Capítulo 4
Que era un enlace importante se hizo patente en cuanto entraron en el gran salón de la torre del homenaje.
Rheda se quedó sorprendida por el despliegue de medios para que todo estuviera dispuesto y perfecto para la celebración.
Sus ojos recorrieron las paredes, que habían sido lavadas para eliminar la suciedad del humo y el hollín de la gran chimenea. Ahora, multitud de preciosos y elaborados tapices de brillantes colores pendían de ellas, dando a la estancia elegancia y un aire festivo que parecía contagiar a todos los presentes.
Las esteras de junco del suelo se veían limpias y frescas, claro indicio de que también habían sido cambiadas recientemente.
Las hileras de mesas dispuestas para dar la bienvenida a los asistentes contaban ya con algunos comensales, que, sin ningún reparo, habían comenzado a festejar el acto por su cuenta. Las jarras de vino, cerveza e hidromiel circulaban por el salón para deleite de éstos.
Todo era maravilloso y parecía estar organizado al detalle, pensó con un pequeño dejo de amargura; sí, era maravilloso, pero no era para ella.
Respiró hondo y se tragó las lágrimas que por unos instantes amenazaron con inundar sus ojos.
Se lo había prometido a sí misma, no lloraría. No por un hombre, y menos por aquél. Pero tenía que reconocer que cada vez se le hacía más difícil mantener la compostura, y que su fortaleza comenzaba a resquebrajarse amenazando con derrumbarse estrepitosamente.
A Ceowulf no le pasó desapercibido el dolor que reflejaban los ojos de su hermana; le pasó un brazo sobre los hombros y depositó un cariñoso beso en su pálida mejilla.
—No le deis la satisfacción de veros derrotada —le susurró al oído.
Ella lo miró fijamente y le dedicó una sonrisa cargada de tristeza y resignación.
—¡Vamos, Rheda! —La sacudió cariñosamente tratando de hacerla reaccionar—. ¿Dónde habéis dejado ese genio vuestro?
—Si padre os oyera, comenzaría a celebrar que por fin he perdido mi mal carácter —bromeó ella.
—Quizá deberíamos agradecerle al joven novio que os haya convertido en una dama lánguida y recatada —la pinchó su hermano.
—¡Ja! Si acaso, habría que recriminarle haber conseguido como nadie que mi intempestivo carácter salga a flote con mayor frecuencia —respondió, con las mejillas nuevamente sonrosadas y tono beligerante.
Con una sonrisa satisfecha, Ceowulf volvió a besarla y susurró:
—Ésta es mi hermanita.
El castillo era grande, pero pese a haberse habilitado otras estancias para que sirvieran de dormitorios no disponía de habitaciones suficientes para albergar cómodamente a todos los invitados, por lo que las más jóvenes y las solteras deberían compartir aposento.
Rheda apenas prestó atención a sus compañeras de cuarto, que parloteaban como cotorras sobre lo hermoso que estaba el castillo, lo hermoso que era el novio y lo hermosa que estaría la novia.
Se sintió enfermar ante esos comentarios y decidió alejarse del grupo antes de que su mal humor la hiciera decir algo de lo que más tarde, seguramente, se arrepentiría. La estrategia de su hermano había dado resultado: había recuperado su temperamento y dejado de lado la autocompasión a la que había estado a punto de sucumbir.
Nadie pareció notar su partida y, escabulléndose por el pasillo, puso en marcha su plan para localizar a sir Edric.
El salón, los pasillos, el castillo en general, todo parecía abarrotado de gente. Fuera donde fuese, siempre había alguien pero ni rastro del joven.
Frustrada por la infructuosa búsqueda, decidió mirar en el patio de armas. Si no lo hallaba allí, por lo menos respiraría un poco de aire fresco, que buena falta le hacía.
Una suave y agradable brisa la recibió nada más poner un pie en la escalinata que descendía hacia el patio, ahora prácticamente vacío.
Paseó la mirada por el recinto amurallado y observó a un grupo de hombres que hablaba cerca del portón. Su corazón se puso a saltar, agitado, al reconocer a sir Edric entre ellos.
Sintió el impulso de echar a correr hacia él, pero eso no hubiera sido correcto, por lo que trató de calmarse y esperó. Tarde o temprano tendría que pasar por su lado.
El joven, que parecía haber estado dando algunas indicaciones a los hombres encargados de la vigilancia, no tardó en despedirse de ellos y encaminarse sonriente hacia la torre del homenaje, donde Rheda continuaba esperándolo.
La sonrisa pareció helársele en el rostro al verla al final de la escalera.
No detuvo su avance, pero sus pasos parecieron volverse más cautelosos.
—Qué maravillosa sorpresa, lady Rheda —dijo antes de llegar junto a ella.
—¿De veras? —Su ceja izquierda se elevó un poco—. La sorpresa más bien ha sido mía.
—No os entiendo. —Parecía realmente confundido.
—¿Cómo habéis podido? —le preguntó directamente—. Me prometisteis volver, y no sólo no habéis cumplido vuestra promesa, sino que os vais a casar.
—Sed razonable, los asuntos que me trajeron de vuelta me han impedido regresar…
—Sí, ya lo he visto. Tan ocupado habéis estado que hasta habéis encontrado una esposa. —Estaba comenzando a perder la calma.
—Sí. —Su tono satisfecho terminó de encenderla.
—Sois un indeseable, me hicisteis creer que volveríais, que debía esperaros y que…
—¿Esperarme? —Sus ojos color miel, que tan maravillosos le habían parecido siempre, se abrieron sorprendidos ante sus palabras—. Yo nunca os pedí que me esperarais.
—Me besasteis, me dijisteis que regresaríais junto a mí. —La rabia y el dolor se reflejaron en su mirada al recordar la escena.
—¿No pensaríais que aquel beso…? —preguntó incrédulo—. Tan sólo fue un beso de despedida entre amigos.
La franqueza de sus palabras fue un duro golpe para Rheda.
—Tan sólo amigos —repitió ella, apretando los dientes.
Antes de que él pudiera advertir cuál era su intención, Rheda le cruzó la cara con una sonora bofetada.
Desde lo alto de la muralla, Bawdewyn había visto a la hija de sir Dougal.
Realmente era una preciosidad, su rostro y las esbeltas curvas de su cuerpo atraparon su atención de tal manera que no fue consciente de la presencia de su hermano hasta que éste llegó junto a la joven.
En un primer momento se sorprendió al ver que se detenía frente a ella, pero tras pensarlo unos segundos le pareció lógico; él había sido pupilo de sir Dougal y seguramente se conocían.
Lo que no acababa de encajar era el gesto enfadado de la chica.
No podía ver la expresión de Edric, que se hallaba de espaldas, ni oír lo que decían a causa de la distancia, pero por algún motivo que no lograba entender, verlos juntos no le agradó lo más mínimo, y el evidente enfado que la muchacha parecía estar descargando sobre su hermano tampoco lo tranquilizó.
Cuando sin previo aviso la vio darle a Edric una fuerte bofetada, supo que entre ellos había sucedido algo, y por lo visto no demasiado agradable.
Tras la bofetada, la vio girar en redondo con decisión y subir la escalera para desaparecer dentro del castillo.
Edric tendría que explicarle a qué había venido ese comportamiento y, sin pensárselo dos veces abandonó la muralla, plantándose ante su hermano casi antes de que éste hubiera reaccionado tras el golpe recibido.
—¿Por qué os ha abofeteado la hija de sir Dougal? —No era hombre de muchas palabras, y solía ser directo al hablar.
Como si acabara de darse cuenta de lo sucedido, Edric se frotó la mejilla.
—¡Maldición! Nunca pensé que una mano tan delicada pudiera golpear con tanta fuerza.
—Os he hecho una pregunta —insistió Bawdewyn serio e inexpresivo.
—Bueno —se rascó la cabeza su hermano—, creo que se hizo una idea equivocada respecto a nosotros.
—Explicaos. —Aquello cada vez le gustaba menos. Esperaba que no hubiera osado sobrepasarse con la hija de un caballero. Si así había sido, él mismo lo golpearía.
—Es una joven alegre y divertida… casi siempre —aclaró, al recordar el mal humor y la furia que ella acababa de demostrar hacía tan sólo unos momentos—, y nos hicimos amigos. En mis últimos días allí nos veíamos tras los entrenamientos y charlábamos…
—¿A solas? —preguntó Bawdewyn incrédulo ante la falta de sensatez de Edric.
—Sí, pero tampoco nos escondíamos. Simplemente paseábamos y charlábamos —se justificó—. He de reconocer que me sentí algo atraído por ella. —Un tanto avergonzado por tener que darle explicaciones a su hermano, continuó—: Pero nunca hubo más que eso. —Hizo una pausa.
—Sin embargo… —lo instó a seguir.
—Ella fue la que me entregó vuestra carta y… —dudó— antes de irme, la vi tan triste que le prometí volver lo antes posible.
—¿Y…? —Había algo más, conocía a Edric y sabía que tenía que haber algo más—. Continuad.
—Le di un beso de despedida —contestó rápidamente, tratando de quitarle importancia.
Por segunda vez se vio sorprendido, pero en esta ocasión por la mano del hombre que tenía delante, que lo cogió con brusquedad por el cuello del jubón.
—¿En qué estabais pensando? —preguntó Bawdewyn con los dientes apretados—. Es la hija de un caballero, no una sirvienta cualquiera ¿Qué habría sucedido si se lo hubiera contado a su padre?
Un sudor frío recorrió la espalda de Edric, que por primera vez pensó en las consecuencias de aquel inocente beso.
—Debería imitar a la muchacha y abofetearos por vuestra estupidez —dijo, soltándolo de golpe a la vez que lo empujaba hacia atrás.
El joven se tambaleó, y a punto estuvo de terminar tendido en el suelo del patio.
—No creo que sea para ponerse así —empezó a decir, pero cerró la boca ante la terrible mirada que su hermano le lanzó.
—Rezad para que no vaya corriendo a contárselo todo a su padre.
—Sería su palabras contra la mía —contestó despreocupado.
Bawdewyn apretó los puños e hizo un gran esfuerzo para no estamparlos en el rostro de Edric.
¿Cuándo se había vuelto un cínico? ¿Tan poco lo conocía?
—Manteneos alejado de ella.
Fue lo último que dijo antes de volverse para subir los peldaños y desaparecer, él también, en el interior de la torre.
* * *
Edric suspiró. No entendía la actitud de ninguno de los dos. Lady Rheda había interpretado mal las cosas y su hermano las había exagerado; no le parecía que un casto beso de despedida fuera tan censurable como él le quería hacer creer.
Terminó por encogerse de hombros y decidir que aquella situación no estropearía su día. Se iba a casar con lady Beatriz, una mujer voluptuosa y sensual que lo había atrapado con sus encantos y con la que seguro que lograría los objetivos que se había marcado; eso además de disfrutar mucho, seguramente más que con la mojigata de lady Rheda.
Tal vez fuera cierto que su comportamiento podría haber llevado a la joven a suponer que sus intenciones para con ella eran muy diferentes a las de una simple amistad, pero él nunca lo reconocería ante nadie y menos ahora que le faltaba tan poco para gozar de los encantos de su futura esposa. Y mucho menos ante su hermano, al que pronto dejaría de rendir cuentas.
Nuevamente animado, subió la escalera y se reunió con los invitados en el gran salón.