Capítulo 16
Entregaron sus monturas al escudero que había acudido raudo a recibir a su señor, y lady Rheda se dirigió sonriente hacia Phedra, mientras sir Bawdewyn entraba en el edificio.
Apenas había dado unos pasos hacia el interior del salón, cuando se detuvo en seco al ver a su hermano sentado ante la chimenea, con una copa de vino en la mano.
—¿Qué hacéis aquí, Edric? —preguntó, seco y directo.
—Menudo recibimiento, hermano. ¿El matrimonio os está haciendo perder los modales? —Su sonrisa y su tono cínico no parecieron hacer mella en Bawdewyn, que permanecía tan imperturbable como de costumbre.
—Os lo preguntaré de nuevo. ¿Qué hacéis aquí?
—La otra tarde, con las prisas —recalcó esas últimas palabras—, se me olvidó recoger algunas de mis cosas y he venido a por ellas.
—Podríais haber enviado a alguien —dijo él acercándose.
—¿Con eso estáis insinuando que no soy bienvenido? —Parecía realmente sorprendido.
—Simplemente creo que, durante una temporada, deberíais permanecer en vuestro nuevo hogar, con vuestra esposa. —Sonó como una advertencia.
—¿Teméis acaso que la vuestra no os preste la atención adecuada si yo estoy aquí?
Iba a responder, pero la aparición de Rheda en el salón puso fin a la conversación.
—Lady Rheda, qué placer volver a veros. Tenéis un aspecto estupendo. ¿Qué le ha pasado a vuestro cabello?
Al reconocer a su interlocutor, se detuvo en mitad de la estancia.
—Sir Edric —saludó sin más, haciendo caso omiso de su pregunta.
—Os habéis vuelto muy formal de repente, cuñada. ¿Será posible que en tan pocos días mi hermano os haya contagiado su adusto carácter? —La pulla era evidente y sir Edric parecía estar disfrutando a su costa.
—¿Ya os habéis aburrido de vuestra fogosa esposa? ¿O ha sido ella la que no os soporta por más tiempo a su lado?
—¡Vaya! Menuda lengua tenéis, lady Rheda, no os recordaba con ese carácter.
—Tampoco yo os recordaba como a un cretino y sin embargo… —No terminó la frase, aunque su significado fue evidente para los dos hombres.
—Mi señor —dijo, mirando a su esposo—, si me lo permitís, voy a retirarme. Me está aquejando un molesto y repentino dolor de cabeza.
Él asintió y la miró encaminarse con paso airado hacia la escalera. Seguidamente, fulminó a su hermano con la mirada.
—¿Qué? No me miréis así, ha sido ella la que ha comenzado. Con menuda bruja os ha emparejado el rey.
—Será que su carácter dulce ha cambiado de destinatario —contestó, alejándose también en dirección a la escalera—. Supongo que lo que os ha traído hasta aquí no os entretendrá más de lo necesario. Y como no espero veros durante la cena… que tengáis buen viaje, Edric.
Dejándole bien claro que no estaba invitado a compartir su mesa, Bawdewyn abandonó el salón tras los pasos de su esposa. Un furioso Edric se quedó junto a la chimenea.
Suponía que Rheda se habría retirado al aposento, pero al llegar allí descubrió que no había sido así. No tenía la menor idea de dónde buscarla, pero seguramente Phedra sabría decírselo.
Edric decidió recoger sus cosas y abandonar el castillo. Por muy divertido que le resultara provocar a su hermano y a lady Rheda, no era tonto y no quería meterse en más problemas. La paciencia de Bawdewyn podía ser infinita, pero cuando la perdía, más valía no estar cerca de él.
A escasos pasos de su aposento, descubrió una puerta abierta. El ruido que salía de dentro le llamó la atención y, curioso, asomó la cabeza.
—¿Ya se os ha pasado el dolor de cabeza, lady Rheda?
Se volvió sobresaltada y sintió el impulso de arrojarle algo a la cabeza para borrar la petulante sonrisa que curvaba los labios de sir Edric, apoyado contra la jamba, los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Aún no os habéis ido? Ya estáis tardando —dijo, nuevamente de mal humor.
—Qué modales. —Negó con la cabeza—. No sé cómo mi hermano os lo consiente. De haber sido mi esposa… —Hizo una pausa y su expresión se tornó pensativa—… pero no lo sois, ¿verdad? Qué suerte la mía.
Y volvió a sonreír de aquella manera odiosa.
Rheda, ofendida por sus palabras, se plantó ante él en un abrir y cerrar de ojos, pero en esta ocasión estaba preparado y detuvo su mano antes de que alcanzara su objetivo: su cara.
Luego le retorció el brazo hacia atrás y la acercó hacia sí.
—Me hacéis daño —dijo ella entre dientes, tratando de liberarse.
—Quizá me haya equivocado con vos y al final sois más apasionada de lo que había imaginado. Siempre me parecisteis una mojigata y ahora resulta que tenéis carácter y sabéis sacar las uñas. —La apretó contra su pecho, sin soltarle la mano, que seguía sujetándole tras la espalda.
—Sois despreciable. —El dolor en el brazo era casi insoportable, pero no tenía intención de demostrárselo, no le daría la satisfacción de verla llorar—. No sé cómo me pude equivocar tanto con vos. —Escupió las palabras con todo el desprecio que sentía.
La respuesta de sir Edric fue limitarse a sonreír.
Rheda se retorció tratando de liberarse, pero sus esfuerzos eran inútiles y con cada movimiento el dolor se intensificaba. Ahora, además, estaba completamente pegada al cuerpo de él, que ante los movimientos de ella reaccionó de forma inmediata.
—¿Estáis provocándome deliberadamente, lady Rheda? —susurró cerca de su oído, consiguiendo que un escalofrío de repugnancia le recorriera la espalda.
—Soltadme o gritaré. —¿Por qué no había pensado antes en ello?
—Dadme un beso y os dejaré marchar.
Trató de esquivar la boca que se acercaba a la suya.
—Ni en sueños volvería a besaros.
A pesar del dolor, volvió a intentar soltarse y un pequeño gemido salió de su boca, provocando una risa queda en su atacante.
—No necesito vuestro consentimiento.
Con la mano que tenía libre, la agarró del cabello y la obligó a volver el rostro hacia él. Sin darle tiempo a reaccionar, se apoderó de su boca de una forma brutal.
Los labios que había sentido tan cálidos y suaves hacía unos meses, en esos momentos le resultaron duros y agresivos. Se apretaban contra los suyos con fuerza, magullándola.
Con horror, notó que trataba de introducirle la lengua en la boca. Apretó los labios con fuerza, empeorando las cosas, porque él lo intentó con mayor agresividad.
Le escocían y no sabía cuánto tiempo podría impedir aquella desagradable intromisión. El lacerante dolor del brazo tampoco la ayudaba mucho. Estaba a punto de sucumbir, cuando una controlada y conocida voz sonó tras ellos.
—Edric, apartaos ahora mismo de mi esposa.
Momentáneamente paralizado por la inesperada interrupción, sir Edric le soltó lentamente el brazo y ella hubo de hacer un gran esfuerzo para no llorar de alivio.
Una amplia sonrisa asomó al rostro del joven cuando se volvió para enfrentar a su hermano.
—Bawdewyn, tu esposa se estaba despidiendo de mí.
Los ojos del señor del castillo permanecían clavados en sir Edric y ni una sola vez se desviaron para mirarla a ella; quizá temiendo encontrar el deseo reflejado en sus ojos, deseo por su hermano, no por él.
—Mi señor… —comenzó a decir frenética.
—Rheda, retiraos a nuestro aposento, más tarde hablaré con vos.
Seguía sin mirarla y su voz le sonó tremendamente fría.
—Pero tenéis que saber…
Su esposo levantó la mano para impedirle continuar.
—Os he dicho que hablaré con vos más tarde, ahora obedeced y salid de aquí.
Era la primera vez que le hablaba en un tono tan cortante y autoritario.
Lo miró unos segundos más con la esperanza de que la mirase a su vez, pero no lo hizo.
La tensión en la estancia, entre los dos hermanos, había aumentado de tal manera que podría cortarse con una daga.
Tan dolorida física como emocionalmente, los dejó allí y se apresuró en llegar a la habitación.
Dio un fuerte portazo al entrar y cerrar tras ella.
Sentía toda la frustración del mundo bullendo en su interior, amenazando con desbordarse en cualquier momento.
Aquellos dos pretenciosos creían que podían utilizarla y dominarla como si tal cosa.
Comenzó a pasear, agitada, de arriba abajo. En cuanto sir Bawdewyn se reuniera con ella, iba a tener que escucharla, además de atenerse a las consecuencias por la forma horrible en que la había tratado, sin darle oportunidad de explicarse.
—Os dije que os mantuvierais alejado de mi esposa. —La oscura mirada parecía atravesar al joven.
—Soy inocente. —Levantó las manos para dar mayor énfasis a sus palabras—. Ha sido ella la que se me ha ofrecido.
Bawdewyn mantuvo sus emociones bajo control, aunque las palabras de Edric lo atravesaron como una lanza envenenada.
—No os permito difamar a mi esposa; no me obliguéis a olvidar que sois mi hermano.
—No os tengo miedo —lo desafió él, aunque algo en la mirada de Bawdewyn le advertía que sería mejor batirse en retirada.
—Edric, será mejor que os vayáis ahora que aún podéis hacerlo. Y no os molestéis en volver. —Hizo una pausa esperando a que asimilara sus palabras—. A partir de este momento, no sois bien recibido en el castillo.
—Todo esto por una mujer —escupió el joven con desprecio.
—Sí, la mía —replicó con rotundidad.
Y se volvió, dispuesto a abandonar la estancia.
—Os estáis equivocando, Bawdewyn, y esta decisión os puede costar muy cara.
—No me amenacéis, Edric, aún no estáis en posición de hacerlo.
Su tono seguro y despectivo fue como una chispa junto a paja seca, e inflamó el resentimiento y la furia dentro de Edric, que apretó los puños a ambos lados del cuerpo, aunque optó por mantener la boca cerrada.
Sabía que lo que decía su hermano era la pura realidad. Pero algún día… él también sería un gran señor. Entonces volverían a verse las caras.
El desprecio con que lo estaba tratando no quedaría así. Estaba harto de no ser nadie, de ser el segundo en todo, siempre a la sombra del gran Bawdewyn, pero las cosas no tardarían en cambiar.