Capítulo 31
Cabalgaron sin descanso hasta llegar a Leicester.
Se sentía enloquecer ante la sola idea de que algo pudiera sucederle a Rheda.
No sabía si los secuestradores la llevarían con ellos hasta allí o la mantendrían retenida en algún otro lugar hasta que él se enfrentara al desconocido en la justa.
Lo que no lograba comprender, por mucho que pensara en ello, era qué motivo tenían quienes fueran para hacerlo participar en el torneo. Si querían sus tierras, les hubiera bastado con pedirlas como rescate, sin tener que representar aquella comedia. ¿Qué ganaban con ello?
Aún no había recibido instrucciones, pero de lo que sí estaba seguro era del gran esfuerzo que tendría que hacer para no destrozar a su adversario en cuanto lo tuviera delante.
Sólo la seguridad de Rheda podría poner freno a la furia que sentía bullir en su interior.
A su llegada, había tratado de averiguar quiénes serían los participantes, pero saber eso no le sirvió de mucho.
Frustrado y totalmente fuera de sí, paseaba de un lado a otro como un animal enjaulado. Sucio, agotado y descontrolado. Verlo así, hacía que sus hombres se mantuvieran apartados de su camino. Jamás lo habían visto perder el control sobre sí mismo de aquella manera. Él, que hasta en las peores contiendas se mantenía impasible y con la postura erguida, ahora tenía el gesto desencajado y los hombros se le hundían hacia adelante por la preocupación y la incertidumbre. Nunca antes habían visto reflejadas en su semblante tantas emociones como en aquellos momentos.
Apenas había amanecido cuando un muchacho, casi un niño, se acercó con temor y le entregó una misiva.
Antes de que pudiera preguntarle quién la enviaba, el chico había salido corriendo, quizá asustado por la fiera expresión que vio en él.
La nota le indicaba cuándo debía participar y dónde encontraría una armadura de la que hacer uso si así lo deseaba. Pero no mencionaba la identidad de su rival.
El alivio al verse libre de toda aquella paja que tenía encima le duró poco. En el momento en que tiraron de ella para bajarla del carro, todo su cuerpo protestó, provocándole un dolor tan grande que Rheda temió desmayarse.
—Supongo que tendréis hambre.
La voz de Edric se abrió camino en su cabeza, por entre los terribles pinchazos que su cuerpo estaba sufriendo al volver a moverse.
Intentó fijar la vista en el sonriente rostro que tenía delante. Su cuñado parecía haber recuperado el buen humor.
Aunque ella no podía responder, pues continuaba amordazada, tampoco quiso darle la satisfacción de demostrarle lo agotada, dolorida y famélica que estaba. Trató de mantenerse lo más digna posible, a pesar de encontrarse tumbada en el suelo.
—Si me prometéis portaros bien, os quitaré la mordaza y os liberaré de las ataduras.
Casi sonaba amable.
Rheda tenía ganas de mandarlo al infierno, pero su deseo de verse nuevamente libre se antepuso y asintió con la cabeza con un gesto de derrota que pareció satisfacer a Edric, a juzgar por la suave risa que éste dejó escapar.
Él mismo se agachó a su lado y desató las sogas.
Un gemido, mezcla de dolor y alivio, salió involuntariamente de su garganta.
—Ya no se os ve tan arrogante, mi querida niña.
Y, acto seguido, tiró de ella, arrastrándola hacia el interior de una gran tienda montada entre un grupo de árboles, al resguardo de posibles miradas curiosas.
Rheda abrió los ojos como platos al encontrar allí a lady Beatriz.
—¿Vos también formáis parte de todo esto? —preguntó con la voz ronca por las horas pasadas en silencio, y notando la garganta seca a causa de la sed.
—¿De quién creéis que ha sido la idea? —Fue Edric quien respondió, mientras su esposa la miraba con aire de superioridad, examinándola con descaro.
—Sinceramente, no sé qué ha podido ver Bawdewyn en vos —dijo finalmente la joven con tono despectivo.
—Os recuerdo que fue el rey quien me escogió, Bawdewyn no…
La sincera carcajada de Beatriz la hizo detenerse, y Rheda casi lo agradeció, pues si bien su lengua insistía en mantener su independencia, su garganta continuaba quejándose por el esfuerzo que le suponía hablar.
—¿Sois realmente así de ingenua o estáis tratando de tomarme el pelo? —preguntó, notando la evidente ronquera de su prisionera—. Yo vi cómo os miraba, además, va a entregar todas sus propiedades para salvaros. Creo que eso quiere decir algo, ¿no os parece?
—¿Ése es el rescate que habéis pedido? ¿Sus propiedades? Nunca os las dará —dijo convencida. Incluso le dieron ganas de reír ante la torpeza de la pareja. No creía que su esposo la apreciara tanto como para renunciar a todos sus bienes. Los dolores que la habían martirizado hasta el momento parecían haber desaparecido ante su estupor. No daba crédito a lo que estaba oyendo, y eso la hizo olvidarse momentáneamente de su sufrimiento.
—No sólo nos las entregará, sino que también se dejará vencer en la justa que tendrá lugar esta tarde.
—¿Una justa? No entiendo.
Aquellos dos estaban realmente locos, Bawdewyn nunca se dejaría embaucar de aquella manera.
—Un capricho de mi esposo —contestó Beatriz encogiéndose de hombros—. Además de quedarse con todo, quiere disfrutar humillando a su hermano.
—Pero ¿por qué?
—Porque él tiene lo que yo deseo —respondió Edric. La sonrisa había desaparecido de su cara y su expresión se había tornado ligeramente cruel—. Todo ha sido siempre para él. No es justo que por ser el menor a mí no me corresponda nada. Todo habría sido más fácil si vos no hubierais aparecido. Tal vez un pequeño y desafortunado accidente lo hubiera eliminado de mi camino, pero lo habéis estropeado todo, por vuestra culpa me ha humillado expulsándome del castillo.
—Vos os lo buscasteis —trató de justificar a su esposo, horrorizada ante las palabras que acababa de oír.
¿Realmente Edric hubiera matado a su hermano para quedarse con todo? El temor por la seguridad de Bawdewyn aumentó, encogiéndole el estómago hasta hacer que le doliera.
—Puede ser —respondió el joven restándole importancia—, pero ahora lo realmente importante es que lo venceré y me quedaré con todo. Será él quien se vea obligado a ganarse la vida y quien tenga que conseguir un nuevo hogar. Será divertido ver cómo lo intenta.
—Acudiremos al rey. Él os obligará a devolver las tierras —replicó en un intento inútil de ver si entraban en razón.
—Sería vuestra palabra contra la nuestra, después de que todo el mundo vea que le gano limpiamente. Además, me aseguraré de que no se le ocurra tal cosa o vos pagaréis las consecuencias.
—Sois despreciable —dijo ella a falta de mejores argumentos con que detener aquel plan descabellado.
—Sí, creo que ya me lo habéis dicho. Y ahora, si no queréis que os vuelva a amordazar, cerrad la boca y portaos bien. Pensad que la vida de Bawdewyn aún pende de un hilo.
Luego se volvió hacia su esposa, que parecía muy divertida con aquella situación.
—Si os causa problemas, ya sabéis lo que tenéis que hacer.
—Podéis ir tranquilo. —Le dedicó una sonrisa casi felina—. Yo me ocuparé de ella.
Satisfecho, Edric salió de la tienda dejándolas solas.
—¿Realmente pensáis que podréis llevar a cabo este plan? —se arriesgó a preguntar, aunque sabía cuál sería la respuesta.
—Sí. De hecho, en unas horas todo habrá terminado. —Beatriz guardó silencio unos minutos para luego continuar, pero parecía más bien que hablara para sí misma que para su rehén—. Yo hubiera preferido eliminarlo, pero ya que Edric parece tan empeñado en vengarse…
—¿Y estáis segura de que mi esposo acudirá? —Necesitaba saber, casi rezaba para que Bawdewyn no apareciera, aunque eso le costara la vida a ella.
—Hace horas que lo ha hecho —contestó la otra simplemente, dejándose caer despreocupada en una de las butacas que había dentro de la tienda.
—¿Está aquí? Quiero decir, ¿estamos…?
Con una sonora carcajada, Beatriz terminó la frase.
—¿En el mismo lugar? Por supuesto. Aunque nosotras nos hallamos lo bastante alejadas del torneo para que no pueda encontraros.
Su esposo estaba allí fuera, en alguna parte. La cabeza de Rheda se puso a funcionar a toda velocidad. Tenía que encontrar la manera de escapar y avisarlo.
Librarse de Beatriz no sería demasiado problema. Ésta era más alta que ella, pero a pesar de lo magullado que sentía el cuerpo, creía que podría ingeniárselas. Sin embargo, debían de estar fuera los secuaces de Edric y eso ya le suponía un problema mayor al que no sabía cómo enfrentarse.
—Necesito hacer mis necesidades —dijo después de un buen rato. Quizá eso le proporcionara la oportunidad que necesitaba y, como mínimo, le serviría para observar el terreno.
Beatriz la miró con suspicacia unos segundos, pero después dijo:
—Está bien. Avisaré a uno de los hombres. Y no hagáis ninguna tontería.
La vio salir de la tienda y regresar casi al momento seguida por uno de los matones de Edric.
—Él os acompañará —dijo, señalando al hombre con la cabeza mientras volvía a tomar asiento en el sillón.
—¿Pretendéis que lo haga delante de él?
—¿Pretendéis que os deje ir sola? —contestó la joven con el mismo tono de incredulidad.
—Vamos —dijo el hombre—, y sin hacer tonterías.
A regañadientes y medio renqueando, Rheda salió de la tienda tras su guardián.
Echó un rápido vistazo a su alrededor.
Se hallaban en medio de un bosque, pero no debían de estar muy lejos del lugar donde se celebraba la justa, porque los gritos y los aplausos se oían con bastante nitidez.
Tal vez pudiese internarse entre los árboles e intentar despistar a su guardián. Pero sus planes se vieron frustrados cuando, pocos pasos más allá, el hombre dijo:
—Haced lo que tengáis que hacer detrás de ese matorral para que pueda teneros controlada.
—Necesito intimidad —protestó ella—. No podré hacerlo con vos mirando.
—Pues entonces volved a la tienda.
—De acuerdo —respondió vencida. Se sentía tan hinchada que no aguantaría ni un minuto más.
Una nueva idea cruzó por su mente mientras se metía tras el arbusto.
—¿Os paga bien sir Edric? —preguntó al agacharse y desaparecer parcialmente de la vista del hombre.
—Lo suficiente, pero eso no es asunto vuestro —respondió él sin rastro de humor.
—Estoy segura de que es una nimiedad comparado con lo que va a ganar esta tarde. —Quería provocarlo—. Seguro que mi esposo estaría más que dispuesto a aumentar la cifra si me dejáis ir.
—Sería hombre muerto si lo hiciera.
Se le terminaba el tiempo y aquel hombre no parecía tener intenciones de ceder.
—No haría falta que me dejarais huir, bastaría con que le informarais de mi paradero. Os daremos el triple de lo que sir Edric os haya prometido.
—Sí, seguro que sí —replicó, pero su voz ya no sonaba tan decidida.
—Esta tarde va a entregar todas sus tierras para recuperarme, ¿creéis que no preferiría daros a vos una pequeña fortuna si le decís dónde encontrarme?
Cuando salió de detrás del arbusto alisándose el vestido, vio la codicia claramente reflejada en los ojos de su guardián.
—Sois un mercenario —continuó tentándolo—, trabajáis para el mejor postor. Os aseguro que en estos momentos vuestra mejor baza soy yo.
—¿Tres veces más?
—Sí, yo misma me encargaré de que se os pague. —La voz le salió firme y decidida, pero por dentro se sentía más insegura y nerviosa que en cualquier otro momento de su vida.
—Volved a la tienda —fue lo único que dijo él a la vez que la empujaba ligeramente hacia su encierro.
Una vez dentro, Rheda se dejó caer en una de las sillas, realmente agotada, muy cerca de Beatriz.
Perdida aquella oportunidad, no sabía muy bien cómo lograría escapar, pero tenía que idear algún plan.
Mientras su mente trabajaba en ello, observaba a la esposa de Edric, que se dedicaba a cepillarse la larga cabellera negra sin prestarle demasiada atención. Seguía pareciéndole tan hermosa como el día de la boda. El vestido que llevaba en aquellos momentos se ajustaba a su talle y sus caderas como una segunda piel y el color cereza del terciopelo resaltaba la blancura de su piel y la oscuridad de sus brillantes cabellos. Pero curiosamente ya no sintió envidia, ni de ella ni de su suerte al desposarse con Edric; más bien la compadeció, pues estaba claro que su esposo había perdido la cordura.
Una pregunta surgió de sus labios, casi antes de darse cuenta.
—¿Amáis a Edric?
Beatriz detuvo el cepillo a medio camino y pareció meditar la respuesta.
—No lo sé, supongo que sí —contestó, encogiéndose de hombros—. De todas formas, nos unen cosas más interesantes que el amor.
—¿Qué puede haber más interesante que el amor? —preguntó Rheda intrigada. La voz ya se le había recuperado lo suficiente, aunque continuaba escociéndole la garganta.
La risa cantarina de su carcelera volvió a sonar dentro de la tienda.
—En realidad sois muy ingenua.
—No lo creo, para mí lo más importante es el amor.
—¿Y vos amáis a Bawdewyn? —preguntó a su vez, divertida.
Ya se disponía a responder, pero supo frenarse a tiempo. ¿Amaba a Bawdewyn? Las últimas semanas a su lado habían sido agradables a pesar de su insufrible inexpresividad. Sin duda las noches eran la mejor parte, cuando él parecía abandonarse lo suficiente como para hacerle saber que la deseaba y que disfrutaba junto a ella.
Y era consciente de que si algo llegaba a sucederle a él aquella tarde, sufriría por ello. En realidad no podía ni plantearse esa opción porque se sentía morir.
—Sí, creo que estoy comenzando a amarlo —dijo en voz alta sin apenas darse cuenta de ello.
—Qué bonito, una pareja de enamorados. —Y tras hacer ese comentario, continuó con la tarea de desenredar su lustrosa cabellera.
—Siento contradeciros, pero Bawdewyn no me ama a mí. Sólo su sentido del deber lo ha hecho venir aquí a enfrentarse a su hermano.
La sorpresa de Beatriz fue indisimulable.
—Realmente estáis ciega. Ese hombre está loco por vos. Pude verlo claramente en sus ojos.
—No confundáis el deseo con el amor.
—La única que no diferencia lo uno de lo otro sois vos, querida. ¿Acaso no creísteis que Edric os amaba? Y ya veis, os equivocasteis, igual que os equivocáis ahora con vuestro esposo. —Se puso en pie, dejando el cepillo sobre la silla—. ¿Queréis comer algo? La conversación me ha abierto el apetito.
Rheda negó con la cabeza, pero tenía la mirada perdida. Las palabras que acababa de escuchar la habían afectado demasiado. Saber que Edric había hablado de su «amistad» con su esposa le dolió en lo más profundo. Seguramente se habrían divertido mucho a su costa. Pero el convencimiento que Beatriz mostraba sobre los sentimientos de Bawdewyn respecto a ella la había dejado confundida.
¿Podría ser cierto que la amaba?
Comenzaba a elevar una plegaria para que así fuera, cuando se oyó un gran revuelo en el exterior.
—¿Qué ocurre ahí fuera? —preguntó Beatriz, dirigiéndose decidida hacia la entrada.
Antes de que la joven pudiera salir de la tienda, Rheda la vio volver a entrar caminando hacia atrás. Ante ella había un hombre que empuñaba una espada con la expresión imperturbable.
—¡Bawdewyn! —gritó ella emocionada, a la vez que corría a arrojarse en sus brazos.
—¿Estáis bien? —preguntó él abrazándola.
—Sí, ¿y vos? —inquirió a su vez, mirándolo a la cara.
—Ahora sí. —Y volvió a estrecharla con fuerza contra él.
—¿Cómo me habéis encontrado? —preguntó, de nuevo contra su pecho.
—Un hombre ha venido a verme…
—¡Al final lo ha hecho! —sonrió Rheda.
—Entonces, ¿es cierto que lo enviabais vos?
—Sí, le he prometido que le pagaríais bien si lo hacía.
—Eso me ha dicho…
—¿Lo haréis?
—Supongo que ya que habéis dado vuestra palabra, no me queda más remedio. —Torció el gesto—. Aunque sea una pequeña fortuna.
—He pensado que, ya que estabais dispuesto a perder todas vuestras propiedades, no os importaría pagar esa cantidad en su lugar.
—Habéis pensado bien. Lo único que importa es haberos recuperado sana y salva. Le cogió la cara entre las manos y la besó con ternura, aunque lo que realmente le apetecía era devorar aquella boca que tanto había echado de menos durante aquellos dos días interminables.
—¿Dónde está Edric? —preguntó Beatriz, de la que por el momento ambos se habían olvidado.
—Aún no lo he visto, pero pronto lo tendré delante —contestó Bawdewyn.
—¿Qué pensáis hacer? —Ya no se la veía tan segura como hacía un momento. Saberse descubierta antes de tiempo y el temor a las represalias de su cuñado la había hecho palidecer.
—Aún no lo he decidido. Por el momento, vos permaneceréis aquí, escoltada por mis hombres. Y no tratéis de escapar y mucho menos de sobornarlos. Me son totalmente leales, no como los mercenarios a los que vos habéis recurrido.
Al darse cuenta de que no tenía escapatoria, se dejó caer, abatida, sobre el sillón que había ocupado minutos antes.
—Bawdewyn, hay algo que me gustaría preguntaros —dijo, cuando abandonaron la tienda, aún abrazados.
—Podréis hacerlo más tarde, ahora debo ocuparme de Edric. Será mejor que esperéis aquí.
—Pero…
—Rheda, hacedme caso aunque sólo sea por una vez, por favor —replicó, acariciándole el rostro con dulzura, mientras se perdía en la profundidad de sus ojos.
—¿Me amáis? —A pesar de su petición, no fue capaz de resistirse a hacer la pregunta.
El brillo que iluminó los ojos de él fue suficiente respuesta, pero sus palabras le llenaron el corazón de un gozo tan tremendo que pensó que le iba a estallar.
—Más que a nada en el mundo. Daría mi vida por vos si fuera preciso.
Rheda se arrojó de nuevo a sus brazos, rodeándole el cuello con los suyos y atrapándole los labios en un apasionado beso, al que Bawdewyn no tardó en responder.
Cuando se separaron, ella tenía las mejillas sonrosadas y él la mirada vidriosa por el deseo que el beso le había provocado y que quedaría insatisfecho hasta más tarde.
—Para ser un hombre de pocas palabras, no se os da nada mal expresaros —dijo ella con una pícara sonrisa—. Aunque tal vez se os da mejor por escrito —añadió, observándolo atentamente.
La forma en que la miró le confirmó sus sospechas y en ese momento supo que había encontrado al hombre de su vida, el que lo daría todo por ella sin condiciones y la amaría apasionadamente el resto de sus vidas.
—No tardéis. Os aguardo impaciente.
Con esa promesa resonando en su mente, Bawdewyn partió en busca de su hermano.