UN PAR DE BOTAS EQUIVALE A SHAKESPEARE
Los herederos del tercermundismo no son los únicos que preconizan la transformación de las naciones europeas en sociedades multiculturales. Los profetas de la posmodernidad exhiben actualmente el mismo ideal. Pero mientras que los primeros, frente a la arrogancia occidental, defienden la igualdad de todas las tradiciones, los segundos, para oponer los vértigos de la fluidez a las virtudes del arraigo, generalizan la utilización de un concepto aparecido hace unos cuantos años en el mundo del arte. El actor social posmoderno aplica en su vida los principios a los que los arquitectos y los pintores del mismo nombre se refieren en su trabajo: al igual que ellos, sustituye los antiguos exclusivismos por el eclecticismo; negándose a la brutalidad de la alternativa entre academicismo e innovación, mezcla soberanamente los estilos; en lugar de ser esto o aquello, clásico o de vanguardia, burgués o bohemio, junta a su antojo los entusiasmos más disparatados, las inspiraciones más contradictorias; ligero, móvil, y no envarado en un credo ni esclerotizado en un ámbito cultural, le gusta poder pasar sin trabas de un restaurante chino a un club antillano, del cuscús a la fabada, del jogging a la religión, o de la literatura al ala delta.
La consigna de ese nuevo hedonismo que rechaza tanto la nostalgia como la autoacusación es colocarse. Sus adeptos no aspiran a una sociedad auténtica, en la que todos los individuos vivan cómodamente en su identidad cultural, sino a una sociedad polimorfa, a un mundo abigarrado que ponga todas las formas de vida a disposición de cada individuo. Predican menos el derecho a la diferencia que el mestizaje generalizado, el derecho de cada cual a la especificidad del otro. Como multicultural significa para ellos bien surtido, lo que aprecian no son las culturas como tales sino su versión edulcorada, la parte de ellas que pueden probar, saborear y arrojar después del uso. Al ser consumidores y no conservadores de las tradiciones existentes, el cliente-rey que llevan dentro se encabrita ante las trabas que las ideologías vetustas y rígidas ponen al reino de la diversidad.
«Todas las culturas son igualmente legítimas y todo es cultural», afirman al unísono los niños mimados de la sociedad de la abundancia y los detractores de Occidente. Y ese lenguaje común ampara dos programas rigurosamente antinómicos. La filosofía de la descolonización asume por su cuenta el anatema arrojado sobre el arte y el pensamiento por los populistas rusos del siglo XIX: «Un par de botas vale más que Shakespeare»: además de su superioridad evangélica, además del hecho, en otras palabras, de que protegen a los desdichados contra el frío más eficazmente que una pieza isabelina, las botas, por lo menos, no mienten; se presentan de entrada como lo que son: modestas emanaciones de una cultura concreta, en lugar de disimular piadosamente, como hacen las obras maestras oficiales, sus orígenes, y de obligar a todos los hombres al respeto. Y esta humildad es un ejemplo: si no quiere perseverar en la impostura, el arte debe dar la espalda a Shakespeare, y aproximarse, lo más posible, al par de botas. En la pintura, esta exigencia se traduce en el minimalismo, o sea, en la desaparición tendencial del gesto creador y en la aparición correlativa, en los museos, de obras casi indiscernibles de los objetos e incluso de los materiales cotidianos. En cuanto a los escritores, deben adaptarse a los cánones de una literatura que se denomina menor, porque, a diferencia de los textos consagrados, en ella se expresa la colectividad y no el genio del individuo aislado, separado de los demás por su pseudomaestría: terrible ascesis, que perjudica, por añadidura, a los autores pertenecientes a las naciones cultivadas. Para acceder al punto de no-cultura, para alcanzar el par de botas, tienen que recorrer un camino más largo que los habitantes de los países subdesarrollados. Pero ¡ánimo! «Incluso aquel que tiene la desgracia de nacer en un país de una gran literatura debe escribir en su lengua como un judío checo escribe en alemán, o como un uzbeco escribe en ruso. Escribir como un perro que cava su agujero, una rata que construye su madriguera. Y, para ello, encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto.»[126]
Este nihilismo da paso, en el pensamiento posmoderno, a una admiración equivalente por el autor del Rey Lear y por Charles Jourdan. Siempre que lleve la firma de un gran diseñador, un par de botas equivale a Shakespeare. Y todo por el estilo: una historieta que combine una intriga palpitante con unas bonitas ímagenes equivalentes a una novela de Nabokov; lo que leen las lolitas equivale a Lolita; una frase publicitaria eficaz equivale a un poema de Apollinaire o de Francis Ponge: un ritmo de rock equivale a una melodía de Duke Ellington: un bonito partido de fútbol equivale a un ballet de Pina Bausch; un gran modisto equivale a Manet, Picasso o Miguel Angel; la ópera de hoy —«la de la vida, del clip, del single, del spot»— [127] equivale ampliamente a Verdi o a Wagner. El futbolista y el coreógrafo, el pintor y el modisto, el escritor y el publicista, el músico y el rockero son creadores con idénticos derechos. Hay que terminar con el prejuicio escolar que reserva esta cualidad para unos pocos y que sume a los restantes en la subcultura.
A la voluntad de humillar a Shakespeare, se opone, pues, el ennoblecimiento del zapatero. Lo que aparece desacralizado, implacablemente reducido al nivel de los gestos cotidianos realizados en la sombra por la mayoría de los hombres ya no es la gran cultura; el deporte, la moda, el ocio son los que fuerzan su acceso a la misma. La absorción vengativa o masoquista de lo cultivado (la vida del espíritu) en lo cultural (la existencia habitual) ha sido sustituida por una especie de alegre confusión que eleva la totalidad de las prácticas culturales al rango de grandes creaciones de la humanidad.
Aunque las palabras sean las mismas, el pensamiento posmoderno aparece en total ruptura con la filosofía de la descolonización. A sus ojos, los tercermundistas son unos viudos desconsolados de la era autoritaria, al igual que los humanistas y los defensores de la pureza racial o de la integridad cultural. Algunos de ellos (de Herder a Lévi-Strauss) quieren devolver a los hombres su librea perdida; otros (de Goethe a Renan) sólo les invitan a deshacerse de ella para envararles inmediatamente en un uniforme: ¿de qué sirve, en efecto, revocar la Tradición, si es para imponer, en su lugar, la autoridad indiscutida de la Cultura? Entre un Barrès que aparca a los individuos en su especificidad, y un Benda que les prescribe, vengan de donde vengan, el mismo recorrido canónico, ritualmente puntuado de estaciones obligatorias, ¿dónde está el progreso? El antirracismo posmoderno pone fuera de moda al mismo tiempo a Benda, Barrès y Lévi-Strauss, y opone a los tres un nuevo modelo ideal: el individuo multicultural. «El concepto de identidad ha adquirido una gran complejidad. Nuestras raíces están hundidas en el Montaigne que estudiamos en la escuela, en Mouroussi y la televisión, en Touré Kunda, el reggae, Renaud y Lavilliers. Ya no nos planteamos el problema de saber si hemos perdido nuestras referencias culturales, porque poseernos varias y compartimos la suerte de vivir en un país que es una encrucijada y en el que la libertad de opinión y la de conciencia se respetan. La realidad de nuestras referencias es un mestizaje cultural...»[128]
Ya estáis avisados: si consideráis que la confusión mental nunca ha protegido a nadie de la xenofobia; si os empeñáis en mantener una severa jerarquía de los valores; si reaccionáis con intransigencia ante el triunfo de la indiferenciación; si os resulta imposible colocar la misma etiqueta cultural al autor de los Essais y a un emperador de la televisión, a una meditación concebida para despertar el espiritu y a un espectáculo realizado para embrutecerlo; si no queréis, aunque uno sea blanco y otro negro, poner un signo de igualdad entre Beethoven y Bob Marley, es que pertenecéis —indefectiblemente— al campo de los canallas y de los mojigatos. Sois militantes del orden moral y vuestra actitud es triplemente criminal: puritanos, os vedáis todos los placeres de la existencia; despóticos, os abalanzáis contra aquellos que, tras romper con vuestra moral de menú único, han decidido vivir a la carta, y no tenéis más que un deseo: frenar la marcha de la humanidad hacia la autonomía; finalmente compartís con los racistas la fobia a la mezcla y la práctica de la discriminación: en lugar de estimularlo, os resistís al mestizaje.[129]
¿Qué quiere el pensamiento posmodemo? Lo mismo que las Luces: hacer independiente al hombre, tratarle como un adulto, en resumen, para usar palabras de Kant, sacarle de la condición de minoría de edad de la que él mismo es responsable. Con el matiz suplementario de que la cultura ya no se considera como el instrumento de la emancipación, sino como una de las instancias tutelares que la obstaculizan. Bajo dicha perspectiva, los individuos habrán realizado un paso decisivo hacia su mayoría de edad el día en que el pensamiento deje de ser un valor supremo y se vuelva tan facultativo (y tan legítimo) como la lotería primitiva o el rock'n'roll: para ingresar efectivamente en el área de la autonomía tenemos que transformar en opciones todas las obligaciones de la era autoritaria.
El elitismo sigue siendo el enemigo, pero la significación de la palabra se ha invertido subrepticiamente. Al decir: «Tenemos que hacer en favor de la cultura lo que Jules Ferry hizo en favor de la instrucción», André Malraux se inscribía explícitamente en la tradición de las Luces y quería generalizar el conocimiento de las grandes obras humanas; hoy, los libros de Flaubert coinciden, en la esfera pacificada del ocio, con las novelas, las series televisivas y las películas rosadas con que se embriagan las encarnaciones contemporáneas de Emma Bovary, y lo que es elitista (y por consiguiente, intolerable) no es negar la cultura al pueblo, sino negar la etiqueta cultural a cualquier tipo de distracción. Vivimos en la hora de los feelings: ya no existe verdad ni mentira, estereotipo ni invención, belleza ni fealdad, sino una paleta infinita de placeres, diferentes e iguales. La democracia que implicaba el acceso de todos a la cultura se define ahora por el derecho de cada cual a la cultura de su elección (o a denominar cultura su pulsión del momento).
«Dejad que haga conmigo lo que yo quiera»[130]; ninguna autoridad trascendente, histórica o simplemente mayoritaria puede modificar las preferencias del sujeto posmodemo o regir sus comportamientos. Dotado de un mando a distancia así en la vida como ante su aparato de televisión, compone su programa, con la mente serena, sin dejarse ya intimidar por las jerarquías tradicionales. Libre en el sentido de Nietszche cuando dice que dejar de avergonzarse de uno mismo es la señal de la libertad realizada, puede abandonarlo todo y entregarse gozosamente a la inmediatez de sus pasiones elementales. Su selección —trátese de Rimbaud o Renaud, Lévinas o Lavilliers— es automáticamente cultural.
No hay duda de que el no-pensamiento siempre ha coexistido con la vida del espíritu, pero es la primera vez en la historia europea que se aloja en el mismo vocablo y que disfruta del mismo estatuto; la primera vez que a quienes, en nombre de la «alta» cultura, se atreven todavía a llamarlo por su nombre se les tacha de racistas y reaccionarios.
Seamos claros: esta disolución de la cultura en el todo cultural no pone fin al pensamiento ni al arte. No hay que ceder a la lamentación nostálgica sobre la edad de oro en que las obras maestras se recogían a punta de pala. Antiguo como el resentimiento, este tópico acompaña, desde sus orígenes, la vida espiritual de la humanidad. El problema con que últimamente nos hemos tropezado es diferente, y más grave: las obras existen pero, tras haberse borrado la frontera entre la cultura y la diversión, ya no hay lugar para acogerlas y para conferirles sentido. Por consiguiente, flotan absurdamente en un espacio sin coordenadas ni referencias. Cuando el odio a la cultura pasa a ser a su vez cultural, la vida guiada por el intelecto pierde toda significación.
Ulrich, el hombre sin atributos de Musil, renunció definitivamente a sus ambiciones cuando por primera vez oyó calificar a un caballo de carreras de genial. Entonces (1913) era un científico prometedor, una joven esperanza de la república de los espíritus. Pero ¿para qué obstinarse? «En su juventud acuartelada, Ulrich apenas había oído hablar de otra cosa que de mujeres y de caballos, se había zafado de todo eso para llegar a ser un gran hombre, y he aquí que en el mismo momento en que, tras múltiples esfuerzos, habría podido tal vez sentirse cerca del objetivo de sus aspiraciones, el caballo que le había precedido le saludaba desde abajo...»[131]
Menos radical que su protagonista, Musil escribió los dos primeros volúmenes de El hombre sin atributos. Hoy parece recompensado por esta perseverancia. Nadie, en efecto, niega ya su genio: muerto en el olvido, tiene su lugar en las exposiciones, en las reediciones, en los estudios universitarios que demuestran la fascinación del público contemporáneo por los últimos años del Imperio austrohúngaro. Pero —ironía de la historia— el pesimismo de Ulrich es ratificado por la forma misma que adopta la conmemoración de su creador. Como ha observado Guy Scarpetta, la moda vienesa, en este final del siglo XX, se caracteriza por «una especie de nivelación, de aplastamiento de los nombres propios los unos bajo los otros: una manera de presentar "Viena" como un bloque homegéneo».[132] Del kitsch ornamental a las patillas del Emperador, todo en el País de Jauja de Francisco-José es objeto de veneración. Un culto indiscriminado celebra El hombre sin atributos y los valses de Strauss. Amamos en Viena la imagen premonitoria de nuestra propia confusión, y el nuevo espíritu denunciado por Musil es el que, tras haber triunfado, le rinde un solemne homenaje.
Ya no existen poetas malditos. Alérgica a cualquier forma de exclusión, la concepción preponderante de la cultura valoriza tanto a Shakespeare y Musil como el par de botas sublime y el caballo de carreras genial.
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