2
Con los pies colgando en el vacío
Dime si es la muerte fatalidad. O si es liberación, escape. Dime, por favor, si alguien hablará de nosotros cuando hayamos muerto.
Una avenida desierta. 11:00 p.m. Demasiado calor, demasiada humedad. Silencio. Un semáforo en amarillo. Parpadea. No cambiará de color hasta el amanecer.
Podría parecer que estoy solo. En la foto aparezco cerca de un semáforo, parado en el paso peatonal del separador de una avenida, con las manos en los bolsillos del pantalón. El fondo del encuadre es oscuro. De los autos sólo se ven largas estelas de luz: apenas reducían la velocidad al aproximarse a la intersección de la avenida Independencia y Vento, o avenida Rancho Boyeros y Vento.
Pero no estoy solo, conmigo estaba Orlando L. y cuesta adivinarlo.
¿El?: cruzado de brazos.
¿Yo?: con mis manos en los bolsillos del pantalón.
Tragábamos el humo de la combustión del carburante de los pocos autos, polvo y trazas de luz.
Pero no estábamos solos, nos acompañaba una vieja Canon EOS Rebel montada sobre un trípode: la cámara de Orlando. Cuesta adivinarlo porque sólo yo aparezco en la foto. Éramos tres siluetas bajo el haz amarillo y sucio del alumbrado público, con las pupilas y el lente queriendo guillotinar un pedazo de aquella noche en Altahabana.
Andábamos dando tumbos por mi barrio con la cámara, un trípode y dinero. Teníamos la sospecha de que daríamos de cara contra una buena foto, o una cafetería donde pudiéramos beber cervezas, o simplemente porque cargar con la Canon, el trípode y dinero nos permitiría improvisar un sencillo malabar con el que quizá podríamos acercarnos a eso que llamamos libertad o a algún remedo parecido. Trapecio sin red y salto al vacío. Pero ninguno de los dos deseaba que aquel acto de malabarismo terminara en un montón de tripas, huesos astillados, sangre y mierda sobre el pavimento. Sin embargo lo supe después. Lo supe en la intersección de Vento y Avenida Independencia. Teníamos la misma cantidad de dinero que habíamos contado al salir de mi apartamento y un carrete de fotos sin usar: trescientos sesenta pesos en moneda nacional, treinta y seis pesos convertibles y treinta y seis fotos justo en mitad de una avenida, a media noche. Lo supe después de decirle a Orlando L.: «Nos vendría bien quedarnos un par de minutos aquí en el separador.»
Tuve que convencerlo de que el parpadeo del semáforo, tragar carburante quemado y polvo bajo la luz del alumbrado público nos sentaría bien. Orlando L. tragó una gran bocanada a pesar del catarro que tenía, tosió, me dio unas palmadas en el hombro: «Ahmel, tu buena idea terminará matándome.»
Sonreí.
—Tranquilo, hay un policlínico cerca —dije.
Pero Orlando no parecía convencido y pensé en cinco detalles que quizá lo harían cambiar de opinión. Le dije: «Imagina una bella enfermera de guardia.»
Y seguí enumerando: balón de oxígeno, policlínico desierto, aburrimiento, un bello cuerpo. Le puse entonces una mano en el hombro: «Imagina ahora que esa mujer esté dispuesta a compartir todo eso con nosotros.»
Orlando L. arqueó las cejas. Sonrió.
—Eres un morenito con malas intenciones.
Tragué una gran bocanada a pesar de que soy asmático.
Luego de inhalar toda aquella mezcla Orlando me pidió el trípode: «Cojones, quédate como estás, no te muevas.»
La Canon, apoyada en el trípode, quedó en equilibrio sobre el separador. Detrás del único ojo de la cámara Orlando L. ajustaba el encuadre.
—No te muevas, ya tenemos la primera foto.
Apuntó hacia mí el cañón de la Canon. Gritó que no me moviera hasta escuchar el sonido del disparo.
Fue una toma muy lenta.
A pesar de haber escuchado el chasquido del mecanismo no pude moverme. Quedé aletargado quizá cinco, diez o veinte minutos —Orlando L. me confesó que tampoco pudo moverse una vez guillotinado aquel pedazo de Altahabana conmigo dentro.
¿Yo?: con las manos en los bolsillos del pantalón, como un pedazo de arrecife tierra adentro.
¿Orlando L.?: con las manos en la cabeza luego de accionar el disparador.
Sentí sobre mi cuerpo el disparo de la Canon —o tal vez fue un golpe de aire y polvo que nos embistió al pasar frente a nosotros un autobús de turismo.
Luego caí en un letargo.
—No me creas si te digo que tengo basura en los ojos —intenté esquivar su mirada.
—¿En los dos? Creo que estás llorando.
Me encogí de hombros.
Orlando dijo que tampoco le creyera si por alguna casualidad veía en su cara un par de lagrimones.
—Tal vez sea culpa del polvo, muñeco —sonrió—. No quiero perder esta foto. Vamos a repetirla. I think I will love this picture.
Saqué mi pañuelo después del segundo disparo. Se lo ofrecí. Orlando L. se acercó a mí, yo no podía moverme.
Mientras miraba cómo se limpiaba la nariz con mi pañuelo recordé que una vez me había dicho: «Somos demasiado sensibles o muy tontos, ese es nuestro gran problema, y para colmo eres asmático.»
Aquella combinación nos ponía en desventaja.
—Tenemos que hacer algo y no me preguntes qué, no se me ocurre nada que valga la pena.
—Tenemos una foto y eso es algo. La foto que hicimos es ese algo que tu boquita y tu cerebro no se atreven a nombrar.
Luego de repetir tres veces la misma toma Orlando L. propuso desmontar todo e irnos al Reloj Club.
El viejo bar rediseñado y convertido en una cafetería estaba cerrado. Nos quedaba como última opción la cafetería de la gasolinera. Subimos por la rampa de los surtidores de gasolina y diesel. Estaba abierta.
Entramos.
—¿Qué vas a tomar? —dijo.
Me decidí por una Bucanero. Necesitaba beber algo bien frío. Orlando llamó a la camarera, pidió mi cerveza y sacó su libreta de apuntes.
Tomaba mi Bucanero mientras lo veía anotar. A ratos lo miraba directamente o me volvía hacia un gran espejo colgado en la pared opuesta a nuestra mesa.
—Vienen por la cuenta, parece que ya es la hora de cerrar —dije y tosí.
No quería interrumpirlo, pero éramos los únicos clientes y la camarera se moría de sueño y aburrimiento. Le pregunté si se había fijado en ella.
—No.
—Deja todo y mírala.
De mala gana dejó de anotar.
Era joven, trigueña —o de un leve tono café—, cabello largo y recogido en una trenza. ¿Sus ojos?: dos canicas de puro ámbar. Carnes duras y pantalón negro muy ceñido. Alta, ojeras. Y un gran bostezo. En resumen: bella y desenvuelta. Demasiado bella y desenvuelta para una pequeña cafetería en las afueras de la ciudad.
Llegó a la mesa. Intentó sonreír. Y pudo hacerlo y parecía no fingir.
Orlando arqueó los ojos y sonrió. La camarera dejó una bandejita con el vale. Antes de que la chica se marchara hacia la barra Orlando le dijo que esperara.
Estábamos en sintonía. Queríamos tenerla cerca, mirarla. A pesar de que la camarera estaba agotada irradiaba algo y yo no sabía qué. Le pregunté a Orlando L. qué podía ser y se encogió de hombros. Luego dijo: «Debemos tener cuidado, hay mujeres radiactivas y podrían hacernos daño.»
—¿No van a tomar nada más?
—No, gracias —dije, tosí. De mi billetera saqué un billete de tres pesos convertibles.
La vimos caminar hacia la barra. Era un bello y grácil animal, un gran felino. La vimos tomar el cambio y ponerlo en la bandejita. Venía hacia nosotros. Nos miraba. La vimos llegar a nuestra mesa.
Antes de que se marchara le pedí que aceptara quedarse con el cambio.
Miré la hora. 11:57 p.m. Faltaban apenas unos minutos para el cierre de la cafetería y se lo dije a Orlando. Entonces la camarera dijo una breve frase que nos tomó por sorpresa:
—No se preocupen. Y tú —con el bolígrafo que utilizaba para anotar los pedidos señaló hacia Orlando—, puedes seguir con tu novela.
La miré extrañado. Sonrió. Me hizo un guiño y la vi alejarse.
La camarera había intentado bromear y yo lo sabía, sin embargo Orlando L. sí estaba tomando notas para un proyecto de novela.
¿Yo?: desconcertado por la propuesta de la camarera.
¿Orlando L.?: escondiendo su asombro tras un comentario: «Esta mujercita es en verdad radiactiva.»
Orlando volvió a sus apuntes.
Valía la pena pedir otra cerveza solamente para ver cómo aquella mujer caminaba entre las mesas. Era en verdad bella, sin artificios. No llevaba maquillaje, apenas un discreto par de aretes. Parecía natural, salvaje. Un gran felino. Pero no era simplemente su cuerpo lo que llamaba la atención.
El cajero hizo un comentario y señaló hacia nosotros. Sin discreción. Parecía molesto. Ella le contestó en voz baja, le tomó una mano. Entonces él asintió e hizo silencio.
Decidí llamarla.
Pedí otra Bucanero:
—Toma el dinero, así das un sólo viaje.
La camarera trajo la cerveza. Mientras Orlando L. terminaba de anotar la vi alejarse hacia la barra. Habló con el cajero. Y cruzó el pequeño salón rumbo a la puerta de entrada.
Viró un pequeño cartel.
Le avisé a Orlando. Ya se disponía a guardar el bolígrafo y la libreta de apuntes cuando la camarera se acercó a nuestra mesa:
—No se levanten.
Al tipo de la caja registradora no le gustaría tenernos en la cafetería después de la hora del cierre y se lo dije a la camarera.
—El cajero tiene mal genio pero es un buen tipo. Ya lo convencí. Puedes tomarte la cerveza, así das tiempo a que tu amigo termine.
El felino sonrió. Volvió a cruzar el salón y fue hasta la nevera. Eligió una bebida, buscó un vaso. A dos mesas de nosotros bebía una gaseosa de limón y a ratos nos miraba.
Mi Bucanero estaba por la mitad. Nuevamente llené mi vaso y lo alcé proponiéndole un brindis. Desde su mesa la camarera respondió a la invitación y nos dimos un trago.
Orlando L. parecía estar poseído. Por mi cuenta llevaba cuatro cuartillas escritas por ambas caras y su letra es pequeña. Mientras bebía mi Bucanero lo veía trabajar, pero también me volvía para ver su imagen reflejada en el espejo.
Acabé mi cerveza. Sobre la mesa estaba la huella húmeda y circular del vaso y la lata. Torcí la Bucanero. Dentro del vaso metí un extremo de la lata torcida y lo puse justo sobre uno de esos dos anillos. Comencé a trazar hilos de agua a su alrededor.
—Ya casi termino —dijo Orlando.
—Si es por mí no te apures.
—No, lo hago por ella, y también por mí.
La camarera bostezaba. Se tapó la boca con descuido.
—Es bella y radiactiva esa mujercita —dijo.
—Sentí mareos cuando vino con la cuenta —tosí—. Me faltaba el aire.
—Esa mujercita le saca el aire a cualquiera.
Orlando cerró su libreta de notas y con el dedo hizo varios trazos junto a los que yo había hecho alrededor del vaso.
—Llámalo arte efímero —dije.
—Eres brillante —y levantó el vaso cuidando no cayera la lata de cerveza—. El más puro concepto de lo efímero. Tienes un don natural.
—Llámame Basquiat, cabroncito.
Orlando L. se levantó e hizo un gesto de negación: «Estás equivocado, eres algo así como una mala versión cubana de Warhol... Por cierto, ¿alguien hablará de nosotros cuando hayamos muerto?»
Nos despedimos del hermoso felino.
Era demasiado tarde para que Orlando regresara a su casa. Le propuse que se quedara a dormir en mi apartamento.
En silencio hicimos el camino de regreso a mi edificio. Orlando L. tal vez estaba pensando en sus apuntes, yo recordaba la foto que habíamos tomado, también pensaba en la camarera y en el húmedo calor de la madrugada. Mis pulmones podrían darme una mala noche, me sentía el pecho apretado.
La avenida Independencia iba quedando atrás, subíamos por Vento. A ratos me volvía para ver el escenario de nuestra foto: la luz sucia del alumbrado público, el parpadeo del semáforo, dos avenidas apenas surcadas por automóviles, un enorme y despintado grafiti que recordaba el nuevo aniversario de la revolución de 1959, las cafeterías y la gasolinera cerradas, una enorme valla con un cartel en el que se pedía saldar una vieja cuenta pendiente con un terrorista internacional, detrás un bosque de almendros, el cajero y la camarera caminando en dirección opuesta a nosotros.
Calor.
Humedad.
Silencio.
¿Debía tener a mano el Salbutamol?
Decidí no volverme más. Necesitaba caminar. Simplemente caminar. Necesitaba hacer el camino de regreso a mi apartamento. Y miré a Orlando L. Lo envidiaba, parecía estar absorto en sus notas. Y lo estaba, porque se detuvo, de su bolso sacó la libreta de apuntes.
Apenas dijimos algo antes de que nos fuéramos a las camas, sólo un breve comentario acerca de las tomas en la avenida.
—¿Verdad que no nos fue tan mal, pequeño Warhol? —dijo desde su cuarto—. Hicimos una buena foto y conocimos a una camarera bella, caritativa y lista. Habrá más fotos y más Bucaneros.
Le di las buenas noches.
Orlando apagó la luz de su habitación, demoré en apagar la mía.
Tras la ventana se veía el cielo. Estaba bastante despejado, había pocas estrellas y en una esquina del ventanal con su falso neón la luna brillaba tras un cerco de pequeñas nubes. Llenísima. Y encendí el radio. Cerca de los 94 MHz está una de las dos emisoras que escucho. Radio Ciudad. Al final de su cartelera hay un largo programa nocturno con dos pésimos locutores al volante, pero la música es variada y quien hace la selección sabe que también debe complacer a miles de almas en pena.
Tomé el radio y fui al patio.
Lo puse sobre el muro.
Trepé de un salto.
Los locutores dieron un adelanto de la programación, el especial era un bloque de varios hits de Lenny Kravitz. Harían un resumen de su discografía, también de su vida. Mientras hablaban del músico recordé lo sucedido en la cafetería. Era una rara sucesión de imágenes cuanto alcanzaba a recordar: la camarera, el pequeño salón vacío, la imagen de Orlando L. reflejada en el espejo, la lata de Bucanero, el rostro pálido de Warhol.
Y comenzaron a escucharse los primeros acordes de uno de los grandes éxitos de Lenny Kravitz. Flyaway. Volví a mirar al cielo, luego hacia abajo. Estaba sentado sobre el muro del patio, a cinco pisos sobre Altahabana. Volar. Fly away. Desearía poder volar al cielo, como una libélula, volaría sobre los árboles, a ras del mar, o vería todo desde una gran altura. Y saqué un pie al vacío. Fly, fly away. Pero no tenía sentido seguir traduciendo la canción. Perdía la belleza, el ritmo. I want to get away. Y recordé la reproducción de la lata de sopa de tomate Campbell hecha por Andy Warhol, sus retratos de Marilyn Monroe, Elvis o Elizabeth Taylor, la serie de animales que también dibujó con colores duros y planos, entonces pensé que sería una gran idea apropiarme de su imaginario e intentar algo con mis pinceles y mis viejos potes de tempera, recordé a la camarera y la imaginé parada frente a mí, de perfil y desnuda, tal vez podría atreverme a pintarla, podría dibujar la lata de cerveza Bucanero tal como Andy Warhol hizo con las botellas de Coca Cola, podía intentarlo también con una lata de leche condensada Nela a la manera de la Campbell’s condensed. I want to fly away. ¿Me atrevería a dibujarlos? ¿Me atrevería a dibujar el perfil de Fidel y de su hermano Raúl en colores duros y planos? También me gustaría dibujar alguna estrella de cine cubana. I want to fly. I want to fly away. Una estrella de cine inmortalizada en un viejo y bello fotograma: el close-up del rostro de Eslinda Núñez en la película Lucía. Eslinda, una mujer de más de sesenta años, creo que toda mi vida he estado enamorado de esa bella mujer, o enamorado de ese rostro que me mira desde el bello y viejo fotograma.
Sentí un ruido.
Me volví.
Era Orlando.
—¿De veras no te parece que tuvimos una buena noche? —Orlando se acercaba lentamente—. Yo sí lo creo. Supongo que debes poner la fecha de hoy en tu almanaque perpetuo.
Orlando ya estaba junto a mí.
Sin moverse.
Con una mano puesta en mi hombro.
Su rostro desdibujado por las trazas de la luna.
—¿Nunca escuchaste a Lenny Kravitz? —dije.
Mencionó un par de títulos.
—Let's go and see the Stars, the Milky Way or even Mars —canté al compás del hit.
Di unas palmadas sobre el muro, hice un guiño. Orlando subió.
Let's fade into the sun.
Se acomodó. Sus dos pies hacia afuera.
Let your spirit fly.
Hice entonces lo mismo.
—¿Alguien hablará de nosotros cuando hayamos muerto? —dije.
—¿Tu pregunta debería quitarme el sueño?
Del rostro de Orlando L., desdibujado por las trazas de la luna, sólo pude distinguir una parte de su perfil y el brillo de los espejuelos.
Moldeó las palabras de aquella pregunta sin volverse hacia mí. Estábamos sentados en el muro del patio, a cinco pisos sobre el suelo, con los pies colgando en el vacío.
La ciudad —o mi barrio— en silencio.
No pude responderle.
Altahabana en silencio.
Orlando L. puso una mano en mi hombro. Sonrió.