EL VOLKSGEIST
En 1926, Julien Benda publica La trahison des clercs. Su tema: «el cataclismo de los conceptos morales en quienes educan al mundo.»[1] Benda se preocupa por el entusiasmo que la Europa pensante profesa desde hace cierto tiempo por las profundidades misteriosas del alma colectiva. Denuncia la alegría con la que los servidores de la actividad intelectual, en contradicción con su vocación milenaria, desprecian el sentimiento de lo universal y glorifican los particularismos. Con un estupor indignado, comprueba que los eruditos de su época abandonan la preocupación por los valores inmutables, para poner todo su talento y todo su prestigio al servicio del espíritu local, para azuzar los exclusivismos, para exhortar a su nación a cerrarse, a adorarse a sí misma, y a enfrentarse «contra las demás, en su lengua, en su arte, en su filosofía, en su civilización, en su "cultura".[2]
Esta transmutación de la cultura en mi cultura es para Benda el distintivo de la era moderna, su contribución insustituible y fatídica a la historia moral de la humanidad. La cultura: el ámbito en el que se desarrolla la actividad espiritual y creadora del hombre. Mi cultura: el espíritu del pueblo al que pertenezco y que impregna a la vez mi pensamiento más elevado y los gestos más sencillos de mi existencia cotidiana. Este segundo significado de la cultura es, como el propio Benda indica, un legado del romanticismo alemán. El concepto de Volksgeist, es decir, de genio nacional, hace su aparición en 1774, en el libro de Herder Otra filosofía de la historia. Al radicalizar la tesis enunciada por Montesquieu en L'esprit des lois —«Varias cosas gobiernan a los hombres: el clima, la religión, las leyes, las máximas del gobierno, los ejemplos de las cosas pasadas, las costumbres y los modales; con todo eso se forma y resulta un espíritu general», Herder afirma que todas las naciones de la tierra —tanto las más ensalzadas como las más humildes— tienen un modo de ser único e insustituible. Pero en tanto que Montesquieu mantenía cuidadosamente la distinción entre leyes positivas y principios universales de la equidad, nada, en opinión de Herder, trasciende la pluralidad de las almas colectivas: todos los valores supranacionales, sean jurídicos, estéticos o morales, se ven desposeídos de su soberanía.
Herder se empeña en terminar con ese error secular de la inteligencia, consistente en descontextualizar las obras humanas, en extraerlas del lugar donde se han producido, y juzgarlas a continuación a partir de los criterios intemporales del Bien, de la Verdad o de la Belleza. En lugar de someter los hechos a normas ideales, demuestra que también esas normas poseen una génesis y un contexto, en suma, que son única y exclusivamente hechos. Remite el Bien, la Verdad y la Belleza a su origen local, desaloja las categorías eternas del cielo donde se solazaban para devolverlas al terruño donde nacieron. No existe absoluto alguno, proclama Herder, sólo hay valores regionales y principios adquiridos. El hombre, lejos de pertenecer a todos los tiempos y a todos los países, a cada período histórico y a cada nación de la tierra, corresponde a un tipo específico de humanidad. Sócrates es un ateniense del siglo V antes de Cristo. La Biblia es una expresión poética —original y coyuntural— del alma hebraica. Todo lo divino es humano, y todo lo humano, incluso el logos, pertenece a la historia.
Contrariamente a los Antiguos, que no otorgaban ninguna significación válida a la sucesión de los acontecimientos, Herder apuesta en favor de la inteligibilidad del tiempo. Sin embargo, a diferencia de los Modernos, que parten a la conquista del mundo histórico pertrechados con normas universales, devuelve a la duración todo lo que se había creído idéntico o invariable en el hombre. La imagen clásica de un ciclo eterno de violencias y de crímenes le es tan ajena como la idea introducida por Voltaire de una victoria progresiva de la razón sobre el hábito o los prejuicios. En opinión de Herder, no es posible disociar la historia y la razón a la manera de los moralistas que denuncian, con una monótona indignación, la ferocidad o la locura de los humanos. Tampoco es posible racionalizar el devenir, como los filósofos de la época que apuestan en favor del progreso de las luces, es decir, en favor del movimiento paciente, continuo y lineal de la civilización. La historia no es razonable ni tan siquiera racional, sino que la razón es histórica: las formas que la humanidad no cesa de engendrar poseen su existencia autónoma, su necesidad inmanente, su razón singular.
Esta filosofía de la historia exige un método inverso al que había preconizado Voltaire: en lugar de doblegar la infinita plasticidad humana a una facultad supuestamente idéntica o a una medida uniforme; en lugar de «desarraigar tal o cual virtud egipcia concreta de su tierra, de su tiempo y de la infancia del espíritu humano para expresar su valor en las medidas de otra época», debemos comparar lo que es comparable: una virtud egipcia a un templo egipcio; Sócrates a sus compatriotas y a los hombres de su tiempo, y no a Spinoza o a Kant.
Y, en opinión de Herder, la ceguera de Voltaire refleja la arrogancia de su nación. Si se equivoca, si unifica erróneamente la multiplicidad de las situaciones históricas, se debe a que está imbuido de la superioridad de su país (Francia) y de su época (el siglo de las Luces). Al juzgar la historia por el rasero de lo que denomina la razón, comete un pecado de orgullo: desmesura una manera de pensar concreta y provisional al otorgarle dimensiones de eternidad. El mismo espíritu de conquista interviene en su voluntad de «dominar el océano de todos los pueblos, de todos los tiempos y de todos los lugares» y en la predisposición del racionalismo francés a extenderse más allá de sus límites nacionales y subyugar el resto del mundo. Mete los acontecimientos que ya se han producido en el mismo corsé intelectual que Francia aplica a las restantes naciones europeas y especialmente a Alemania. En el fondo, prosigue en el pasado la obra de asimilación forzada que las Luces están a punto de realizar en el espacio. Y Herder pretende matar de un solo tiro un error y combatir un imperialismo, liberar a la historia del principio de identidad y devolver a cada nación el orgullo de su ser incomparable. Si pone tanto ardor en convertir los principios trascendentes en objetos históricos, es para hacerles perder, de una vez por todas, el poder de intimidación que extraen de su posición preeminente. Al no ser nadie profeta fuera de su tierra, los pueblos ya sólo tienen que rendirse cuentas a sí mismos. Nada, ningún ideal inmutable y válido para todos, independientemente de su lugar de aparición y superior a las circunstancias, debe trascender su individualidad o desviarles del genio de que son portadores: «Sígamos nuestro propio camino... Dejemos que los hombres hablen bien o mal de nuestra nación, de nuestra literatura, de nuestra lengua: son nuestras, somos nosotros mismos, eso basta.»[3]
Desde siempre, o para ser más exacto desde Platón hasta Voltaire, la diversidad humana había comparecido ante el tribunal de los valores; apareció Herder e hizo condenar por el tribunal de la diversidad todos los valores universales.
En 1774, Herder es un francotirador y el pensamiento de las Luces disfruta —especialmente en la Prusia de Federico II— de un prestigio considerable. Será necesaria la derrota de Jena y la ocupación napoleónica para que la idea de Volksgeist alcance su auténtico apogeo. Alemania —desmigajada en multitud de principados— recupera el sentido de su unidad ante la Francia conquistadora. La exaltación de la identidad colectiva compensa la derrota militar y la envilecedora sujeción que es su precio. Con el maravillado descubrimiento de su cultura, la nación se resarce de la humillación que está sufriendo. Para olvidar la impotencia, se entrega a la teutomanía. Los valores universales que reivindica Francia para justificar su hegemonía son recusados en nombre de la especificidad alemana, y corresponde a los poetas y a los juristas demostrar esta ancestral germanidad. A los juristas les toca conmemorar las soluciones tradicionales, las costumbres, las máximas y las sentencias que forman la base del derecho alemán, obra colectiva, fruto de la acción involuntaria y silenciosa del espíritu de la nación. Incumbe a los poetas defender el genio nacional contra la insinuación de las ideas extranjeras; limpiar la lengua sustituyendo las palabras alemanas de origen latino por otras puramente germánicas; exhumar el tesoro oculto de las canciones populares, y, en su propia práctica, seguir el ejemplo del folklore, estado de frescura, de inocencia y de perfección en el que la individualidad del pueblo todavía está indemne de cualquier contagio y se expresa al unísono.
Los filósofos de las Luces se definían a sí mismos como «los apacibles legisladores de la razón»[4]. Dueños de la verdad y de la justicia, oponían al despotismo y a los abusos la equidad de una ley ideal. Con el romanticismo alemán, todo se invierte: como depositarios privilegiados del Volksgeist, juristas y escritores combaten en primer lugar las ideas de razón universal o de ley ideal. Para ellos, el término cultura ya no se remite al intento de hacer retroceder el prejuicio y la ignorancia, sino a la expresión, en su singularidad irreductible, del alma única del pueblo del que son los guardianes.