UN MUNDO DESOCCIDENTALIZADO
En noviembre de 1945, en Londres, se realizó el acto constitutivo de la organización de las Naciones Unidas para la ciencia y la cultura. En la conferencia preparatoria, convocada por los gobiernos del Reino Unido y de Francia, participaban los representantes de unos cuarenta países, animados, en su mayoría, por una misma preocupación. Se trataba, según la hermosa expresión de Torres Bodet, entonces delegado de México, de «abordar en la historia humana una era distinta de la que acababa de terminar».[53] Un orden del mundo en el que ningún Estado pudiera colocar un telón en torno a su población ni «adoctrinarla sistemáticamente con ayuda de unas pocas ideas angostas y rígidas»[54]. Una época en la que reinaría «un auténtico espíritu de paz»[55] porque las ideas circularían libremente de una nación a otra, y porque, en lugar de ser amaestrados, idiotizados y manipulados por las ideologías totalitarias, los individuos serían educados para servirse de su razón.
En efecto, la experiencia excepcional del nazismo fue lo que inspiró a los fundadores de la Unesco. Como aquel régimen arrojó al mundo a la guerra apoyándose conjuntamente en el despotismo, o sea la supresión de las libertades, y en el oscurantismo, o sea la explotación del prejuicio y de la ignorancia, la nueva institución mundial asumía la tarea de cuidar de la libertad de opinión y de ayudar a vencer las opiniones aberrantes, las doctrinas que dilatan el odio y lo convierten en sistema de pensamiento o que ofrecen una coartada científica a la voluntad de poder. Así pues, su papel debía consistir en proteger el pensamiento contra los abusos del poder e iluminar a los hombres para impedir para siempre que los demagogos les extraviaran de su pensamiento.
Al unir el progreso moral de la humanidad con su progreso intelectual y situarse en el doble terreno político —de la defensa de las libertades— y cultural —de la formación de los individuos—, los responsables gubernamentales y las grandes autoridades intelectuales reunidas en Londres volvían a enlazar espontáneamente con el espíritu de las Luces. La era diferente cuya aparición confiaban favorecer se alimentaba filosóficamente en el siglo XVIII, y concebían la Unesco bajo el patrocinio implícito de Diderot, de Condorcet o de Voltaire. Esos autores son, en efecto, los que nos han enseñado que si la libertad era un derecho universal, sólo podía ser llamado libre un hombre ilustrado. Ellos son los que han formulado respecto al poder público estas dos exigencias indisociables: respetar la autonomía de los individuos y ofrecerles, mediante la instrucción, el medio para ser efectivamente autónomos. «Incluso en el caso de que la libertad fuera respetada aparentemente y conservada en el libro de la ley —escribía por ejemplo Condorcet—, ¿acaso no exigiría la prosperidad pública que el pueblo estuviera capacitado para distinguir a los que son capaces de mantenerla? ¿Y acaso el hombre que, en las acciones de la vida común, cae, por falta de luces, en la dependencia de otro hombre, puede denominarse realmente libre?»[56]
Al día siguiente de la victoria sobre Hitler, la sombra tutelar de los Filósofos parece planear sobre el acto constitutivo de la Unesco y dictar sus capítulos a los redactores. En efecto, éstos fijan como objetivo para la Organización «garantizar a todos el pleno e igual acceso a la educación, la libre persecución de la verdad objetiva y el libre intercambio de las ideas y los conocimientos». Y esperan de esta cooperación cultural que ofrezca al mundo medios para resistir victoriosamente a los asaltos contra la dignidad del hombre.
¿Qué hombre? ¿El sujeto abstracto y universal de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano? ¿La realidad incorporal, el ser sin ser, la criatura sin carne, sin color y sin cualidad que puebla los grandes discursos universalistas? ¿El individuo menos todo lo que le diferencia? Desde las primeras conferencias de la Unesco, el orden del día cambia imperceptiblemente: a la crítica contra el fanatismo le sucede la crítica contra las Luces. La nueva puesta en cuestión del humanismo abstracto prolonga y radicaliza la reflexión emprendida en Londres sobre los medios para inmunizar al mundo contra las doctrinas que tienden a negar la unidad del género humano. Después de los juristas y de los literatos, acuden los etnólogos a aportar su testimonio, y reclaman del humanismo un esfuerzo suplementario para ser realmente humano, es decir, para englobar en el respeto por las personas humanas las formas concretas de su existencia.
Es ejemplar, a ese respecto, el texto titulado Race el histoire, escrito por Claude Lévi-Strauss en 1951 por encargo de la Unesco. Consagrándose a una práctica que estaba a punto de convertirse en ritual, Lévi-Strauss comienza por desposeer de cualquier valor operativo el concepto de raza. Las diferencias que existen entre los grupos humanos, escribe, obedecen «a circunstancias geográficas, históricas y sociológicas, no a aptitudes vinculadas a la constitución anatómica o fisiológica de los negros, de los amarillos o de los blancos»[57] Pero, añade inmediatamente Lévi-Strauss, no basta con diferenciar la herencia social del patrimonio hereditario, librar a los estilos de vida de cualquier predestinación genética, combatir la biologización de las diferencias, hay que saber oponerse también a su jerarquización. Las múltiples formas que la humanidad se concede a sí misma en el tiempo o en el espacio no pueden ser clasificadas en un orden de perfección creciente: no son los jalones de una marcha triunfal, «los estadios o las etapas de un desarrollo único que, partiendo del mismo punto, debe hacerles converger hacia el mismo objetivo.»[58] La tentación de situar las comunidades humanas en una escala de valores de la que uno mismo ocupa la cumbre, es científicamente tan falsa y moralmente tan perniciosa como la división del género humano en entidades anatómico-fisiológicas cerradas.
Ahora bien, los pensadores de las Luces, según Lévi-Strauss, sucumbieron a esta tentación. Embriagados a un tiempo por el desarrollo del conocimiento, el progreso técnico y el refinamiento de las costumbres que conocía la Europa del siglo XVIII, crearon para describirlo el concepto de civilización. Significaba convertir su condición presente en modelo, sus hábitos concretos en aptitudes universales, sus valores en criterios absolutos de juicio y al europeo en dueño y poseedor de la naturaleza, el ser más interesante de la creación. Esta visión grandiosa de un ascenso continuado de una razón que se realizaba en el tiempo y de la que Occidente era en cierto modo la punta de lanza, recibió en el siglo siguiente la caución de la naciente etnología. Véase, por ejemplo, lo que escribía Morgan en La sociedad arcaica: «Podemos asegurar ahora, apoyándonos en pruebas irrefutables, que el período del estado salvaje ha precedido al período de barbarie en todas las tribus de la humanidad, de la misma manera que sabemos que la barbarie ha precedido a la civilización. La historia de la humanidad es una en cuanto a origen, una en cuanto a experiencia, una en cuanto a progreso.»[59]
Armados con esta certidumbre, los europeos emprendieron, a fines del siglo XIX, su obra de colonización. Puesto que la Europa racional y técnica encarnaba el progreso frente a otras sociedades humanas, la conquista aparecía como la forma a un tiempo más expeditiva y más generosa de hacer ingresar a los retrasados en la órbita de la civilización. A las naciones evolucionadas les incumbía la misión de acelerar la marcha de los no europeos hacia la instrucción y el bienestar. Para la propia salvación de los pueblos primitivos, era preciso reabsorber su diferencia —es decir, su atraso— en la universalidad occidental.
Pero a partir del descubrimiento de la complejidad de las tradiciones y de las normas de vida en las sociedades llamadas primitivas (gracias en parte a las oportunidades creadas por la propia expansión colonial), los antropólogos, como demuestra Lévi-Strauss, dejaron de aceptar el juego. Después de haber halagado el orgullo de Europa, se empeñan ahora en alimentar su mala conciencia. El salvaje, el bárbaro, el primitivo sólo son otros de tantos tópicos odiosos o condescendientes a los que desposeen de cualquier validez intelectual. Lo que se desprende de tales caricaturas es la idea de una evolución lineal de la humanidad, la discriminación entre pueblos atrasados y pueblos evolucionados. Así, cuanto más afirma Occidente su preeminencia mundial, más se profundiza la duda sobre la legitimidad de ese dominio. Y en el momento en que la Unesco se propone abordar un nuevo capítulo de la historia humana, Levi-Strauss recuerda, en nombre de su disciplina, que la era de la que se trata de salir está tan marcada por la guerra como por la colonización, tanto por la afirmación nazi de una jeraquía natural entre los seres como por la soberbia de Occidente, tanto por el delirio biológico como por la megalomanía del progreso. Y, además, sustentar en la naturaleza la variedad de los modos de existencia, o fundirlos en un proceso general de desarrollo del conocimiento, es idéntico: en ambos casos, según Lévi-Strauss, interviene el mismo etnocentrismo y dice: «Quien no es como yo es de raza inferior —de una forma superada de la evolución social—; y es peor que yo.» Así pues, para terminar con la infatuación del hombre blanco hay que completar la crítica de la raza con la nueva puesta en duda de la civilización. La humanidad no es idéntica a sí misma, ni está compartimentada en grupos dotados de rasgos hereditarios comunes. Claro que existe multiplicidad, pero no es racial; existe civilización, pero no es única. Por consiguiente, el etnólogo habla de culturas, en plural, y en el sentido de «estilos de vida especiales, no transmisibles, comprensibles bajo formas de producción concretas —técnicas, costumbres, instituciones, creencías— más que de capacidades virtuales, y que corresponden a valores perceptibles en lugar de a verdades o pseudoverdades».[60]
Lévi-Strauss se apropia de la solemne ambición de los fundadores de la Unesco —iluminar a la humanidad para conjurar los peligros de la regresión a la barbarie—, pero la dirige contra la filosofía a la que éstos rinden pleitesía. En la tentativa de procesar a la barbarie, las Luces se sientan ahora en el banquillo de los acusados, y ya no en el lugar que les reservaban con absoluta naturalidad Léon Blum o Clement Attlee, el del fiscal. El objetivo sigue siendo el mismo: destruir el prejuicio, pero, para conseguirlo, ya no se trata de abrir a los demás a la razón, sino de abrirse uno mismo a la razón de los demás. La ignorancia será vencida el día en que, en lugar de querer extender a todos los hombres la cultura de que se es depositario, se aprenda a celebrar los funerales de su universalidad; o, en otras palabras, los hombres llamados civilizados bajen de su ilusorio pedestal y reconozcan con humilde lucidez que también ellos son una variedad de indígenas. Pues el oscurantismo —que sigue siendo el enemigo— se define por «el rechazo ciego a lo que no es nuestro»[61], y no por la resistencia que encuentra en el mundo la propagación de nuestros valores y de nuestra forma propia de discernimiento. El Mal procedía según Condorcet de la escisión del género humano en dos clases: la de los hombres que creen y la de los hombres que razonan. Pensamiento salvaje o pensamiento sabio, logos o sabiduría bárbara, chapuza o formalización, todos los hombres razonan, replica Lévi-Strauss. siendo los más crédulos y los más nefastos los que se consideran poseedores exclusivos de la racionalidad. El bárbaro no es el negativo del civilizado, «es fundamentalmente el hombre que cree en la barbarie»[62] y el pensamiento de las Luces es culpable de haber instalado esta creencia en el corazón de Occidente confiando a sus representantes la exorbitante misión de garantizar la promoción intelectual y el desarrollo moral de todos los pueblos de la tierra.