10 de agosto de 2006
La balada escrita por mi amigo Ariel, imágenes, estados de ánimo, olores, sonidos. Recuerdos al parecer inconexos llegan a mi memoria: la escritura de una canción, la muerte, escribir una suerte de diario, los días junto a Grethel, la imagen de dos arcos iris en una misma tarde de agosto en Altahabana.
Hay más. Hay muchísimo más gravitando en mi memoria.
¿Figuras?
Y para colmo he encontrado esta frase: «La escritura es una cifra de la vida, condensa la experiencia y la hace posible.»
¿Cuál será la rara conexión que me lleva a anotar todo esto?
Supongo que para saber la respuesta primero debo consignar —consignar, me he dado cuenta de que no dejo de repetir esta palabra—, debo consignar que no he dejado de pensar en esa frase de Ricardo Piglia. «La escritura condensa la experiencia y la hace posible». Según Piglia, Kafka escribe un diario para leer las conexiones que no ha visto al vivir, escribe su diario para leer desplazado el sentido en otro lugar.
«Kafka escribe su diario para leer desplazado el sentido en otro lugar.» Esa oración me sobrecoge. Para Piglia, Kafka sólo entiende lo que ha vivido, o lo que está por vivir, cuando está escrito.
¿Acaso me sucede lo mismo? ¿Acaso también escribo para entender cuanto he vivido? Quisiera resistirme a creerlo. ¿Pero por qué escribo? ¿Para qué entonces llevar registros en mi Cuaderno de Altahabana?
Hoy, luego de salir del mercado y mientras hacía el camino de regreso a mi casa, recordé un encuentro que tuve con mi amigo Ariel. Ese encuentro fue en el mismo mercado donde hasta hoy he hecho las compras. Hicimos el mismo camino que tomé hoy para regresar a mi apartamento. Ha pasado el tiempo, desde aquel encuentro han transcurrido poco más de cuatro años. Ariel me preguntó si yo tenía planes para la noche, quería que escuchara la última canción que había escrito. Pero él se veía mal de ánimo. Muy mal. Le propuse ir por unas cervezas y dejar la canción para otro día, pero insistió y dijo que las cervezas las podíamos tomar cuando nos diera la gana.
Quedamos en que iría a su apartamento sobre las 9:00 p.m. Ya las nueve y media llegué con cuatro Bucaneros. Sonrió. Guardó las cuatro cervezas en el refrigerador.
Nos movimos alrededor de un par de temas intrascendentes antes de que Ariel abriera el estuche de la guitarra y sacara la libreta donde había escrito la canción. La guitarra ya estaba afinada. Y comenzó.
Era una balada en la que le advertía a una mujer acerca del destino, los caminos truncos y lo terrible de sentirse indefenso y sin asideros, o verse de súbito de cara al vacío, allí donde los engranajes de la religión o una ideología ya no se conectan con los engranajes del cuerpo, el punto en el que es imposible encontrar una comunidad de afectos e intereses con alguien.
Era una bella balada. Le dije que sacaría un par de cervezas del refrigerador para celebrarlo, pero debo consignar que también la Bucanero me serviría para burlar la súbita presencia de Grethel entre las paredes de mi cabeza.
Le pregunté si le había dedicado la canción a una mujer real. A boca de jarro también le pregunté si yo sabía quién era esa mujer.
«Digamos que sí, pero no la hice pensando precisamente en ella» —dijo.
Mencionó el nombre. Yo la conocía. Esa chica era una amiga de Javier el Ruso. Ariel se había enamorado de ella, fue un romance que apenas duró. Dos semanas y un par de días tal vez. La chica tenía un viaje entre manos. Toronto. Un boleto de ida. Un novio canadiense. Y la promesa de un bello y eterno amor. La separación lo afectó, estuvo un par de meses sintiéndose como la mierda, pero Ariel pudo recuperarse. Pasado un buen tiempo, quizá seis meses, me invitaba a escuchar la balada.
«Escribí la canción el 7 de agosto» —dijo.
El Ruso cumplía años el 9 de agosto. La fiesta por el cumpleaños de Javier el Ruso comenzaba el día siete y terminaba el nueve. Era una larga e intensa marcha en la que exorcizaba el episodio de la muerte de su madre tras el parto y celebraba también haber nacido ese día. «Una vida por otra» —decía Javier— «Una jodida ironía del destino. Se lo advirtieron los obstetras y ella se jugó esa carta. ¿Crees que exagero con tantos días de parranda? Supongo que no puedo hacer menos.»
Varios eventos al parecer inconexos: mis compras en el mercado, una balada recién compuesta, mi encuentro con Ariel, una mujer que dejaría atrás su vida en Alta— habana para residir en un barrio de Toronto, el cumpleaños del Ruso, la muerte de su madre.
Era una balada en donde se advertía acerca del destino, los caminos truncos y lo terrible de sentirse indefenso, sin asideros.
¿Ariel entonces componía para hacer visibles las conexiones, los gestos, los lugares, la disposición de los cuerpos? ¿Ariel componía para leer desplazado el sentido de su vida?
Ayer hubiera sido el último día de la larga marcha con el que celebrábamos el cumpleaños del Ruso y exorcizábamos el recuerdo de la muerte de su madre. Pero el Ruso se ahogó en el Estrecho de La Florida, Ariel ahora vive en Leipzig, la casa de Javier estuvo cerrada durante un año y medio —tenía un sello en la puerta, un sello de la Reforma Urbana— y ahora vive allí un matrimonio —una pareja de militares, la mujer espera un bebé—, en el barrio dicen que el padre del Ruso vive en Minnesota...
¿Para qué seguir enumerando detalles, gestos, lugares, la disposición actual de los cuerpos?
No estoy seguro de haber logrado una verdadera figura uniendo con un supuesto trazo todo lo que llega a mi memoria cada vez que tarareo la balada.
¿La escritura es una cifra de la vida? ¿Es cierto que condensa la experiencia y la hace posible?
La muerte.
Llevar un diario.
Los días junto a Grethel.
La escritura de una canción.
Dos arco iris en una misma tarde de agosto en Altahabana.
Las notas de una bella balada.
Pero hay mucho más.
Muchísimo más.
¿Sólo son recuerdos? ¿Pero qué es un recuerdo? ¿Un recuerdo no será también una cifra de la vida?