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Capítulo 14

Rheda pasó el día con las mujeres, visitando sus sencillas pero acogedoras casas, en las que, a pesar de no disponer de grandes comodidades ni lujos, parecían sentirse cómodas y satisfechas. Todas estaban bien conservadas y encaladas, otorgando una curiosa luminosidad al lugar. Algunas tenían ante la puerta pequeñas macetas con flores que les daban un toque de color y alegría.

Ella escuchó con atención los problemas y las preocupaciones de aquellas humildes gentes, aportando ideas y sugerencias para algunos de los casos más sencillos y prometiendo hablar con su esposo sobre los que escapaban a su capacidad de resolución.

Mientras tanto, Bawdewyn se hacía cargo de los asuntos pendientes del villorrio que los aldeanos iban planteándole.

De vez en cuando, buscaba con la mirada a su esposa, y en cada ocasión sentía que el pecho se le henchía de orgullo. Veía que bajo su carácter difícil, su genio endemoniado y su aspecto de niña consentida, se escondía una mujer dulce y atenta. Sólo sentía que esa dulzura no fuera dirigida a su persona, pero por el momento tenía que darse por satisfecho, se estaba ganando a su gente, y eso era casi tan importante como ganárselo a él.

Aunque en realidad se lo había ganado desde el primer momento en que posó los ojos en ella y contempló su rostro enfurruñado. Ahora sabía cuál era el motivo del gesto que entonces afeaba su bello rostro. Al recordar los sentimientos que Rheda albergaba por su hermano, apretó la mandíbula y rezó para que algún día lograra olvidarlo. Y ese día él estaría allí, a su lado, para llenar el vacío que Edric dejara.

Sacudiéndose esos pensamientos, volvió a centrar su atención en los problemas que habían surgido en sus tierras en las últimas semanas. Cercas que necesitaban ser reparadas, cabezas de ganado que debían ser sustituidas, techumbres que requerían ser revisadas antes de la llegada de las lluvias… todos problemas normales y de fácil solución.

 

 

La presencia del señor y su dama en el pueblo había conseguido crear un ambiente casi festivo, y mientras sir Bawdewyn solucionaba y tomaba nota de las demandas de los campesinos, y sus hombres realizaban algunas de las reparaciones más urgentes, las mujeres amasaban pan, asaban pollos y hervían verduras, preparando entre todas un modesto festín con que agasajar a sus señores.

Rheda no tuvo reparos en subirse las mangas del vestido y hundir las manos en la pegajosa masa que más tarde sería un delicioso pan.

No recordaba cuándo había sido la última vez que había disfrutado tanto con algo. Incluso ahora, llena de harina y con un aspecto desastroso, nada apropiado para una dama de su posición, se sentía más llena de vida que en los últimos meses. Y se lo debía al hombre que en aquellos momentos la contemplaba con el rostro inexpresivo y un extraño brillo en los ojos.

Los niños también aportaron su granito de arena, y bajo la atenta mirada de los más ancianos del lugar, trasladaban los tablones que servirían de improvisadas mesas al centro del pueblo, junto al pozo.

Poco a poco, bandejas y platos fueron llenando esas mesas, impregnando el aire de deliciosos aromas que no tardaron en abrir el apetito de todos, especialmente de los más pequeños, que estaban encantados con la inesperada fiesta.

Sir Bawdewyn quiso contribuir también en algo, y ordenó a algunos de sus hombres que regresaran al castillo por varios toneles de vino.

Cuando éstos aparecieron, fueron recibidos con aplausos y vítores dedicados al amo de las tierras.

Las rebosantes jarras pasaban de unas manos a otras y, junto con los alimentos recién cocinados, hicieron las delicias de caballeros y lugareños.

 

 

Lady Rheda parecía sentirse una más entre aquellas humildes gentes que con tanto cariño compartían lo que tenían con ellos.

—¿Os estáis divirtiendo? —le preguntó Bawdewyn muy cerca de su oído.

—Sí —respondió dedicándole una tímida sonrisa.

—Eso me ha parecido —añadió él a la vez que le quitaba una mancha de harina de la mejilla.

El sencillo roce lo hizo desear seguir acariciándola, pero por desgracia no era el momento ni el lugar para hacerlo, pensó alicaído.

—¿Y vos? —inquirió ella a su vez.

—Como nunca —contestó, mirando con intensidad los ojos azules de su esposa.

Rheda le sostuvo la mirada, y después esbozó un amago de sonrisa. Finalmente, suspiró y apartó la vista, entregándose de nuevo a la animada conversación que mantenía con sus compañeros de mesa.

 

 

Ya oscurecía cuando llegaron al castillo, y Rheda parecía feliz, pero agotada.

—Si lo deseáis, puedo pedirle a Phedra que más tarde os suba algo de cena a la habitación, así podréis retiraros y descansar.

—Os lo agradecería. Estoy muerta de cansancio. —Una tímida sonrisa asomó a sus labios—. ¿Vais a retirarnos vos también? —inquirió, apartando la mirada y tratando de imprimir a la pregunta un tono casual.

A él le habría gustado responder que sí, pero tenía cosas que hacer antes de acostarse.

—No, aún tengo asuntos que atender.

—Bien —contestó ella volviendo a levantar la vista.

Bawdewyn no supo interpretar su mirada. Seguramente sería de alivio, por no tener que cenar juntos, en la intimidad del cuarto. Porque, a pesar de que aquel día Rheda había mostrado su cara más alegre y dulce, sabía que no era él el causante de su alegría, ni el destinatario de su dulzura.

—Buenas noches —se limitó a decir ella, antes de comenzar a subir la escalera.

—Buenas noches —contestó, viéndola marchar.

 

 

Cuando, horas más tarde, por fin pudo retirarse, su esposa ya estaba profundamente dormida.

Se acostó a su lado tratando de no despertarla. Había sido un día largo y de mucho trabajo, pero a pesar del cansancio que sentía, no fue capaz de conciliar el sueño hasta bien entrada la noche.

La tenue luz que desprendían las llamas de la chimenea le permitía ver las suaves líneas del rostro de ella y la silueta de su cuerpo bajo las mantas.

El deseo que sentía por aquella criatura era casi insoportable, y estaba seguro de que, de haber sido las cosas diferentes entre ellos, no habría tenido reparos en despertarla y saciar sus ansias. Pero sabía que por el momento tendría que continuar siendo paciente.

 

 

Mientras lady Rheda descansaba plácidamente sin siquiera percibir la presencia de su esposo a su lado, en otro aposento, lejos de allí, lady Rowena se preocupaba por el bienestar de su hija.

—Temo que ese carácter suyo la meta en problemas —se lamentó, dejando que sir Dougal la estrechara entre sus brazos.

—Sir Bawdewyn es un hombre de temple; sabrá lidiar con vuestra hija —contestó tratando de tranquilizarla, aunque él mismo sentía la misma desazón que su esposa.

—Tal vez, pero sé de lo que Rheda es capaz, y no creo que su esposo, por paciente y templado que sea, esté dispuesto a tolerarlo. Sabéis tan bien como yo que cuando su lengua se suelta destila más veneno que una víbora.

—Tenéis toda la razón —convino sir Dougal suspirando profundamente.

—¿Creéis que sir Bawdewyn sería capaz de…? —No llegó a terminar la pregunta. El simple hecho de pensarlo ya le causaba demasiada angustia.

—Si él decide castigarla en algún momento, será porque se lo merece, Rowena, pero sé que no es un hombre injusto ni cruel, así que no temáis que pueda ensañarse con ella. —Ahora sí habló convencido—. Ciertamente, el rey hizo la mejor elección posible para nuestra hija. Cualquier otro hombre no habría sabido manejarla, y sin duda Rheda habría recibido más de una paliza. Lo único que lamento fue la forma en que de la noche a la mañana se vio despojada de su tranquila vida para ser arrojada a los brazos de un extraño.

—Se la veía tan desdichada —se lamentó nuevamente.

—No le deis más vueltas. Lo hecho, hecho está.

—Para vos es fácil decirlo, pero…

Su marido la interrumpió antes de que continuara y se pusiera a llorar, como ya había sucedido noches atrás.

—Vuestra hija siempre ha sabido valerse por sí misma. Estoy convencido de que en un par de semanas tendrá a sir Bawdewyn comiendo en la palma de su mano.

—Sólo lo decís para tranquilizarme, pero en realidad no lo pensáis —replicó ella.

—Creedme que sí lo pienso así. —Una risa ronca escapó de su garganta al imaginarse la escena: el fuerte y fiero guerrero postrado sumiso a los pies de la pequeña y, en apariencia, frágil Rheda.

—Además, tengo otros problemas más importantes aquí, como para estar inquietándome por lo que sucede en casa ajena.

—¿A qué os referís? —Lady Rowena no sabía de qué problemas hablaba su esposo. ¿En su hogar? Era la primera noticia que tenía.

—Vuestro hijo —dijo él, como si con eso ya quedase todo explicado.

—¿Qué? Si no habláis más claro no os entiendo —contestó ella, empezando a perder un poco la paciencia.

—Me ha pedido que interceda por él ante el padre de lady Anael. Quiere desposarla.

—¡Señor todopoderoso! Pero si aún es un niño.

—No, no lo es. Y sabe que antes de poder desposar a la joven tendrá que terminar su adiestramiento, pero insiste en que quiere que el compromiso sea oficial.

—¿Qué haréis? —preguntó su esposa.

—¿Qué creéis? Hablaré con sir Edmond. Sólo espero no llegar demasiado tarde y que la chiquilla ya esté comprometida con otro caballero.

—¿Podría suceder tal cosa? ¿Sabéis algo que no me habéis contado?

Cuando su esposa lo miraba de aquella manera, no podía ocultarle nada. Si le mentía, ella lo sabría, así que decidió confesar.

—Durante nuestra estancia en el castillo de sir Bawdewyn, hubo un momento en que sir Edmond, un poco bebido, comentó que tenía en mente una unión muy ventajosa para su hija menor.

Lady Rowena lo miró horrorizada.

—¿Y no se lo habéis dicho a nuestro hijo? ¿Qué sucederá si cuando habléis con sir Edmond ya ha acordado el compromiso, o vuestra proposición no le parece suficientemente ventajosa? ¿Qué le diréis a Ceowulf?

—Si se da el caso, tendrá que entenderlo —respondió.

—Sí, tendrá que aceptarlo.

—Ahora no le deis más vueltas y descansad —le recomendó sir Dougal dándole un tierno beso en la frente.

—Buenas noche —dijo ella con la voz medio apagada.

—Buenas noches, mi amor.