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Capítulo 22

Sentada ante la ventana para aprovechar mejor la luz, Rheda estaba terminando la pequeña camisa que había hecho para el bebé de su hermana, mientras pensaba en que aquella mañana se había vuelto a despertar sola en el lecho, y completamente vestida.

Se sintió avergonzada por la actitud infantil que había mostrado por la noche, pero se había sentido tan furiosa ante la falta de reacción de Bawdewyn que eso fue lo único que se le ocurrió para terminar de provocarlo, pero ni por ésas.

Tan pronto como despertó, recordó que le había pedido a sir Albert que entregara una carta a su madre, pero aún no la había escrito, por lo que se apresuró a salir del aposento sin ni siquiera cambiarse de atuendo. Ya habría tiempo más tarde para eso.

Ya tenía la mano en el pomo de la puerta cuando reparó en el papel que había en el suelo, como cada día. Lo recogió con rapidez y se lo metió entre los pliegues de la falda; más tarde, con calma, ya lo leería. En aquel momento necesitaba papel y pluma.

Terminó justo a tiempo. Cuando salió al patio de armas, sir Albert y sus hombres estaban listos para partir.

—Sir Albert —lo llamó desde lo alto de la escalera—. Esperad. —Bajó corriendo hasta donde estaba el hombre.

—Lady Rheda, me alegro de que hayáis podido venir a despediros.

—Tomad, ésta es la carta que debéis entregarle a mi madre —dijo, a la vez que le tendía la misiva.

—Se la entregaré en cuanto llegue. Ahora debemos irnos. —Cogió la mano de la joven entre las suyas y se inclinó para depositar un cariñoso beso en ella.

—Que tengáis buen viaje —dijo Rheda tratando de sonreír. Pero ver partir a los hombres de su padre le producía, nuevamente, una sensación de pérdida y soledad.

Unos pasos por detrás de ella, Bawdewyn observaba la escena.

—Mi señor —dijo sir Albert dirigiéndose a él—, gracias por vuestra hospitalidad.

—Siempre seréis bien recibido en mi casa —respondió su esposo, quitándole importancia al asunto.

El caballero hizo otra reverencia, esta vez dirigida al señor del castillo y, seguidamente, montó sobre su caballo e inició la marcha.

Antes de atravesar el portón, aún se volvió y saludó con la mano. Rheda agitó la suya, despidiéndose a su vez.

—¿Estáis bien? —preguntó Bawdewyn.

—Sí, ¿por qué no iba a estarlo? —No lo miró, pero trató de no sonar demasiado brusca.

Había comenzado a subir la escalera cuando una nueva pregunta la detuvo.

—¿Os sentaréis hoy a la mesa a la hora del almuerzo?

¿Era esperanza lo que había notado en su voz?

—Sí —respondió sin más.

No tenía sentido prolongar el enfado. Cuanto antes comprendiera y aceptara cómo iba a ser su vida en aquel lugar, antes dejaría de disgustarse y de sufrir aquellos terribles cambios de humor.

Una vez a solas en la habitación, sacó la nota de entre los pliegues del arrugado vestido y se embebió en las encantadoras palabras que cada día le templaban el corazón.

Tras guardarla junto con las otras, se cambió el vestido y recordó que aún no había comido nada, de hecho, su estómago comenzaba a protestar por ello.

 

 

Cuando Phedra entró en el cuarto de costura, Rheda ya había terminado la diminuta prenda.

—Os ha quedado perfecta.

—¿En serio lo creéis? —Extendió la camisita ante ella, observándola de forma crítica.

—Vuestra hermana estará encantada, creedme.

—Sí, supongo que así será —dijo, finalmente satisfecha de su trabajo.

Poniéndose en pie, la dejó sobre la silla.

—Tengo hambre. ¿Sabéis si sir Bawdewyn se encuentra ya en el salón?

—Sí, mi señora. Está esperándoos.

Sin más comentarios, Rheda asintió y abandonó la estancia.

Permanecía sentada junto a su esposo, mientras el silencio iba haciéndose cada vez más tenso. Ninguno de los dos parecía dispuesto a dar el primer paso para romperlo y liberarlos de la desagradable atmósfera que los envolvía.

—Rheda —dijo él y esperó a que alzara la mirada hasta encontrarse con la suya—. Siento la forma en que me dirigí a vos ayer en el patio de armas.

Se estaba disculpando, pensó ella; aquello era un principio. Bawdewyn no tenía aspecto de ser un hombre acostumbrado a pedir disculpas, por lo que decidió ceder también un poquito.

—Mi respuesta tampoco fue muy acertada —contestó, apartando la vista de los ojos negros que la observaban de forma penetrante.

Lo que Bawdewyn más deseaba en aquellos momentos era sonreírle por el esfuerzo que había hecho, pero eran demasiados años reprimiendo y controlando sus emociones y, por mucho que lo intentara, era como si sus músculos se negaran a obedecer.

Finalmente, asintió con un gesto de cabeza y continuó comiendo.

No había sido gran cosa, pero el reconocimiento por parte de ambos de sus desmedidas reacciones había aligerado levemente el ambiente.

—Si me disculpáis, me gustaría subir a ocuparme de los baúles que sir Albert me ha traído —dijo Rheda una vez que acabó de comer.

A pesar de que la tensión había disminuido, no parecía que quisiera permanecer allí, sobre todo cuando la comunicación entre ellos era inexistente.

Él se limitó a asentir.

La vio alejarse y, como siempre, sintió deseos de ir tras ella.

¿Qué le estaba haciendo aquella mujer que lo tenía totalmente obsesionado?

 

 

Contenta de poder disponer nuevamente de su ropa y objetos más queridos, el humor de Rheda pareció mejorar sutilmente.

Al final de la tarde, cuando por fin terminó de ordenarlo todo a su gusto, decidió salir a tomar un poco el aire. Aún no había comenzado a oscurecer y un paseo por la muralla le sentaría de maravilla.

—¿Os molesta si os acompaño?

Absorta en el maravilloso paisaje que se extendía ante ella, no había oído acercarse a Bawdewyn, por lo que la profunda y acariciante voz la sobresaltó.

—No —respondió, mirándolo por encima del hombro.

La suave brisa que revolvía sus cabellos, arrastraba el suave aroma de su cuerpo hasta él, provocándole de nuevo el tremendo deseo de tenerla entre sus brazos.

¿No podía acercársele sin que su entrepierna se removiera inquieta?, pensó turbado.

Trató de ignorar aquella acuciante necesidad que nacía en lo más profundo de su ser y volvió a hablar, haciendo que su voz sonara lo más serena posible.

—Esta situación es difícil para ambos. —Hizo una pausa, pero continuó al ver que ella no decía nada—. Quizá más para vos, que os habéis visto separada tan repentinamente de vuestra familia, pero… si ambos ponemos de nuestra parte, tal vez no nos resulte tan complicado lograr que esta unión no sea un completo desastre.

Rheda miraba a lo lejos, dejando vagar la vista sobre las tierras cultivadas y las casas de la aldea, que se veían diminutas en la distancia.

Por unos instantes, Bawdewyn creyó que no lo había oído, pues no vio ninguna reacción en ella.

—¿De verdad lo queréis? —preguntó su esposa sin volverse.

—No os entiendo.

—Que nuestra unión no sea un desastre, que funcione —explicó—. ¿Lo deseáis realmente?

—Sí —contestó.

«Más que nada en este mundo», terminó para sí.

Ahora sí se volvió para mirarlo a los ojos.

—Me habéis demostrado que sois un hombre paciente y dicen que justo, sin embargo, yo me he comportado como una chiquilla malcriada y desconfiada la mayor parte del tiempo.

Levantó la mano al ver que él trataba de decir algo.

—Dejadme continuar. No puedo prometeros mucho en lo que respecta a mi carácter, pero os aseguro que trataré de dominarlo, por el bien de esta unión.

—No quiero que cambiéis por mí, sed vos misma. Creo que al final podremos llegar a conocernos y entendernos, evitando así nuevos enfrentamientos sin sentido.

«Entenderse y conocerse —pensó con tristeza—, pero nada de amarse».

Si aún le quedaba una mínima esperanza de que algún día Bawdewyn llegase a amarla, ésta se diluyó en la suave brisa que barría las murallas en aquel mismo instante.

Y sólo deseaba una vida tranquila y cómoda, sin discusiones ni cambios de humor que alteraran la paz en que había vivido hasta su llegada.

Por unos momentos, Rheda sintió lástima de sí misma. Ella, que siempre había soñado con casarse con un hombre que la amara profundamente, se veía atrapada en aquel matrimonio del que únicamente podía esperar entendimiento.

Cerró los ojos, inspiró hondo y expulsó el aire con calma.

Como si pudiera comprender la lucha interna que se estaba produciendo en su interior, su esposo alargó la mano y le rozó la mejilla con la yema de los dedos.

Sin abrir los ojos, ella ladeó la cabeza acercándose más a su mano. En aquellos momentos necesitaba sus caricias; entre sus brazos se sentía especial y algo que se asemejaba al amor surgía entre los dos cuando estaban juntos. Se arrimó más a él y dejó que la envolviera con su poderoso abrazo.

Se aferraría a aquellos momentos como si su vida dependiera de ello. Si aquélla era la única manera en que Bawdewyn era capaz de demostrarle algo parecido a los sentimientos, lo aceptaría.

Tomándole la barbilla con suavidad, le levantó el rostro hacia él y depositó un tierno beso en sus labios, para luego volver a estrecharla contra sí.

En aquella postura, con la cabeza apoyada en su pecho, Rheda podía oír los acelerados latidos de su corazón. Sin embargo, lo miró y vio con pesar que continuaba tan imperturbable como siempre.

—¿Sucede algo? —preguntó él al notar su mirada.

Ella se mordió el labio antes de responder. ¿Debería ser sincera?

—Es vuestro corazón.

—¿Mi corazón? —repitió, enarcando una ceja, el único gesto que solía modificar su granítica expresión.

—Late alocado y, sin embargo, vos parecéis tan sosegado…

—Cada vez que os tengo cerca, parece que se me vuelve loco —confesó, pegándola aún más a él—. Ése es el efecto que provocáis en mí, Rheda.

—¿Os molesta? —quiso saber, curiosa.

—No. —Su voz había sonado ronca por el deseo, que parecía haber ido en aumento al rodearla con sus brazos y sentirla pegada a su cuerpo—. ¿Y a vos?

Ella negó con la cabeza sin perder de vista aquellos oscuros ojos que comenzaban a brillar cargados de anhelo, y sintiendo una presión en el pecho que la obligaba a tomar aire con rapidez.

Con un rápido movimiento, Bawdewyn la sentó sobre el ancho muro, apoderándose de su boca con urgencia.

Si en un principio se sintió sorprendida por la invasión, no tardó en reaccionar y responder al beso con igual intensidad.

Sentía sus grandes manos recorriéndole la espalda, bajando hasta sus nalgas y apretándoselas para atraerla aún más hacia él.

Le deslizó una de las manos bajo la falda y buscó entre sus piernas, acariciándola, provocándola. Inmediatamente, su cuerpo reaccionó a la caricia, humedeciendo los hábiles dedos.

Bawdewyn se sintió tentado de poseerla allí mismo, sobre la muralla. Tal era su deseo, que a punto estuvo de sucumbir ante la idea.

Pero continuó acariciando con destreza la delicada carne que se inflamaba bajo sus dedos.

Podía sentir cómo la excitación crecía dentro de ella.

Metió un dedo en el cálido y prieto pasaje, provocándole pequeños gemidos de placer.

Luego, posó los labios sobre su cuello y sintió el loco pulso bajo la lengua, lo que lo hizo acelerar el ritmo de la caricia.

Totalmente abandonada al placer que le estaba proporcionando, Rheda dejó caer la cabeza hacia atrás y con un grito apagado, alcanzó el orgasmo.

Él no retiró los dedos hasta que las suaves contracciones de su sexo cesaron.

Entonces, ella se dejó caer contra su pecho y lo rodeó con los brazos, suspirando satisfecha.

Le gustó sentirla relajada, abrazada a él, pero el dolor de su propio deseo insatisfecho le hizo romper el encanto del momento al decir:

—Será mejor que regresemos a la torre, se ha hecho de noche.

Al posarla nuevamente en el suelo, a Rheda casi se le doblaron las piernas y tuvo que asirse a la mano que él le ofrecía para no dar con sus huesos en el suelo. Le agradeció el gesto con una sonrisa y se dejó guiar de vuelta a la torre.

Más tarde, esa misma noche, en la intimidad de su aposento, Bawdewyn liberó el deseo que había sentido en la muralla y que se había visto obligado a reprimir. Disfrutó de la entrega y la pasión que Rheda le ofrecía y, finalmente, exhaustos, se durmieron el uno en brazos del otro.