LA SEGUNDA MUERTE DEL HOMBRE
Y Lévi-Strauss hace escuela. A ejemplo de la antropología estructural —y cada una de ellas en su propio terreno—, todas las ciencias humanas persiguen el etnocentrismo. En primer lugar, lo hace la historia: a fin de purgar el presente de cualquier imperialismo cultural, los historiadores ya no desarrollan el hilo del tiempo, lo rompen y nos enseñan a no descubrir en nuestros antepasados la imagen o el esbozo de nosotros mismos. Enfrentándose a su vocación tradicional que consistía en devolvernos la memoria de nuestro pasado, lo ocultan de nuestro dominio, señalan el corte que nos separa de él, lo muestran en su alteridad radical, decepcionando de ese modo nuestras pretensiones globalizadoras. Según la rotunda expresión de Michel Foucault, se ocupan de «despedazar todo lo que permitía el juego consolador de los reconocimientos»[63]. Todo, o sea, tanto la permanencia del ser como el devenir del espíritu, tanto la estabilidad de la naturaleza humana como el esquema lineal de maduración o de desarrollo continuo. Así es como el saber histórico aborda con predilección ámbitos aparentemente tan constantes como los de la sexualidad, el sentimiento, la vida familiar, las maneras de ser, de comer, de morir, y hace aparecer en ellos disparidades irreductibles. Las prácticas heterogéneas surgen allí donde creíamos estar tratando con costumbres invariables. En lugar del proceso ascendente con el que nos habíamos acostumbrado a identificar la historia se ofrece a nuestra mirada un caleidoscopio de diferencias. Las realidades que considerábamos naturales se han convertido en objetos históricos, e incluso, significativamente, la propia cronología está desprovista de cualquier perspectiva de progreso. En suma, los historiadores despliegan la aventura humana en su dispersión, en lugar de devolverla a una forma única o de inscribirla en una misma línea evolutiva. Y mediante la atención a las discontinuidades —el rechazo a someter el pasado, el presente y el futuro a una dirección única, la esencial desorientación de la historia— persignen en el tiempo el mismo objetivo que los etnólogos en el espacio: terminar, de una vez por todas, con la idea a la vez egocéntrica e ingenua según la cual «el hombre está enteramente refugiado en uno solo de los modos históricos o geográficos de su ser» (Lévi-Strauss). Mientras que los etnólogos se niegan a jerarquizar las diversas formas actuales de vida colectiva, los historiadores se ensañan con la engañosa continuidad del tiempo humano.
La confrontación con las épocas anteriores prolonga de ese modo el trabajo de zapa operado por las investigaciones sobre las lejanas tribus de la Amazonía. El rey está desnudo: nosotros, europeos de la segunda mitad del siglo XX, no somos la civilización sino una cultura especial, una variedad de lo humano fugitiva y perecedera.
Y esta cultura es a su vez plural, precisa inmediatamente la sociología. Bajo los efectos de la lucha anticolonial, los sociólogos más influyentes de los años sesenta combinan el enfoque marxista con el de la etnología. Descubren en cada sociedad la división en clases, y en cada clase un universo simbólico distinto. Estas clases se combaten, dicen al igual que Marx; y sus universos son equivalentes, añaden inspirándose en Lévi-Strauss: «La selección de significaciones que define objetivamente la cultura de un grupo o de una clase como sistema simbólico es arbitraria en tanto en cuanto la estructura y las funciones de dicha cultura no pueden deducirse de ningún principio universal, físico, biológico o espiritual, al no estar unidas por ninguna especie de relación interna con la "naturaleza de las cosas" o con una "naturaleza humana".»[64]
Es cierto que de todas esas culturas sólo se reconoce una como legítima, Pero cuidado, nos dice el sociólogo, ¡cuidado con las evidencias familiares! La preeminencia de esta cultura se explica por la posición dominante de la clase de donde ha salido y cuya especificidad expresa, no por la superioridad intrínseca de sus producciones o de sus valores. Las clases dominadas sufren una humillación análoga en su principio y en sus efectos a la que las grandes metrópolis europeas infligen a los pueblos colonizados. Sus tradiciones son desarraigadas, sus gustos ridiculizados, todos los saberes que constituyen la sustancia y lo positivo de la experiencia popular —«saber del viento que sopla, de la tierra rica en señales secretas, de las materias manejables o no, de la camada de gatos que presiente el cercano frío»[65] quedan despiadadamente excluidos de la cultura legítima. Se trata, nos dicen, de garantizar la comunicación universal de los conocimientos y de aportar las Luces a los que están privados de ellas. Hermoso proyecto, pero que oculta, a los ojos del sociólogo, una operación en dos tiempos mucho menos esplendorosa: en primer lugar, desarraigo, extracción de los seres de la trama de costumbres y de actitudes que constituye su identidad colectiva; después, doma, inculcación de los valores dominantes elevados a la dignidad de significaciones ideales. Cultivar a la plebe significa disecarla, purgada de su ser auténtico para rellenarla inmediatamente con una identidad prestada, exactamente de la misma forma como se hizo que, gracias al colonialismo, las tribus africanas se encuentren dotadas de antepasados galos. Y el lugar donde se ejerce esa «violencia simbólica» es precisamente aquel que los filósofos de las Luces erigieron como instrumento por excelencia de liberación de los hombres: la escuela.
Un ejemplo: en la inmensa masa verbal que produce nuestra sociedad, sólo pocos discursos se exponen a la admiración general y acceden al estatuto de objeto de enseñanza. A esos discursos se les llama literarios. ¿Por qué esos en lugar de otros? ¿Porque se les suponen propiedades especificas, una superioridad palpable y reconocida por todos, una belleza que les ensalzaría necesariamente por encima de la palabra media? El análisis estructural descubre (o, por lo menos, cree descubrir) que no es así y que todos los relatos del mundo —estén o no marcados con la estampilla «literatura»— se refieren a un sistema único de unidades y de reglas. Bajo la mirada igualadora de la ciencia, quedan abolidas las jerarquías y todos los criterios de discriminación se ven obligados a confesar su arbitrariedad: ninguna barrera separa ya las obras maestras de lo recién llegado; la misma estructura fundamental, los mismos rasgos generales y elementales se encuentran en las «grandes» novelas (cuya excelencia va acompañada de unas comillas demistificadoras) y en las formas plebeyas de la actividad narrativa. Esa es la lección de la antropología: «Ni las sociedades humanas ni los individuos —en sus juegos, sus sueños o sus delirios— crean jamás de manera absoluta, sino que se limitan a elegir determinadas combinaciones en un repertorio ideal que sería posible reconstruir.»[66] No se encuentran dos mitos, dos sueños, dos delirios o dos confesiones semejantes, pero, afirman los estructuralistas, esas diferencias no conceden ningún derecho a determinados juicios de valor, ya que son variantes de la misma actividad combinatoria. Conclusión: la definición de arte es una «baza de la lucha entre clases»[67] y si tal o cual texto es sacralizado y ofrecido al estudio, es porque a través de él el grupo dominante prescribe su visión del mundo al conjunto social. La violencia aparece en el fundamento de cualquier valorización.
Así pues, la teoría sociológica transfiere al propio interior de las sociedades occidentales el guión establecido por la antropología para describir la relación que Occidente mantiene con las poblaciones no europeas. En ambos casos, en efecto, el etnocentrismo es la víctima: una «arbitrariedad cultural» se arroga el monopolio de la legitimidad, desvaloriza las formas de pensar, las normas y las artes de vivir que no son las suyas, y las expulsa a las tinieblas del salvajismo o de la ignorancia.
Ya sabemos que el descubrimiento del Nuevo Mundo está en el origen del humanismo. Con el contacto de los pueblos exóticos, el espíritu de comparación se introdujo en la ciudadela religiosa y arruinó poco a poco la autoridad de la Revelación. Al salir de sus fronteras, al ver «día a día un nuevo culto, costumbres diferentes, ceremonias diferentes», como dice La Bruyère en su capítulo de los Esprits forts, los europeos adquirieron conciencia de la relatividad de sus propias creencias, y del hecho de que el hombre podía resistir solo, actuar, reflexionar, distinguir el bien del mal, sin la luz de la fe. Libre de Dios, el sujeto pensante se convirtió en fundamento del mundo y fuente de valores.
En el siglo XX, el redescubrimiento de las sociedades sin escritura invita a poner en duda, ya no a Dios, sino al propio hombre. En efecto, los etnólogos denuncian la doble mentira del hombre en progreso y del hombre inmutable. Para esos atentos viajeros, los europeos no han hecho hasta el momento más que proyectar sobre los pueblos alógenos sus sueños, su arrogancia o su idea de la razón. Cuando no despreciaban a esos pueblos por su atraso, los convertían en buenos salvajes: significaba, en cualquier caso, despojarles de sus caracteres originales y servirse de ellos, invistiéndolos de una función mítica, para naturalizar la cultura occidental. Al decir: «Yo soy el Hombre», ésta podía entonces, con absoluta buena conciencia, engullir el resto del mundo. Si ahora se pretende que la ballena occidental devuelva lo que se ha incorporado, no basta con otorgar la independencia a los pueblos dominados, hay que dictar asimismo la equivalencia de las culturas.
Y existen dos maneras de operar esta igualación: algunos se esfuerzan en demostrar que las múltiples versiones de lo humano proceden, en última instancia, de una lógica inconsciente, intemporal y anónima cuyas «formas son fundamentalmente las mismas para todos los espíritus, antiguos y modernos, primitivos y civilizados.»[68] Otros, más tajantes, rechazan la hipótesis de una lógica común y concluyen como Michel Foucault en «la absoluta dispersión»[69] de los sistemas de pensamiento y de las prácticas sociales. En cualquier caso, el hombre muere como sujeto autónomo y se convierte en campo de acción de fuerzas o de estructuras que escapan a su aprehensión consciente: «Donde "eso habla" —dice muy justamente Foucault— el hombre ya no existe.»[70] Así pues, la obra política de la descolonización va acompañada de una revolución en el orden del pensamiento: el hombre, ese «concepto unitario de alcance universal»[71] cede su lugar a la diversidad sin jerarquía de las identidades culturales.
Sin embargo, no es la primera vez que se ha producido semejante revolución: Spengler se vanagloriaba de haberla realizado, y antes que él, como recordarernos, Herder reprochaba a Voltaire y sus epígonos que tomaran sus valores como linternas y que uniformaran el mundo so pretexto de iluminarlo. Ya oponía al hombre, esa hipóstasis del francés, la inagotable diversidad de los particularismos. Al denunciar la básica inhumanidad del humanismo y buscar lo concreto, lo histórico y lo regional detrás de todo lo que adopta la apariencia de universalidad, la filosofía de la descolonización conecta de nuevo, por tanto, con Herder. Ya no es sólo Francia lo que cuestiona, sino Occidente, tanto en sus relaciones con el exterior como en sus normas internas de funcionamiento. Pero la alternativa es idéntica: el Hombre o las Diferencias, y la filosofía de la descolonización combate el etnocentrismo con los argumentos y los conceptos forjados en su lucha contra las Luces por el romanticismo alemán.
Entendámonos: este retorno a la noción romántica de cultura está inspirado por una voluntad de expiación y no por un coletazo de orgullo tribal. Al igual que Herder, los antihumanistas contemporáneos enseñan que el hombre no es únicamente un hermoso ideal, sino una ficción útil, un pretexto cómodamente invocado por una civilización concreta para imponer su ley. Al igual también que Herder, descubren bajo el fantasma metafísico celebrado por el pensamiento de las Luces un ser eminentemente material: el sujeto ensalzado por Occidente por encima de la duración y del espacio tiene, en realidad, cuerpo, identidad, e historia. Finalmente, al igual que Herder, estiman que «los hombres no actúan, en tanto que miembros del grupo, de acuerdo con lo que cada uno de ellos siente como individuo: cada hombre siente en función de la manera como se le permite o se le prescribe comportarse. Las costumbres aparecen como normas externas, antes de engendrar sentimientos internos, y esas normas insensibles determinan los sentimientos individuales, así como las circunstancias en que podrán, o deberán, manifestarse».[72] Pero Herder hablaba fundamentalmente para los suyos; los filósofos de la descolonización hablan para el Otro. Al ajustar las cuentas a su propia tradición, se esfuerzan en disipar la ilusión de dominio total en que durante tanto tiempo se ha complacido Europa. En contra del yo colectivo, toman sin vacilar partido por el no-yo. el proscrito, el excluido, el hombre de fuera. Quieren rehabilitar al extranjero: he ahí por qué abolen cualquier comunidad de conciencia entre los hombres. Si se sitúan en lo que les distingue de las demás culturas, es a fin de devolverles la dignidad de la que les ha expoliado el imperialismo occidental. Si practican la comparación de las diferencias, es para enderezar los entuertos de su propia civilización, para desarmar la voluntad de poder de la sociedad que les ha visto nacer y para sanar a la filosofía de su propensión a traducir siempre al otro a la propia lengua. Si exaltan la multiplicidad de las razones concretas, es para situar aquella de la que proceden en un contexto más amplio y de más modestia. Xenófilos, adoptan la causa de los humildes y de los desheredados, decretan la muerte del Hombre en nombre del hombre diferente, y unos móviles rigurosamente contrarios a los que estigmatizaba Benda en La trahison des clercs, les incitan a pronunciar, a su vez, la decadencia de los valores universales.