RAZA Y CULTURA

La identidad cultural tiene dos bestias negras: el individualismo y el cosmopolitismo. Escuchemos una vez más a Frantz Fanon: «La debilidad clásica, casi congénita de la conciencia nacional de los países subdesarrollados, no es únicamente la consecuencia de la mutilación del hombre colonizado por el régimen colonial. También es el resultado de la pereza de la burguesía nacional, de su indigencia, de la formación profundamente cosmopolita de su espiritu»[86]

Así pues, nada se ha ventilado con la independencia: a la amenaza de la disgregación interna se suma la de un retomo subrepticio del extranjero, y el Estado nacional, recién salido del limbo, debe luchar constantemente en dos frentes: necesita asegurar la fusión de las voluntades particulares mediante una censura vigilante, y librar de toda adulteración a la colectividad específica cuya carga soporta. «Todo lo que es extranjero, todo lo que se ha introducido sin razón profunda en la vida de un pueblo, se convierte para él en causa de enfermedad y debe ser extirpado si quiere seguir sano»[87] decían ya los románticos alemanes; de la misma manera, la identidad cultural sustituye la arrogancia colonial debida al miedo a la mezcla, por la obsesión de la pureza y la manía de la contaminación.

Respaldado por la universalidad de su civilización, situado por sus propios esfuerzos en el centro de la historia, el hombre blanco despreciaba a los pueblos arcaicos, vegetando en su particularismo. Deslumbrado por su particularidad reconquistada, el nacionalista del Tercer Mundo lo defiende de la corrupción exterior: el extranjero es recusado porque es otro, no porque esté atrasado. Para decirlo crudamente: un racismo basado en la diferencia expulsa el racismo inigualitario de los antiguos colonos.

La palabra racismo, en efecto, es engañosa: reúne bajo una sola etiqueta dos comportamientos cuya génesis, lógica y motivaciones son completamente diferentes. El primero sitúa en una misma escala de valores el conjunto de las naciones que pueblan la tierra; el segundo proclama la inconmesurabilidad de las maneras de ser; el primero jerarquiza las mentalidades, el segundo pulveriza la unidad del género humano; el primero convierte cualquier diferencia en inferioridad, el segundo afirma el carácter absoluto, insuperable, incontrovertible de las diferencias; el primero clasifica, el segundo separa; para el primero, no se puede ser persa, a los ojos del segundo, no se puede ser hombre, pues entre el persa y el europeo no existe una común medida humana; el primero declara que la civilización es una, el segundo que las etnias son múltiples e incomparables. Si el colonialismo es la culminación del primero, el segundo culmina en el hitlerismo.[88]

Ahora vemos con mayor claridad el vicio fundamental de la filosofía de la descolonización: ha confundido dos fenómenos históricos diferentes; ha hecho del nazismo una variante para uso interno del racismo occidental y sólo ha percibido en ese episodio la aplicación a Europa «de los procedimientos colonialistas que sólo recibian hasta ahora los árabes de Argelia, los coolies de la India y los negros de Africa».[89] Resultado: ha combatido los errores del etnocentrismo con las armas del Volksgeist, ha defendido ciegamente a Frantz Fanon diciendo: «La verdad es lo que protege a los indígenas y pierde a los extranjeros [...] y el bien es pura y simplemente lo que les hace daño»[90], sin darse cuenta de que, al expresarse de ese modo, el autor de Les damnés de la terre repetía casi textualmente los ataques de Barrès contra la justicia en sí o la verdad absoluta. «La verdad es lo que satisface las necesidades de nuestra alma», se lee por ejemplo en Les déracinés. Y en Mes cahiers: «Hay que enseñar la verdad francesa, es decir, la que es más util a la nación.»[91]

No cabe duda de que el concepto de raza ha sido destruido por los trabajos convergentes de las ciencias sociales y de las ciencias naturales. Atreverse, en nuestros días, a sustentar en la naturaleza las diferencias entre las colectividades humanas, significa excluirse inmediatamente del saber. Los descubrimientos (irrefutables) de los biólogos y de los etnólogos nos impiden pensar que el género humano está dividido en grupos étnicos claramente delimitados, provistos cada uno de ellos de su propia mentalidad transmisible por herencia. Entre lo innato y lo adquirido, hemos aprendido a tomar en consideración los hechos y hemos dejado de inscribir en el patrimonio genético lo que en realidad procede de la historia y de la tradición. Signo decisivo de un avance a un tiempo intelectual y moral, discernimos el carácter relativo y transitorio de ciertas características que antes se incluían entre los datos eternos de la humanidad. En suma, ya no nos engañan: el argumento biológico carece ahora de pertinencia; sabemos que todo, desde los rituales religiosos hasta las técnicas industriales, desde el alimento hasta la manera de vestirse, desde la literatura hasta el deporte en equipo, todo, es cultural.

Pero los inventores del genio nacional también lo sabían. Ellos fueron los primeros en oponer la variedad irreductible de las culturas a la idea de una naturaleza humana y en convertir el mundo inmutable de los filósofos en un paisaje tornasolado compuesto de la yuxtaposición de las entidades colectivas. La teoría racial llegó después y, por añadidura, no hizo más que naturalizar este rechazo de la naturaleza humana, y, más generalmente, de todo lo que podría trascender la diversidad de los hábitos. Las particularidades de cada pueblo han sido grabadas en los genes, los «espíritus» nacionales se han convertido en unas cuasiespecies dotadas de un carácter hereditario, permanente e indeleble. Esta teoría se ha hundido. Pero ¿dónde está el progreso? Al igual que los antiguos voceros de la raza, los actuales fanáticos de la identidad cultural depositan a los individuos en su ámbito cultural. Al igual que ellos, llevan las diferencias al absoluto, y destruyen, en nombre de la multiplicidad de las causalidades particulares, cualquier comunidad de naturaleza o de cultura entre los hombres. A Renan, que afirmaba: «El hombre no pertenece a su lengua, ni a su raza; se pertenece sólo a sí mismo pues es un ser libre, o sea un ser moral», Barrès le daba la siguiente respuesta: «Lo moral es no querer uno liberarse de su raza.»[92] ¿Alguien cree que basta, para refutar a Barrès, retraducir su delirio biológico en términos de diferencia cultural, y proclamar: lo moral es no querer uno liberarse de su cultura, y oponerse a cualquier precio a la infiltración del extranjero? De proceder así, se perpetúa, por el contrario, el culto del alma colectiva aparecido con la idea de Volksgeist, y del que el discurso racial ha sido una versión paroxística y provisional. Con la sustitución del argumento biológico por el argumento culturalista, el racismo no ha sido eliminado: ha regresado simplemente a la casilla de salida.