Capítulo 27
Es miércoles. Hoy he quedado con los estilistas de Promesses para las pruebas de vestuario. Llego al hotel donde se alojan y me acompañan a una sala enorme donde me prueban una barbaridad de biquinis, bañadores y vestidos, todos fantásticos, preciosísimos hasta decir basta.
Seleccionan un montón de ropa, me hacen pruebas de maquillaje y de peluquería y durante unas horas me olvido de todos mis problemas para convertirme en Barbie Bora Bora. Los estilistas son un encanto y por fin, después de muchos días sin reír, lo hago. ¡Hurra, hurra, bien! Aún recuerdo cómo se hace, no está todo perdido.
Y puesto que he sido capaz de reír, cuando llego a mi casa me obligo a salir a correr; se acabó eso de llorar como una magdalena. Aunque sé que nunca lo olvidaré, también sé que aprenderé a vivir sin él; puedo considerarme afortunada, he conocido al amor de mi vida y he sido tremendamente feliz. Necesito aferrarme a un pensamiento positivo si quiero mantenerme en pie, y con ese pensamiento salgo a correr sin dejar de echarlo de menos ni un segundo.
Es jueves, me levanto y me miro en el espejo de cuerpo entero. He perdido un par de kilos seguro; estoy demacrada y las ojeras no me abandonan, ¡genial! Hoy vienen los directivos de publicidad de Promesses a conocer Virmings y, como no me esmere mucho arreglándome, van a enviarme a freír espárragos sin duda, así que... ¡a ello, Paulita, que hay mucho que componer! Me ducho, me lavo el pelo untándolo con cremas y potingues varios para darle brillo y me lo seco marcando mis ondas. Me pongo mis pantalones de piel camel con una camisa de seda color crema, me calzo mis stilettos nude y, como complementos, elijo unos pendientes de aro y pulseras doradas a juego. Me maquillo poniendo especial esmero en disimular las ojeras y, cuando termino, me encanta el resultado. Ojalá Philip me vea bien vista y le dé en qué pensar. En el fondo, todavía tengo la esperanza de que cambie de opinión; mientras esté aquí, hay esperanzas.
Llego temprano y voy directa a su despacho. Hoy tiene el día completo con la visita de Promesses. Llamo y entro.
—Buenos días, ¿necesita algo antes de que lleguen Nicolas y Pierre?
—Nada, esté localizable, no quiero tener que ir buscándola —me dice con frialdad.
—Muy bien —le respondo con desdén más seca que un esparto; desde luego que a burra no me gana nadie, ¡qué zopenca soy, por Dios! ¿Así es como voy a reconquistarlo?
—Un momento, sí necesito algo —me suelta clavando su mirada en la mía.
—Usted dirá.
—Quiero saber si ya le ha venido el periodo. Recuerde que le comenté que quería saberlo y todavía no me ha dicho nada.
—Eso a usted no le importa, dejó de importarle el día que me dejó —le espeto mirándolo con altivez.
—¡Y una mierda! Si está embarazada, tengo derecho a saberlo.
—Usted no tiene derecho a nada, pero, para que se quede tranquilo y sepa que nada le ata a mí... sí, ya me ha venido el periodo. No necesito quedarme embarazada para que me quieran.
Y tras dar media vuelta, regreso a mi despacho sin darle opción a réplica.
Mañana volamos a Bora Bora y mi trabajo aquí habrá terminado. Así que localizo una caja y empiezo a guardar mis pocas pertenencias. Bloqueo todos mis sentimientos, toda la angustia que siento, y dejo la mente en blanco. Trabajo como una autómata, pero sé que es algo que debo hacer y, cuanto antes, mejor.
Cuando acabo, me dirijo al despacho de Sam para entregar mi carta de despido voluntario y, a su vez, firmar el contrato de publicidad que me separa definitivamente de Philip y Virmings y me ata a Promesses. Lo firmo obligándome a no pensar en nada porque, como lo haga, soy capaz de romper el dichoso contrato en mil pedazos y suplicarle todo lo que sea necesario hasta conseguir que me quiera de nuevo.
A las diez llegan Nicolas y Pierre y, antes de salir de mi despacho, lo observo detenidamente. Lo he dejado impoluto, sin nada que recuerde mi paso por aquí. Me obligo a respirar y salgo con paso firme a recibirlos.
Les recuerdo de París y de las veces que hemos hablado; me saludan con afecto y yo les correspondo. Philip es un témpano de hielo conmigo, pero lo ignoro y me limito a traducir todo lo que les dice.
Nos reunimos en su despacho; hablan del anuncio y de las pautas del viaje. Está todo programado al milímetro y, cuando finalizamos, nos vamos a almorzar, pero la tensión entre nosotros es tan latente que Pierre y Nicolas se pasan el almuerzo pendientes de mí y de que me sienta bien; incluso, y para mi sorpresa, me hacen reír un par de veces, y eso es un gran avance, dada mi situación.
Cuando acabamos, nos despedimos de ellos. Promesses va a abrir varias tiendas en Sídney y quieren ir a supervisar las reformas. Además, nosotros aún tenemos varios temas pendientes de otras cuentas que deben quedar cerrados antes de nuestro viaje.
Voy en el coche con Charlie; echo mucho de menos ir con Philip, pero dadas las circunstancias es mejor así.
Cuando subimos, lo primero que hago es quitarme los tacones.
—Ufff... no podía más, qué dolor de pies.
—Merece todo ese dolor y más; estás preciosa, Paula, ya tenía ganas de verte como te he visto hoy.
—¿Qué más da como esté, Charlie? Philip ni me mira; es más, me ignora tanto que podría ir en pijama y no se daría ni cuenta.
—Creo que te equivocas, preciosa. Hoy estaba rabioso de verte hablando y riendo con Pierre y Nicolas.
—Charlie, estaba rabioso por tener que soportarme; le es completamente indiferente con quién hable.
—Déjalo estar, anda. Bueno, ¿ya tienes preparada la maleta? ¡Preciosa, que nos vamos a Bora Bora!
—Si no fuera por todo el dramón que llevo encima, estaría dando saltos de alegría dentro del coche... siempre he querido viajar allí.
—Pues entonces vamos a disfrutar a tope de este viaje y a olvidarnos de Philip. ¡Que le den!
No vuelvo a ver a Philip en toda la tarde y a las seis estoy saliendo por la puerta para no volver y, a pesar de todos mis esfuerzos, las lágrimas se deslizan silenciosas por mis mejillas mientras me dirijo a buscar el metro. Nunca en mi vida he sido tan feliz como aquí y dudo que vuelva a serlo; jamás lo olvidaré ni tampoco mi paso por Sídney.
Me acuesto temprano, a las siete tenemos que estar en el aeropuerto, pero apenas puedo dormir en toda la noche de lo nerviosa que estoy. Comienza una nueva etapa en mi vida. ¿Cómo voy a poder afrontarla sin él?
Suena el despertador y me levanto de un salto. Sólo me queda este viaje para estar con Philip; cuando volvamos, todo habrá terminado, y necesito que cambie de opinión. Si fue capaz de enamorarse de su secretaria, ¿por qué no va a ser capaz de superar sus límites ahora? Necesito intentarlo porque, a pesar del dolor de estos días, de las palabras hirientes y de su frialdad, le quiero con todas mis fuerzas.
Llego al aeropuerto a las siete menos cuarto. Recuerdo cuando fuimos a París. Fue un viaje perfecto desde el principio hasta el final, pero entonces estábamos juntos y ahora somos peor que dos desconocidos.
Lo veo en la cola de facturación. El corazón me late desbocado; como no me tranquilice, vomitaré seguro. Inspiro profundamente y con paso decidido me dirijo a facturar mi equipaje yo también, frenando mis deseos de correr hacia él y suplicarle que me quiera. Sé que me ha visto, pero me ignora a propósito, deprimiéndome en cuestión de segundos. ¿Qué ocurriría en su pasado para ponerle esos límites?
Facturo mi equipaje y me entretengo mirando los escaparates de las tiendas duty-free. Temo acercarme a él y prefiero guardar las distancias. Qué distinto de hace unas semanas, cuando no podíamos dejar de besarnos. Lo echo tanto de menos que me duele el alma. Tengo la mirada clavada en el escaparate de una tienda de bolsos, pero mi mente no procesa, simplemente me he quedado de pie mirándolo sin hacerlo realmente.
—¿Qué pasa, preciosa?
Es la voz de Charlie; lo miro sonriendo y mi corazón pesa un poco menos. Tiene ese don sobre mí, siempre acaba levantándome el ánimo incluso sólo con su presencia.
—¿Tú qué crees? —le pregunto encogiéndome de hombros.
—Philip, ¿verdad?
Asiento.
—Anda, vamos, preciosa. Éste no va a poder contigo; mira, está allí desayunando, vamos a sentarnos con él.
—Ni de coña, Charlie, no pienso sentarme con él, ve tú si quieres —le digo con firmeza.
—Paula, estamos juntos en esto, vas a ser fuerte y a sonreír y vamos a sentarnos con él.
Y, agarrándome con fuerza de la mano, me arrastra hasta su mesa.
Philip levanta la mirada y nos observa sin dejar entrever sus sentimientos, tan hermético como siempre.
—Buenos días, Philip —saluda Charlie como si nada—. Paulita, preciosa, ¿qué quieres tomar?
—¿Nada? —Voy a matarlo; cuando pueda, lo mato.
—A ver si tienen... —hace como si leyera la carta—... pues no va a poder ser, nada no está en la carta, elige otra cosa, preciosa —me dice guasón.
Me olvido un segundo de Philip y centro toda mi atención en Charlie.
—A ver, precioso: tú puedes comerte media cafetería si quieres, pero yo no tengo hambre, no seas pesadito —le suelto fulminándolo con la mirada.
—O eliges tú o lo hago yo, pero vas a comer; no voy a dejar que te saltes más comidas. ¿No querrás ir perdiendo el bañador, verdad?
Lo fulmino con la mirada; la mirada de Philip va de Charlie a mí y viceversa.
—Yo a ti te mato —le amenazo con una sonrisa—. Trae lo que te dé la gana.
—¿Qué es eso de que te saltas las comidas? —me pregunta cabreado cuando Charlie se marcha—. Haz el favor de comer, no puedes variar la talla, los biquinis tienen que quedarte perfectos.
—Buenos días a ti también —le espeto levantando una ceja.
—No me cabrees, Paula, te lo digo en serio; como me entere de que bajas una talla, ve preparándote.
No le preocupa que no coma por si enfermo, ni cuál es la razón de que me haya saltado las comidas, sólo le inquieta que me queden bien los dichosos bañadores.
—Eres un imbécil, Philip —le digo con desprecio.
—Por suerte para ti, soy el imbécil al que dejarás de ver en breve.
En ese momento llega Charlie cargado con el desayuno. Miro la bandeja y mis ojos se abren desorbitados: hay dónuts, tostadas, magdalenas y dos cafés con leche.
—Por lo que veo, tienes hambre, ¿eh, campeón? —le digo levantando una ceja.
—Por supuesto que sí, preciosa, y tú también; vas a comerte la mitad, así que empieza.
Cojo el café con leche y empiezo a bebérmelo despacio; no tengo nada de hambre, realmente lo que tengo son náuseas, me puede esta situación con Philip.
—Paula, no subirás al avión como no comas algo más —me ordena Charlie.
—¿A Katia también la obligas a comer, precioso, o sólo me torturas a mí?
—Katia es de buen apetito, no tengo que estar pendiente de ella.
Lo fulmino con la mirada mientras cojo un dónut, le doy un mordisco y se me hace bola al segundo, como cuando era pequeña, y al final desisto dejándolo en la bandeja. Por suerte empieza a llegar el resto del equipo y Charlie no se percata de que no he probado bocado.
Anuncian nuestro vuelo y respiro aliviada. Necesito distancia, separarme un poco de él. En mi mente no dejo de comparar el viaje a París con éste y debo obligarme a poner la mente en blanco si no quiero empezar a llorar desconsoladamente. ¿Alguna vez dejará de doler tanto?
Subimos al avión y, para desgracia mía, me toca sentarme a su lado. ¡Mierda! Debería sentirme feliz, pero no lo estoy; necesito un poco de distancia para tranquilizarme, me afecta demasiado su actitud, pero me comporto de forma madura y me siento en mi asiento. Nuestros brazos se rozan y me acaloro al instante, pero él se aparta rápidamente, como si le molestara ese leve contacto conmigo. ¿Cómo va a desearme de nuevo si un simple roce le molesta?
Me obligo a poner de nuevo la mente en blanco; noto la mirada vidriosa y, como no me da la gana de que me vea llorar, empiezo a recitar mentalmente las tablas de multiplicar... siete por ocho... ¿cincuenta y cuatro? ¡Mierda! ¡No me jodas! ¡Será posible! Tanto estudiar para ahora no acordarme de una simple tabla. ¡Ay, Señor, si es que no somos nadie! Un niño de primaria sabe más que yo...
Despega el avión. ¡Uyyyyyy, qué miedooooo! No soporto los aviones, los despegues, la comida envasada, los ruidos que hacen, los pitidos, los descensos. ¡Ayyyyy, que me da algo! Veo de reojo cómo Philip coge un diario y comienza a leer; yo también tengo un libro ¿pero cómo voy a ponerme a leer cuando estoy muerta de miedo? Quiero acercarme a él, que nos cojamos de la mano y aleje todos mis miedos como en el vuelo a París, pero cierro los ojos y bloqueo todos mis sentimientos.
Estoy muy cansada, las malas noches están pasándome factura y poco a poco me sumerjo en un dulce sueño. ¡Mmmmm! Estoy tan cómoda, no quiero moverme, estoy con Philip, huelo su fragancia, me gusta mi sueño y vuelvo a dormirme profundamente.
—Paula, despierta, hay turbulencias, tienes que ponerte el cinturón.
Oigo la voz de Philip de fondo, pero no tengo ganas de despertarme.
—Paula, despierta, vamos, tienes que ponerte el cinturón.
Ahora lo oigo claramente. ¡Mierda! ¡Estoy dormida sobre su hombro! Me despierto de un salto y lo miro avergonzada; su rostro es inexpresivo, no tengo ni idea de si está enfadado o no.
—Philip, lo siento —me disculpo atropelladamente; entonces una turbulencia sacude todo el avión—. ¿Qué pasa? —pregunto al borde del infarto.
—Nada, son turbulencias, ponte el cinturón. —Y vuelve su mirada hacia el pasillo, ignorándome de nuevo.
De repente me da igual haberme dormido sobre su hombro; estoy muerta de miedo y, si encima hay turbulencias, puede darme un ataque de pánico.
El avión no deja de sacudirse. Estoy atacada y me obligo a inspirar y expirar; cierro los ojos y pongo la mente en blanco, soy una experta en la materia. Cojo mis manos y las retuerzo; me hago daño pero me da igual, estoy acojonada y sólo quiero que el dichoso avión pare de sacudirse.
De repente noto la mano de Philip sobre las mías y abro los ojos de golpe.
—Paula, no es nada, no te asustes, ¿vale? En seguida pasarán.
Asiento como una muñeca; estoy hiperventilando, ¡me ha cogido las manooooos! Por mí puede haber turbulencias durante todo el vuelo, con que no se estrelle me basta.
Nuestras miradas quedan atrapadas un segundo y mi mirada desciende hasta su boca, pero rompe el contacto y retira su mano de las mías. Vuelve a estar a kilómetros de distancia.
Gracias a Dios las turbulencias pasan y puedo tranquilizarme; aún puedo notar el tacto de su mano sobre las mías, pero para desgracia mía pasamos el resto del vuelo sin dirigirnos la palabra.
Cuando llegamos a Papeete, tengo los nervios a flor de piel. Cogemos una avioneta con más años que Matusalén que nos lleva a Bora Bora y rezo a todos los santos para que no se estrelle; por suerte no coge mucha altura y el color turquesa de sus aguas me distrae. ¡Madre mía qué vistas! ¡Es un sueño! Es mi lugar feliz... así que me hago una promesa a mí misma: voy a disfrutar a tope de este viaje, no voy a dejar que Philip ni nadie me lo amargue, porque probablemente ésta sea la única vez que pueda venir aquí y quiero vivirlo al máximo.
Llegamos por fin a Bora Bora. El aeropuerto es pequeñito y hace un calor de mil demonios, pero me da igual, ¡estoy encantada! Allí nos reciben varias nativas, que nos ponen collares de flores, y sonrío con ganas.
—¡Charlie, preciosooooo! ¿No me digas que no es bonito todo esto?
—Aún no has visto nada, espera y verás, vas a flipar, preciosa —me dice con una sonora carcajada.
—¡Madreee cuando se lo contemos a Katia! Ven, vamos a hacernos una foto y se la mandamos por WhatsApp. —Unimos nuestras caras y nos hacemos un selfie que le mandamos de inmediato. Philip nos mira serio y, tras dar media vuelta, se aleja de nosotros.