EL DERECHO A LA SERVIDUMBRE
Otra característica de los Tiempos modernos europeos: la prioridad del individuo sobre la sociedad de la que es miembro. Las colectividades humanas ya no se conciben como totalidades que atribuyen a los seres una identidad inmutable, sino como asociaciones de personas independientes. Este gran vuelco no anula las jerarquías sociales, pero modifica en profundidad la forma de mirar la desigualdad que vemos. La sociedad individualista sigue estando compuesta de ricos y de pobres, de amos y de criados, pero —y esta mutación es en sí misma revolucionaria— ya no existe diferencia de naturaleza entre ellos: «Bien que uno mande, pero que quede claro que también podría ser el otro, que se entienda y se dé a entender que, de ningún modo, se ejerce la autoridad en nombre de una superioridad intrínseca y esencial.»[121]
Definidos hasta entonces por su lugar en el orden social, los individuos, de repente, se salen de las filas. Todos se convierten en unos descastados, y conquistan, afirma soberbiamente Ernst Bloch, «el derecho a quitarse la librea.»[122] El hábito ya no hace al monje: al dejar de ser identificado cada cual con un estatuto, ligado a su clan, a su corporación, a su linaje, el hombre aparece en su desnudez original. Precisamente distanciándose de cualquier referencia religiosa los Tiempos modernos realizan la revelación bíblica: existe una sola humanidad.
Como hemos visto, la noción de Volksgeist se forjó con la intención explícita de terminar con este escándalo y vestir de nuevo a los individuos: persas, franceses, españoles o alemanes, todos tenemos una librea nacional, y todos estamos obligados, en el interior de nuestra nación, a realizar escrupulosamente la tarea que nos ha impuesto la historia. Mediante la sustitución del derecho divino por el derecho histórico, la totalidad se toma así la revancha: el descastado es reintegrado, y cada cual viste de nuevo su uniforme.
La alternativa, en tal caso, es sencilla: o los hombres tienen derechos, o tienen librea; o pueden legítimamente liberarse de una opresión aunque y sobre todo si sus antepasados ya llevaban su yugo, o bien tiene la última palabra su cultura, y, como dijo Marx, el siervo azotado por el knut debe tragarse imperativamente sus gritos de rebelión y de dolor, «a partir del momento en que ese knut es un knut cargado de años, hereditario e histórico».[123]
En nuestros días, este enfrentamiento se ha embarullado: los partidarios de la sociedad pluricultural reivindican para todos los hombres el derecho a la librea. En su loable deseo de devolver a cada cual su identidad perdida, hacen chocar de frente dos escuelas de pensamiento antagonista: la del derecho natural y la del derecho histórico, y —proeza singular— presentan como la última libertad individual la primacía absoluta de la colectividad: «Ayudar a los inmigrados es en primer lugar respetarles tal cual son, tal como quieren ser en su identidad nacional, su especificidad cultural, sus raíces espirituales y religiosas.»[124]
¿Que en una determinada cultura se infligen castigos corporales a los delincuentes, la mujer estéril es repudiada y la mujer adúltera condenada a muerte, el testimonio de un hombre vale como el de dos mujeres, la hermana sólo obtiene la mitad de los derechos sucesorios entregados a su hermano, se practica la escisión, los matrimonios mixtos están prohibidos y la poligamia autorizada? Pues bien, el amor al prójimo ordena expresamente el respeto de esas costumbres. El siervo debe poder gozar del knut: privarle de él significaría mutilar su ser, atentar contra su dignidad humana, en suma dar muestras de racismo. En nuestro mundo abandonado por la trascendencia, la identidad cultural avala las tradiciones bárbaras que Dios ya no está capacitado para justificar. Indefendible cuando invoca el cielo, el fanatismo es incriticable cuando se ampara en la antigüedad, y en la diferencia. Dios ha muerto, pero el Volksgeist sigue fuerte. No obstante, precisamente contra el derecho de primogenitura, costumbre fuertemente arraigada en el suelo del Viejo Continente, se instituyeron los derechos del hombre, precisamente a expensas de la cultura el individuo europeo ha conquistado, una tras otra, todas sus libertades, y, por último, en términos más generales, precisamente la crítica de la tradición constituye el fundamento espiritual de Europa, pero eso es algo que la filosofía de la descolonización nos ha hecho olvidar persuadiéndonos de que el individuo sólo es un fenómeno cultural. «Europa —escribía Julien Benda en 1933— será un producto de vuestro espíritu, de la voluntad de vuestro espíritu, no un producto de vuestro ser. Y si me contestáis que no creéis en la autonomía del espíritu, que vuestro espíritu no puede ser más que un aspecto de vuestro ser, entonces os diré que jamás construiréis Europa, pues no existe un Ser europeo.»[125] Ante la prueba del Otro, el cuestionar el ser mediante el espíritu se ha convertido en la señal distintiva de un ser particular, de una etnia muy precisa; el rechazo de asimilar lo que está bien a lo que es ancestral ha aparecido como un rasgo de civilización; la revuelta contra la tradición se ha convertido en hábito europeo. Cantidad de europeos reconocen que Europa, y sólo Europa, ha convertido al individuo en valor supremo. Pero, se excusan inmediatamente, «No hay de qué jactarse. Por haber querido moldear el planeta según nuestros caprichos, hemos cometido demasiados destrozos irreparables. El tiempo de las cruzadas ha pasado; no obligaremos a nadie a adoptar nuestra forma de concebir la vida social». Avergonzados de la dominación tanto tiempo ejercida sobre los pueblos del Tercer Mundo, juran no volver a recomenzarla y —decisión inaugural— deciden evitarles las molestias de la libertad a la europea. Por miedo a violentar a los inmigrados, se les confunde con la librea que les ha cortado la historia. Para permitirles vivir como les convenga, se niegan a protegerles contra los daños o los abusos eventuales de la tradición de que proceden. A fin de mitigar la brutalidad del desarraigo, se les entrega, atados de pies y de manos, a la discreción de su comunidad, y así se llega a limitar a los hombres de Occidente la esfera de aplicación de los derechos del hombre, al mismo tiempo que se cree ampliar tales derechos, hasta insertar en ellos la facultad dada a cada cual de vivir en su cultura.
Nacido del combate en favor de la emancipación de los pueblos, el relativismo desemboca en el elogio de la servidumbre. ¿Significa eso que hay que volver a las antiguas recetas asimilacionistas, y separar de su religión o de su comunidad étnica a los recién llegados? ¿La disolución de cualquier conciencia colectiva debe ser el precio a pagar por la integración? En absoluto. Tratar al extranjero como individuo no es obligarle a copiar todos sus comportamientos de las maneras de ser en vigor entre los autóctonos; y es posible denunciar la desigualdad entre hombres y mujeres en la tradición islámica, sin que ello signifique querer revestir a los inmigrados musulmanes con una librea de prestado o destruir sus vínculos comunitarios. Sólo los que razonan en términos de identidad (y por tanto de integridad) cultural piensan que la colectividad nacional necesita para su propia supervivencia la desaparición de las restantes comunidades. El espíritu de los Tiempos modernos europeos, por su parte, se acomoda perfectamente a la existencia de minorías nacionales o religiosas, a condición de que estén compuestas, a partir del modelo de la nación, por individuos iguales y libres. Esta exigencia provoca el rechazo en la ilegalidad de todos los usos que escarnecen los derechos elementales de la persona, incluidos aquellos cuyas raíces se hunden en lo más profundo de la historia.
Es innegable que la presencia en Europa de un número creciente de inmigrados del Tercer Mundo plantea problemas inéditos. Esos hombres expulsados de sus casas por la miseria y traumatizados, además, por la humillación colonial, no pueden sentir respecto al país que les recibe la atracción y la gratitud que experimentaban, en su mayoría, los refugiados de la Europa oriental. Envidiada por sus riquezas, odiada por su pasado imperialista, la tierra que les acoge no es una tierra prometida. Sin embargo, hay algo indudable: no será haciendo de la abolición de los privilegios la prerrogativa de una civilización ni reservando a los occidentales los beneficios de la soberanía individual y de lo que Tocqueville denomina «la igualdad de las condiciones», como nos dirigiremos hacia la reabsorción de estas dificultades.