LA DESAPARICIÓN DE LOS DREYFUSARDS

A cada pueblo, su personalidad cultural; a cada cultura, sus valores morales, sus tradiciones políticas y sus normas de comportamiento. Desde hace poco, esta concepción ya no es privativa de los pueblos del Tercer Mundo en lucha contra la supremacía occidental. La suscribe también la fracción de la opinión pública que denuncia «la invasión» progresiva de Europa por los oriundos de los países subdesarrollados. Para la «nueva derecha» (pues tal es el rimbombante nombre que se ha dado ese movimiento ideológico, con motivo de su entrada en la escena intelectual, a fines de los años setenta), actualmente los indígenas son los habitantes del Viejo Continente y los colonos son los millones de hombres que, de acuerdo con la profecía de Houari Boumedienne, abandonan «las partes meridionales pobres del mundo para irrumpir en los espacios relativamente accesibles del hemisferio Norte en busca de la propia supervivencia». Colonos famélicos sin duda, pero que, con su afluencia masiva, estarían a punto de sumergir y de despersonalizar a los pueblos europeos. Al contrario que los doctrinarios de la expansión colonial, estos prosélitos de la identidad cultural no rechazan al Otro fuera de la humanidad pensante, le convierten —con todas las consideraciones debidas a su manera de ser— en el representante de otra humanidad. Lejos de ellos la idea imperialista de aplastar los particularismos y de difundir los valores occidentales, sin consideración hacia la infinita variedad de las costumbres humanas: lo que quieren es librar a Europa de la influencia nociva de usanzas extranjeras, preservar la distancia diferencial de su sociedad con el mundo exterior. Pertrechados de referencias etnológicas, armados con citas sacadas de las obras de Lévi-Strauss, de Leach, de Berque, de Jaulin, plantean «como postulado político general que la humanidad existe en plural»,[101] que sus diferentes versiones están separadas entre sí por un abismo infranqueable, y que no existe un criterio universal que sirva de patrón para juzgar o jerarquizar sus realizaciones. Conclusión: «Es una trágica ilusión pretender hacer coexistir en un mismo país a comunidades que tienen civilizaciones diferentes. En tal caso, el conflicto es inevitable. Los grandes conflictos no son conflictos de raza, sino de creencias y de cultura.»[102]

Antes que denunciar la impostura de este tercermundismo vuelto del revés y la hipocresía de este racismo sin raza, recprdemos que los mismos etnólogos han extraído del romanticismo político su concepto de cultura y que es muy posible conformar la identidad personal a la identidad colectiva o encarcelar a los individuos en su grupo de origen, sin necesidad de invocar las leyes de la herencia. Para los adalides del querer-vivir europeo, el derecho a la diferencia no es un argumento oportunista. Al proclamar igual la dignidad de todas las culturas, no se apropian con fines propagandísticos de las grandes palabras de sus adversarios, se limitan a recuperar su patrimonio. Y si existe estafa, sólo reside en el epíteto con que han motejado su doctrina, pues, en lo que se refiere a hacer funcionar la diferencia, la «nueva» derecha tiene sobre la izquierda antiimperialista el privilegio de la antigüedad.

Y después de un purgatorio de cuarenta años, está a punto de convertir a sus opiniones a la derecha tradicional. Cuando, con el final del pleno empleo, la inmigración de mano de obra descalificada y sufrida deja de ser una ganga para convertirse en un problema, la mística del Volksgeist recupera su perdida vivacidad, atrae en primer lugar a los antiguos adversarios de la descolonización (que descubren y defienden la especificidad de Occidente después de haber vanagloriado su poder asimilador), se difunde en los medios políticos respetables, y en ocasiones llega incluso a incidir en los actos de gobierno.[103]

Así pues, Herder está presente por doquier. Ahora que han desaparecido los tabúes de la posguerra, triunfa por completo: él es quien inspira a un tiempo la glorificación del egoísmo sagrado y su denuncia más vehemente, la crispación del yo colectivo y la forma que adopta el respeto al extranjero, la agresividad de los xenófobos y la bondad de los xenófilos, la invitación friolera al repliegue y el hermoso riesgo de la apertura a los demás. A los que manifiestan sin la menor vergüenza que el genio de Europa está amenazado de aniquilación por todos los desarraigados del Tercer Mundo y que el único medio de garantizar el desarrollo armonioso de las comunidades humanas signe siendo el de compartimentarlas, los partidarios de la hospitalidad les replican con indignación: «Al ser igualmente válidas todas las formas culturales, nosotros los franceses, nosotros los europeos no tenemos derecho a preferirnos. Nos está prohibido erigir nuestro código de conducta al rango de norma general. La conciencia de nuestra particularidad, que nos desengañó ayer de nuestra pretensión de dominar el mundo, legitima actualmente, en el nuevo contexto creado por la inmigración, la transformación de nuestro universo familiar en sociedad pluricultural». Pluricultural: palabra clave de la batalla emprendida contra la defensa de la integridad étnica; concepto fundamental que opone a la monotonía de un paisaje homogéneo el sabor y las virtudes de la diversidad. Pero cuidado. Por más acusadas que sean las divergencias y tensas las relaciones, los dos campos profesan el mismo relativismo. Los credos se oponen, pero no las visiones del mundo: unos y otros perciben las culturas como totalidades englobantes y dan la última palabra a su multiplicidad.

En contra de la «verdad francesa» y de la razón de Estado, los partidarios de Dreyfus apelaban en su tiempo a normas incondicionadas o a valores universales. En nuestros días, mientras resurge la filosofía del antidreyfusismo, sus adversarios —numerosos, decididos, y animados de una furiosa elocuencia— sustentan su combate en el hecho de que todos los gustos están en la cultura. Ya no quedan dreyfusards.

Admitamos, sin embargo, que la identidad de los grupos humanos procede exclusivamente de su cultura, en el sentido que la Unesco da al término: «El conjunto de conocimientos y de valores que no es objeto de ninguna enseñanza específica y que, sin embargo, todos los miembros de una comunidad conocen.» Supongamos que Francia, por ejemplo, sea, como ha escrito Régis Debray, «un recuerdo de infancia», «una cantinela, un regusto de espumas y de fuentes, de cascadas y de simas», «una manera de tratar con los taxistas, los grifos, los camareros, las miradas de las chicas y el tiempo que pasa».[104] Jamás esta comunidad de automatismos podrá realizar el deseo formulado por el propio Régis Debray y convertirse en un país sin Jules, ni Hippolyte, sin Ernest, un país lleno de Boris y de Ursula, de Djamila y de Rachel, Milan y Julio.[105] Es Hippolyte, y no Djamila, el que, habiendo nacido en la floresta normanda o habiendo pasado todas sus vacaciones de verano en la casa familiar de Dordogne, es francés hasta la médula y con una espontaneidad inimitable. Son generaciones de Ernest y de Jules las que han dado a Christophe, a Adrien y a Grégoire y no a Milan (Kundera) o a Julio (Cortázar) su guasa característica, su vivacidad traviesa y gruñona.

Barrès era más consecuente. Sabía que el inconsciente es intratable, que no puede compartirse, intercambiarse, ni comprarse, y justo por ello lo convertía en el lugar de la identidad nacional. Cuando decía que se es francés por impregnación y no por adhesión, era para oponer a los extranjeros una negativa tajante. Hay que elegir, en efecto: no se puede exaltar simultáneamente la comunicación universal y la diferencia en lo que tiene de intransmisible; después de haber vinculado a los franceses con su país mediante los lazos exclusivos de la memoria afectiva, no se puede poblar Francia de personas sin acceso a esa memoria y que sólo tienen en común entre sí el hecho de ser excluidos. Querer sustentar la hospitalidad en el arraigo encierra una contradicción insuperable.