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El grito
«La policía noruega solucionó un gran caso. ¿No leiste la prensa?» —dijo Orlando L. tan pronto respondí su llamada telefónica.
Había comprado el Granma, pero en lo que llevaba de día, y eran ya las siete y media de la noche, sólo pude leer la cartelera de la TV y un mensaje del viejo Presidente donde confesaba que era cierta su pérdida de peso —en menos de un mes adelgazó 41 libras.
«Ahora que ya sabes cómo está, léete el cable sobre los policías noruegos. Lee la prensa con más cuidado, es una gran novela por entregas.»
A menudo compraba el Granma y siempre veía alguna de las tres emisiones del noticiario.
«No siempre las entregas son buenas. Por cierto, no dejes de leer el periódico de hoy.»
«¿Y qué hizo por fin la policía noruega?» —pregunté.
«Resolvieron un gran robo. ¿Alguna vez escuchaste que no hay crimen perfecto? Este sí lo parecía, al menos lo fue durante dos años.»
Según Orlando L. una pandilla de profesionales entró a un museo de Oslo y robó dos cuadros: «Cargaron con una bella mujer y un grito antológico. Ni siquiera dejaron una nota. Se evaporaron, combustión espontánea. Pero a tanta insistencia la policía dio en el clavo.»
Le pedí a Orlando que no diera más vueltas y terminara de explicarme. Entonces dijo que yo no tenía madera para ser un investigador privado ni siquiera en una película serie B.
«Escucha y anota, por favor —comenzó a enumerar: policía noruega, robo de cuadros en un museo de Oslo, La Madonna, El Grito. ¿Me sigues? ¿O debo dártelo en cucharaditas?»
«¿Edvard Munch?»
A través del auricular escuché una fanfarria. Tras terminar con aquel ruido dijo: «Felicidades, querido. Ya sabemos que no puedes ganarte la vida como detective, ¿pero no es una gran idea reencarnar en uno? Me lo he propuesto seriamente.»
Con el comentario de Orlando L. recordé al anciano de la silla de ruedas que en una noche de agosto se cruzó en mi camino para pedirme un bolígrafo. Aquel anciano me había dicho que tenía un gran plan. Para mi sorpresa tramaba reencarnar en un escritor.
Reencarnar.
¿Podía ser acaso un buen plan?
¿Qué está sucediendo en este país?
Según el anciano de la silla de ruedas todo plan tiene lagunas.
Trataba de imaginarme a Orlando L. vistiendo un gabán y un sombrero tal como lo hacía Dick Tracy, respondiendo una llamada telefónica desde una oficina en un apartamento en New York, Washington o cualquier otro estado. O como el honesto y duro Marlowe. Incluso pensé en Maigret. Sin embargo terminé comparándolo con el disparatado detective de La pantera rosa.
«Tu idea de reencarnar y ser un detective es tan buena como la de hacerlo en el cuerpo de un Warhol, Lam, Munch o un Helmut Newton, mi querido Clouseau» —dije.
Escuché la risa de Orlando y me dio las gracias. ¿Me agradecía por haberlo comparado con el torpe detective? Tras decirme que yo era un tipo ingenioso me preguntó si yo tenía madera para atreverme a reencarnar en un artista plástico.
Pensar en la reencarnación.
¿Qué está sucediendo en este país?
Sin embargo demoré en responderle, me seducía aquella pregunta.
Algo había intentado, pero eran sólo pequeños cuadros que colgaba en mi apartamento o los regalaba. Simplemente un hobby. Formatos pequeños y pequeños deseos. ¿Un callejón sin salida? Sin embargo Orlando L. sabía de mi afición por el dibujo.
Descabellado, pero tentador.
«Mejor así. Cada uno a lo suyo: tú con tus pinturas y yo con mis casos. Hay que apostar en grande, querido, confiar en el olfato y ver una luz donde nadie ve nada. ¿De veras te gustaría dibujar un gran cuadro?» —dijo Orlando L. cuando le pregunté si había leído el mensaje del viejo Presidente.
Le respondí que sí y volví a preguntarle si leyó el mensaje y vio las fotos del ex Presidente publicadas en Granma. Pero Orlando sólo hablaba de las conexiones entre las obras maestras y los crímenes perfectos. Entonces pidió disculpas: «Me equivoqué contigo.»
«¿Qué te parecen las fotos?» —pregunté.
Orlando L. me confesó que sentía pena por el viejo Presidente: «En las fotos no se ve tan bien como Elvis. Ese rompecorazones de Memphis era un tipo listo, tenía un buen olfato. Dicen que El Rey no ha muerto.»
En voz baja e intentando darle el tono engolado de un locutor de radionovelas volvió a repetir que Elvis no estaba muerto: «Hay un director de cine ofreciendo three million dollars por una buena pista que lo lleve hasta ese maldito heartbreaker».
Orlando me contó que en la edición del Granma había un artículo donde comentaban algo que una vez le contó su padre: «Al parecer Elvis engañó a todos. Se dice que la caja donde debía descansar su cuerpo estaba fría como una nevera, ese chisme fue pólvora encendida. Todo está secretamente conectado: el robo de El grito, la supuesta desaparición de Elvis, y your dear ex president.»
Le dije a Orlando que colgaría y tan pronto leyera los artículos volvería a llamarlo.
Busqué el Granma.
El texto en donde se hablaba de la película lo firmaba un crítico de cine que a ratos me hacía enojar con sus opiniones. En la misma página de las noticias culturales estaba la nota informativa sobre el caso resuelto por la policía noruega. Ya había leído el mensaje del viejo Presidente, sin embargo, volvería a leerlo.
El robo en un museo de Oslo, la sospecha de que un Elvis envejecido, obeso y de piernas muy frágiles caminaba por una avenida de Memphis, Tupelo o en las calles de Buenos Aires bajo el nombre de John Burrows, y el mensaje del viejo Presidente escrito en La Habana eran, para mí, tres eventos demasiado dispares. De por medio estaba el mar. Noruega, Estados Unidos, Cuba. Incluso debía incluir a Argentina en uno de los catetos de aquel triángulo. Cada una de las tres noticias era la punta de tres historias que para mí nunca se cruzarían sino en una inverosímil novela de ficción.
Y marqué el número telefónico de Orlando L.
«Piensas de manera muy lógica y me sorprendes. Pero en tu próxima vida no podrás ser un detective privado. ¿Serías capaz de jurarme que no te agradó buscar las posibles conexiones?»
No me quedó más remedio que confesárselo.
«Eres un hombre terco pero listo. Te extrañaré y no sabrás cuánto.»
Orlando L. siempre me habló de Canadá como el lugar perfecto para vivir. Chile podría ser parte de un ciclo que debía cerrarse, por supuesto, en Canadá —España como una alternativa—. Un amigo que prepararía sus maletas y se largaría. Uno más. Uno más en mi larga lista de amigos que viven fuera de Cuba. Todos, todos se van.
«Déjate de melodramas, sólo pensaba en mi reencarnación. ¿Tú crees que cuando reencarnemos uno tendrá a mano a los amigos de siempre? No te mueras sin decirme a dónde vas.»
Le prometí que lo mantendría al tanto.
«Te mandaré muchas cartas. Así sabrás por dónde y cómo ando» —dijo.
Reencarnar.
¿Era acaso un buen plan?
Mientras Orlando L. juraba que me escribiría tuve la descabellada ocurrencia de que apostar por la reencarnación era similar a la decisión de emigrar. Sin embargo no se lo dije.
¿Acaso en este país todos querrán reencarnar?
«Ahmel, recuerda mi promesa y la tuya.»
Le respondí que no lo olvidaría.
No pude dormirme hasta pasadas las 3:00 a.m. Releí las tres noticias de aquella edición del Granma del 5 de septiembre. Y terminé encendiendo la radio. En el largo programa de Radio Ciudad dedicarían a Santiago Feliú la sección sobre la obra y vida de un músico. Lo supe por el título de dos de las tres canciones elegidas —sólo alcancé a escuchar el final del anuncio—. Me interesa la obra de ese cantautor. Entre mis discos tengo cuatro álbumes suyos y la grabación de un concierto en vivo. Náuseas de fin de siglo y Vida eran dos de las canciones que pondrían en el especial.
Me levanté. Encendí la luz y regresé a la cama con mi Cuaderno de Altahabana. Escribiría el primer mensaje para Orlando.
Estaba convencido de que al menos durante todo el 2006 mi vida transcurriría en Altahabana. Redacté un par de líneas. Las taché. Volví a redactar otro inicio de carta y volví a tacharlo. Arranqué la hoja cuando comenzó la sección dedicada a Santiago.
La primera canción fue Bolero. Una larga canción. Triste y bella. La condensación de la lucidez, el desespero, los miedos y las dudas ante el porvenir.
Con los primeros acordes de Náuseas de fin de siglo recordé la noticia sobre el robo de El grito. El breve texto había sido ilustrado con el cuadro de Munch. Cuánto no daría yo por dibujar un lienzo como ése en mi supuesta reencarnación. Y me sorprendí pensando que podía conformarme con reencarnar en un hábil falsificador. Trataría de reproducir no sólo El grito, sino además experimentar en mi cuerpo el mismo estado de ánimo que debió embargar a Edvard Munch durante la creación de aquel cuadro. Esa figura atormentada en mitad de un puente podía tener el rostro de Orlando L., el mío, el de Santiago Feliú o el del propio Edvard Munch. Era un cuadro sencillo. En las reproducciones que yo había visto podía advertir los miedos, el tormento, la soledad, los fantasmas que debían estar persiguiendo y aguijoneando al personaje del cuadro tal como si fuera yo quien los padeciera. Eran esquirlas afiladas. Bastaba acercar los dedos. Las esquirlas no atravesaban únicamente al hombrecito del puente, sino también al propio Munch. O a un Elvis obeso y de frágiles tobillos.
Un Elvis que no puede tocar la guitarra con la elegancia y la destreza de siempre porque la obesidad se lo impide. No puede sino cargar la guitarra a un costado sabiendo, además, que le será imposible hincarse de rodillas para tocar las manos o besar a las muchachas que se atropellan entre sí por ganar el borde del escenario. Elvis sabe que ha caminado por un largo puente, ha visto el final y una lágrima corre en su mejilla. Veo a Elvis en el final del puente. Canta. Seca sus lágrimas mientras canta My way. Orlando L. tenía razón, la policía noruega resolvió un gran caso. A pesar de los dos años en que Elgrito estuvo perdido no sufrió daños. En el breve artículo no dicen si los ladrones intentaron venderlo, si querían falsificarlo o si se habían propuesto ocultar aquel duro testimonio. Los pequeños cristales ocres que gravitan sobre el lienzo seguirán martirizando al torturado y fantasmagórico hombrecito. Vuelvo a mirar el cuadro de Munch impreso en el reverso de la página donde el viejo Presidente aparece retratado en un sillón y vestido con un pijama ocre. Son cinco las fotos tomadas al viejo Jefe de Estado y Gobierno: lee un diario, escucha a un interlocutor que no aparece en la fotografía, reflexiona con la barbilla descansando sobre el puño, toma notas en un pequeño bloc, en la última foto mira hacia un lugar muy distante de la habitación de paredes blancas donde transcurre su convalecencia. ¿Mirará hacia algún puente? Sus ojitos cansados pueden delatarlo. La impresión de las fotos no es buena, pero acerco mi mano y siento los bordes afilados de las esquirlas que gravitan alrededor del viejo Presidente.
Releo el mensaje.
En el texto confiesa que debemos comprender —comprender con realismo son las palabras que ha uti— lizado— que el tiempo de una recuperación, quiérase o no, será prolongado.
Tiene esperanzas de seguir con vida. Pero también habla de la posibilidad real de la muerte.
Volví a mirar las fotos.
Y puse otra vez mis manos sobre ellas.
Con los acordes finales de Vida terminó el especial con Santiago Feliú.
Apagué la radio.
En una nueva hoja de mi Cuaderno de Altahabana comencé entonces a redactar el primer mensaje que le enviaría a Orlando L.