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Capítulo 8

El ambiente en el gran salón era mucho más ruidoso y festivo que el día anterior.

Pero Rheda no parecía prestar atención a nada de lo que sucedía a su alrededor.

«Ya está —pensó—, ya soy la esposa de un extraño; éste será a partir de ahora mi hogar».

Se sentía desolada ante la idea de que no iba a volver a su hogar, a su aposento; no vería más a las personas que conocía. Pensó en Elda, su querida Elda, cuánto la iba a extrañar. ¿A quién le contaría sus problemas y sus alegrías? ¿Con quién compartiría sus preocupaciones a partir de ese momento? Estaba sola y cuando su familia se fuera, sería peor.

—¿Os encontráis a disgusto, Rheda? —La profunda voz que le había hablado casi en un susurro a su lado la sobresaltó.

—¿Os he dado esa sensación, mi señor? —respondió con todo el sarcasmo de que fue capaz—. ¿Cómo podría encontrarme a disgusto con los maravillosos acontecimientos del día?

Notó un brillo, que le pareció peligroso, en los ojos de sir Bawdewyn, pero no se dejó intimidar.

—¿No me veis feliz y disfrutando de la fiesta como la que más?

Todas las esperanzas de Bawdewyn de tener un matrimonio tranquilo se desvanecieron en el aire ante los comentarios de la muchacha. Sabía que no podía culparla, pero había confiado en que no lo considerara responsable y lo hiciera pagar por ello.

—Me alegro de que estéis disfrutando tanto como yo de la fiesta. —Hizo una pequeña pausa, tomó un sorbo de vino y, sin variar su seria expresión, añadió—: Estoy seguro de que más tarde disfrutaremos aún más.

Sin esperar respuesta, desvió la vista hacia el otro lado, donde se encontraba el rey, dando así por zanjada la escueta conversación.

—Seguid soñando —murmuró ella con los dientes apretados y tratando de contenerse para no arrojarle el contenido de su copa encima, por presuntuoso.

—¿Decíais algo, mi señora? —El tono irónico de su voz le dejó bien claro que, a pesar del susurro y del bullicio de la sala, su esposo la había oído.

—Me habéis oído de sobra, para qué malgastar saliva repitiéndolo.

Él le sostuvo la mirada desafiante durante unos segundos, antes de responder:

—Tened cuidado con esa lengua, mi señora…

—¿Me castigaréis si no lo hago?

Estaba provocándolo deliberadamente, pero si lo que pretendía era montar una escena en medio del banquete, con el salón lleno de invitados… podía esperar sentada, pensó casi divertido. Aún tenía que aprender que no perdía los nervios con facilidad. Se necesitaba algo más que una lengua afilada para llevarlo al límite.

Se acercó más a ella y, acariciándole el rostro, susurró:

—Nunca he maltratado a una mujer…

Ella iba a rechazar la caricia, pero él continuó:

—… hasta ahora, pero si me provocáis demasiado, tal vez seáis la primera.

Rheda decidió ignorar la amenaza y le apartó la mano.

—Qué gran honor —replicó.

—Terminaos la comida —dijo él señalando el plato—. Pronto saldremos al patio a disfrutar de los juegos.

—Preferiría retirarme…

No terminó la frase, el brillo de los oscuros ojos de sir Bawdewyn la hizo entender a la perfección lo que él estaba pensando antes de que volviera a hablar.

—Sinceramente, yo también preferiría retirarme. Si eso es lo que deseáis, podríamos excusarnos…

—No —respondió Rheda con rapidez. ¿Se había puesto nerviosa? Sorprendente—. Asistir a los juegos estará bien.

—Como gustéis, y ahora terminaos la comida.

 

 

Sentados a la izquierda del rey, se encontraban los otros desposados, y para cualquiera que se molestara en observar a ambas parejas durante unos segundos, serían evidentes las diferencias. Mientras unos permanecía callados y mortalmente serios, los otros eran todo alegría y risas.

Las hermanas de lady Rheda observaban desanimadas a la pequeña de la familia y en más de una ocasión estuvieron a punto de dejar sus lugares en la mesa para ir a su lado.

—Ni se os ocurra —les advirtió lady Rowena viendo sus intenciones.

—Pero es que se la ve tan triste —dijo lady Shabella.

—Lo sé —contestó la mujer, tratando de tragarse la angustia que le provocaba ver a su hija de aquella manera.

Hubiera deseado para Rheda una boda como la de sus otras hijas, con hombres de su elección y adecuados. No era que sir Bawdewyn no fuera adecuado, todo lo contrario, le parecía un caballero más que apropiado para su pequeña, pero sentía la manera acelerada en que se habían visto obligados a desposarse. Rogaba a Dios que lograran entenderse.

 

 

El resto de la jornada se desarrolló en su mayor parte en el patio de armas, donde algunos de los asistentes al festejo demostraron su pericia con el arco y la ballesta, compitiendo entre sí para regocijo de los presentes. Otros, los más jóvenes, optaron por el juego de la palma, buscando lucirse ante las damas, que, divertidas, animaban a uno u otro equipo.

Ceowulf lanzaba la pelota con todas sus fuerzas, tratando de recorrer el campo contrario y llevar a su equipo a la victoria. Lady Anael aplaudía y animaba entusiasmada cada vez que el joven lanzaba la bola con fuerza, y él se lo agradecía con una radiante sonrisa y algún que otro pícaro guiño que hacía las delicias de la muchacha.

—Le gustáis —comentó una de las jóvenes cerca del oído de lady Anael.

—¿Vos creéis? —preguntó ésta, sin despegar la vista del campo de juego.

—No os hagáis la despistada conmigo, lo sabéis de sobra —exclamó divertida la otra muchacha—. Y a vos se os van los ojos tras él.

—Sí, tengo que reconocerlo, Ceowulf es un joven encantador. —No pudo reprimir la sonrisa que le iluminó el semblante al pronunciar esas palabras.

—¡Oh! Os estáis enamorando.

—No digáis tonterías…

En ese momento, Ceowulf golpeaba la pelota, y lady Anael siguió la trayectoria de la esfera, expectante. Cuando botó en el campo contrario dando un tanto más al equipo del joven, ella volvió a aplaudir dando además unos saltitos de alegría.

—No, seguro que no estáis interesada —ironizó su compañera antes de alejarse, buscando entretenimiento en otro lugar.

Pensando en los menos activos, sir Bawdewyn también se había encargado de organizar una exhibición de cetrería que hizo las delicias del monarca.

—Lo habéis organizado todo al detalle, sir Bawdewyn, os felicito.

—Gracias, majestad.

 

 

Rheda no disfrutó de ninguno de los entretenimientos, una nueva preocupación se había instalado en su cabeza… la noche de bodas. Por lo que seguía sin enterarse de nada de lo que sucedía a su alrededor. ¿Tendría que permitir que la…? Sólo de pensarlo sentía escalofríos. No estaba preparada para entregarse. ¿Cómo iba a superar aquella noche?

Volvían a estar en el gran salón, los alimentos y las jarras de bebida circulaban de nuevo sobre las mesas, llevándola a pensar que la tarde tocaba a su fin, pero no podría asegurarlo. En realidad, no recordaba ni cómo había regresado a su asiento en la mesa principal. No le habría extrañado que el propio sir Bawdewyn la hubiera arrastrado hasta allí sin que ella ni siquiera se enterase, perdida como estaba en sus preocupaciones.

De pronto, algo cambió en el bullicio reinante que la hizo volver a la realidad.

Parecía que los presentes hubiesen enmudecido. Miró a su alrededor y descubrió, horrorizada, que todas las miradas estaban posadas en ella y en lady Beatriz.

Había llegado la hora. Su madre y sus hermanas se le acercaron.

También lady Beatriz contaba con un pequeño cortejo femenino para acompañarla, pero la expresión de felicidad de su rostro poco tenía que ver con la de terror que se reflejaba en el de Rheda.

Lady Rowena le posó la mano en el hombro, tranquilizadora, a la vez que decía:

—Es la hora, hija mía.

—Me siento como un animal al que van a sacrificar —respondió ella con un nudo en la garganta.

—Es normal que os sintáis nerviosa, pero ya veréis como no es tan terrible —la animó su hermana.

—Para vos fue fácil, amabais a vuestro prometido. A mí, el mío ni siquiera me gusta.

—No digáis eso, Rheda. Sir Bawdewyn es un hombre apuesto, y muy gentil, estoy segura de que os tratará con delicadeza.

—Ahorraos las palabras, madre, nada de lo que digáis hará esto más fácil.

—Siempre tenéis que hacerlo todo más complicado con ese carácter testarudo. Al final, terminará dándoos problemas.

—No sois la primera en advertírmelo en el día de hoy. —Se puso en pie—. Pero vayamos, terminemos con todo esto cuanto antes.

Lady Beatriz se dirigía ya hacia la escalera que conducía a la parte alta de la torre y un coro de voces comenzaba a alzarse, jaleando su marcha. Los vítores y comentarios subidos de tono aumentaron al ver que lady Rheda se disponía también a abandonar el salón.

Hacía rato que no veía a su esposo, pero eso no la preocupó en absoluto; sabía que lo vería antes de lo que deseaba.

Alejarse de los gritos fue un gran alivio para sus oídos. Sin embargo, ahora tenía otros problemas a los que enfrentarse.