RETRATO DEL DESCOLONIZADO

Sin la menor duda, la filosofía de la descolonización ha ayudado a los pueblos del Tercer Mundo a liberarse de la tabla de valores en nombre de la cual había podido producirse su servidumbre. Las élites de Africa y de Asia que habían interiorizado la mirada del colonizador han encontrado un recurso contra la alienación en la idea de que las culturas son equivalentes y que cada una de ellas se justifica en el interior de su propio contexto. Las ciencias humanas han legitimado criterios distintos de la técnica para medir el grado de desarrollo de un pueblo, la última razón de ser de la superioridad europea se desplomaba, Occidente cesaba definitivamente de fascinar a sus víctimas. «Kilómetros de carreteras, de canales, de vías férreas», «toneladas de algodón o de cacao exportado, hectáreas de olivos o de vides plantadas», «curación de enfermedades, continua elevación del nivel de vida»,[73] estos argumentos estadísticos tradicionalmente invocados para justificar la obra colonial perdian su poder de intimidación al mismo tiempo que se hacían añicos los tópicos sobre la psicología del indígena. Costumbres despreciadas en virtud de una concepción simplificadora del progreso recuperaban su legitimidad perdida; ocultado o descalificado por la marcha forzada que Occidente se había creído con derecho a imponer a la historia, todo un pasado salía de la sombra; «millones de hombres arrancados de sus dioses, de su tierra, de sus costumbres, de su vida, de la vida, de la danza, de la sabiduría»[74] volvían a entrar en posesión de sí mismos: ya no eran salvajes o bárbaros en espera de la salvación sino depositarios de una tradición venerable.

Bajo la égida de la filosofía de la descolonización, el concepto de cultura que había sido el emblema del Occidente imperialista, se volvía contra él y calificaba precisamente a las sociedades sobre las cuales se ejercía la tutela. El tema de la identidad cultural permitía, por tanto, a los colonizadores desprenderse del mimetismo, sustituir la degradante parodia del invasor por la afirmación de su diferencia, y transformar en motivo de orgullo las maneras de ser con las que pretendían avergonzarles. Esa misma idea, no obstante, les desproveía de cualquier poder frente a su propia comunidad. Ya no podían pretender situarse al margen, al amparo de sus imperativos, a distancia de sus costumbres, ya que al sacarse de encima el yugo de la colonización habían querido librarse precisamente de esa desdicha. Para ellos, acceder a la independencia significaba, en primer lugar, recuperar su cultura. Es lógico que la mayoría de los Estados nacidos bajo tales auspicios se fijaran como objetivo concretar tales recuperaciones. Es decir, unir sólidamente los individuos a lo colectivo. Cimentar la unidad de la nación. Garantizar fuertemente la integridad y la cohesión del cuerpo social. Velar para que, bajo el nombre de cultura, ninguna crítica intempestiva acudiera a turbar el culto a los prejuicios seculares. En suma, asegurar el triunfo definitivo del espíritu gregario sobre las restantes manifestaciones del espíritu.

Como muestra Hélé Béji en Désenchantement national —un libro admirable e ignorado—, la misma fuerza de resistencia que representaba la identidad cultural bajo el reino de los colonos, se reconvierte, a partir de su marcha, en instrumento de dominación. «Mientras se trata de defenderme de la presencia física del invasor, la fuerza de mi identidad me deslumbra y me tranquiliza. Pero tan pronto como dicho invasor ha sido sustituido por esa misma identidad, o, mejor dicho, mi propia efigie (nacional) colocada en el eje de la autoridad, rodéandome con su mirada, ya no debería tener lógicamente el derecho de contestarla.»[75] Nadie se rebela contra sí mismo: la independencia encierra a sus beneficiarios en una unanimidad forzosa que sucede sin transición a la autoridad extranjera. Devueltos a sí mismos, los antiguos colonizados se descubren cautivos de su pertenencia, pasmados en la identidad colectiva que les había liberado de la tiranía y de los valores europeos. Apenas han dicho: «Hemos ganado», pierden ya el derecho a expresarse de manera distinta a la de la primera persona del plural. Nosotros: era el pronombre de la autenticidad recuperada, ahora es el de la homogeneidad obligatoria; era el espacio caluroso de la fraternidad combatiente, es el glacis en que la vida pública se marchita y se estanca; era el nacimiento a sí misma de una comunidad, es la desaparición de cualquier intervalo y, por tanto, de cualquier posibilidad de confrontación entre sus miembros; era un grito de revuelta, es el soliloquio del poder. No había sitio para el sujeto colectivo en la lógica colonial: no existe en la lógica de la identidad, lugar para el individuo.

El gobierno de partido único es la traducción política más adecuada del concepto de identidad cultural. El hecho de que la independencia de las antiguas colonias no haya arrastrado en su surco el desarrollo del derecho sino la uniformación de las conciencias, la hinchazón de un aparato y de un partido, se debe a los mismos valores de la lucha anticolonial, y no a su traición por la burguesía autóctona o a su confiscación en favor de las potencias europeas. El paso del calor revolucionario al frío burocrático se ha producido por sí mismo, sin la intervención de un tercero malévolo, y el desencanto nacional, tan lúcidamente descrito por Hélé Béji, es imputable en primer lugar a la idea de nación que ha prevalecido en el combate emprendido contra la política imperialista de Occidente.

Para convencerse de ello, basta con releer Les damnés de la terre. En ese libro escrito en pleno fervor insurreccional. Frantz Fanon sitúa el individualismo en la primera fila de los valores enemigos: «El intelectual colonizado había aprendido de sus sueños que el individuo debía afirmarse. La burguesía colonialista había metido a martillazos en el espíritu del colonizado la idea de una sociedad de individuos en la que cada cual se encierra en su subjetividad, en la que la riqueza es la del pensamiento. Ahora bien, el colonizado que tenga ocasión de sumergirse en su pueblo durante la lucha de liberación descubrirá la falsedad de esta teoría.»[76] Disociados por su opresor, atomizados, condenados al egoísmo del «cada cual a lo suyo», los colonizados experimentan al combatir el éxta sis de la indiferenciación. El mundo ilusorio y enfermizo de la dispersión de las voluntades cede el sitio a la unidad total. En lugar de tender obstinadamente hacia la auto-afirmación, o de cultivar estérilmente sus particularidades, los hombres se inmergen en la «marea popular».[77] Al abdicar de cualquier pensamiento propio, regresan al seno de su comunidad. La pseudorealidad individual es abolida: cada cual se siente semejante a los demás, portador de la misma identidad. El cuerpo místico de la nación absorbe las almas: ¿por qué tendría que devolverlas, una vez proclamada la soberanía? ¿A través de qué milagro el individuo, percibido a todo lo largo de la lucha de liberación como una patología del ser, tendría que volver a ser un principio positivo, después de la victoria? ¿Cómo la totalidad orgánica, la unidad indivisa celebrada durante el combate, podría transformarse, abandonadas las armas, en asociación de personas autónomas? Una nación cuyo vocación primera consiste en aniquilar la individualidad de sus ciudadanos no puede desembocar en un Estado de derecho.

Frantz Fanon se especializa, y con qué vehemencia, en repudiar a Europa. En realidad, toma partido en el debate entre las dos ideas de nación que han dividido la conciencia europea a partir de la Revolución francesa. En efecto, opone el Volk, el genio nacional, a la sociedad de individuos, pretende sustituir la colonización con «la afirmación desenfrenada de la originalidad vista como absolutoo.»[78] Por mucho que «vomite en plena cara»[79] de la cultura del opresor y verifique alegremente que, cada vez que se trata de valores occidentales, el colonizado «saca su machete o por lo menos se asegura de que lo tiene al alcance de la mano»[80] su libro se apunta expresamente en el linaje del nacionalismo europeo. Y la mayoría de los movimientos de liberación nacional han seguido el mismo camino: con Fanon como profeta, han elegido la teoría étnica de la nación a expensas de la teoría electiva, han preferido la identidad cultural —traducción moderna del Volksgeist— al «plebiscito cotidiano» o a la idea de «asociación secular». Los movimientos de liberación han secretado unos regímenes de opresión con una regularidad sin excepciones precisamente porque, a ejemplo del romanticismo político, han fundado las relaciones interhumanas en el modelo místico de la fusión, y no en el —jurídico— del contrato, y han concebido la libertad como un atributo colectivo, nunca como una propiedad individual.

Es cierto que en su nacimiento la mayoría de los nuevos Estados combinaban el deseo de restauración con la ambición revolucionaria. Agresivamente nacionalistas, formaban al mismo tiempo la nueva internacional de los explotados. Al moverse a la vez en dos planos, el del etnologismo y el de la lucha de clases, reivindicaban al mismo tiempo el título de naciones diferentes y el de naciones proletarias. Y a la vez que aspiraban a recuperar sus raíces, querían acelerar el nacimiento del hombre nuevo. Por una parte combatían el universalismo en nombre de la diversidad de las culturas; por otra, lo recuperaban para sí en nombre de la revolución. Por decirlo con otras palabras, los Estados postcoloniales reconciliaban, sin saberlo, a Marx con Joseph de Maistre. De acuerdo con éste, decian: «El Hombre no existe, no hay ningún paradigma cultural común a la humanidad; sólo tienen realidad (y un valor) las diversas tradiciones nacíonales.» Pero, de acuerdo con el primero, afirmaban igualmente: «El Hombre no existe todavía, y corresponde a los condenados de la tierra realizar su advenimiento.»

El propio Marx se habría ofuscado sin duda con esas nupcias contra natura con el nacionalismo. Para el autor del Manifiesto comunista, la sentencia estaba dictada: los proletarios no tenían patria. «La nacionalidad del trabajador —escribía por ejemplo— no es francesa, inglesa, alemana, es el trabajo, la libre esclavitud, el tráfico de sí mismo. Su gobierno no es francés ni inglés ni alemán, es el capital. El aire que respira no es el aire francés ni el inglés ni el alemán, es el aire de las fábricas[81] A los herederos de las Luces, que creían poder organizar las naciones sobre la base del contrato, Marx les replicaba que toda sociedad estaba de hecho regida por el conflicto entre la burguesía y la clase obrera. A los románticos deseosos de resucitar el genio nacional, les contestaba que la burguesía, en su cinismo sin límites, había disuelto los antiguos vínculos, roto las lealtades tradicionales, aniquilado el carácter exclusivo de las diversas naciones. En lugar del contrato social, la división en clases; en lugar de los particularismos, el mercado mundial y la interdependencia universal. Estuviera definida por la comunidad de cultura o por la voluntad de los individuos, la nación era para Marx una forma condenada, y su estilo seguía vibrando con un auténtico fervor lírico cada vez que evocaba la unificación del mundo y la desaparición del espíritu pueblerino.

Al haber quedado sistemáticamente invalidado dicho pronóstico durante la segunda mitad del siglo XIX europeo, los sucesores de Marx se vieron obligados a volver a la cuestión nacional. Después de largos debates entre austromarxistas, bundistas, bolcheviques y luxemburguistas, acabó por vencer la definición dada en 1913 por José Stalin: «La nación es una comunidad humana, estable, históricamente constituida, nacida sobre la base de una comunidad de lengua, de territorio, de vida económica y de formación psiquica que se traduce en una comunidad de cultura.»[82]

Las naciones son testarudas: Stalin se inclina ante la persistencia de este fenómeno histórico. Pero su conversión doctrinal no llega hasta el reniego. Nación por nación, elige el mal menor, y en contra de la teoría electiva acoge en el interior del pensamiento revolucionario la concepción étnica. Aunque en último término puede admitir, al lado del determinismo económico, el condicionamiento de los hombres por la lengua, por el territorio, por la cultura, para él es totalmente inaceptable que la pertenencia nacional aparezca como fruto de una adhesión racional o de libre consentimiento. En efecto, esta teoría está en flagrante contradicción con el principio fundamental del materialismo histórico: «No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia»[83]

Celebrado en la aurora de la Revolución rusa y reactualizado con motivo de la lucha anticolonial con el acceso al rango de culturas de pueblos situados fuera del área europea de civilización, el matrimonio del marxismo con el romanticismo político está actualmente a punto de romperse. Habiendo demostrado el imperialismo soviético una voracidad por lo menos igual a la del imperialismo occidental, los Estados del Tercer Mundo y los movimientos de liberación nacional que siguen en activo rechazan cada vez con mayor frecuencia la ideología socialista en beneficio exclusivo del Volksgeist. La identidad cultural se ha convertido en su única justificación: el fundamentalismo barre la fraseología progresista y la invocación de la colectividad prescinde a partir de ahora de cualquier referencia a la revolución del proletariado internacional.

Así pues, el comunismo conoce una decadencia que parece inexorable: sólo que lo que muere con él no es el pensamiento totalitario, sino la idea de un mundo común a todos los hombres. Es cierto que Marx ha sido vencido, pero por Joseph de Maistre. Así que no hay que asombrarse si, como ha escrito Octavio Paz, «en lo que se denomina el Tercer Mundo, bajo diferentes nombres y atributos reina un Calígula con mil rostros».[84] Entre los dos modelos europeos de nación, el Tercer Mundo ha elegido masivamente el peor. Y ello con la bendición activa de los intelectuales occidentales. Precisamente para concretar en reconocimiento efectivo el respeto proclamado por la persona humana la etnología y con ella el conjunto de las ciencias sociales han emprendido la crítica del espíritu de las Luces. Precisamente para curar a los grandes principios humanistas de su formalismo, de su abstracción, de su impotencia, las oficinas de la American Anthropological Association sometían a las Naciones Unidas, a partir de 1947, un proyecto de Declaración de los derechos del hombre cuyo primer artículo estaba redactado de la siguiente manera: «El Individuo realiza su personalidad mediante la cultura: por consiguiente, el respeto de las diferencias individuales supone el respeto de las diferencias culturales.»[85] El impulso era generoso, pero tan torpe como el del oso que aplasta la cara del jardinero para espantar la mosca que le importunaba mientras dormía. En efecto, en el mismo momento en que se devuelve al otro hombre su cultura, se le quita su libertad: su nombre propio desaparece en nombre de su comunidad, ya no es más que una muestra, el representante intercambiable de una clase especial de seres. So capa de acogerle incondicionalmente, se le niega todo margen de maniobra, toda escapatoria, se le prohíbe la originalidad, se le atrapa insidiosamente en su diferencia; creyendo pasar del hombre abstracto al hombre real, se suprime, entre la persona y la colectividad de la que ha salido, el juego que dejaba subsistir y que incluso se esforzaba en consolidar la antropología de las Luces; por altruismo, se convierte al Otro en un bloque homogéneo y a los otros en su realidad individual se les inmola por esta entidad. Semejante xenofilia conduce a privar a las antiguas posesiones de Europa de la experiencia democrática europea.