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Capítulo 21

Odiaba cómo había terminado ese día que había comenzado de una manera tan maravillosa. El recuerdo de la pasión compartida esa mañana le aceleró el pulso de tal manera que se arrepintió de cada palabra que había pronunciado durante la jornada y que había conseguido alterar el ánimo de Rheda.

De haber actuado de otra manera, seguro que ahora estaría disfrutando de su cuerpo, en lugar de consumirse de deseo y frustración, mientras su esposa dormía vestida a su lado.

 

 

La pesada espada descargaba terribles golpes sobre su adversario, que, frente al brutal ataque, sólo podía defenderse sin posibilidad de responder.

—¿Os habéis vuelto loco? —gritó el caballero cuando comprendió que no podría mantener mucho más aquel ritmo sin salir perjudicado.

Edric detuvo la espada en el aire y lo fulminó con la mirada.

—¿Acaso no sabéis defenderos? —Una cruel sonrisa curvó sus labios—. Parece que no —se respondió a sí mismo, bajando nuevamente el arma.

El otro le devolvió furioso la mirada y, sin decir nada, abandonó el patio de armas.

Frustrado por no poder descargar su ira, Edric maldijo entre dientes.

Dejó caer la espada al suelo y, señalándola con un brusco gesto de la cabeza, le gritó a su escudero:

—Encárgate de ella. Y la próxima vez que la tenga en mis manos, quiero que esté reluciente y sin un solo arañazo.

—Sí, mi señor —respondió el joven atemorizado, al tiempo que se apuraba a cumplir sus órdenes.

—Traedme una jarra de vino —bramó, al entrar en el salón.

—No parecéis de muy buen humor esta tarde —comentó lady Beatriz al oír a su esposo.

—Son todos un hatajo de cobardes; ni uno solo es digno de enfrentarse a mí.

—No descarguéis vuestras frustraciones contra ellos —contestó ella con tranquilidad—. Desde que habéis regresado, estáis de un humor pésimo. Los tenéis a todos aterrorizados y eso no os hará ganar su respeto.

—¿Y quién quiere su respeto? —Edric escupió las palabras de forma despectiva.

—Algún día lo necesitaréis. —Se acercó a él y le posó una delicada mano en el hombro. El gesto pareció calmarlo ligeramente—. Mi padre es un anciano y no vivirá mucho tiempo —añadió bajando el tono de voz—. Entonces, vos seréis el amo y señor de todo, pero necesitaréis el apoyo de los hombres.

Hizo un leve gesto con la cabeza, señalando el patio.

Edric escuchaba las palabras de su esposa sin mirarla, mientras bebía de la jarra que un sirviente se había apresurado a llevarle.

—Tenéis razón. Debería controlarme, pero… —La sangre le volvió a hervir al recordar la forma en que su hermano lo había echado del que había sido también su hogar.

—Os gusta el poder y sois ambicioso —dijo lady Beatriz casi ronroneando a su lado.

—¿Y vos no lo sois? —preguntó atrayéndola con rudeza hacia sí y sonriendo, ya de mejor humor.

«No hay nada como una mujer que comparta las ambiciones de uno, además de ser cariñosa y complaciente en el lecho», pensó satisfecho.

—Juntos podremos llegar lejos —replicó ella echándole los brazos al cuello—. Más de lo que podáis imaginar.

—¿Qué queréis decir? —preguntó intrigado.

—Paciencia, mi señor, cada cosa a su debido tiempo. —Acercó los labios a los suyos y, sin llegar a tocarlo, continuó con voz provocadora—: Tendréis todo lo que siempre habéis deseado.

La promesa, hecha con aquel sugerente tono, provocó en Edric una oleada de deseo que lo llevó a asaltar la boca que continuaba casi pegada a la suya.

Beatriz interrumpió el beso echando la cabeza hacia atrás y ofreciéndole el delicado cuello a la vez que sus caderas se frotaban contra su dura excitación.

Con un gruñido animal, él recorrió el cuello, lamiendo, mordiendo y besando con lujuria desenfrenada. La que aquella mujer le provocaba.

Enormemente excitado, tanto por sus actos como por sus palabras, la cogió de la mano y prácticamente la arrastró escaleras arriba.

En absoluto molesta con la poca delicadeza que su esposo estaba demostrando, Beatriz corrió siguiendo sus pasos con una sonrisa divertida en los labios, ligeramente enrojecidos por el apasionado beso que acababa de darle. Una risilla juguetona escapó de su garganta al ver que Edric se iba desatando las calzas a medida que subían hacia sus habitaciones.

 

 

Ceowulf había cabalgado durante todo el día, siempre procurando unirse a algún grupo de carretas o de campesinos. Sabía que no era recomendable viajar sin compañía, ya que podría terminar siendo presa de los salteadores, así que había preferido sacrificar el ritmo de su marcha en beneficio de su seguridad. Nada ganaría cabalgando de forma alocada si era asaltado por los maleantes que atestaban los bosques del camino a Canterbury.

Durante el día, apenas se había detenido unos instantes para dar descanso a su montura y alimentarse él mismo, y ahora, cuando la noche comenzaba a caer, el agotamiento de la larga jornada empezaba a dejarse notar en su cuerpo.

Decidió hacer un alto y descansar durante la noche. Tendría que extremar las precauciones, porque en ese momento se encontraba solo.

Desmontó al borde del camino y, con cautela se adentró en la espesura.

El silencio lo envolvía de una manera que casi le resultaba molesta, pero aunque empezaba a dudar de lo cabal de su plan al arriesgarse a partir sin compañía, no se amedrentó y continuó buscando el mejor lugar donde poder pasar unas horas y descansar, a la espera de que el sol volviera a aparecer en el cielo.

No tardó en dar con él. Sin necesidad de internarse demasiado en la tupida arboleda, topó con un pequeño claro, apenas bañado por los tenues rayos de la luna.

Ató las riendas del caballo en las ramas bajas de uno de los árboles y se dispuso a tomar una rápida y frugal cena antes de intentar dormir.

En eso estaba cuando se oyó un grito encolerizado, seguido de una maldición, poniéndolo inmediatamente alerta.

Dejando el sabroso queso que estaba degustando, espada en mano caminó entre los árboles, intentando descubrir la procedencia del grito. Si sus sentidos no lo engañaban, había sido proferido por una mujer.

Podía sentir la sangre golpeándole con fuerza en las sienes y la tensión que se había apoderado de su cuerpo, preparándolo para el combate.

Aguzó el oído mientras avanzaba entre los árboles, oteando en la oscuridad, en busca de una nueva señal.

Ésta no tardó en llegar.

—¡Maldita bruja! —oyó decir, en esta ocasión, era una voz masculina la que llegó a sus oídos.

Estaban cerca y él se movió con sigilo.

—Sujetadla bien —dijo entonces otra voz también de hombre.

—Eso intento, pero se retuerce como una culebra.

Ceowulf se ocultó tras un gran roble y observó la escena que tenía delante. Dos hombres trataban de sujetar a una muchacha, que, como bien había dicho uno de ellos, se retorcía como una culebra, dificultándoles la tarea.

Por unos instantes, y a pesar de la escasa luz, se quedó hechizado por la cabellera roja y el grácil cuerpo de la mujer que se debatía, desesperada por liberarse de las manos de quienes trataban de inmovilizarla.

Sólo cuando ella volvió a soltar un grito de frustración, Ceowulf fue capaz de reaccionar.

No sabía por qué aquellos dos hacían lo que hacían, pero podía imaginárselo. Las ropas de la joven, aunque sencillas, se veían de calidad, mientras que las de ellos estaban ajadas y sucias.

Tenía que actuar con rapidez, aunque no podía arriesgarse sin antes comprobar si los rufianes estaban solos o no. En este último caso, tanto él como la muchacha estarían en un serio aprieto.

Volvió a ponerse en movimiento, deslizándose entre los troncos y rodeando al pequeño grupo que había alterado su descanso. Mantenía la mirada fija en el trío, pero sin descuidar su retaguardia; no le apetecía que lo sorprendieran por la espalda. Recorrió el perímetro a su alrededor y, casi seguro de que sólo eran dos los asaltantes, se decidió a entrar en acción. Le sudaban las manos y tuvo que asir con fuerza la empuñadura de la espada. Estaba bien adiestrado, pero nunca se había enfrentado a un contrincante real y eso lo hacía sentirse un tanto inseguro. Pero no era momento para vacilaciones, una dama estaba en apuros y, como futuro caballero del rey, debía socorrerla.

Sin hacer ruido, buscó en el suelo algunos pedruscos, y lanzó uno de ellos hacia los árboles del otro lado.

—¿Qué ha sido eso? —dijo uno de los maleantes.

—No he oído nada… ¡¡aaaahh!! —terminó la frase con un grito de dolor—. La muy zorra me ha mordido.

—Os digo que he oído algo. —El otro comenzaba a estar inquieto.

Ceowulf aprovechó para lanzar otra piedra hacia su derecha.

—¿Quién anda ahí? —preguntó uno de los hombres caminando encorvado y con los ojos entornados, tratando de descubrir entre los árboles al intruso y olvidándose así de su compañero.

El joven no perdió el tiempo y moviéndose con rapidez a través de los árboles se situó tras el sujeto que aún intentaba inmovilizar a la muchacha sin demasiado éxito.

Sin perder de vista al primero, que continuaba husmeando entre el follaje, se acercó por detrás y con la empuñadura de la espada le asestó un fuerte golpe que lo dejó, si no inconsciente, sí atontado. Momento que la muchacha no desaprovechó y, sin detenerse a mirar atrás, salió corriendo.

Ceowulf la imitó y desapareció tras ella en el mismo instante en que el otro hombre se volvía y veía a su compañero tirado en el suelo.

Oyó las imprecaciones del bandido, pero no se detuvo para comprobar si lo seguían o no. Sorteando ramas, tropezando con la maleza que cubría el suelo y sin ver realmente dónde ponía los pies, corría tras la muchacha, que parecía tener alas en los pies.

—Deteneos, por Dios —dijo, casi sin aliento cuando ya estaba a punto de perderla de vista—. No parece que nos hayan seguido.

Al oírlo, la joven interrumpió su loca carrera.

Cuando Ceowulf logró alcanzarla, estaba sin resuello.

—¿Dónde habéis aprendido a correr de esa forma? —preguntó, mientras, con las manos apoyadas en las rodillas, trataba de recuperar el ritmo normal de su respiración.

La joven observaba divertida los esfuerzos de su salvador, mientras que ella apenas se encontraba fatigada.

Ceowulf se irguió y la contempló. Si al descubrirla se había quedado prendado del color de su pelo y de su cuerpo, ahora que tenía ante sí su bello rostro, sintió que volvía a quedarse sin aliento. Era como un hada del bosque, o un duendecillo, no sabría decirlo, pero ciertamente no parecía de este mundo. A pesar de la escasa luz, acertó a distinguir unos ojos claros y rasgados que lo miraban sin parpadear, mientras una sonrisa traviesa asomaba a sus labios carnosos.

—¿Os encontráis bien? —preguntó ella, al ver su extraña expresión.

Él sí tuvo que parpadear para librarse del encantamiento que la bella criatura parecía haberle lanzado.

—Será mejor que nos marchemos, esos dos pueden regresar en cualquier momento —respondió Ceowulf, ignorando su pregunta y tratando de pensar con coherencia—. He dejado mi caballo en un claro, hacia ese lado. —Señaló el lugar con un rápido gesto de la mano—. Vayamos antes de que lo hagan ellos y lo encuentren.

Ella se limitó a asentir y a seguirlo. Caminaron en silencio, aguzando el oído y deteniéndose ante el menor sonido sospechoso.

Por suerte, los rufianes parecían haber desistido de perseguirlos, y alcanzaron sin contratiempos el calvero donde aguardaba la montura de Ceowulf.

—¿Cómo llegasteis hasta aquí? —preguntó.

—A caballo, pero se espantó cuando esos dos me sorprendieron —fue la sencilla respuesta de ella.

—¿Viajabais sola? —inquirió, sorprendido.

—Sí —respondió la chica con naturalidad.

Él la observó unos segundos antes de recoger sus pertenencias y los alimentos que habían dejado en el claro.

—Será mejor que nos vayamos, no me parece seguro permanecer aquí; podrían regresar. —La vio asentir—. Por cierto, ¿cómo os llamáis?

—Erika McBean —respondió, alzando la barbilla, orgullosa.

—Sois escocesa. —Debería haberlo imaginado por su marcado acento y su temperamento, pensó Ceowulf.

—Sí, ¿os supone algún problema? —replicó a la defensiva.

—En absoluto —contestó, sujetando las riendas del caballo.

Él montó y le tendió una mano para ayudarla a subir. Sin dudarlo un segundo, Erika aceptó su ayuda y se sentó en la grupa. Acto seguido, le rodeó la cintura con los brazos y dijo:

—Cuando queráis.

Ceowulf condujo al animal entre los árboles, sin dejar de observar la oscuridad que los rodeaba; no quería verse sorprendido si los maleantes decidían ir tras ellos.

Erika permanecía en silencio, también vigilante ante cualquier posible movimiento entre los árboles.

Ambos respiraron tranquilos cuando alcanzaron de nuevo el camino y, sin detenerse a mirar tras de sí, Ceowulf espoleó al caballo y se alejaron al galope.

—No me habéis dicho vuestro nombre —dijo ella, alzando la voz para hacerse oír sobre el ruido de los cascos.

—Ceowulf de Norwich —respondió, volviendo la cabeza.

Una vez satisfecha su curiosidad, Erika guardó silencio de nuevo y dejó que el joven la alejara de aquel lugar. Tarde o temprano tendrían que detenerse a descansar, entonces podrían hablar con calma y tal vez él se ofreciera voluntario para escoltarla hasta Northampton, pensó con una sonrisa traviesa. A pesar de la oscuridad del bosque, no le había pasado desapercibida su reacción al verla. Sabía el efecto que provocaba en los hombres y, aunque no era algo de lo que se vanagloriase, tenía que reconocer que su llamativo físico en algunas ocasiones podía serle de gran ayuda. Esperaba que ésa fuera una de ellas.