún lugar, por la parte de la montaña, galopaba hacia él un caballo. Podía ser Teeny, no contento con dejar que su patrón galopase solo al encuentro de los bandidos; o también uno de los mismos bandidos, que se hubiera separado de sus compañeros y tratase de hallar la entrada del escondite. Pete resolvió poner aquello en claro.

Dirigió a Sonny hacia un lado del camino, donde había una pequeña hondonada, que en una noche tan oscura como aquella permitía que caballo y jinete pasasen inadvertidos. Pete aun podía ser capaz de seguir al solitario bandido, quizá hasta la misma entrada del escondite.

El ruido de los cascos se acercaba sin cesar, pero el paso era cada vez más lento. Se comprendía que un jinete forzaba a galopar a un caballo agotado por aquel subir continuo de montañas. El jinete misterioso detuvo al caballo para encender un cigarrillo, y a la luz de la cerilla siluteó únicamente parte del rostro bajo las amplias alas del sombrero y tras las orejas del caballo. Aquellas orejas estaban tiesas, como en alarma.

Pete contuvo la respiración. Aquel caballo olía la presencia de uno de su raza. Sonny estaba entrenado para no sobresaltarse en parecidas situaciones, pero el caballo del extraño jinete no parecía estarlo. Su cabeza se volvió hacia donde se hallaba Sonny y dejó oír un ruidoso relincho.

El jinete se irguió nerviosamente en la silla y tiró la cerilla.

—¿Quién anda por ahí? —preguntó.

—¡No se mueva! —contestó Pete—. No importa quien sea yo. ¡Déjeme ver quién es usted!

¡Bang!

El revólver del extraño jinete gruñó con fiereza y una bala pasó silbando junto a una de las orejas de Pete. Luego el jinete hizo girar a su caballo y se lanzó al galope montaña abajo.

Pete puso a Sonny en movimiento.

—¡Deténgase! —gritó.

No quería disparar sobre aquella forma que se movía borrosamente ante él, pues no podía estar seguro de que fuese un bandido, pero hizo dos disparos al aire, que no produjeron efecto en el perseguido, pues continuó su galope desenfrenado.

El sheriff espoleó a Sonny y cuando llegó a un recodo peligroso disparó nuevamente al aire, mas el fugitivo continuó su marcha. Prosiguió la caza. Perseguido y perseguidor continuaron galopando por aquel camino peligroso. Las precauciones se las había llevado el viento.

Pete acarició la cabeza de Sonny y dio al segurísimo corcel un tirón de las riendas. Sonny ganaba terreno poco a poco y caballo y jinete iban precisando su silueta ante el sheriff, en la oscuridad.

Ambos jinetes doblaron curvas peligrosísimas, se lanzaron por estrechos senderos bordeados de precipicios y descendieron rampas de fantástica pendiente. Sonny seguía ganando terreno rápidamente y llegó a colocarse a setenta... a sesenta... a cincuenta pies de su nivel.

Pete descolgó de la silla su largo lazo, lo enrolló y preparó, para luego voltearlo sobre su cabeza formando un círculo estrecho y lanzarlo hacia adelante con precisión matemática.

Más por intuición que porque pudiera verlo, Pete comprendió que había acertado en el blanco. La cuerda se puso tensa. Sonny intentó atensar por sí mismo y se escabulló ligeramente, manteniéndose luego firme sobre sus cuatro patas. El lazo se estiró aún más y el fugitivo fue arrancado violentamente de su montura y lanzado contra el rocoso piso del camino.

Pero casi instantáneamente flameó su revólver y una bala silbó a poca distancia de Pete. Se oyó una segunda detonación, y Pete sintió una sensación dolorosa, como si algo hubiese chocado con su sien. Un momento se tambaleó en la silla a punto de caer. Ante sus ojos vio un abismo de obscuridad y apretó los dientes para conservar el conocimiento. Un chorro de sangre casi le cegó el ojo derecho. Se enjugó la sangre o la mayor parte de ella por lo menos, y medio ciego avanzó decidido hacia su enemigo.

Suponía que el extraño jinete había conseguido soltarse del lazo y montaría de nuevo a caballo, y en efecto, a poco se oyó golpear de cascos sobre el camino. Pete Rice, aun sin haber recobrado la vista por completo, espoleó a Sonny hacia adelante, respondiendo el alazán admirablemente a su demanda.

Pero el otro hombre, presa de pánico, clavaba con furia las rodajas de sus espuelas en los flancos de su caballo, que relinchaba de dolor. Durante unos segundos, el martirizado animal consiguió sacar alguna ventaja a Sonny.

Luego, cuando el fugitivo guiaba su montura cerca de un sendero en torquilla, Pete oyó que su caballo tropezaba contra algún obstáculo y daba un traspiés.

Otra vez relinchó el animal, pero esta vez más de terror que de dolor. El jinete hacía esfuerzos desesperados para mantener el equilibrio sobre su montura, pero había tomado aquella curva demasiado desatinadamente.

Pete hizo avanzar a su alazán con el tiempo preciso para ver cómo caballo y jinete se precipitaban al abismo por el borde del despeñadero. Se oyó un estruendo cuando la bestia chocó con el fondo a pocos pies de profundidad, luego se oyó un verdadero alarido de angustia y, por último, un silencio absoluto.

Pete desmontó y se asomó a mirar hacia abajo desde el borde del despeñadero. El caballo había chocado de cabeza al caer, e indudablemente debió morir en el acto. El jinete yacía en la hondonada, parte de su cuerpo oculto bajo el animal que había caído sobre él. Podían verse la cabeza y los hombros medio cubiertos de tierra, con uno de los brazos retorcidos en grotesca postura. Indudablemente tenía el pecho aplastado.

Pete acercó a Sonny al borde del precipicio y ató el extremo de su lazo al borrén delantero de la silla. Luego descendió a pulso hasta el fondo de la hondonada. Una vez allí encendió una cerilla en la suela de la bota. ¡Lo primero que vio en una de las ancas del caballo fue la marca de los caballos de Circle Cross!

Pete acercó la llama de la cerilla al rostro del hombre muerto y las facciones del sheriff se contrajeron. Se acabó la cerilla y Pete encendió otra, que mantuvo unos segundos junto a la cara del muerto.

El sheriff conocía a aquel hombre, pues a primeras horas del día lo había visto llevando agua a la casa del rancho de Blake.

¡Era uno de los criados del “ciego” John Blake!