Capítulo 18
Debió de quedarse dormida, porque al volver a abrir los ojos, estaba sola en el lecho y tapada con las mantas.
Miró a su alrededor y una sonrisa afloró a sus labios al descubrir que su esposo estaba atizando el fuego de la chimenea.
Se había puesto una túnica negra sobre unas calzas, también negras, que le sentaban de maravilla.
Al estirarse desperezándose, atrajo su atención.
—Ya os habéis despertado —dijo, Bawdewyn acercándose a la cama—. ¿Tenéis hambre?
—No demasiada —contestó Rheda encogiéndose de hombros.
—He ordenado una bandeja con la cena. Deberíamos comer antes de que se enfríe del todo.
Le ofreció la mano para ayudarla a levantarse, pero la expresión de ella le dejó claro que no estaba dispuesta a pasearse desnuda ante él.
«Qué lástima», pensó mientras sacaba del arcón una de sus batas.
Se la tendió al tiempo que decía:
—Por el momento, puede servir.
Rheda miró la bata y después a él, para luego volver a mirar la prenda.
—Me quedará enorme. Podéis coger una de las mías…
—No importa, nadie os verá con ella. Venga, salid de la cama y cenemos. Yo sí estoy famélico.
Como ella había supuesto, la prenda le iba demasiado grande. Se la enroscó alrededor antes de asegurarla con la tira que hacía las veces de cinturón. Hubo de doblar varias veces a las mangas antes de conseguir verse las manos y la arrastraba por el suelo, como si de un vestido de cola se tratara.
—También he pedido a Phedra que calentaran agua para el baño.
Había colocado unos cojines frente a la chimenea y Rheda se acomodó en uno de ellos a la vez que decía:
—Habéis pensado en todo. —Le sonrió—. Gracias.
Bawdewyn colocó la bandeja entre los dos y le ofreció una copa de vino.
—No sois demasiado hablador —comentó, tras permanecer varios minutos en silencio al comenzar a comer.
—No —dijo él simplemente.
—Ya veo. —Se centró en el trozo de faisán que tenía delante, pero le costaba permanecer callada, por lo que volvió a preguntar—: ¿Siempre habéis sido así de callado e inexpresivo?
El pedazo de carne que él se disponía a comer se quedó a mitad de camino. Enarcó una ceja y la miró aparentemente sin inmutarse.
—No.
—Interesante. —Bebió un sorbo de vino—. Pero podríais concretar un poco más en lugar de responder con monosílabos.
—¿Qué queréis saber?
—Algo sobre vos, lo que sea. —Bajó la vista al plato antes de añadir—: Me intriga saber por qué nunca sonreís, ni mostráis ningún tipo de emoción.
Le parecía mentira que el hombre que tenía delante fuera el mismo que la había poseído y se había dejado llevar por el deseo tan sólo unas horas antes.
—No hay mucho que contar —dijo al fin—. Cuando comencé mi adiestramiento, mi expresividad delataba siempre mis intenciones, lo que me ponía en desventaja frente a mi adversario y me hacía recibir severos castigos por parte del instructor. Aprendí por las malas que nunca hay que revelar al contrario cuál será nuestro siguiente paso ni nuestro estado de ánimo, o lo aprovecharán en tu contra.
—¿Os obligaron a no… sentir? —preguntó horrorizada por la breve explicación.
—Yo no he dicho eso —dijo, y continuó comiendo sin inmutarse.
—Pero habéis dicho…
—Que me enseñaron, y no de la mejor manera, a no «mostrar» mis emociones.
La idea de que bajo aquella máscara impasible que era su rostro había un sinfín de sentimientos que no se permitía expresar le pareció muy triste ¿Qué le habían hecho a aquel hombre?
No tuvo oportunidad de pensar mucho más en ello, pues unos golpes en la puerta la distrajeron.
Varios sirvientes entraron con la tina y calderos de agua humeante. En pocos minutos, todo estaba dispuesto para el baño.
Rheda se levantó y se acercó a la tina.
—Si no os molesta, ya he comido suficiente…
—Adelante, por mí no hay problema.
Habían colocado la bañera cerca del fuego, por lo que sir Bawdewyn se encontraba muy cerca de ella mientras continuaba cenando, aparentemente sin prestarle demasiada atención.
Rheda lo miró de soslayo, sintiendo alivio y decepción a partes iguales al comprobar que no la miraba.
Dejó caer la bata a sus pies y se metió en el agua.
Profirió un suspiro de placer al recostarse y dejar que el agua caliente la cubriera.
Bawdewyn no la miraba directamente, pero la tenía en su campo de visión y notó su indecisión antes de desprenderse de la bata que la cubría. Volvió a admirar su cuerpo cuando al fin se la quitó.
—¿Os froto la espalda? —preguntó, antes de llevarse a la boca un trozo de pudin.
—No hace falta, podéis terminar de cenar tranquilamente. Puedo arreglármelas sola —respondió con timidez.
—Como queráis.
Trató de no mirarla; no quería incomodarla, pero además, si la miraba volvería a excitarse y lo más probable era que ella aún se encontrara dolorida después de la primera vez, por lo que se centró en la comida mientras su esposa disfrutaba del baño.
Permanecieron en un tranquilo silencio, cada cual sumido en sus pensamientos, hasta que Rheda dijo:
—¿Podéis alcanzarme la toalla?
Bawdewyn buscó el lienzo con la mirada y, con él en la mano, se puso en pie y lo extendió ante ella, esperando a que se incorporara para envolverla.
Tras unos segundos de duda, se levantó y dejó que la tapara con la tela.
—El agua aún está caliente —comentó al salir de la tina.
Él la miró a ella y luego al agua, asintió sin decir nada y comenzó a quitarse la túnica.
Volver a contemplar su pecho desnudo la hizo recordar los instantes de intimidad que habían compartido y un tibio calor inundó su cuerpo.
Azorada, se volvió hacia la chimenea mientras terminaba de secarse.
Le sorprendió la reacción que había tenido ante la desnudez de su esposo, nunca habría imaginado que algo así le pudiera suceder, o por lo menos no tan pronto.
Oyó el chapoteo en el agua, señal de que él ya se había metido en la tina.
Sacó una camisa de dormir, dejó caer la toalla y se la puso dándole la espalda.
Bawdewyn sonrió para sus adentros ante el pudor de la joven, que se sentó luego ante el fuego para cepillarse el cabello húmedo. Se la veía realmente hermosa en aquellos momentos, pensó mientras se enjabonaba el cuerpo.
—¿En qué pensáis? —le preguntó, una vez fuera del agua y sentado junto a ella frente a la chimenea.
—En lo que pueden cambiar nuestras vidas en cuestión de días —respondió, sin apartar la vista de las llamas.
—¿Os han disgustado esos cambios? —inquirió tras unos momentos.
Esa vez, Rheda sí lo miró, clavando sus ojos azules en los de él.
Tardó en responder, como si estuviera meditando la respuesta.
—Creo que ya no.
Al ver que él no hacía ningún comentario continuó.
—Al principio, me sentí furiosa por la boda de sir Edric con otra y por tener que desposarme con un desconocido. —Ignoró la ceja elevada de él y su mirada cargada de ironía—. Pero pienso que, después de todo, no ha sido tan malo como imaginaba.
—¿No? —Se sintió intrigado.
—Habéis sido muy paciente conmigo y aguantado más de lo que otro, en vuestro lugar, hubiera hecho. Y os estoy muy agradecida por ello. —Volvió a mirar las llamas que chisporroteaban entre los leños.
—Algo es algo —murmuró Bawdewyn a la vez que se levantaba—. ¿Nos vamos a la cama?
Ella levantó la vista y asintió con la cabeza.
Aceptó la mano que le ofrecía para levantarse, pero se la soltó en cuanto estuvo de pie a su lado.
A pesar de los momentos íntimos compartidos aquella tarde, aún se sentía extraña con él y la nueva situación.
Sir Bawdewyn frunció el cejo al ver su expresión consternada cuando se acercó al lecho.
—¿Os sucede algo? —Siguió la dirección de su mirada para averiguar qué era lo que la había hecho reaccionar de aquella manera, y vio la mancha de sangre sobre el cubrecama.
—Rheda, erais virgen, es normal…
—Ya lo sé —lo cortó airada—, pero es que… —Se detuvo de repente. No podía confesarle lo que Phedra y ella habían hecho. ¿O sí?
Se volvió para enfrentar su mirada. Estaban tan cerca que podía oler el aroma a jabón que desprendía su cuerpo.
Por la forma en que la estaba mirando, era evidente que esperaba una explicación.
Ella carraspeó ligeramente antes de comenzar a hablar y se alejó de él unos pasos.
—Veréis, la primera noche, la de nuestro enlace…
—¿Sí?
—Nosotros no… no consumamos el matrimonio.
—¿En serio? —La interrumpió de nuevo con un ligero tono de diversión, lo que le hizo ganarse una mirada furiosa de Rheda, que continuó hablando como si no lo hubiera oído.
—No quería que todos supieran lo que había, bueno, lo que «no» había ocurrido esa noche, así que Phedra y yo manchamos las sábanas para que…
—Entiendo —dijo su marido antes de que ella terminara su explicación.
—Y si ahora vuelven a ver otra mancha… —No continuó.
—No os preocupéis por eso, seguro que Phedra podrá ocuparse de ello con discreción.
—¿Estáis seguro? —La duda se reflejó en su voz.
—Sí, no le deis más vueltas y acostaos.
Rheda se apresuró a meterse bajo las sábanas al darse cuenta de que él se quitaba la túnica para acostarse.
—¿Os molesta si os abrazo? —le preguntó Bawdewyn con voz cálida al oído cuando se tumbó a su lado.
Un inseguro «no» escapó de sus labios.
Satisfecho, se acomodó y la atrajo hacia sí cogiéndola de la cintura.
Tras unos momentos, dijo:
—Rheda, relajaos y descansad.
Tendría que acostumbrarse a aquella nueva sensación, pero por el momento, el contacto con el cuerpo de su esposo continuaba poniéndola ligeramente nerviosa.
De todas formas, no pasó mucho rato hasta que se durmió entre sus brazos.
Aún era noche cerrada cuando el joven Ceowulf abandonó la seguridad de su cuarto para dirigirse a los establos. La tarde anterior se había encargado de ocultar un costal con lo necesario para el viaje que estaba a punto de emprender.
Escudriñó el pasillo y la escalera que conducía al salón: el camino parecía despejado. Avanzó con cuidado, conteniendo el aliento, entre los cuerpos dormidos de escuderos y sirvientes. Nadie se movió y pudo llegar a la puerta que daba al patio de armas sin ningún contratiempo.
Una vez en las cuadras, ensilló su caballo, cogió el talego y lo aseguró a la silla. Luego, llevó al animal fuera tirando de las riendas. A continuación venía lo más difícil, pensó, notando cómo el pulso se le aceleraba: atravesar el patio sin ser visto por los guardias y alcanzar la salida que en tantas ocasiones habían utilizado Rheda y él para escabullirse del castillo sin ser vistos.
Caminó pegado a la muralla, ocultándose en las oscuras sombras que ésta proyectaba sobre el patio.
Respiró más tranquilo cuando lo dejó atrás y se adentró en el jardín de su madre.
El caballo iba tras él, obedeciendo las órdenes que el joven le daba mediante las riendas.
Al fondo del jardín, donde las tupidas enredaderas tapizaban la pared, se encontraba el pasaje que lo llevaría al otro lado.
Una vez atravesó los muros del castillo, se encaramó a su montura y la hizo avanzar al paso. Cubierto con una capa negra y procurando que los pasos del animal no hicieran ruido, pasó desapercibido, logrando llegar a la linde del bosque sin ser descubierto.
Guió al caballo entre los árboles hasta alejarse lo suficiente, antes de girar hacia la derecha para tomar el camino que lo llevaría hacia Canterbury, en el condado de Kent.
Se sentía ansioso por volver a encontrarse con lady Anael. Hablaría con sir Edmond y lograría que se prometieran.
Esa tarde había mantenido una conversación con su padre a raíz de sus sentimientos por la joven dama, y, aunque su progenitor había accedido finalmente a entrevistarse con sir Edmond, no estaba muy de acuerdo con su decisión. Le había dicho que se estaba precipitando, que los días pasados junto a la muchacha no eran motivo suficiente para un compromiso.
Ceowulf no era de la misma opinión, y así se lo había hecho saber: pensaba seguir adelante con o sin su ayuda.
—¿No os habéis parado a pensar que quizá su padre ya haya escogido un esposo para ella? —le había dicho sir Dougal, preocupado.
La idea no se le había pasado por la cabeza. De ser así, ni la misma Anael estaba informada aún de ello; de lo contrario se lo habría dicho, no habría jugado con él de una forma tan cruel.
—No me importa —respondió obcecado.
Su padre le había dado su palabra de exponerle a sir Edmond su proposición.
—Pero tendrás que aguardar algún tiempo —había añadido—. Hay ciertas cuestiones que requieren mi presencia en el castillo y ahora no es buen momento para ausentarme. —Y con esas palabras había dado el tema por zanjado.
Por eso se había decidido a partir solo; no necesitaba a sir Dougal. Viajaría hasta Canterbury y pediría él mismo la mano de lady Anael.
Ya en el camino que lo llevaría junto a la muchacha, espoleó el caballo iniciando un suave galope.
Con el aire azotándole el rostro, pensó en la sorpresa que se llevarían todos cuando se percataran de su ausencia. Por suerte, cuando eso sucediera él ya estaría lejos.
Pero no pudo evitar sentir un leve remordimiento. A buen seguro, su madre se disgustaría y su padre montaría en cólera.
Ceowulf, el hijo perfecto, el que nunca les había dado ni un disgusto, el que siempre acataba las órdenes sin quejarse, con su carácter dulce y cariñoso, ahora se rebelaba y tomaba las riendas de su vida. Sin duda sería un duro golpe para ellos.
Si las sospechas de su padre resultaban ciertas, no tenía tiempo que perder. Dejó el sentimiento de culpa que le oprimía el corazón a un lado y, con la imagen de lady Anael en la mente, recobró el ánimo y continuó galopando sin volver la vista atrás.
Cuando hubiera solucionado su futuro, se enfrentaría al enojo de sus padres, y se disculparía, pero no podía esperar sentado a que se solventaran los asuntos que ataban a sir Dougal al castillo. Entonces, quizá fuera demasiado tarde.