4 de enero de 2005
Está ahí afuera, con sus grandes y opacos paneles de cristal cortados y ensamblados al parecer con premura, como si La Caja fuera obra de un cristalero borracho. Si en una de sus cuatro caras pones la mano y la mueves verás entonces la mugre incrustada en tu piel y en el lamparón de hollín la huella de tu mano.
Podrás ver La Caja en cualquier parte de la ciudad. Sabrás que se está acercando tan pronto escuches el sonido. Un ruido grave, seco.
Burda.
Inmensa.
Pesada.
Está ahí, afuera, contiene todas las respuestas. Puedes acercarte a ella y preguntar. Para conocer la respuesta debes poner tu mano en el cristal y quitar un poco de mugre, Justo donde has limpiado aparecerá lo que deseas saber. Verás una imagen.
Sólo debes salir en su búsqueda y estar dispuesto a ensuciarte, incluso estar dispuesto a herirte las manos con sus bordes afilados.
La Caja contiene todas las respuestas, pero no retiene por toda la eternidad cada detalle de los eventos que viviste, tampoco retendrá ese preciso instante que todavía no ha ocurrido y sin embargo necesitas conocer. La respuesta estará frente a tus ojos poco más de diez minutos —eso comentan—. Una imagen a manera de respuesta. Una imagen que se irá diluyendo. Cuando sobre las piezas de cristal quede únicamente la mugre —la inconfundible señal de que la caja se ha vaciado—, entonces vibrará. El inmenso armatoste se irá alejando. Despacio —eso comentan.
Javier el Huso me habló de La Caja. Más que oponerme a creer en su existencia me resistía a salir en su búsqueda, pero a principios de enero, una madrugada de enero de 2005, dejé sobre la cama el libro que estaba leyendo. Me cambié de ropas. Cerré la puerta de mi apartamento y fui rumbo a la parte vieja de la ciudad. Mi destino era la avenida del puerto. ¿Por qué? Sólo sabía que debía ir hasta un muelle abandonado en la zona del puerto, un muelle del que apenas quedan unas vigas de acero torcidas, pilotes sembrados en el lecho de la bahía y una parte de las piezas de hormigón que conforman el piso. Lo sabía. Sabía que era allí.
La Caja esperaba por mí. En equilibrio. Una mitad apoyada en los últimos pilotes del embarcadero. La otra mitad sobre esa sábana mugrienta que es el agua de la bahía.
No recuerdo si en aquella madrugada de enero había luna llena, pero el muelle —o el final del muelle— no estaba en penumbras, quizá gracias a la luz de las farolas de la avenida o porque la luna sí bastaba para iluminarlo. Lo cierto era la sucia caja de cristal, el aire de mar que arrastraba el salitre tierra adentro y el ruido del viento atrapado dentro de la Caja, también era cierto el vaho del carburante derramado en el agua.
Pude sentir las frías ráfagas y ver La Caja luego de caminar todo el boulevard de la calle Obispo, torcer a la derecha en Mercaderes, cruzar la plaza de la Lonja del Comercio y salir al encuentro del viejo atracadero. Cuidando no caer en la bahía caminé hacia ella.
Estaba ahí, enorme, mal cortada, percudida.
Me paré frente a ella.
Acerqué mi brazo.
Mi mano quedó a pocos centímetros del cristal.
No toqué La Caja tan pronto estuve ante ella. Creo que nadie pega su mano y quita el polvo adherido al cristal tan pronto la encuentra. Demoré, ¡Cuánto? Lo que verdaderamente importa es mi encuentro con La Caja, que fui hasta ella y pegué mi mano. Al tocarla creí sentir un movimiento. Un movimiento leve. Temí ser el culpable de que cayera al mar y traté de agarrarla por donde único podía hacerlo: una de las filosas aristas. Fue una suerte que la mitad plantada sobre los pilotes bastara para el equilibrio, de nada hubiera servido aferrarme a La Caja, me habría arrastrado y habríamos caído los dos. Al mar.
Mientras limpiaba el cristal —intentaba hacer un gran claro en el lamparón de barro— advertí que estaba dejando trazas de polvo mezcladas con sangre. Era demasiada la excitación y no sentí el corte en mi mano. Casi toda la palma, en diagonal. El tajo era sólo una herida superficial, pero debía vendarla y decidí usar mi pañuelo. Luego tendría que arreglármelas con el dolor. Tras borrar las trazas de barro y sangre hice mi pregunta.
Cerré los ojos —Javier me había dicho que debía esperar algunos minutos, la respuesta nunca aparece de súbito. Dicen que La Caja es un artefacto infalible, quizá esta sea la justificación a la demora.
Estar a la espera de una revelación supone la certeza del miedo, pero ya estaba ante La Caja y había hecho mi pregunta. Al abrir los ojos supe la respuesta: a través del claro en el lamparón de barro vi mi rostro. Cabizbajo. Los ojos entornados.
Estuve poco más de una hora sentado. A ratos miraba la huella que dejó La Caja al abandonar el muelle. Cada vez que lo hacía, a mi memoria regresaba la imagen de mi rostro reflejada en el cristal y el ruido de La Caja en su roce contra las piezas de concreto que forman el piso del embarcadero.
Cuando sentí que me resultaba insoportable la húmeda frialdad decidí marcharme. Haría la misma ruta esta vez a la inversa.
Caminaría hasta el Parque Central, luego tomaría un taxi rumbo a Altahabana —mi barrio, mi casa.
El boulevard estaba desierto, sólo vi a dos policías y un tipo, que por su facha y los bultos, parecía un vagabundo. Se me acercó, cargaba dos bolsas repletas de trastos. Fumaba un cabo de tabaco. Se detuvo, puso las bolsas en el piso. Dio una breve calada y me hizo una pregunta. Supo que no lo entendí, me había tomado por sorpresa. Y volvió a preguntarme:
«Buenos días, hermano, ¿A cuánto estamos? ¿Qué día es hoy?»
Era la madrugada del 4 de enero.
Dio las gracias, también me deseó salud y suerte en el nuevo año. Luego de una larga calada me miró. Se encogió de hombros:
«Se me hizo tarde, aunque corra no voy a llegar a tiempo.»
Olían muy mal él y su tabaco.
«¿Llegar a dónde?» —pregunté.
Tras darme unas palmadas en el hombro tomó las bolsas. Masculló algo que no entendí, volvió a sonreír y me dio la espalda.
Sólo sé que caminaba en dirección a la avenida del puerto.