10
Regalo de cumpleaños
Una silla de ruedas se atravesó en mi camino. Los soportes de plástico y metal donde el anciano apoyaba sus pies golpearon mi pierna. No pidió disculpas. Sonrió. Me apuntó con su índice —un dedo huesudo, largo y afilado— y me preguntó si podía regalarle un bolígrafo. Lo miré al rostro, me resultaba muy familiar su nariz aguileña, los ojitos cansados y vivaces, y aquella barba no muy tupida y cana.
—¿Podrías regalarme un bolígrafo? —dijo.
El anciano peinó con sus dedos las pelusas grises de su cabeza y la barba. Luego de alisar los pliegues de su mono deportivo me señaló con el índice afilado: «¿Tú crees que sea una dicha cumplir ochenta años? Felicítame.»
Di un paso atrás. Justo ese domingo de agosto el ex Presidente cumplía años. Precisamente ochenta.
Y aquel anciano, que había salido a mi encuentro para pedirme un bolígrafo, me preguntaba si era una dicha llegar a esa edad.
¿Bromas conmigo? ¿Una cámara oculta? ¿A las siete de la noche en la calle 23?
Advertí que había puesto las manos en las ruedas de su sillón, pero no supe sino cuando sentí un fuerte golpe en mi pierna que lo hizo para tomar impulso.
—¿Tienes un bolígrafo, por favor?
El dolor me acuchillaba la piel, los músculos, el hueso. Me agaché. Mientras remangaba la pata de mi pantalón se acercó para preguntarme si estaba herido.
Le mostré la pierna.
Me había golpeado dos veces sobre la misma tibia con su silla de ruedas. Nada de sangre. Por suerte.
—No estoy herido —dije—, pero mañana tendré dos moretones.
—¿Hematomas? Eso no es nada, chiquito, cuando quieras saber de accidentes en la pierna llámame y te diré.
El anciano se inclinó para mirar y me pronosticó unas horas de dolor: «Mañana no recordarás el golpe. Soy muy bueno haciendo pronósticos, créeme. Sé cuándo algo es en verdad muy serio. ¿Ves esto?»
El anciano tenía una cicatriz en la rodilla de la pierna izquierda. También me advirtió que tuviera cuidado con los insectos mientras señalaba, en el mismo pie, la huella de una picada.
—¿Alguna vez te fracturaste la rótula, chiquito? ¿Sabes algo de la linfangitis? Si tienes dudas o te accidentas búscame y te diré qué hacer. Recuerda que soy muy bueno con los pronósticos.
Intentó bajar la pata de su mono deportivo, pero le costaba doblar el torso. Sentí un leve quejido. Tosió.
—¿Se siente bien?
—Es la herida, tuve una crisis intestinal —dijo, sin mirarme, y con el índice apuntó a su vientre—. Una crisis aguda.
Vi en su rostro un leve gesto de dolor.
—¿Lo ayudo?
Estaba anocheciendo y quería llegar temprano a mi apartamento. Volví a preguntarle si necesitaba ayuda. Tampoco respondió. Pensé que no valía la pena insistir, antes de despedirme lo felicité por su cumpleaños y le deseé una gran noche. Cuando me dispuse a hacer el camino de regreso a mi casa impulsó la silla. Se atravesó en mi camino y me volvió a preguntar si tenía un bolígrafo.
Abrí el bolso.
Saqué la Parker que me había regalado mi kodama. Tinta negra, buen punto, se deslizaba muy bien sobre el papel.
El anciano extendió su mano. Al acercarle mi Parker me apuntó con el índice. Entonces nos miramos.
A los ojos.
Fijamente.
Y delante de mí tuve aquella nariz aguileña, los ojitos cansados pero todavía vivaces, las pelusas grises de la barba y el pelo, y una fugaz contracción de los músculos del rostro.
—Eres muy amable. Si no lo sabías hoy cumplo ochenta años. ¿Será una enorme dicha cumplirlos, chiquito?
Eran las siete de la noche de un domingo de agosto. Exactamente era 13 de agosto del año 2006 y estábamos en una avenida de El Vedado. En la intersección de 23 con la calle I me había salido al paso aquel anciano recién operado en el vientre, que para mayor coincidencia cumplía años justo el mismo día que el ex Presidente.
—Felicidades —puse la Parker en sus manos.
¿Debía advertirle que sólo era un préstamo?
De un bolso colgado del manubrio del sillón sacó un bloc. Azul. En la última hoja comenzó a garabatear.
Le dije que el bolígrafo era nuevo e hizo un gesto con su cabeza y la mano. Sin dudas me escuchó, el gesto que hizo me lo confirmaba, sin embargo no dijo nada y siguió con sus garabatos.
Lo dejé hacer.
Mientras, miré a los alrededores.
Sonreí. Me descubrí buscando a un supuesto familiar del anciano, o a un médico cerca, o a varios tipos armados y uniformados, o asegurándome de que el tráfico no había sido interrumpido, y los Mercedes Benz blindados y el resto de los autos y motos que antecedían y cerraban la caravana presidencial no estaban estacionados en la avenida.
—¿Quieres arreglarme el pantalón? No puedo hacerlo... Ayúdame —dijo, sin mirarme.
Ya no dibujaba garabatos, tenía frente a sí las primeras hojas de su bloc. Hacía pequeñas marcas en varios párrafos que al parecer había escrito antes de encontrarnos.
Volví a mirar a los alrededores. Era la misma ciudad de todas las noches, porque el cotidiano flujo de personas y autos se mantenía a lo largo de la calle 23 y en las intersecciones. Incluso por nuestra acera se acercaba un grupo de adolescentes.
—¿Por qué estás tan nervioso? —sonrió—, ¿acaso crees que soy quien crees que soy? ¿O no crees que yo sea quien crees que soy? Tranquilo... ¿Este domingo será una dicha para mí?
¿Qué debía responderle?
Miré a los lados y con un leve gesto asentí.
Me agaché. Las piernas del viejo eran flacas, pálidas, velludas. Vi entonces la cicatriz en la rodilla. La huellas de unas puntadas muy finas. Yo quería tocar la herida. Lo haría, quería tocarla y debía hacerlo, con mucho cuidado, al bajarle la pata de su mono deportivo.
Escuché risas. Miré. Junto a nosotros pasaba el grupo de adolescentes que venía caminando por la misma acera en la que estábamos el anciano y yo. Del grupo, dos muchachas todas de negro y piercings nos señalaban. Uno de los varones dijo que el anciano se parecía al viejo Presidente: «¿Le cantamos un happy birthday?»
Las muchachas se tomaron las manos y comenzaron a cantar.
Los vi alejarse.
Y vi que el anciano se volvió para verlos.
Sonreía.
—Juventud, divino tesoro. Qué bellas. Qué bellas etapas hemos vivido.
Cuando los perdió de vista me preguntó si estaba apurado.
Mi único plan era pedirle la Parker y regresar temprano a mi casa. Quería llegar, tomar un baño, comer y acostarme. Tal vez pondría un poco de música antes de dormir. Era mi plan y se lo dije —salvo lo del bolígrafo, esperaría a que acabara con sus apuntes.
—Qué bien que tengas un plan —dijo sin mirarme—. Eres joven, me alegro por ti.
Le di unas palmadas en el hombro.
Dejó la Parker sobre el cuaderno de notas y tomó mi mano. El anciano tenía las manos tibias. Tosió.
—Es bueno tener un plan para una noche de domingo, chiquito, no sabes cuánto me alegra haberte conocido. Gracias por todo —hizo una muequita a manera de sonrisa cuando tomó el bolígrafo.
¿Era mejor dar que recibir? Me encogí de hombros y le dije que para mí había sido un placer. Antes de marcharme le deseé una gran noche.
Mientras hacía el camino rumbo a mi apartamento me llamó la atención un enorme cartel colgado en la fachada del caserón de la Unión de Periodistas. Era una enorme tela azul rotulada con letras blancas: 80 y más. Se movía bajo las suaves andanadas del viento. El cartel, que se podía leer desde lejos, tenía impresa sólo aquella frase. Tan breve como el mensaje que el ex Presidente escribió para ser publicado en la prensa el día de su cumpleaños. El mensaje estaba ilustrado con varias fotos y desde las páginas del diario sugería a los lectores que fueran optimistas y se prepararan para escuchar cualquier noticia adversa. Quizá muchos esperaban un texto más alegre, sin embargo, justo el día de su cumpleaños ochenta, con su puño y letra y con todo el aplomo posible nos advertía que debíamos prepararnos para lo peor.
—Ochenta y más —dijeron tras mi espalda, era la voz arenosa y suave del anciano del sillón de ruedas—. Me gusta. ¿Acaso será una dicha cumplir ochenta y más?
Si en verdad el anciano de la silla de ruedas era el viejo Jefe de Estado y Gobierno, aquel domingo de agosto transcurriría sin ninguna noticia adversa. Salvo la imposibilidad de doblar el torso parecía estable. Y lo estaba, porque al escuchar su voz me di la vuelta y lo vi impulsando su sillón en dirección hacia mí. Supuse que me estuvo observando desde el momento mismo en que nos despedimos. Tan pronto me vio reparar en él se detuvo y dijo que fuera a su encuentro.
Ya estaba casi frente a él cuando impulsó la silla.
Y no pude esquivarlo.
Los agudos latidos volvieron a encajarse en mi pierna. La misma.
—Es muy bueno tu bolígrafo. Es una Parker. Cuántas ideas me venían a la mente y yo sin poder anotarlas. Cientos de ideas, miles de ideas, millones de ideas. Temía perderlas —levantó su brazo y apuntó con la Parker al cielo—. Es el mejor regalo del mundo. Por cierto, ¿tienes algún plan?
Negué con un gesto.
Y miré a su rostro.
El anciano peinó su barba y sonrió.
—Yo sí —dijo—. En mi próxima reencarnación seré escritor. ¿Te gustaría serlo? ¿No es un gran plan?
Me encogí de hombros. Por el momento sólo me había propuesto darle sentido y forma a tres proyectos. Uno dependía de varios bocetos que se resistían a pasar del simple esbozo de las ideas, la serie de lotos que quería hacer esperaba por la respuesta de dos modelos y de la Canon de Orlando L., el tercer proyecto era una tozudez aparentemente cercana a la literatura: una suerte de bitácora o cuaderno personal —el Cuaderno de Altahabana—. Le dije al viejo que ese era mi plan o parte de mi plan.
—Presumo que no tienes un verdadero plan. Veo muchas lagunas en lo que te has propuesto. Piénsalo bien, chiquito, hazte de un verdadero plan y piensa desde ya en qué te gustaría reencarnar. Porque querrás hacerlo. ¿Qué prefieres leer?
Hice un inventario de lo que tenía en mi biblioteca: mucha ficción, algunos ensayos, una famélica colonia de poetas.
—Soy un pésimo lector de poesía —dije.
Sonrió.
Hizo una mueca.
Tosió.
—Ten en cuenta las lagunas. Las tienes. Debes trabajar en ellas, pero eso lo harás a partir de mañana. Vamos.
El anciano hizo una aparatosa maniobra para impulsar su sillón hasta el bordillo de la acera. Pidió ayuda, quería bajar a la avenida. Tan pronto su silla de ruedas estuvo sobre el asfalto dijo que prefería hacerlo solo.
Seguir tras él significaba romper mis planes y alejarme todavía más de mi apartamento. Según sus intenciones iríamos en sentido opuesto, pero recordé que era el ochenta cumpleaños de aquel viejo y decidí acompañarlo.
Íbamos por 23 en dirección a L. Avanzábamos contrario al tráfico. En silencio. Me preguntaba cómo el anciano podía impulsar las ruedas de su sillón. Lo habían operado, no podía doblar el torso y a ratos se quejaba de alguna punzada. Debía ser muy grande el esfuerzo. A mitad de cuadra me brindé para ayudarlo, sin embargo se negó. Y seguimos. Le resultaba imposible ocultar las contracciones de su rostro cada vez que las ruedas del sillón caían en algún pequeño bache. A ratos lo miraba —pero trataba de que él no lo advirtiera—. Cuando apenas faltaban unos metros para llegar a la esquina de 23 y L me preguntó si tenía algún plan.
—¿Y tú tienes alguno?
—¿Te parece bien entrar al Yara y ver una película? ¿O prefieres el mar? Te pregunto porque hoy es mi cumpleaños. Ochenta, chiquito. Me gustaría saber qué piensas, pareces un buen tipo. No eres de los que mienten, lo puedo leer en tus ojos.
Sonreí. Le di las gracias. Cuando me disponía a mirar el semáforo para peatones el anciano me dio un codazo. Y se impulsó justo al cambiar a rojo la luz. Los automóviles que dejarían 23 para continuar su rumbo por la calle L se habían puesto en marcha, sin embargo el anciano no se detuvo. Gritos, chirridos de neumáticos, palabrotas, maldiciones. Cuando el semáforo para peatones indicó el cruce apuré el paso.
—Vamos al mar —dijo.
Seguimos rumbo al malecón en sentido contrario al tráfico. íbamos en silencio, yo caminaba sobre el contén y el anciano iba en su silla de ruedas a cierta distancia del bordillo. Temerario. Sin proponerle nada bajé a la calle y decidí ponerme a su derecha para obligarlo a acercarse al contén, porque la calle 23 dejaría de ser una pendiente suave en tan sólo unos pocos metros. Los dos lo sabíamos. Ante nosotros tendríamos una larga y brusca caída. El anciano contuvo la marcha, me tomó una mano.
—¿Podrías llevarme?
Nos miramos.
Tras una muequita con sus labios sonrió: «Me he acordado de algo, ya sabes, necesito tomar unos apuntes. No es más que un par de notas, pero sabes que tengo un gran plan para mi reencarnación.»
Le di un suave apretón en el hombro. De haber sido aquel anciano el viejo Presidente ya no era el militar alto y corpulento que yo tenía en mi memoria. Al ponerle la mano sobre el hombro toqué los puros huesos. Sin embargo pesaba, lo sentía al maniobrar el sillón, me costó no ceder ante la inercia con la que ya comenzaba a rodar pendiente abajo. Nos detuvimos al llegar al semáforo de M. Se volvió hacia mí, sus ojitos cansados se encendieron, eran dos pequeñas teas. Pero no dijo nada. Abrió su bloc y comenzó a escribir.
Hicimos en silencio el camino hasta el litoral. El anciano estaba absorto en sus notas y yo lo miraba mientras me encargaba de llevarlo, sano y salvo, al borde mismo de la isla. Sólo interrumpió sus apuntes cuando llegamos a la avenida que se extendía a lo largo del Malecón.
—Lo haré solo, chiquito, conduces como una niña. No puedes imaginar cuánto miedo me das. ¿O acaso me equivoco?
Solté el manubrio.
Tan pronto me puse a su derecha me dio un codazo.
—Por favor, no te retrases —dijo y me dio el bloc de notas para que lo guardara en su bolso.
Comencé a caminar junto a él.
Gritos, chirridos de neumáticos. Palabrotas y maldiciones. Las duras miradas de los conductores se encajaban sobre nosotros, sin embargo el anciano seguía impulsando el sillón, sin mirarlos. Y también ignoraba los rostros atónitos de los transeúntes y de quienes decidieron terminar aquel domingo sentados en el litoral.
Al llegar al bordillo de la acera opuesta se apoyó de las barandas de la silla. Contrajo el rostro. Se levantó. Me espiaba con el rabillo del ojo, así supo que lo observaba. Entonces se alisó las pelusas grises de su barba y la cabeza.
El anciano llevó sus manos a la cintura y tragó una gran bocanada de aire. Con pasitos cortos se acercó al largo muro del malecón. Justo en el momento en que me disponía a poner el sillón junto al muro, con un gesto de su índice afilado me prohibió hacerlo.
—Déjalo ahí... si no te es molestia. Por cierto, necesitaré mi libreta de apuntes y la prensa. Tráelos.
Decidí llevarle el bolso para que fuera él quien los buscara.
—¿Me ayudarás a subir? —dio un par de palmaditas sobre el muro.
Con ambas manos tocó el muro, en sentido contrario las deslizaba suavemente. Tan pronto me paré a su lado dijo: «Estoy esperando, chiquito, ayúdame de una vez.»
Nos sentamos en el muro, él a mi derecha.
Los pies colgando sobre el arrecife.
Se volvió hacia el faro de la bahía. El cono de luz, como un hachazo, cortaba la bruma en la que se diluía el mar.
De espaldas a mí extendió su mano abierta y sobre ella puse el bolso. Tomó el bloc, el bolígrafo y el periódico.
Mientras el anciano escribía me dispuse a leer la prensa. Releí el mensaje que el viejo Presidente había escrito. Vi su firma, también la enorme foto en la portada. Me siento muy feliz —decía el titular—, A pesar de que sus ojitos parecían cansados en las pupilas estallaban dos puntos de luz. Y sonreía. «Me siento muy feliz, chiquito» —lo imaginaba hablándome desde las páginas del periódico—, «¿no será una dicha cumplir ochenta años?»
Aquella edición dominical del Juventud Rebelde tenía un dossier dedicado al cumpleaños del viejo Jefe de Estado y Gobierno. Textos, fotos, dibujos. Los carboncillos de dos pintores habían convergido en sus trazos para bosquejar un tocororo posado sobre una palma real. El pequeño pájaro nacional, con el grado militar del viejo Presidente incrustado en las plumas de la pechuga, descansaba —sobredimensionado y con un ala abierta— encima de la palma. La palma real se rendía bajo el peso de tan desproporcionado pajarito.
Dentro del dossier había otros dibujos, fotos, incluso una caricatura. En una de las fotos sostenía dos trofeos y hablaba con Hemingway. Uno de los artículos lo firmaba García Márquez, en el texto pude leer que el propio Jefe de Estado dijo: «En mi próxima reencarnación quiero ser escritor» —según García Márquez, el viejo Jefe de Estado y Gobierno gustaba de escribir y lo hacía bien, para sus notas utilizaba unas libretas de apuntes empastadas en plástico que siempre tenía a mano incluso dentro de su Mercedes Benz.
El viejo Presidente deseaba en su otra vida convertirse en un escritor, tal vez las libretas forradas en plástico fueran parte de su proyecto de escritura. Y recordé entonces el gran plan que el anciano de la silla de ruedas había tramado para su supuesta reencarnación. Pero la luz de las farolas de la avenida no era suficiente para leer con detenimiento todos los artículos. Tenía que forzar la vista. Decidí leer al azar y en otro artículo encontré un fragmento que fue publicado en el Miami News de abril del 59. Era parte del testimonio de un deportista y pescador de Arizona que viajó a Cuba en plan de turismo. El americanito contaba que el viejo Presidente, por entonces un atlético mozo de treinta y tres años, vestido con un uniforme militar de campaña, grados de comandante y el cargo de Primer Ministro, se paraba en el bote y le destrozaba los nervios y quebraba el monótono ruido del motor fuera de borda con los disparos de una ametralladora. El atlético Primer Ministro disparaba a los peces que nadaban en la Laguna del Tesoro, también a los patos.
Dejé la lectura y salté a la última página del Juventud Rebelde. Comencé a comparar los detalles de cada foto con el rostro que, desde las siete de la noche, tenía frente a mí.
—¿Qué haces? —dijo.
Me sorprendió mirando su perfil y a la página del periódico.
No pude sino decirle la verdad.
Sonrió.
—Son bastante buenas —comenzó a peinarse la barba con los dedos y también alisó las canas de su cabeza—. Hoy es mi cumpleaños y estoy aquí, frente al mar, escribiendo, solo, sin que nadie me moleste.
—¿Solo?
—Haz fruncido el entrecejo, chiquito.
Y me dio un codazo, luego puso sus dedos en mi mentón y lo sacudió suavemente: «No te molestes, es una manera de decir. Tu reacción ha sido una gran lección para mi plan, ya sabes que tengo un gran plan —y me dio otro codazo—. En tus ojitos veo que tienes talento para las artes y las palabras, sabes apreciarlas pero necesitas entrenamiento.»
Intenté decirle que había tenido una tonta reacción, pero puso su mano en mi boca: «Sólo quise preguntarte o preguntarme cuánto de dicha tiene cumplir ochenta años y pasar mi cumpleaños sentado frente al mar, tranquilo, escribiendo. ¿Es una dicha?»
Y volvió a taparme la boca.
—Ya sé que dirás. Por cierto, también he tenido suerte al encontrarte. Gracias por el regalo, es muy útil para mi plan. Tengo un plan y te contaré de qué va...
Hizo silencio. Le pregunté qué le sucedía. El anciano tenía una operación en el vientre, a ratos se quejaba y estábamos frente al mar, tragando el salitre, casi al amparo de la medianoche luego de un largo trayecto en una silla de ruedas. Temí que el anciano sufriera una recaída. Volví a preguntarle. Pero me puso la mano en la boca. Con su índice afilado señaló hacia el mar. Cada vez que el haz del faro barría la superficie develaba los contornos de un bulto a la deriva.
—¿Es un submarino o un iceberg? —dije.
—Carajo, deja descansar a Hemingway. ¿Te parece que él era el más grande, que todo lo que hizo era bueno? Escribía, cazaba, se iba de pesquería, tenía un cementerio de perros en el patio de su casa, también se fue a la guerra y hasta boxeaba. Pero escúchame, no era infalible. Lo vi en sus ojos... ¿O es que no sabías que se pegó un tiro con una escopeta y apretó el gatillo con el dedo gordo del pie? En todo plan hay lagunas.
—Creo que es una balsa. Seguro es un pescador.
—Mira bien. ¿Necesitas unos prismáticos? Tengo uno en el bolso. Sácalos. ¿No te parece que es un ataúd?
Busqué los prismáticos. El bulto navegaba no muy lejos de la costa. Pero era de noche y se diluía en la bruma. Esperé a que el haz del faro hiciera un par de barridas. El anciano tenía razón.
—¿No te parece una bella imagen? Me gustaría escribirla. Un cadáver navegando dentro de un ataúd. Un muerto que navega frente al país donde nació, el mismo país que navega junto a él. Aunque no estamos muy seguros de que ese muerto sea cubano. ¿Debería serlo?
Sentí un fuerte golpe en mis costillas.
Nos miramos.
Me había dado con el codo.
—Y lo será —dijo—. Ese muerto será nuestro. Tenemos un hallazgo, ¿no sientes que nos movemos? Este país es sorprendente.
No quise recibir otro codazo y le respondí que teníamos un verdadero hallazgo literario.
—Me gustas, eres muy listo. ¿Qué crees de esta imagen? Un país, desprendido del lecho marino, flota a la deriva... Quitemos a la deriva. Es una bella imagen. Escribiré eso. Por cierto, ¿te gusta la literatura?
—Prefiero la ficción, también leo ensayos...
—Seguro eres un pésimo lector de poesía —dijo, no me dejó terminar—. Lo veo en tus ojos. Ah, la literatura... La literatura es algo tremendamente bello. Dentro de la literatura, todo. Recuérdalo, pero no lo tomes como un consejo, sino como un mandamiento.
Tres veces repitió la misma frase. La primera vez me apuntó con su índice afilado, en la segunda me hincó con su uña en el hombro. En la última, cuando dijo «Dentro de la literatura, todo», encajó la punta de su índice en las páginas del bloc.
—¿Quién irá navegando dentro del ataúd? Es una buena pregunta —dijo.
Me dio un codazo.
Carraspeó y con la voz engolada me pidió que prestara atención:
—Un cadáver recorre las aguas que rompen en el arrecife. El ataúd, manchado por la mierda de las gaviotas, deja una pequeña estela mientras bojea una isla que se ha desprendido del lecho marino...
¿Te parece un buen inicio?
Alzó el brazo y apuntó al cielo con la Parker.
Tragó una gran bocanada, miró al faro del Castillo de los Tres Reyes del Morro y con los puños se dio unos golpecitos en el pecho.
Me hizo un guiño.
Entonces comenzó a escribir.