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Capítulo 27

—Quiero convertir este señorío en uno de los más importantes de Inglaterra, pero para ello necesitamos más tierras y hombres.

Edric se paseaba de un lado a otro del aposento, bajo la atenta mirada de su esposa.

—Pero todo eso requiere fondos, y en estos momentos no tenemos —prosiguió—. Las arcas de vuestro padre están casi vacías.

—Tal vez vuestro hermano pueda solucionar ese pequeño problema.

—¿Os habéis vuelto loca? —casi gritó él—. No estoy dispuesto a rebajarme pidiéndole…

—No estoy diciendo tal cosa —lo interrumpió Beatriz con los ojos ligeramente entornados.

—No os entiendo. —El tono alterado de Edric se había tornado rápidamente en interesado.

—Quizá, sólo quizá, si algo le sucediera a la pequeña Rheda… Estoy segura de que Bawdewyn estaría más que dispuesto a pagar para recuperarla.

Él entornó los ojos sin dejar de mirarla, mientras sopesaba sus palabras.

—Pero eso me haría quedar…

—¿Peor de lo que ya habéis quedado? Vuestro hermano os ha prohibido la entrada al castillo. ¿Qué importancia tiene si su rencor llega un poco más lejos? Además, no tiene por qué saber que ha sido cosa vuestra. —Sabía que su marido la escuchaba y siempre tenía en cuenta su opinión, por eso pensó que era el momento de exponerle su plan.

—Podría resultar —dijo él. Volvió a pasear, pero esta vez más despacio, meditando las posibilidades de salir airoso de una empresa tan arriesgada—. Pero tendríamos que invertir parte de los fondos que nos quedan en contratar mercenarios.

—En eso tenéis razón, porque los hombres de mi padre no os seguirán en esta aventura. Los conozco bien y serían incapaces de conspirar contra Bawdewyn. Los mercenarios son nuestra única opción.

—Muchos de los caballeros de sir Edmond tendrán que buscarse otro señor al que servir cuando yo esté al mando. —Apretó la mandíbula al pronunciar esas palabras.

—Si conseguimos esos fondos, no tardará en suceder. Con el dinero en nuestro poder, sólo tendremos que convencer al rey de la incapacidad de mi padre y entonces, nada ni nadie podrá detenernos.

Tumbada boca abajo sobre el lecho, los ojos le brillaron de codicia. Se había casado con Edric consciente de que encontraría un aliado en él. Y no se había equivocado.

—La idea de asistir a las justas no me entusiasma, pero es una de las maneras más rápidas de conseguir tierras y dinero.

Edric sabía que podía enfrentarse a cualquiera. Estaba bien adiestrado, además de contar con un estupendo físico que solía darle ventaja sobre sus adversarios, pero le parecía humillante ir de torneo en torneo, tratando de conseguir riquezas y alguna que otra propiedad. Había pensado que se libraría de ese destino al casarse con Beatriz, pero los fondos de su suegro habían ido mermando en los últimos años y la ineficacia del hombre había hecho que no lograra llenar sus arcas de nuevo. Y ahora le tocaba a él ocuparse del asunto, si quería llegar a ser un importante señor y obtener el poder con que siempre había soñado. Pero gracias a Dios contaba con la mujer adecuada para solucionar ese pequeño inconveniente.

Beatriz era hermosa y apasionada, y tan avariciosa como él. Realmente eran la pareja ideal.

Ahora, lo único que tenían que hacer era idear un plan para hacerse con Rheda y luego pedir un sustancioso rescate. Por el momento, el tema de las justas podía esperar.

Una duda atravesó su mente como un relámpago.

—¿Y si no quiere pagar el rescate? —dijo, volviéndose hacia su esposa.

Ésta le dedicó una sonrisa confiada con un toque un tanto diabólico.

—Por lo que me habéis contado, pagará lo que le pidamos. —Su sonrisa se hizo más amplia—. De hecho, quizá podamos conseguir algo más que un puñado de monedas.

—No sé qué más podría darnos Bawdewyn. Y si queremos permanecer en el anonimato…

—¿Podríais vencer a vuestro hermano en un torneo? —Su mirada se tornó especuladora, esperando su respuesta.

—Supongo que sí. Pero ¿cómo conseguiremos llevarlo a un torneo?

—Eso es lo más sencillo. Vos encargaos de vencerlo y todo lo demás se nos servirá en bandeja. —Guardó silencio apenas unos segundos—. Aunque con Rheda en nuestro poder, será necesario que os esforcéis.

 

 

La nueva idea que había concebido su retorcido cerebro la había excitado. De rodillas sobre el mullido colchón, llamó a Edric con el dedo índice, insinuante, y, levantándose la falda de forma sugerente, mostró un buen trozo de sus sedosas piernas.

Poder era lo que quería y, gracias a su marido, lo conseguiría.

Con una sonrisa lasciva, Edric obedeció.

 

 

Mucho más tarde, después de sucumbir a la pasión, terminaron de dar forma a sus planes.

Edric apostaría a un par de hombres a las puertas del castillo de Bawdewyn, que observarían las entradas y salidas para buscar la mejor manera de hacerse con la muchacha.

Luego, sólo tendría que ajustar cuentas con su hermano. No estaba dispuesto a perder aquella oportunidad. Le haría pagar…

 

 

Una vez en Northampton, no fue difícil conseguir la información que los llevaría hasta Liam McBean.

Erika notaba un nudo en la garganta ante la sola idea de tener que despedirse de Ceowulf y éste no estaba en mejores condiciones.

El último día de viaje había resultado el más maravilloso de todos, pero ya habían llegado, y ninguno de los dos sabía qué pasaría a continuación.

El hermano de Erika se hallaba alojado en la posada más grande y respetable del pueblo. Plantados ante ella, contemplando la fachada que contaba con varias plantas y amplios ventanales, no terminaban de decidirse a atravesar la puerta. Hacerlo sería terminar definitivamente con aquella loca aventura en la que se habían embarcado.

—¿Y si ya se hubiera ido? —preguntó Ceowulf ansioso, deseando que así fuera.

Erika negó con la cabeza.

—Sé muy bien que aún estará aquí. Si no, nunca me hubiera arriesgado a venir.

—Entonces tendré que agradecérselo —contestó sonriendo, a la vez que se acercaba a ella. Dejó que sus dedos le acariciaran la cara por última vez.

Ella ladeó la cabeza y frotó la mejilla contra su mano, deseando poder detener el tiempo.

—¿Erika? —La voz sonó sorprendida.

A Ceowulf le bastó una mirada al hombre que tenía detrás para saber quién era. El pelo rojo, ligeramente más claro que el de Erika y los ojos verdes, tan similares a los de ella, le confirmaron que era su hermano.

Parecía poco mayor que él mismo, pero el peso de las responsabilidades había dejado una huella inconfundible en su semblante, haciéndolo parecer mayor.

—¡Liam! —gritó ella, echándose a sus brazos.

—¿Se puede saber qué hacéis aquí? —preguntó el joven, pero su mirada seguía clavada en el hombre que segundos antes acariciaba el rostro de su hermana.

—Han surgido ciertos problemas y me pareció conveniente venir a avisaros —respondió ella con naturalidad.

—¿Qué problemas? —preguntó, mirándola con el cejo fruncido.

—Será mejor que entremos y os lo contaré todo.

Ceowulf continuaba allí parado, frente a ellos, sin saber muy bien qué hacer. Había llegado el momento de separarse, pero se resistía a hacerlo. Después de todo lo que habían compartido, no podían terminar así, sin más.

—Erika —la llamó al ver que entraba en la posada tras su hermano.

Al volverse, pareció sorprendida por la mirada angustiada de él.

—¿Os sentís mal? No tenéis buen aspecto —dijo, acercándose.

—No, yo… simplemente quería…

—Qué tonta he sido. Con la emoción de ver a mi hermano, me he olvidado de vos. —Lo cogió de la mano y tiró de él.

—Liam, os presento a Ceowulf de Norwich. Ha sido mi salvador y mi escolta durante el camino.

A él no le pasó inadvertido el gesto del escocés, que, elevando una ceja, lo estudiaba de arriba abajo, deteniéndose en las manos de ambos, que aún permanecían unidas.

—Ceowulf, éste es mi hermano Liam, aunque ya os lo habréis imaginado, ¿verdad? —añadió divertida, mirando cómo se contemplaban los dos hombres.

—Creo que será mejor que me vaya —señaló Ceowulf reticente—. Tendréis mucho de que hablar y mi cometido ya ha finalizado.

—No os podéis ir —replicó ella, sin apartar la mirada de los ojos azules del que había sido su esposo ficticio durante unos días.

—¿Por qué no? —preguntaron los dos jóvenes a la vez.

En la voz de uno había esperanza, en la del otro, recelo.

—Será mejor que entremos —indicó ella, metiéndose en la posada y dejándolos a los dos sorprendidos, mientras una sonrisa traviesa asomaba a sus labios.

 

 

Todo estaba dispuesto y en un par de días emprenderían la marcha.

Rheda se sentía realmente ansiosa por partir. La expectativa del viaje, de volver a ver a su hermana y de poder sostener en sus brazos al hijo de ésta, la hacían estar de un magnífico humor, por el que Bawdewyn se sentía muy agradecido.

Aunque, desde hacía semanas, su esposa parecía haberse adaptado por fin a su nueva vida, y solía oírse su risa por los pasillos del castillo o su dulce voz entonando alguna melodía mientras arreglaba las plantas del parterre. Conocía esa afición suya a tararear, porque siempre que podía la observaba desde la muralla. Disfrutaba contemplando su relajada postura mientras arrancaba las malas hierbas o sembraba las nuevas semillas que ese día le hubiera comprado a alguno de los buhoneros que pasaban por el castillo con sus mercancías. Otras veces se limitaba a trasplantar las hermosas plantas que alguna mujer de la aldea le había regalado en alguna de las visitas que, junto con él hacían al pueblo.

Rheda disfrutaba de esos paseos, los aldeanos gozaban de su presencia y él comenzaba a sentirse el hombre más afortunado del mundo por tenerla a su lado.

Y las noches junto a ella eran cálidas y excitantes. Por fin aquello comenzaba a parecer un matrimonio y Bawdewyn no podía más que dar gracias al cielo por ello.